miércoles, 2 de junio de 2010
La herencia entrerriana en Borges
Iris Estela Longo
Paraná (Entre Ríos) Argentina
ielong@hotmail.com
Frente a la impresionante diversidad de temas que desde hace décadas vienen acumulándose en torno al universo de Jorge Luis Borges, nos atrae la posibilidad de fundamentar la ligazón, consciente o no, que mantuvo el escritor con la provincia de Entre Ríos. Sin desconocer que esa coordenada imaginaria ya ha sido indagada suficientemente en lo que atañe a sus antepasados, entre otros por Alejandro Vaccaro, quien en su ensayo titulado Georgie (Una vida de Jorge Luis Borges). 1899-1930,[1] reunió interesantes datos sobre el bisabuelo inglés, Edward Young Haslam, y sus hijas Carolina y Frances Ann, referidos al período en que los tres vivieron en Paraná.
Por entender que la temática no ha sido agotada, nos proponemos el rastreo de los otros hilos, a nuestro juicio generosos y significativos, que unen la vida y obra de Jorge Luis Borges con la tierra natal de su padre.
1. LA NOVELA DEL PADRE
El interés de Borges por Entre Ríos era inevitable. Se trataba nada menos que de la comarca donde su abuela Frances Ann Haslam se enamoró del coronel Francisco Borges, y donde nació su padre, Jorge Guillermo Borges. De manera que el niño creció entre relatos familiares que girarían no pocas veces en torno a personas, sucesos y lecturas vinculados con esa provincia. Jorge Guillermo, de quien Jorge Luis heredó seguramente el sentido del humor, intentaba explicarle a su madre, “una respetable señora inglesa”, que, a pesar de haber nacido en Entre Ríos, él fue engendrado en la pampa. Sin embargo, tanto se compenetró con el ambiente entrerriano, que lo eligió como escenario de su primera y única novela, El Caudillo. Por su parte, Leonor Acevedo contaba que entre sus primeras letras estaba “El nido de Cóndores”, de Olegario Víctor Andrade, y solía recitar el poema íntegramente.
A propósito de la novela de Jorge Guillermo Borges, publicada en Palma de Mallorca en 1921 y reeditada por la Academia Argentina de Letras en 1980, nos llamó la atención que en el excelente prólogo de Alicia Jurado a esta segunda edición, no se mencionara al regionalista entrerriano Martiniano Leguizamón, ni a su novela Montaraz, publicada en 1900, con prólogo de Roberto J. Payró, y reeditada por sexta vez en 2.000, al cumplirse el centenario de su aparición. Es posible que la prologuista no hubiera leído el libro de Leguizamón, pero salta a la vista que tanto el autor de El Caudillo como su hijo, conocían la obra del entrerriano: su nombre y condición de regionalista figuran en el ensayo Evaristo Carriego, que Jorge Luis publicó en 1930. Al recordar que Carriego era, de generaciones atrás, entrerriano, reflexionó que “una dulzura sin pudor tipifica las más deliciosas páginas de Leguizamón, de Elías Regules y de Silva Valdés” (OC 114), páginas que incluye en el criollismo romántico típico de los modos literarios de la época. Se nos ocurre que del cotejo de ambas obras surgen evidentes analogías; verbigracia, el hecho de que Montaraz recree un período de nuestra historia que conocemos imperfectamente: la lucha entre los caudillos y sus temerarias montoneras en el Siglo XIX, década del 20, y que en EL Caudillo la acción se ubique hacia 1870, con expresa referencia al asesinato de Urquiza: “Mi padre -dice Borges- escribió su novela, que evocaba los viejos tiempos de la guerra civil de la década de 1870, en su Entre Ríos natal” (Autobiografía 28). La temática de la narración es de cuño romántico, así como su final trágico y la inclusión del costumbrismo. Las dos parejas protagónicas responden a los moldes heredados de aquella escuela literaria: Apolinario Silva, el héroe de Montaraz, y Carlos Dubois, el de El Caudillo, son dos jóvenes apuestos, de piel morena, ojos claros y cabello oscuro; cierta melancolía de sus rostros denuncia en ellos una infancia desdichada: uno creció sin la cercanía de la madre, el otro no la conoció. En lo que concierne a las heroínas, Malena, la novia del montaraz, y Marisabel, la enamorada de Dubois, son dos muchachas en plenitud, de rostro moreno, ojos negros y brillantes y mirada soñadora, con profundas ansias de vivir y amar; las dos sufren una muerte violenta, y es en estos momentos cuando el relato alcanza su mayor fuerza dramática. En cambio, si el estilo de Montaraz se prodiga en adjetivaciones y descripciones subjetivas, el de El Caudillo, más sencillo y directo, acusa la evolución beneficiosa que experimentó la expresión escrita al cabo de los veinte años transcurridos entre una y otra obra. Pero a ambos novelistas los acerca el propósito de testimoniar una época conflictiva en la región litoraleña.
La novela El Caudillo fue motivo de tiernas referencias en la Autobiografía de Jorge Luis; recordó que, antes de morir, su padre le dijo que le gustaría mucho que se la reescribiera de una manera sencilla, y eliminara “los pasajes grandilocuentes y floridos” (52). Fue un proyecto que el hijo mantuvo pendiente durante mucho tiempo: “...Me gusta pensar en esa tarea como un diálogo que no se ha interrumpido y una colaboración muy real”(152).
