Dicen que la
Historia se conjuga con el sudor de las gentes, sus palabras
y sus hazañas, anónimas, siempre. Dicen que la Historia es el engaño del
tiempo, la jugarreta final del destino, sólo reservada a los más grandes. Dice la Historia que James Joyce
nació en Dublín el 2 de febrero de 1882. Hijo del alcoholismo y la pobreza,
hijo de la vieja Irlanda, del Dublín gaélico, del olvidado mundo de los
gigantes, del tiempo ignoto.
Estudió en los jesuitas, recibió premios de poesía (que se
gastó en invitar a una gran cena), bebió durante toda su vida, terminó sus días
ciego y con varias úlceras… Unos dicen que fue el mejor escritor desde Homero,
otros dicen que su pluma está más allá de este mundo, otros dicen que terminó
loco, que su escritura es sólo un ejemplo de un hombre esquizofrénico. La Historia habla, y 1922 es
la fecha en la que se publicó el libro más famoso del S. XX: Ulises.
Cuentan que Nora (su Penélope) y Joyce se escribían cartas
muy subidas de tono, que estaba obsesionado con los fluidos corporales y el
sexo, cuentan también que es un ateo profundamente religioso, un hombre culto
de pésimo gusto, un irlandés universal.
La
Historia, como bien dicen algunos, se escribe con la pluma de
los anónimos, con el tenue caminar de Stephen Dedalus, Ajax, Leopold Bloom,
Aquiles, Ulises… La Historia
cambia el tiempo y convierte lo ignorado en texto, porque son las palabras la
fuente última y primera del conocimiento. Más allá, sólo la muerte.
James Joyce es el escritor que, viviendo una vida en el
exilio, convirtió la vieja Irlanda mítica en un universo estable y cambiante
(Ulises), que describió la vida de las gentes de Dublín (Dublineses), que
relató su propio nacimiento y condena (Retrato de un Artista Adolescente), que
vivió una y mil vidas en el sueño de un beodo (Finnegans’ wake).
James Joyce nació cerca de Dublín el 2 de febrero de 1882,
en aquella añorada Irlanda de escasez y pobreza. Hijo de un padre alcohólico
que fue perdiendo sus posesiones (escasas) a medida que su «problemilla» iba
tomando tintes más dramáticos. El propio James no se libraría de esta pesada
carga endogámica. Sus primeros años transcurren sin mayores altibajos en una
ciudad a la que observa para nunca más perder de vista en su posterior exilio.
La que un día fue prodigiosa memoria del autor se fijaba en todo, captaba cada
detalle, en un mundo ya en formación, pero sin eclosionar.
Joyce comenzó con un libro de poemas de amor (Música de
Cámara, 1907). Su siguiente obra, un fresco sobre la vida (Dublineses, 1914),
ahonda en el concepto de «epifanía» (procedimiento literario de revelación
interior a través de instantáneas de la vida, palabra, imágenes) que más tarde
pasaría a llamarse «epiclesis» (forma más desarrollada de la «epifanía»).
Dublineses es una colección de relatos, sí, pero es una novela en sí misma con
un único personaje: Dublín.
Narrada en un inglés académico pero localista, Dublineses no
es sólo un fresco de la vida en aquellos días, sino una novela que antecede al
mejor Dos Passos (Manhattan Transffer). Las historias se entremezclan y los
personajes desaparecen para volver a eclosionar con furia. Se trata de una
curiosa mezcla entre el escritor que ha de llegar y el gran heredero de una
tradición narrativa clásica (recordemos los movimientos realistas encabezados
por Balzac). Joyce bebe de todos los estilos y practica todas las narrativas.
Como más tarde haría en El Retrato del Artista Adolescente, la obra evoluciona
lingüística y estructuralmente desde el primero de los relatos. Los personajes,
espejos de la realidad sin contacto con ella, crean un universo ficticio de
paralelismos. Aquellos que acusan a Joyce de haberse vuelto loco, sin embargo,
encontrarán en Dublineses un ejemplo de inglés académico, pausado y reflexivo.
