Hoy se cumplen 30
años de su partida.Una cortada de una cuadra y media lleva el nombre del
escritor. Un recorrido por sus calles.
En Ginebra, el cementerio de los reyes Plainpalais, para
homenajear a Jorge Luis Borges. (Cezaro de Luca)
Marina Artusa
Amaba esta ciudad arisca en primavera -lleva días de lluvia
y frío- porque aquí, según él, se volvía invisible. “En Ginebra me siento
extrañamente feliz. Eso nada tiene que ver con el culto de mis mayores y con el
esencial amor a la patria. Me parece extraño que alguien no comprenda y respete
esta decisión de un hombre que ha tomado, como cierto personaje de Wells, la
determinación de ser un hombre invisible”, escribió Jorge Luis Borges en una
carta de catorce líneas fechadas el 6 de mayo de 1986, 39 días antes de morir
en la Vieille Ville, el casco histórico de la ciudad.
Estaban terminando un viaje por Italia cuando Borges le
propuso a María Kodama, su mujer, pasar por Ginebra. Sólo al llegar le confesó
su voluntad: “No volvemos más.” “Soy un hombre libre. He resuelto quedarme en
Ginebra, porque Ginebra corresponde a los años más felices de mi vida. Mi
Buenos Aires sigue siendo la de las guitarras, la de las milongas, la de los
aljibes, la de los patios. Nada de eso existe ahora. Es una gran ciudad como tantas
otras”, decía Borges en su carta.
Entre 1914 y 1918, el acecho de la guerra llevó a los Borges
a mudarse a Suiza, que se había declarado imparcial en el conflicto bélico.
Allí, Jorge Luis, adolescente, asistió al Collège Calvin, la escuela secundaria
pública más antigua de Ginebra. Fue fundada por el mismísimo Calvino en 1559
cuando la ciudad contaba con una población de 13.000 habitantes -hoy ronda los
190.000- y en plena ebullición de la reforma protestante había decretado que la
educación debía ser obligatoria y gratuita. Ahora mismo, el patio de ripio que
Borges cruzaba para volver a su casa de la calle Ferdinand Hodler -según
testimonia Bertrand Levy, académico de la Universidad de Ginebra- está poblado
por adolescentes concentrados en sus celulares. Es día de examen. Repasan en
ronda. Fuman. Hacen bochinche.
La casa de la calle Ferdinand Hodler 7 -que cuando Borges
tenía 14 años se llamaba Malagnou- es un edificio gris, frente a una explanada
de pastos altos y delante de una calle muy transitada. Nada recuerda el paso de
Borges por allí. Hoy aloja oficinas de abogados, un consultorio de
otorrinolaringología y un instituto de educación.
Hay, en cambio, una cortada de una cuadra y media del barrio
de Saint-Jean que lleva su nombre. Del otro lado del río Ródano, Sain Jean es
un barrio mitad residencial y mitad popular. Tomó el nombre del priorato de
Saint-Jean de Ginebra que fue destruido en el siglo XVI durante la Reforma.
“A Borges seguramente no le hubiera gustado nada la idea de
que una calle llevara su nombre, pero hay que admitir que es un gesto de
reconocimiento de parte de las autoridades de la ciudad”, comenta Kodama desde
una de las mesitas cuadradas y pequeñas de la brasserie-restaurant de l’Hotel
de Ville de la Grand Rue 39, donde los mozos del turno tarde son bastante
antipáticos pero por suerte compensan sus colegas de la noche. Venía mucho con
Borges, cuando alquilaban sobre la Grand Rue, donde a la altura del 28 una
placa recuerda su devoción por Ginebra.
“Borges lo explica muy bien en Los conjurados. Allí plantea
esta tierra como un lugar profético. En Suiza conviven distintas lenguas y
religiones y Borges lo proponía como modelo para el futuro”, dice Kodama.
“Se agradece a la gentile clientela no fumar, hablar por
teléfono ni comer en este sacrosanto lugar”, invita un catel pegado entre los
laberintos de madera de la librería A. Jullien, bajo los pórticos que sostienen
la Place du Bourg de Four. Seguramente Borges estaría de acuerdo en considerar
a esta librería sacrosanta: 25 mil ejemplares antiguos -los más añejos del
siglo XVII- y un silencio aromatizado a papel y tinta estacionados. “Borges
venía seguido. Mi padre, Alexander Jullien, lo conocía. Yo no tuve el gusto”,
dice Anna Jullien, a cargo de la librería fundada en 1839 por sus ancestros.
Allí, en el número 32 de la Place du Bourg de Four, la bibliografía de Borges
está en sintonía con el espíritu de su autor: discreta y austera, reúne apenas
cuatro títulos, de los cuales uno son conversaciones, en ediciones de bolsillo.
“Hubo muchos autores que han sido tan importantes como
Borges y de quienes, una vez muertos, nadie se ocupó y han desaparecido -dice
María Kodama, heredera universal del escritor-. Se necesita una persona que
esté detrás, no por la obra en sí, sino para que todo el mundo tenga la
sensación de que esa persona en está viva. Y ése fue mi trabajo durante 30
años. Mi trabajo fue que Borges estuviera vivo. No su obra que ya está
consagrada. Para eso hay que dar la vida. Y para dar la vida, si no amás como
loca no la podés dar.”
-María, ¿cuál es el mejor modo de honrar a Borges a 30 años
de su muerte?
Fuente : Clarin
- 13 de junio de 2016
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