2. EL “ANTIGUO ENTRERRIANO”
Lo que sigue pertenece a los recuerdos de la historiadora entrerriana Beatriz Bosch, autora de Urquiza y su Tiempo, expuestos en más de una oportunidad, en entrevistas y también ante quien esto escribe. Ella evoca una casi ignorada visita de Jorge Luis Borges a Paraná en tiempos difíciles (1952, época peronista), para dictar una conferencia, que contó con un público discreto en cuanto al número, pero distante (después vino dos o tres veces más, y las largas filas para oírlo abarcaban dos cuadras). Lo fue a buscar al Plaza Hotel, y mientras caminaban por calle San Martín, D. Jorge Luis le confió que nunca había imaginado que alguna vez saldría a pronunciar conferencias ( confesión que años más tarde comentarían varios de sus biógrafos). Finalizada la conferencia, muy pocos se animaron a cenar con él en el modesto restaurante de la Sociedad Italiana, frente a la Plaza Alvear. Eran cuatro o cinco -puntualiza-; entre ellos el ex gobernador Raúl Uranga. Al otro día, alternó con Juan L. Ortiz y Julio H. Meirama, quien lo condujo en su automóvil hasta la estación del ferrocarril, desde donde viajaría hasta Gualeguay. A Beatriz Bosch se le iluminan los ojos cuando rememora que le llevó a la estación un ejemplar de la primera edición de Historia Universal de la Infamia, para que se lo autografiara. Ninguno de los cuatro contaba con una lapicera para el caso. “No sé de dónde Borges sacó un cabito de lapicera (tal vez se lo daría Meirama) y grabó fuertemente los caracteres: “A.B.B. con la amistad del antiguo entrerriano J.L. Borges, 1952”. Después, ya en su casa, ella le pasó la tinta ( lo de “entrerriano”, dice, era por el recuerdo de su padre, nacido en Paraná en 1874).
3. LA LLANURA, LIBERTAD Y CORAJE
Ya el bisabuelo inglés, Edward Young Haslam, había hecho justicia al encanto de Paraná y sus alrededores, en los textos que publicó en el periódico The Southern Cross en 1876, y que Vaccaro incluyó en el libro citado. Al señalar en “Noticias desde una tierra feliz”, la formación geológica con marcas distintivas del lugar, destacó “el rostro liso de la naturaleza, brillando con toda su belleza de follajes lujuriosos y pastos verdes recorridos por un río plateado” (411). También impresionó este paisaje a Jorge Guillermo, quien alabó en El Caudillo “la llanura de tomillo tierno, que rozaba el espejo de las aguas y tajamares, morada del junco y de las garzas y patos reales” (65). Como es de imaginar, tal geografía, signada por espacios sin límites, encontró entusiasta acogida en la temática de Jorge Luis.
Tanto Alicia Jurado como Ana María Barrenechea señalaron la asociación de ideas que hacía Borges entre las palabras “libertad” y “llanura.[2] Inagotable, infinito, desaforado, incesante y vertiginoso, fueron algunos de los adjetivos con que éste calificó los espacios amplios, entre los cuales incluyó a la llanura de la provincia de Entre Ríos, por más que en su relieve, conformado por los movimientos tectónicos que en lejanas épocas levantaron discretamente el suelo en el litoral argentino y lo elevaron por sobre el nivel de la pampa, se destaquen las “cuchillas” o lomadas embellecedoras de su paisaje. Consecuencia de esa asociación resultan los numerosos pasajes de su obra en que aparece el tema de la llanura, ya descripta, ya vinculada a las peripecias de los protagonistas, en ocasiones junto a lo entrerriano. En el cuento “El Sur”, Juan Dalhmann, pese a que se dirige a su estancia en el Sur, encontró, en el almacén que alguna vez había sido punzó, a un hombre “como fuera del tiempo” que le recordó, por su vestimenta, algunas discusiones con “gente de los partidos del Norte o con entrerrianos” (OC 528). Y la palabra llanura es la que elige para el cierre del cuento. Allí abandona a sus personajes, en el espacio incesante donde la soledad y el silencio presagian la tragedia futura. Reflexiona en “El muerto” que, así como los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, él (“el hombre que entreteje estos símbolos”), ansía la llanura inagotable que resuena bajo los cascos; Otálora arriba a una estancia perdida de la interminable llanura, un ámbito sin determinar; luego, un jinete sombrío, el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira que habrá de matar a Otálora, llega desde las cuchillas. Y tal vez la gravitación que esa topografía cobró en sus preferencias temáticas, lo decidió a otorgarle a un entrerriano el protagonismo de su cuento “La otra muerte” (571). En efecto: el amigo Gannon le escribe desde Gualeguaychú, y lo anoticia de la muerte de Pedro Damián, de quien el narrador aclara que era entrerriano, de Gualeguay, y había combatido en Masoller, a las órdenes de Aparicio Saravia; los últimos años los pasó en un puesto ubicado a dos leguas del Ñancay. Según la versión del coronel Dionisio Tabares, Damián había flaqueado en Masoller, pero la del doctor Amaro, de Paysandú, que militó igualmente en la revolución de Saravia, es totalmente opuesta: “Pedro Damián murió como querría morir cualquier hombre. (...) Tan valiente, y no había cumplido veinte años. (...)...también gritó ¡Viva Urquiza!” ( 573). Para el creador de otra conjetura, Ulrike von Kühlmann, Pedro Damián “pereció en la batalla, y en la hora de su muerte suplicó a Dios que lo hiciera volver a Entre Ríos” (574).
La referencia a lo entrerriano se reitera en otros cuentos: Santiago Fischbein, de “El indigno”, es entrerriano, de Urdinarrain ( 1029); Clementina Juárez, la madre de Rosendo Juárez, de “Historia de Rosendo Juárez”, solía hablar “de sus allegados en Concepción del Uruguay” (1034); la heroína de “La señora mayor” “seguía abominando de Artigas, de Rosas y de Urquiza” ( 1049); en “El estupor”, la familia de Moritán, que murió cuando él era muy chico, parece “que era de Entre Ríos” ( 1127).