Más tarde, y esbozada anteriormente en Stephen el Héroe,
comienza con las aventuras de Stephen Dedalus en Retrato del Artista
Adolescente (1916). Surge el verdadero Joyce, cambiante, resultón, expresivo,
abnegado, autontemplativo, un torrente verbal de tonalidades cambiantes. Es la
historia de un chico, el mismo Joyce, que estudia en los jesuitas, que descubre
la ética de Santo Tomás, que mira el mundo de los prostíbulos y desciende hasta
el infierno de las palabras. Cinco capítulos en los que el lenguaje es el
personaje principal y se convierte en la expresión del alma del héroe (Stephen
Dedalus). Las palabras evolucionan junto con el protagonista, cambia, es
inocente y vacuo al principio; profundo, filosófico y pedregoso en su
desarrollo medio; pasional, etéreo, enamoradizo y vergonzante más tarde; libre
y sincero cuando Dedalus llega al final de su camino: Joyce, ahora convertido
en verdadero artista, está listo para escribir Ulises.
Retrocedamos en el tiempo. Nos encontramos con un Joyce que,
según sus palabras, no sabía beber (por desgracia luego aprendió). El necesario
proceso de distanciamiento con el que sería el principal personaje de su obra
(Dublín) aún no se ha realizado. Estamos frente a un hombre por formar, aún
recluso tras los grilletes familiares. Vive junto a unos amigos (inmortalizados
más tarde en las ahora célebres escenas de la torre). En aquellos tiempos
conoce a la que sería su compañera y madre de sus hijos Giorgio y Lucía: Nora
Barnacle. Fue una relación difícil más por parte del escritor que de esta
«señorita». Joyce frecuentaba burdeles y se emborrachaba constantemente,
convocaba celosos fantasmas… Pero Nora Barnacle pasará a la historia de la
literatura (quizá falsamente, cierto es) como la inspiradora del personaje de
Molly Bloom en Ulises. Desde luego, parece cierto que la fecha en que acaece la
acción de Ulises hace referencia a la primera cita de Nora y James (aunque
otras voces más sensacionalistas señalen otras hipótesis).
Un día para una obra, una obra para la historia. Tras el
reducido éxito de sus anteriores obras (pero que sin embargo le abrieron las
puertas del mundillo literario) el autor se enfrascará en una de las obras más
contradictorias del S.XX. Ulises es la historia de un día (16 de junio), en la
que suceden pocas cosas, nada en realidad. Un par de amiguetes de taberna se
juntan en un burdel, poco más sucede. La literatura clásica reducida a su más
mínima expresión. Pero Ulises es también (como ya había hecho en Dublineses) la
historia anónima de personajes sin interés en un enclave homérico (el título
proviene de la inspiración en La
Odisea). Los personajes lo observan todo y todo lo ven. El
lenguaje es aquí el rey absoluto y el tirano aristocrático al servicio de un
nuevo ser musical. Y es que hablar del estilo literario de Joyce es intentar
describir una nota, impropio. Es el escritor sobre el que se han vertido ríos
de tinta, y nadie ha dicho nada. Joyce comparaba el monólogo interior en el
último capítulo de Ulises (Penélope) con el fluir de un río, que se entrega en
una duermevela al sueño del mundo… El libro, concluye con la palabra más simple
y compleja (siempre impropio e inabarcable en cualquiera de las traducciones al
castellano): Yes… Sonoridad, música de nuevo… Alguien dijo que Ulises era
música. El estilo de Joyce es por ello un estilo cambiante, imitativo y nuevo,
reflexivo por el mismo nacimiento de la palabra, en su juego eterno.
Ulises (1922) es la obra de un hombre que abandonó Irlanda y
es la obra del que jamás la abandonó. Es un retrato de la vida en aquellos
principios de siglo (ya pasado, siempre presente), en el que dos personajes (el
mismo Stephen Dedalus y Leopold Bloom) conviven a través de las peripecias de
un día (bautizado posteriormente «El día de Bloom» o «Bloom’s day»), 16 de
junio de 1904, día en el que Joyce y Nora tuvieron su primera y fatídica cita
(parece ser que en la primera cita, debido a su ceguera, se confundió de
doncella y el encuentro no terminó demasiado bien). Ulises narra la vida de
estos dos personajes en este día (y en menor medida de la esposa de Bloom,
Molly). Mediante procedimientos varios se retratan pensamientos y acciones de
estos dos hombres, imagen de juventud y madurez del propio Joyce. El libro es
redundante y nunca repetitivo, nuevo y clásico en su estructura. Cada capítulo
ahonda en una función del cuerpo humano y en un órgano, cada capítulo usa un
procedimiento literario diferente, cada capítulo es un mundo, y el universo, en
dos personajes, en dos culturas, en dos religiones (judía, Bloom, y católica,
Dedalus). Se habla del uso del monólogo interior en las clases de literatura.
