domingo, 20 de junio de 2010

Aquel almuerzo de 1999 con José Saramago



Había estado de visita en Brasil y partía hacia Italia, con un breve alto de apenas un par de días en su casa de la isla de Lanzarote. Así, a las corridas, era la vida del escritor portugués José Saramago aquel lunes 23 de agosto de 1999. Así, corriendo, vivía desde que había obtenido el premio Nobel de Literatura a fines del año anterior. Su vida se había transformado en una rutina de actividades que le impedía trabajar en su nueva novela. Eran poco más de las 13.30 de aquel lunes en Buenos Aires y llovía como si no fuera a parar nunca más.

La espalda del último Premio Nobel se recortaba contra la vidriera del paquetísimo restaurante Lola, en Recoleta. Saramago esperaba a cinco periodistas para almorzar: esa era la última de las actividades previstas antes de que volviera a su casa de Lanzarote. ¿Por qué cinco, por qué esos cinco? Saramago despejó las dudas:
“Bueno, son los únicos que me tuvieron en cuenta al visitar Argentina antes de ganar ningún premio. Creo que me quieren por lo que escribo. Les debo un almuerzo”.

Después supe que, mientras viajábamos hacia ese almuerzo, los cinco periodistas pensábamos en otra de las frases de Saramago. “Va a parar, va a parar. Aunque el tiempo nunca tuvo demasiado en cuenta las lealtades con los escritores, por más Nobel que sean”, había dicho tres días atrás, en la Fundación Borges, donde dio una conferencia sobre el centenario del autor de Ficciones. Recordábamos, los cinco, a aquel Saramago que también se refería a la lluvia que, de tanto en tanto, caía y sigue cayendo en Lisboa: “Ya se sabe que los portugueses tenemos fama de melancólicos, sobre todo cuando llueve”.



Era el último día de Saramago en Buenos Aires. Ya había pasado la conferencia de prensa, su discurso sobre Borges, su breve intervención en el programa Hora clave (“jamás tuve que esperar tanto para diez minutos”, dijo después Saramago, tratando de evitar la sonrisa). Sólo le quedaba esa “deuda” del almuerzo, preparar las valijas y tomar el avión. Después, como venía haciendo desde octubre de 1998, luego de unos días en su casa, seguiría su recorrido por el mundo: Italia, Francia, Mozambique, una larga lista de etcéteras. Podría haber estado cansado, harto, de mal humor por un presente que lo alejaba a futuro de la escritura. Pero Saramago estaba aquel mediodía de agosto de 1999 como recién levantado, dispuesto, contento.

Y, con un poco de vergüenza, comprobamos que él había sido el primero en llegar. Que era él quien esperaba a los invitados allí, en Lola, como un parroquiano más. Pocos comensales comprendían que en la mesa de al
lado estaba el Premio Nobel de Literatura. Sí giraron todas las cabezas de Lola cuando salió, acompañado de dos personas, un personaje de aquel año: Gustavo Béliz. Ese anonimato de lunes en Recoleta de Saramago
era una pequeña tregua. El viernes, cuando se había sumado al homenaje por los cien años del nacimiento de Borges, la larga cola de saramagoadictos frente a la puerta de la Fundación demostraba que las paredes no eran de goma. Al día siguiente volvió a repetirse el gentío en el Museo de Bellas Artes, donde más de seiscientas personas (y otro tanto que se quedó afuera) se agolparon para escucharlo. Y el domingo, los paseantes de Florida pudieron ver una larga hilera de quienes pugnaban por un autógrafo suyo en el local porteño de El Ateneo. Fueron tres horas, de 17.30 a 20.30, momento en el cual la librería cerró sus puertas para que el Nobel portugués pudiera masajear, tranquilo, su brazo.

Los que estaban a su lado no podían comprender de dónde sacaba Saramago una dedicatoria distinta para cada lector. “Es mucho el amor que me demuestra la gente –dijo Saramago aquella tarde–. Es raro. No sé por qué quieren a alguien que, como yo, parece pregonar el pesimismo”. Pero lo mejor sucedió cuando el escritor salió de la librería: un chico de la calle –de ocho, nueve años, esa edad imprecisa de los chicos de la calle– le alcanzó un papelito arrugado para hacérselo firmar. Después de recibido, el pibe salió corriendo, trofeo en mano, con la misma sonrisa que se dibujaba en la cara de Saramago.

Aquel lunes de agosto, después de hojear durante quince minutos el menú (“siempre tengo el mismo problema: las cartas de platos en la Argentina parecen novelas”), el autor de Memorial del convento quedó atrapado en el capítulo pescados. “Estaría bien un lenguado, pero es que hay con tantas salsas que se me embarullan”. Cuando le comentamos que en Lanzarote debía comer bastante pescado, Saramago dejó la lista de lado y se confió: “Es cierto, pero es que aquí, cuando uno pide carne, le traen casi una vaca, y yo no como tanto, dejo siempre más de la mitad, y eso es una pena”.