4. GAUCHOS, CAUDILLOS, GENERALES
Ramírez y López Jordán hacen frecuentes apariciones en sus escritos. Infaltables al contar anécdotas, apoyadas principalmente en la tradición oral de la familia:
A fines de 1870, fuerzas de López Jordán comandadas por un gaucho a quien le decían “El Chumbiao” cercaron la ciudad de Paraná.(...) ...los montoneros lograron atravesar la defensa y dieron, a caballo, toda la vuelta a la plaza central, golpeándose la boca y burlándose. Luego, entre pifias y silbidos, se fueron. La guerra no era para ellos la ejecución coherente de un plan sino un juego de hombría. ( OC 152).
Entre sus milongas, dos se ocupan de conocidos entrerrianos: uno, Francisco Ramírez: ¿Quién dirá de quiénes fueron
Esas lanzas enemigas
Que irá desgastando el tiempo
Si de Ramírez o Artigas?
“Milonga para los orientales”( Para las seis cuerdas, 967)
El otro, Calandria, protagonista también de la comedia criolla del mismo nombre, compuesta por cuadros de costumbres muy entrerrianos, que Martiniano Leguizamón publicó en 1898, aunque se estrenó dos años antes.[3] Ambos escritores retratan a Calan-dria, pero en la pluma de Leguizamón el matrero se redime por el amor;[4] la visión de Borges es realista, acata la versión primitiva, la leyenda del matrero hábil para el manejo del acero:
Servando Cardoso el nombre
Y Ño Calandria el apodo,
No lo sabrán olvidar
Los años que olvidan todo.
(...) Siempre la selva y el duelo,
Pecho a pecho y cara a cara,
Vivió matando y huyendo,
Vivió como si soñara.
(“Milonga de Calandria”, 971-972).
En la segunda edición (1955) de Evaristo Carriego, entre las Páginas Complementarias se encuentra “El desafío”, un relato de Borges hecho de historia y de leyenda, que a su juicio prueba el culto del coraje; además se incluyen dos cartas recibidas a raíz de la publicación de “El desafío” en La Nación del 28 de diciembre de 1952. A una de ellas, datada en la ciudad entrerriana de Concepción del Uruguay, la firma el Sr. Ernesto T. Marcó, quien le hace conocer al escritor un hecho similar ocurrido en el Saladero San José, próximo a Gualeguay, protagonizado por un negro del personal del Saladero, hábil en el manejo del facón, y el paisano que un día llegó para probarse con él (169-170).
Al referirse a los gauchos en Elogio de la Sombra, Borges niega que éstos hubieran dado a la historia un solo caudillo: “Fueron hombres de López, de Ramírez, de Artigas, de Bustos, de Pedro Campbell, de Urquiza,, de aquel Ricardo López Jordán que hizo matar a Urquiza, de Peñaloza y de Saravia” (1001). Barrenechea registró que la montonera entrerriana figura en dos versos de los cinco poemas que dedicó a su abuelo paterno: “...la montonera jordanista en los montes”, en “Al coronel Francisco Borges (1833-1874”) y “...los montoneros en el Entre Ríos”, en “La suerte de la espada”( La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge Luis Borges y otros ensayos, 343-365). “Fue soldado de Urquiza”, reitera Borges en El Oro de los Tigres (OC 1111).
5. URQUIZA VS. ROSAS
La figura de Justo José de Urquiza no podía desvincularse, en la memoria de Borges, de la de Juan Manuel de Rosas. Casi siempre las referencias al binomio giran, como es de prever, en torno a un hito histórico: la batalla de Caseros, de 1852, en la que triunfó el entrerriano, posibilitando la organización constitucional del país, largamente postergada. En sus páginas estas presencias se cruzan, y los juicios a que esa pugna da lugar, aunque no demasiado complacientes para con el Organizador, en la cuenta final lo favorecen. Ambos ocupaban espacio en las conversaciones familiares: el coronel Francisco Borges Lafinur, abuelo de Jorge Luis, había peleado en Caseros a las órdenes de Urquiza; Suárez, el marido de la hermana mayor de Frances Haslam, fue huésped de Urquiza en el Palacio San José; a su turno, Jorge Guillermo Borges lo criticó abiertamente en El Caudillo. Al referirse a Don Andrés Tavares, protagonista de su novela, dice:
En los primeros años de su actuación la dictadura ejercida por el gran Patrón de San José, dictadura personal y absorbente que ensombrecía la figura de los caudillos menores, paralizó su acción. (33)
El ensayo Evaristo Carriego contiene un ácido retrato de Urquiza, sostenido por una batería de términos peyorativos: empaque, chúcaro, mazorquero, adefesio, rumboso:
En Palermo entró el otro Rosas, Justo José, con su empaque de toro chúcaro y cintillo mazorquero punzó alrededor del adefesio de galera y el uniforme rumboso del general (OC 106).
Tampoco Rosas sale ileso de sus acusaciones:
Un hombre obeso y rubio que recorría los caminos limpitos, de pantalón militar con viso colorado y chaleco punzó y sombrero de ala muy ancha (...) De Palermo salió en un atardecer ese hombre temeroso a comandar la mera espantada o batalla de antemano perdida que se libró en Caseros (106).
La condena de Rosas es incuestionable, y de sostenida vigencia en la pluma de nuestro escritor: tanto, que no pudo evitar asociar su caída en la batalla de Caseros con el triunfo de la llamada Revolución Libertadora de 1955 sobre el gobierno del General Perón:
Buenos Aires hacia mil novecientos cuarenta y seis engendró otro Rosas bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos (El Libro de Arena, 14).
