por: David González Torres
Tal vez, quien mejor nos enseñó –soterradamente- el delirio
del escritor que espía al escritor fue aquel hombre nacido en 1899, en Buenos
Aires. Era Jorge Luis Borges. Su sicoterapeuta -dicen- se llamaba Miguel Kohan
Miller.
La afirmación de que Borges era un paranoico es un tanto
arriesgada. Sus mitómanos no perdonarían la infamia y sus detractores la
sumarían al desprecio de recordar su célebre frase que unía como sinónimos
democracia, superstición y estadística.
Anotar en una biografía del autor de Ficciones, El Aleph o
El libro de Arena ciertas obsesiones -complejos de inferioridad o de Edipo,
celos fraternos de Norah Borges, dependencia de su madre Leonor o conducta
narcisista defensiva- sería algo simplista (¿o apócrifo?). Porque si de verdad
existía una obsesión para Borges, según se desprende de sus palabras y
escritos, era única e irrenunciable.
Borges –y esto puede admitirse también como suposición-
deseaba ser BORGES, con mayúsculas. Borges no quería que leyéramos sus libros,
sino a Borges. Para ello, irremediablemente, tuvo que espiarse a sí mismo.
Ya en una de sus célebres sentencias puede resumirse su
vida: “Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca”.
Así sea: un deseo hecho biografía, puesto que Borges, hijo
de un abogado con expectativas frustradas de escritor, crió sus inquietudes
bajo el bilingüismo (hablaba inglés y castellano). Aprendió francés, latín,
alemán y, a lo largo de su vida, otros tantos idiomas. Enuncian sus biógrafos
que a los 10 años tradujo a Oscar Wilde y, posteriormente, son codiciadas sus
traducciones de Chesterton, Poe, Wolf, etc.
Borges, por tanto, suponemos que opto por una vida
quijotesca de vivir en los libros lo no vivido en su día a día. De nuevo
rescatamos palabras de Jorge Luis Borges. Fueron pronunciadas en una
conferencia de 1971, en Londres: “Yo tenía, de niño, tres espejos enormes en mi
habitación, y sentía por ellos un miedo profundo porque (…) me veía a mi mismo
triplicado, y tenía mucho miedo al pensar que tal vez las tres formas comenzaran
a moverse por su cuenta”.
Así, el sueño se hizo realidad. Borges primero vigiló a los
clásicos en versión original, tradujo sus palabras y, finalmente, cuando el
Borges lector se convirtió en escritor, un día el reconocimiento internacional
le tocó en el hombro –aunque a su pesar no le otorgaran el Premio Nobel-.
Renegó entonces de sus primeras obras y revisó concienzudamente sus múltiples
reediciones.
Llegó, entonces a un espionaje de sí mismo inigualable.
Incluso cuando sus ojos se apagaron a causa de una ceguera heredada de su
padre, Borges seguía escuchando su Literatura bajo el cobijo de las lecturas de
su madre y luego bajo la atención de su viuda María Kodama.
Espiar, perfeccionar, espiar. El perfeccionismo aplicado a
uno mismo es un defecto que los acérrimos de Borges lo extreman hacia la
virtud. Por eso, quizás, el texto más indicativo de su peculiar delirio, en el
que desde el propio título nos enseña qué postula, sea Borges y yo: “Yo he de
quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en
sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra”.
Borges, el hombre, narra sobre Borges, el escritor. ¿Estilo
u obsesión? ¿Originalidad o influencia cervantina? Difícil responder, puesto
que la literatura de Borges es miniatura, juega con su propio juego, sueña lo
soñado, incluye en la brevedad un universo o el infinito de todas las
literaturas.
¿No sería que Borges, vigilante de sí mismo -“de un modo
vanidoso”, como cita en Borges y yo- conocía sus propios límites? ¿Y no son los
géneros el límite más óptimo para crear una sólida estructura narrativa?
Borges ocultaba a Borges bajo un sutil disfraz. El escritor
argentino –además de la poesía y el ensayo- se universalizó por sus cuentos
fantásticos, en los que introducía inalcanzable erudición: metafísica,
matemáticas, filosofía… El género fantástico tiene algo de fronterizo, en el
que a un lado y a otro, lo cotidiano y la posibilidad (o la locura) convergen.
Borges nunca escribió una novela. Ese fue su límite. Su
obsesión era otra. Porque a quién no le hubiera gustado contemplar a Borges en
su infinita biblioteca. Y no releyendo a los clásicos, sino revisando, por
ejemplo, su texto Agosto, 25, 1983, en el que Borges entra en un hotel y se
descubre a sí mismo, más viejo y a punto de suicidarse.
Quizás la revisión de esta narración por parte de Borges –la
escena en su biblioteca- fuera la mejor metáfora que describiría al escritor
que se siente autovigilado: espiaba al Borges escritor, al Borges narrador de
dicha historia, al otro Borges personaje que se suicidaba ante su propio yo, a
los dos Borges que se soñaban…
¿Paranoia o genialidad? Imposible responder, quizás lo
supiera Miguel Khoan Miller, psicoanalista que lo trató durante tres años,
según detalla el amor imposible de Borges, Estela Castro, en su polémico libro
Borges a contraluz. De esas sesiones se podría haber extraído muchas huellas de
lo que posteriormente plasmó en su obra. Sin embargo, el secreto de que Borges
se sometía a psicoterapia contrasta con otras afirmaciones.
“Muchos críticos se empeñan en que Borges era un obsesivo”,
nos comentaba su viuda y albacea María Kodama a un grupo de periodistas
recientemente. “Borges era muy lúcido, muy crítico. Corregía continuamente. Su
obra nunca era definitiva”, decía Kodama.
Fuente : Avión de papel
No hay comentarios:
Publicar un comentario