De todos modos, pidió costillas de cerdo con puré de manzanas. Y syrah. Y agua mineral sin gas que nadie probó.

“Desde octubre tengo una novela parada allá, en Lanzarote –contó–. No puedo escribir mientras viajo, necesito mi casa, mis cosas. Mi entorno, diríamos. Dentro de poco se cumplirá un año de abstinencia escritural. Hay, por supuesto, papelitos con algunas notas, otros con bocetos, pero de la novela, La caverna o La cueva, como se termine llamando, nada. Quedó allá, en mi casa”.



Con la intención idiota de darle ánimos, los cinco le planteamos que la próxima entrega del premio Nobel le devolvería la tranquilidad. Que sería otro el que comenzaría a viajar y a dejar sus escritos lejos. “No –dijo Saramago–, es cierto que el próximo Nobel tendrá sus obligaciones, pero yo voy a seguir teniendo las mías. Así que supongo que la novela seguirá descansando, aunque espero que no tanto como hasta ahora. Por lo general, tardo entre ocho y diez meses en escribir una novela; ésta me llevará un poco más”. Y a las obligaciones (“viajes, charlas, amistades y hasta algunos congresos a los que me invitan sin que yo sepa nada sobre el tema, sólo porque creen prestigioso que asista a un encuentro de fisioterapia o radiología”, rió Saramago) también se les sumaría su infinita generosidad con quienes llegaran hasta la legendaria casa de Lanzarote.

Como para demostrarlo, Saramago contó una anécdota: “Una mañana llegó una pareja (ella de Israel, él de Suiza) a los que mi esposa hizo pasar, ya que venían para conocerme. Se quedaron tanto, que se hizo la hora del almuerzo. ‘Yo carne de cerdo no como’, dijo ella. Y justo ese día había, cosa poco común en casa, cerdo. Tuve que preparar de apuro otra comida, ya ni me acuerdo qué era, supongo algo que guardábamos para la noche en la heladera”.

Nos costaba bastante comprender que el Nobel no lo había modificado, pero la realidad estaba ahí: Saramago seguía igual. Sencillo, afectuoso, de una complejidad simple.

“Un poco más alto –bromeó cuando se lo hicimos saber–, pero, en realidad, a mi edad ya se empieza a ir para abajo, a decrecer. Estoy, eso sí, un poco más delgado: es que uno se pone nervioso, duerme menos y come mal. No porque la comida sea mala, todo lo contrario, sino porque en las mesas siempre hay invitados y uno tiene que hablar. Al menos eso esperan los invitados que haga uno. Y la comida se enfría”. Aunque después de la frase todos nos esforzamos en dejarlo comer, un poco avergonzados, Saramago rió de nuevo por nuestro esfuerzo y dejó intacta una de las dos costillas que le trajeron: “Lo dicho, sólo que en lugar de una vaca trajeron casi un cerdo entero. Me da mucha pena dejarlo, pero aquí no están mis perros”. Saramago se enfrascó aquel lunes de agosto de hace casi once años en una extraña y cautivante teoría sobre la mente canina, tan extraña y cautivante como cualquiera de sus novelas: “Los perros, al volver, me saltarán encima y me lamerán por dos o tres minutos. Pero luego vendrá la recriminación: me ignorarán, me tirarán mordiscones, me mirarán de reojo y un tanto ofendidos. Es que los perros no reconocen el tiempo. Para ellos, una ausencia de un día es similar a la de un año: sufren lo mismo. En ellos, el sentimiento de soledad pesa más que el sentido del tiempo”.




Afuera seguía lloviendo. Era de suponer que en algún momento iba a parar. Como siempre ocurrió y como siempre seguirá ocurriendo. Después del café, después de contarnos la increíble historia del por entonces presidente del Banco Central y sus desvaríos sobre Pessoa (Ver Carta en nota Aparte), ya en la puerta del restaurante, los cinco periodistas le propusimos, como despedida, otra despedida: la del fin de año que, en aquel 1999, parecía casi casi el fin del mundo. “Creo que decidí no apurarme. Festejaré el comienzo de 2000, un festejo numeral, ya que cambian todos los números del año, y en 2001, como corresponde, festejaré el inicio del milenio”, dijo guareciéndose debajo del toldito de Lola. Y ahí, Saramago, el autor de Memorial del convento, de El evangelio según Jesucristo, de Ensayo sobre la ceguera, el premio Nobel de Literatura 1998, debajo del toldito de Lola, sonrió nuevamente y dijo “pero antes, por favor, déjenme llegar a Lanzarote”.

Fuente : El Argentino, Miguel Russo, 19-06-2010

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