Un capítulo de Otras Inquisiciones, titulado “Las alarmas del doctor Américo Castro”, se refiere a las “supersticiones convencionales” que a su criterio padecía el doctor Castro: una de ellas, pensar que Rosas fue un caudillo de las montoneras, un hombre a lo Ramírez o Artigas, hasta el punto de que lo llamó, “ridículamente, centauro máximo” (OC 655). Juicios parecidos a los que reitera en el libro Prólogos, cuando se ocupa de Sarmiento o de Hernández. En el pórtico a Recuerdos de Provincia señala que Sarmiento imputa a Rosas la decisión de exagerar su afinidad por los rústicos, “afectación que sigue embaucando al presente y que transforma a ese enigmático hacendado-burócrata en un montonero arriesgado, a la manera de Ramírez o de Quiroga” ( Prólogos 132).
Por cierto que no escapa a la crítica de Borges el “revisionismo”, esa cuestión urti-cante de la historia argentina, en la que no rehúsa tomar partido:
Hacia 1922 nadie presentía el revisionismo. Este pasatiempo consiste en “revisar” la historia argentina, no para indagar la verdad, sino para arribar a una conclusión de antemano resuelta: la justificación de Rosas o de cualquier otro déspota disponible. Sigo siendo , como se ve, un salvaje unitario ( OC 52).
En suma: Borges buceó repetidamente en el pasado entrerriano; y a sus guerras civiles, caudillos y generales, héroes y villanos, matreros y personajes legendarios, recurrió una y otra vez mientras recreaba la tradición oral alimentada por los integrantes de su propia familia y por los amigos que convocaba la tertulia hogareña.
6. LA AMISTAD ENTRERRIANA
Creo que la amistad es la pasión que salva a los argentinos.
(Autobiografía 98).
1. Evaristo Carriego
Cuando se le requerían los nombres de las personas a las que dispensó su afecto, admitía que la amistad fue una parte indispensable en su familia y en su propia vida. Y esta elección del calificativo - indispensable-, no era caprichosa ni casual: los amigos, entre los que se contaban Evaristo Carriego y Carlos Mastronardi, compartieron muchas horas en la existencia de los Borges. En varias ocasiones recordó que la aparición de las Misas Herejes del entrerriano Carriego, fue el tema de su primer artículo crítico. Y que al oír en su infancia los versos de “El Misionero”, de Almafuerte -cuyo significado no comprendió-, recitados en voz alta por el comprovinciano de su padre, descubrió que la poesía podía ser, no sólo un medio para comunicarse, sino una pasión :
Hace algo más de medio siglo, un joven entrerriano que venía todos los domingos a nuestra casa, nos recitó en el escritorio, bajo los azulados globos del gas, una tirada acaso interminable y ciertamente incomprensible de versos (...). Hacia esa noche el lenguaje no podía haber sido otra cosa para mí que un medio de comunicación (...); los versos de Almafuerte que Evaristo Carriego nos recitó me revelaron que podía ser también una música, una pasión y un sueño. ( Prólogos,11).
Sobre este punto, el momento en que le fue revelada la poesía, curiosamente encontramos una referencia parecida en la primera de las conferencias que nuestro escritor dictó en la Universidad de Harvard entre 1967 y 1968 , y que La Nación de Buenos Aires dio a conocer antes de ser publicadas en libro.[5] Pero esta vez indicó como detonante de la revelación, un soneto de John Keats, “On First Looking into Chapman´s Homer” (“Al asomarse por primera vez al Homero de Chapman”); cuando lo oyó -dice- en su lejana niñez, de labios de su padre. Entonces tuvo esa revelación ( y emplea casi las mismas palabras): que “la poesía, el lenguaje, no era sólo un medio para la comunicación sino que también podía ser una pasión y un placer”. Ahora no importan la primacía ni el cambio de circunstancias y personajes en esa vivencia conmocionante -los versos de Almafuerte en Carriego o los de Keats en Jorge Gui-llermo-; lo sugestivo es su ubicación en las lecturas en voz alta que se realizaban en el hogar familiar, de las que el entrerriano fue asiduo espectador y protagonista.
No le resultó sencillo situar los merecimientos de Carriego en la literatura argentina, pero le aseguró un lugar digno al sostener que “modificó y sigue modificando la evolución de nuestras letras” (Prólogos 42). En el libro que le dedicó, contó, a través de recuerdos propios y ajenos, que su corta vida transcurrió entre Paraná - la capital de su Entre Ríos natal-, y Buenos Aires, donde era muy bien recibido en su hogar; eligió a Roberto F. Giusti para evocar su físico magro, el eterno traje negro y la vida que centelleaba en sus ojos:
Repito esto de Giusti, en el número 219 de Nosotros: magro poeta de ojitos hurgadores, siempre trajeado de negro, que vivía en el arrabal (...). La vida, la más urgente vida, estaba en los ojos. ( OC 113).
y en lo que atañe a su vocación por las letras, conjeturó que la heredó del abuelo escritor, el doctor Evaristo Carriego[6] -famoso por la valentía con que se opuso a erigirle una estatua en vida a Urquiza- :
...cuando la legislatura del Paraná resolvió levantarle a Urquiza una estatua en vida, el único diputado que protestó fue el doctor Carriego, en oración hermosa pero inútil (114).
En su conversación, Carriego solía referirse a “la heroica muerte erótica de Ramírez, desmontado a lanzazos del caballo y decapitado por defender a su Delfina “ (ll6).
Tres años antes de morir, el 9 de julio de 1909, el autor de Misas Herejes le dedicó un ejemplar a Jorge Guillermo, su “compatriota de la República de Entre Ríos”.