Su uso, con el que concluye la obra, le da la inmortalidad al autor, mientras
que si nos dejamos guiar por la obra (no por su exégesis) lo usa tan sólo como
herramienta, una más, en el trabajo de mil procedimientos distintos, aún sin
explorar, mil imitaciones de mil autores. Bajo el signo de Ulises está el
admirado Ibsen y el propio padre Shakespeare, está Hedda Gabler (Molly Bloom) y
Hamlet (Dedalus), está la filosofía tomista y está el imperativo categórico.
Ulises es el retrato de la vieja Irlanda en su espejo universal, Ulises es el
mundo.
Precisamente muchos lectores se quedan tan sólo en los juegos
de palabras (actitud sin duda promovida por esa caterva de críticos ignorantes,
muertos)… Leer a Joyce es entregarse a un mundo nuevo en el que hay que dejar
atrás la propia historia para escribir la Historia. Leer a
Joyce es caer en el meta-lenguaje, la meta-literatura, es sumergirse en el
océano profundo de las palabras, hallar un significado nuevo en cada uno de sus
significantes, perder la noción del tiempo y encontrar un segundo nuevo, una
nota, una escala en cada nuevo capítulo.
Decenas de críticos trataron de explicar Ulises, cientos de
ellos lo han intentado más tarde… Historia, historia… Ulises es una «obra
escrita para tener entretenidos a los críticos durante cien años».
«He querido liberar a las palabras de su significado», decía
el propio autor. Finnegans’ Wake es el último y más genial de los libros de
Joyce. Es la obra de la noche, del sueño, de las palabras sin significado, es
la música. Incomprensible desde un punto de vista formal, Joyce deforma hasta
el absurdo el lenguaje y lo recompone: Libro escrito en inglés… En español,
latín, griego, italiano… Los dialectos son uno, es el lenguaje del hombre,
universal, primigenio. El proceso de Ulises de descomposición continúa, se hace
más y más profundo… El hombre, esclavo de la cultura, de la Historia, se libera por
fin en un sueño desgarrador, explosivo y deformado. Es el sueño de un
tabernero, inmoral, más allá de las reglas del lenguaje, de la literatura, de
los siglos. Finnegans’ wake es una paráfrasis bíblica y cabalística, es la
historia de los gigantes míticos de Irlanda y el universo, el intento de un
hombre ciego por ver la luz, por describir un mundo que nunca existió a través
de la descomposición imposible de las palabras, creando de nuevo el universo,
un tapiz sin colores, una nota sostenida.
En cierta ocasión, en un congreso sobre el autor, uno de
estos eruditos con gafas y gran nariz dijo la frase definitiva sobre Joyce y
Finnegans’ wake: «Llevo veinte años estudiando el libro y aún no sé de qué va».
La escritura de la obra se dilató durante quince años, en
los que Joyce acusaba una ceguera casi total (fue ayudado por Samuel Beckett).
Influencias varias recorren el libro y mil equívocos fueron dispuestos para
evitar su interpretación formal, muchos de ellos vertidos por el propio Joyce.
Durante su redacción, su hija Lucía comenzó a dar muestras de un peligroso
desequilibrio mental. Para ello (Joyce residía en Zurich en aquella época), se
puso en contacto con el más afamado de los psiquiatras de la época: Carl Jung.
Así Joyce entría en contacto con la teoría del inconsciente colectivo,
convirtiéndola en una de las piedras de su obra en construcción (la novela se
llamó durante mucho tiempo así Work In Progress, hasta que fue desvelado su
título definitivo). La historia parece hacer referencia a un tabernero y un
oscuro secreto. Es ésta la historia del sueño de este HC Earwick, pero es
también la narración de los tiempos a través de las edades de la humanidad
mítica. Retomamos a Homero, pero ya no desde su sentido estrictamente
literario, sino que vamos mucho más allá: Las palabras rompen con los grilletes
de su significado y se convierten en música, armonía pura en el tiempo
literario, infinito, renuente y esencial. El libro comienza con una frase sin
inicio y concluye con otra sin final, que sólo encontraremos en la propia
primera frase, así es el tiempo cíclico de Vico (en el cual parece ser que se
inspiró), de Dante y Abenarabi, de los gigantes irlandeses que habitan aún
entre nosotros, de los dioses y monstruos de un sueño que será, siempre, haber
escuchado una nota mantenida en el aire: ciega, eterna, serena.
Martín Cid
Fuente : De Fierro
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