viernes, 25 de julio de 2014

El psicoanalista de Jorge Luis Borges


por: David González Torres
  
Tal vez, quien mejor nos enseñó –soterradamente- el delirio del escritor que espía al escritor fue aquel hombre nacido en 1899, en Buenos Aires. Era Jorge Luis Borges. Su sicoterapeuta -dicen- se llamaba Miguel Kohan Miller.

La afirmación de que Borges era un paranoico es un tanto arriesgada. Sus mitómanos no perdonarían la infamia y sus detractores la sumarían al desprecio de recordar su célebre frase que unía como sinónimos democracia, superstición y estadística.

Anotar en una biografía del autor de Ficciones, El Aleph o El libro de Arena ciertas obsesiones -complejos de inferioridad o de Edipo, celos fraternos de Norah Borges, dependencia de su madre Leonor o conducta narcisista defensiva- sería algo simplista (¿o apócrifo?). Porque si de verdad existía una obsesión para Borges, según se desprende de sus palabras y escritos, era única e irrenunciable.

Borges –y esto puede admitirse también como suposición- deseaba ser BORGES, con mayúsculas. Borges no quería que leyéramos sus libros, sino a Borges. Para ello, irremediablemente, tuvo que espiarse a sí mismo.
Ya en una de sus célebres sentencias puede resumirse su vida: “Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca”.

Así sea: un deseo hecho biografía, puesto que Borges, hijo de un abogado con expectativas frustradas de escritor, crió sus inquietudes bajo el bilingüismo (hablaba inglés y castellano). Aprendió francés, latín, alemán y, a lo largo de su vida, otros tantos idiomas. Enuncian sus biógrafos que a los 10 años tradujo a Oscar Wilde y, posteriormente, son codiciadas sus traducciones de Chesterton, Poe, Wolf, etc.

Borges, por tanto, suponemos que opto por una vida quijotesca de vivir en los libros lo no vivido en su día a día. De nuevo rescatamos palabras de Jorge Luis Borges. Fueron pronunciadas en una conferencia de 1971, en Londres: “Yo tenía, de niño, tres espejos enormes en mi habitación, y sentía por ellos un miedo profundo porque (…) me veía a mi mismo triplicado, y tenía mucho miedo al pensar que tal vez las tres formas comenzaran a moverse por su cuenta”.

Así, el sueño se hizo realidad. Borges primero vigiló a los clásicos en versión original, tradujo sus palabras y, finalmente, cuando el Borges lector se convirtió en escritor, un día el reconocimiento internacional le tocó en el hombro –aunque a su pesar no le otorgaran el Premio Nobel-. Renegó entonces de sus primeras obras y revisó concienzudamente sus múltiples reediciones.

Llegó, entonces a un espionaje de sí mismo inigualable. Incluso cuando sus ojos se apagaron a causa de una ceguera heredada de su padre, Borges seguía escuchando su Literatura bajo el cobijo de las lecturas de su madre y luego bajo la atención de su viuda María Kodama.

Espiar, perfeccionar, espiar. El perfeccionismo aplicado a uno mismo es un defecto que los acérrimos de Borges lo extreman hacia la virtud. Por eso, quizás, el texto más indicativo de su peculiar delirio, en el que desde el propio título nos enseña qué postula, sea Borges y yo: “Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra”.

Borges, el hombre, narra sobre Borges, el escritor. ¿Estilo u obsesión? ¿Originalidad o influencia cervantina? Difícil responder, puesto que la literatura de Borges es miniatura, juega con su propio juego, sueña lo soñado, incluye en la brevedad un universo o el infinito de todas las literaturas.

¿No sería que Borges, vigilante de sí mismo -“de un modo vanidoso”, como cita en Borges y yo- conocía sus propios límites? ¿Y no son los géneros el límite más óptimo para crear una sólida estructura narrativa?

Borges ocultaba a Borges bajo un sutil disfraz. El escritor argentino –además de la poesía y el ensayo- se universalizó por sus cuentos fantásticos, en los que introducía inalcanzable erudición: metafísica, matemáticas, filosofía… El género fantástico tiene algo de fronterizo, en el que a un lado y a otro, lo cotidiano y la posibilidad (o la locura) convergen.

Borges nunca escribió una novela. Ese fue su límite. Su obsesión era otra. Porque a quién no le hubiera gustado contemplar a Borges en su infinita biblioteca. Y no releyendo a los clásicos, sino revisando, por ejemplo, su texto Agosto, 25, 1983, en el que Borges entra en un hotel y se descubre a sí mismo, más viejo y a punto de suicidarse.

Quizás la revisión de esta narración por parte de Borges –la escena en su biblioteca- fuera la mejor metáfora que describiría al escritor que se siente autovigilado: espiaba al Borges escritor, al Borges narrador de dicha historia, al otro Borges personaje que se suicidaba ante su propio yo, a los dos Borges que se soñaban…

¿Paranoia o genialidad? Imposible responder, quizás lo supiera Miguel Khoan Miller, psicoanalista que lo trató durante tres años, según detalla el amor imposible de Borges, Estela Castro, en su polémico libro Borges a contraluz. De esas sesiones se podría haber extraído muchas huellas de lo que posteriormente plasmó en su obra. Sin embargo, el secreto de que Borges se sometía a psicoterapia contrasta con otras afirmaciones.

“Muchos críticos se empeñan en que Borges era un obsesivo”, nos comentaba su viuda y albacea María Kodama a un grupo de periodistas recientemente. “Borges era muy lúcido, muy crítico. Corregía continuamente. Su obra nunca era definitiva”, decía Kodama.

Fuente : Avión de papel


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