Borges encareció la entrerrianía del amigo en uno de sus textos más bellos, donde revela además el conocimiento y disfrute de la literatura oriental, cuya afinidad con la producción de Martiniano Leguizamón le inspira una reflexión no exenta de ternura sobre el criollismo practicado en una y otra banda del Río de la Plata:
Carriego era, de generaciones atrás, entrerriano. La entonación entrerriana del criollismo, afín a la oriental, reúne lo decorativo y lo despiadado igual que los tigres. Es batalladora, su símbolo es la lanza montonera de las patriadas. Es dulce, una dulzura bochornosa y mortal, una dulzura sin pudor tipifica las más belicosas páginas de Leguizamón, de Elías Regules y de Silva Valdés (114).
Entonación decorativa y despiadada, dice, aludiendo a las dos vertientes por las que se deslizó el criollismo romántico del Siglo XIX y primeras décadas del XX, bien representado en las páginas de Martiniano Leguizamón, Elías Regules y Fernán Silva Valdés: por un lado, la descripción de paisajes y de tipos, la exaltación del alma nativa y del amor; por el otro. una narrrativa de marco histórico con proliferación de guerras, luchas civiles, montoneras, lanzas, banderolas y golillas. Y para equiparar las calificaciones de “decorativo y despiadado”, Borges convoca a los tigres, esos tigres que fueron la pasión de su infancia y que permanecieron después en sus sueños ( en uno de ellos quiso causar un tigre). Andando el tiempo, los tigres y el oro de sus rayas metaforizarán una cualidad esplendente de la poesía (Gracias(...) por el oro que relumbra en los versos, dirá en El oro de los tigres, OC 937); y volverán a brillar en la música verbal de Inglaterra, en los ocasos, en el mito, en la épica y en el amor ( Oh un oro más precioso, tu cabello / que ansían estas manos, 1138 ).
Pero su voluntad de esclarecimiento lo insta a extender el párrafo:
Puesta a versificar, vacila entre la acuarela y el crimen; su tema no es la aceptación de destino del Martín Fierro, sino las calenturas de la caña y de la divisa, bien endulzadas Está colaborando en ese sentir una efusión que no comprendemos, el árbol; una impiedad que no encarnamos, el indio. Su gravedad parece derivar de un más sobresaltado rigor: Sombra, porteño, conoció los derechos rumbos de la llanura, el arreo de las haciendas y un duelo ocasional a cuchillo; oriental, habría conocido también la carga de caballería de las patriadas, el duro arreo de hombres, el contrabando. Carriego sabía por tradición ese criollismo romántico y lo misturó con el criollismo resentido de los suburbios (114).
Al oxímoron implícito en la adjetivación de la dulzura atribuida a la entonación entrerriana del criollismo: bochornosa y mortal, le suma ahora los referentes que elige para resumir su temática: la acuarela y el crimen. El asunto del criollismo ya le había sugerido sendos trabajos en Inquisiciones , de 1925 (“La criolledad en Ipuche”, “Interpretación de Silva Valdés”) y en El Tamaño de mi Esperanza, de 1926 ( “El Fausto criollo”, “Las coplas acriolladas”, “El otro libro de Fernán Valdés” (Poemas nativos), “La reverencia del árbol en la otra banda”). Y ya de lleno en el género gauchesco, sus observaciones sobre los temas de unos y otros escritores lo conducen a incursionar velozmente en la significación de Bartolomé Hidalgo y sus continuadores Ascasubi, del Campo, Lussich y Hernández. Pero el porteño Güiraldes, aclara, remite a otro escenario ( en Prólogos recordó que Groussac, reeditando tal vez alguna antigua broma, dijo en 1926, de RicardoGüiraldes: “Estire el poncho para que no le vean la levita”,98 ); si hubiera sido uruguayo, apunta Borges, habría incluido en Don Segundo lo bélico y el fraude. En tanto, Carriego,
hombre de clara y vieja cepa entrerriana, sentía la nostalgia del destino valeroso de sus mayores y buscaba una suerte de compensación en las románticas ficciones de Dumas, en las leyendas napoleónicas y en el cultivo idolátrico de los gauchos (Prólogos 40).
Fue inevitable, entonces, que comparara a su cuchillero con D´Artagnan. Carriego rozó la épica y la protesta social -concluye- y trabajó con el pasado, porque el verso exige la nostalgia, la pátina, siquiera ligera, del tiempo (Prólogos 42)
Cuantas veces pudo, Borges aludió a su tradición entrerriana, pero sólo a su tradición, porque dejó bien aclarado que Evaristo se crió en las orillas del norte de Buenos Aires, de cuyos barrios pobres fue tal vez el primer espectador; y eso, asentó, “para la historia de nuestra poesía importa mucho” (142).
2. Carlos Mastronardi.
Cuando Fernando Sorrentino, autor de Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, le preguntó sobre los escritores argentinos que le parecían importantes, el entrevistado respondió:
...hay un nombre -sobre todo tratándose de poetas- que hubiera debido ser de los primeros. Y es el nombre del gran poeta entrerriano Carlos Mastronardi. Mastronardi es uno de los primeros escritores que yo conocí cuando volví de Europa, al cabo de una larga ausencia, el año 1921. Nos hicimos muy amigos. Y él me dijo después que él en primer término había buscado mi amistad porque sabía que otro poeta entrerriano, Evaristo Carriego, había sido muy amigo de nuestra casa” (107).
Borges agregó que el caso de Mastronardi le parecía raro en la historia de la literatura, porque, aunque había publicado varios volúmenes, seguía siendo “una suerte de homo unius libri ( hombre de un solo libro)”. Se refería a Memorias de un provinciano, que calificó de poema, “un poema dedicado a Entre Ríos”. Y conjeturó que si Mastronardi vivía “solitario y noctámbulo” en Buenos Aires, era porque así podía sentir mejor la nostalgia de su Entre Ríos, ese Entre Ríos que tanto quería. “Y que, de algún modo -dijo- me pertenece, ya que mi padre nació en Paraná, o, como se decía entonces, en el Paraná” (109).
A casi diez años de la muerte de Mastronardi, y cuando sólo faltaban dos meses para la suya, Borges lo homenajeó con una abarcadora semblanza, que publicó el diario Clarín de Buenos Aires,[7] acompañada de un dibujo de Hemenegildo Sabat, en el que sobresalen la afectuosa expresión de sus ojos -“los nombra el afectuoso”, dijo el entrerriano en su Luz de Provincia- y dos grandes alas, esclarecedoras de la bonhomía con que encaró su tránsito por el mundo. Con juicios contundentes, perfiló los rasgos afines en sus respectivas vidas: el autodidactismo, la inclinación a leer sólo por placer, la simpatía instantánea que los acercó durante su primer encuentro en la Librería de Samet, y las caminatas nocturnas por las orillas de Buenos Aires, durante las cuales Borges reconoció su herencia entrerriana: “Hablamos sobre alguien que era, digamos, paisano de los dos, sobre Evaristo Carriego, el entrerriano de Palermo”; y evocó dos versos memorables de Mastronardi, referidos a Carriego: “Trabajó, con dulzura de los barrios./ Yo soy el respetuoso de sus pasos.”
La semblanza incluye aseveraciones propias de ese girar calesitero en las opiniones borgesianas -desde lo negativo a lo positivo-, sobre la importancia literaria de Lugones, un vaivén que tanto ha confundido a los admiradores de ambos escritores. Ello lo conduce a abordar el tema del surrealismo, y a citar la atracción inicial de Mastronardi por los enredos del barroquismo, que lo llevó a urdir metáforas insólitas ( como al propio Borges), hasta que fue puliendo su estilo para hacerlo simple y llano ( la misma aspiración de Borges). Entre los múltiples recuerdos compartidos, rescata los paseos interminables por los suburbios de la ciudad dormida, y sus discusiones sobre Paul Valéry, admirado por Mastronardi, y seguido en la metodología del rigor expresivo -su primer ensayo se tituló Valéry o la infinitud del método, de 1954-. Borges fue testigo de la minuciosidad con que corregía su expresión, tarea en la que él también era maestro:
Yo he visto versiones sucesivas de Luz de Provincia, publicadas con un año de diferencia, y creo no ser caricatural al decir que en la segunda versión había un punto y coma, en la tercera el punto y coma era sustituido por un punto y seguido, en la cuarta se volvía e ese punto y coma.
Claro que todo esto -aclaró-, que puede parecer irrisorio, fundamenta esa gran obra que lo inmortaliza. “Fue el gran ejecutor de toda delicadeza del idioma”, dijo. Y sin duda, su elogio final contribuyó a cimentar la ubicación del provinciano en nuestras letras: “Carlos Mastronardi fue uno de los pocos que logró que en estos melancólicos tiempos, el nombre de argentino sea todavía honroso”.
Por su parte, y con la austeridad y precisión que lo singularizaron, Mastronardi destinó una buena parte de su libro Memorias de un provinciano a evocar la amistad de los dos. El volumen, que apareció en 1967, nos retrotrae a su pueblo natal, Gualeguay, donde transcurrió su infancia, y a su vida de estudiante en el Colegio Histórico de Concepción del Uruguay, fundado por Urquiza. Trasladado después a Buenos Aires para iniciar estudios universitarios ( que no concluyó), recreó la inquietud vanguardista de la segunda década del siglo XX. A la manera de un espejo, la mirada del gualeyo refleja una a una aquellas evocaciones de Borges. Así, su inicial encuentro en la Librería de la Avenida de Mayo, a la que concurrían algunos escritores jóvenes que todavía ignoraban su futura pertenencia a una nueva generación literaria, y las conversaciones sobre los movimientos estéticos y sus procedimientos (dice Mastronardi que en esa época él se sentía obligado a incluir en cada verso una metáfora), principalmente sobre el ultraísmo -al que Borges consideraba un “dialecto” más-, donde el poeta se reducía a exponer estados, operaciones internas, rechazando lo narrativo. El interés que ponían en sus opiniones, afirma, lindaba con la pasión. Una de esas cuestiones fue el desgaste que había sufrido el vocabulario del modernismo:
Se había producido, diré así, una liquidación de azules, propíleos, glorietas, canéforas y decorativos cisnes. Empezábamos a desconfiar de las palabras y, en consecuencia, a creer que sólo un lenguaje recatado o poco ostentoso puede oponer alguna resistencia al paso destructor del tiempo (209).
Otro rasgo interesante de las Memorias lo constituye la presencia, en ese diálogo cor-dial, de algunas de las constantes borgesianas que siguen motivando exégesis: una de esas noches, cuando hablaba de “cierto escritor ateo y al mismo tiempo muy afecto a su futuro”, Borges afirmó que si sólo se aspira a la gloria o perpetuación de un nombre, más vale no inquietarse, pues a la larga ese nombre habrá de reaparecer. Su declaración nos remite a los temas del Eterno Retorno, de la repetición Cíclica, y a la doctrina panteísta sobre los destinos humanos: Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos; estaré muerto”, dice el protagonista de “El inmortal “ (OC 544).
Respecto del lenguaje, deploraba que fuera genérico, por cuanto debía designar cosas impares, únicas: “esa” puerta de tal o cual altura, o “esa” pared rosada, no innumerables puertas y paredes. En cuanto a los frustrados intentos de visitar a Lugones, Mastronardi deja constancia de que, ya próximos a la biblioteca donde aquél trabajaba, en varias oportunidades desistieron de hacerlo:
En las frustradas ocasiones que recuerdo, para darnos coraje, bebíamos algunos guindados preparatorios. En ese preámbulo nos sorprendía la noche; más de una vez nos dijimos que Lugones ya no estaba en su despacho. Por fin lo saludamos una tarde exenta de bebidas estimulantes. En esa agradable visita se habló de la inventiva poética de nuestro pueblo. Lugones y Borges mentaron algunos casos felices, algunos octosílabos pintorescos.(214).
Con afilada ironía, cuenta que una vez se encontraron con un joven que preparaba un ensayo sobre escritores rioplatenses; a Mastronardi le manifestó que dudaba entre incluirlo o no incluirlo, y a Borges le espetó que no le gustaron sus últimos poemas. Borges, con serenidad, le respondió: “En cambio, yo admiro todos los suyos” (214). El entrerriano acota que no fue ésa la única censura que Borges sobrellevó en sus comienzos. Otra provino del diario Crítica, cuando un comentarista le recordó que para cantar los arrabales es preciso haber roto faroles en las orillas y jugado a la rayuela en calles de tierra. La defensa de Mastronardi no se hizo esperar:
Quienes le disputaban el suburbio creían que el artista debe vivir de modo físico la realidad que invoca, de lo cual fluye que sólo Facundo Quiroga pudo escribir el Facundo (215).
Tampoco escapó a la sagacidad de su mirada, la polémica Boedo-Florida, una “fácil antinomia” sobre la cual proyectó esclarecedoras luces:
Sobre el final de aquella etapa, muchos redactores de Martín Fierro, atentos a las vicisitudes de nuestra vida política, optaron por Irigoyen, en quien acaso vieron un dinámico mito nacional. Sensibles al poder magnético del Caudillo, que todavía estaba en el llano, fundaron el Comité Irigoyenista de Intelectuales Jóvenes. Esa entidad de aparatoso nombre basta a disipar la leyenda según la cual la generación de Martín Fierro se mantuvo alejada de los anhelos populares (243).
El libro de Mastronardi incluye otras sabrosas vivencias, confesiones y anécdotas referidas a su amistad con el amigo de Buenos Aires. Anota, por ejemplo, que durante esas caminatas nocturnas, Borges, que agraciaba el diálogo con agudas bromas y carcajadas homéricas, solía afirmar que su “Fervor de Buenos Aires” procedía de Lugones; y que una noche, en el bar Munich de la Avenida de Mayo, frecuentado por jóvenes poetas, pidió opinión acerca de unos versos octosilábicos que le habían llegado desde México. Los circunstantes los oyeron y los aprobaron con entusiasmo. Dos meses después, cuando publicó Luna de Enfrente, Mastronardi comprobó que eran de él. Y reflexionó que, en la incertidumbre, “que tanto se parece a la modestia”, los atribuyó a un autor lejano para obtener el juicio imparcial de los presentes. “Siempre fue hábil en esta clase de sondeos”- concluyó.
3. Alberto Gerchunoff
Otro entrerriano, Alberto Gerchunoff, gozó también de la amistad de Borges. Ambos integraron el grupo de escritores que se encontraban con frecuencia en la redacción de la Revista Nosotros, en La Nación y en las reuniones de la Sade, convocados por una misma pasión literaria, ajena todavía al hecho de que sus escritos se vendieran o no, o de que se difundieran sus nombres.
En su libro Borges, sus días y su tiempo, María Esther Vázquez cuenta que, cuando Gerchunoff lo conoció, le preguntó si escribía, y como Borges asintiera, le pidió que le llevara algo a La Nación. Pero él ( genio y figura) le contestó: “Mire, no creo que lo que escribo merezca ser publicado” (310) Recordó también que Manuel Mujica Láinez declaraba que a lo largo de su vida y después de Borges, no encontró otro hombre que tuviera la réplica tan espléndida como Gerchunoff. Precisamente esta cualidad, la atractiva conversación oral, es la que destaca Borges al prologarle el libro Retorno a Don Quijote.
“ Se observa en sus escritos -dijo- la fluidez del buen conversador y en su conversación ( me parece oírlo) una generosa e infalible precisión literaria”. Al reflexionar que Gerchunoff perduró en su memoria porque fue protagonista de “anécdotas cariñosas y de frases felices”, reconoce que fue indiscutible como escritor, pero que su fama trascendía la del hombre de letras. Su palabra escrita obraba como un sucedáneo de lo oral, “no como un objeto sagrado”. Comparó su estilo con el de Diderot y el del doctor Johnson; también con el del Heine, al que Gerchunoff le dedicó un emocionado libro. Borges afirma además que su amigo admiraba menos la inteligencia que la sabiduría, esa sabiduría que está en el Quijote y en la Biblia.. Y siguiendo a Stevenson, concluye que cuando a un escritor le falta encanto, le falta todo. “Estos ensayos, casi con insolencia, lo tienen” (Prólogos 66-67).
Creemos, en síntesis, que por su herencia familiar, sus viajes al pasado de la pro-vincia, la adhesión a la obra de Carriego, Gerchunoff y Mastronardi, y en rigor por su diálogo inacabable con este último sobre los misterios y secretos de la expresión - conversaciones de las que ambos se beneficiaron-, es dable suponer que lo entrerriano ocupó un respetable espacio en la aventura existencial del ciudadano del mundo Jorge Luis Borges.
NOTAS
[1] Vaccaro incluyó en el libro citado valiosos documentos, tales los escritos de Edward sobre la ciudad de Paraná - de la cual anota que una vez tuvo el orgullo de ser llamada capital de la Argentina-, la partida de casamiento de Frances Ann con el Coronel Francisco Borges, la ubicación de la casa donde nació su hijo Jorge Guillermo, y la tumba de Edward en el cementerio de Paraná..
[2] “... en un test de asociación de ideas, cuando le preguntaron qué le sugería la palabra “libertad”, (Borges) contestó inmediatamente “llanura”. (Jurado, Alicia. Genio y figura de Jorge Luis Borges 24).
“Tanto él (Borges) como otros escritores de su generación (Amorim, Ipuche) pensaban que el litoral y el Uruguay son más elementales que la pampa argentina y que la esencia de lo criollo se conserva en esas regiones más puro. El mismo amor al peligro que les hizo fijarse en la figura del compadrito, los llevó a buscar en Entre Ríos, el Uruguay y la zona fronteriza del Brasil el mítico lugar del coraje y de la plenitud de la vida” (Barrenechea, Ana María. La expresión de la irrealidad en la obra de Borges y otros ensayos 29).
[3] La pieza Calandria (Costumbres campestres) de Martiniano Leguizamón, fue estrenada el 21 de marzo de 1898, en el Teatro de la Victoria de Buenos Aires, por la Compañía de los Podestá.
[4] “Leguizamón conoció en Concepción del Uruguay, hacia 1870, a un gaucho del Montiel llamado Servando Cardoso, al que apodaban Calandria. Era un diestro jinete, muy buen cantor, que trabajaba en un saladero hasta que fue incorporado a las tropas cuando la revolución de López Jordán, oportunidad en que se portó con valentía, por lo cual fue destinado a un destacamento de guardias nacionales. Pero se rebeló contra la autoridad y comenzó su vida de matrero; amigo de las burlas y las picardías, jugaba “como un pájaro” con sus perseguidores, ya que ninguno de los refugios del monte le era desconocido. A Servando Cardoso, el Calandria de la vida real, lo mataron en 1879, pero Leguizamón eludió ese final trágico ennobleciendo el destino del protagonista, que será el de la redención por el amor: “Porque ha nacido, amigasos,/ el criollo trabajador”. En Longo, Iris Estela y Teresa Rocha. Entre Ríos evocado por Martiniano Leguizamón 41).
[5] En “Borges descifra el enigma de la poesía”. La Nación, Buenos Aires: 21 Mayo 2001,1-12
[6] Evaristo Carriego, abuelo del poeta del mismo nombre, nació en Paraná (Entre Ríos) en 1828 y murió en Buenos Aires en 1908. Fue periodista y legislador. Publicó Páginas Olvidadas. Santa Fe: Tip. y Enc. La Nueva Época, 1825.
[7] En Jorge Luis Borges. “Evocación de Carlos Mastronardi”. Clarín. Cultura y Nación. Buenos Aires: 17 Abril, 1986; 1-2.
BIBLIOGRAFÍA
Barrenechea, Ana María. La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge Luis Borges y otros ensayos. Buenos Aires: Ediciones del Cifrado, 2000.
Borges, Jorge Guillermo. El Caudillo. Prólogo de Alicia Jurado. Buenos Aires: Academia Argentina de Letras, 1989.
Borges, Jorge Luis.. Autobiografía, con Norman Thomas di Giovanni (Traducción de Marcial Souto). Buenos Aires: El Ateneo, 1999.
---. El libro de arena. Buenos Aires: Emecé Editores, 1995.
---. “Evocación de Carlos Mastronardi”. Clarín. Cultura y Nación. Buenos Aires: 17 Abril, 1986, 1-2
---. Obras Completas. Buenos Aires: Emecé Editores, 1974
---. Prólogos, con un prólogo de prólogos. Buenos Aires: Torres Agüero Editor, 1974.
Jurado, Alicia. Genio y figura de Jorge Luis Borges. Buenos Aires: Eudeba, 1964.
Leguizamón, Martiniano.. Calandria (Costumbres Campestres). Ilustración de Antonio del Nido. Buenos Aires: Ivaldi & Cecchi, 1898.
---. Recuerdos de la tierra. Buenos Aires: Editorial Lajouane, 1912.
---. Montaraz. Romance Histórico. Buenos Aires: Imprenta, Litografía y Encuadernación de Jacobo Peuser, 1900 (1ª edición). Sexta edición. Prólogo de Iris Estela Longo. Paraná (Entre Ríos): Editorial de Entre Ríos, 2000.
---. Alma Nativa. Buenos Aires: La Facultad, 1912.
Longo, Iris Estela y Teresa Rocha. Entre Ríos evocado por Martiniano Leguizamón. Paraná (Entre Ríos): M.C. Ediciones, 1993.
Mastronardi, Carlos. Memorias de un provinciano. Buenos Aires: Ediciones Culturales Argentinas. Subsecretaría de Cultura de la Nación, 1967.
Regules, Elías.. Versos Criollos. Montevideo, Claudio García Editores, 1935.
Silva Valdés, Fernán. Lenguaraz. Buenos Aires: Guillermo Kraft, 1955.
Sorrentino, Fernando. Siete conversaciones con Jorge Luis Borges. Buenos Aires: Editorial El Ateneo, 2001.
Vaccaro, Alejandro. Georgie. 1899-1930 (Una vida de Jorge Luis Borges). Buenos Aires: Editorial Proa/Alberto Casares, 1996.
Vázquez, María Esther. Borges, sus días y su tiempo. Buenos Aires: Javier Vergara, Editor, 1999 ( segunda edición).
Fuente : Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
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