Dr. Gorka Bilbao Terreros
School of
Cultures Languages and Area Studies, Hispanic Department
University
of Liverpool
Resumen: El presente artículo propone un acercamiento
comprensivo a uno de los temas claves de la literatura de Jorge Luis Borges, la
inmortalidad, a través del análisis de una de sus obras más representativas:
‘El Inmortal’. Se expondrá así el modo en el que, en las páginas del
bonaerense, se rechaza la posibilidad de la persistencia de la conciencia
individual y se aboga por la integración en una memoria colectiva absoluta de
naturaleza inconsciente que alcanzaría el carácter de inmortal gracias a la acción
de aquellos que, mediante sus palabras, obras y actitudes, seguirían facultando
su existencia eterna.
Uno de los temas que con más asiduidad se asoma a las
páginas de la obra de Jorge Luis Borges, junto al lenguaje, al tiempo o a los
límites de la razón, es la posibilidad de la existencia eterna.
Tradicionalmente, como se expondrá a continuación, la crítica ha entendido el
posicionamiento borgesiano como uno en el que para acceder a la inmortalidad el
individuo ha de transformarse en una suerte de ser superior mediante la
recolección de vivencias ajenas, es decir, un hombre sería inmortal al
aglutinar en sí mismo todas las experiencias de todas las vidas de todos los
seres humanos. En este artículo, y tomando como referencia la historia corta
“El inmortal” y una de sus clases magistrales que lleva por título “La
inmortalidad”, se tratará de ofrecer una alternativa a esta perspectiva tradicional
mediante el estudio de lo que el propio Borges acuñaría como “la inmortalidad
cósmica”; una de carácter general, pero cuyo énfasis se sitúa en la falta de
consciencia y en la disolución absoluta de cualquier rasgo de individualidad.
En 1978, Borges es invitado a impartir una serie de clases
en la universidad de Belgrano en Argentina. Años después, esas lecciones que
versarían sobre el libro, la inmortalidad, Emanuel Swedenborg, el cuento
policial y el tiempo serían recogidas y publicadas en un volumen titulado
Borges Oral. En él, el bonaerense expone algunos de los diferentes
acercamientos que han existido a lo largo de la historia al problema de la
persistencia humana. Tras nombrar a autores de la talla de Sócrates, Platón,
William James o Tácito, entre otros, Borges utiliza a Unamuno [1] como
paradigma del inmortal individualista y, rápidamente, se apresta a censurar la
actitud del vasco: “Él repite muchas veces que quiere seguir siendo don Miguel
de Unamuno. Aquí ya no entiendo a Miguel de Unamuno” (OC 4: 172). El autor
platense concede que la inmortalidad es uno de los deseos íntimos de los seres
humanos y, sin embargo, entiende que la perspectiva de prolongarse en el tiempo
de forma personal quizá no sea la más idónea o, incluso, necesaria: “Tenemos muchos
anhelos, entre ellos el de la vida, el de ser para siempre, pero también el de
cesar […]. Todas esas cosas pueden cumplirse sin inmortalidad personal, no
precisamos de ella. Yo, personalmente, no la deseo y la temo”. (175)
Este temor de Borges a la inmortalidad personal le va a
llevar a creer en otro tipo de persistencia eterna; aquella que valida una
inmortalidad de corte general o común -nunca individual- inconsciente y
anónima; lo que él mismo daría en llamar una ‘inmortalidad cósmica’ (OC 4: 172).
Así Borges afirmaría:
Intellectus naturaliter desiderat esse semper, la
inteligencia desea ser eterna. Pero, ¿de qué modo lo desea? No lo desea de un
modo personal, no lo desea en el sentido de Unamuno que quiere seguir siendo
Unamuno; lo desea de un modo general. (178)
Para Borges, este modo general se constituye en una suerte
de entidad abstracta compuesta por todos los hechos, todas las actitudes, todos
los actos y experiencias que aquellos que hemos pasado por esta vida, digamos,
terrenal dejamos tras nuestras existencias. Estas serán recordadas por aquellos
que vendrán después y, de algún modo, traídas de nuevo a la vida: “En fin, la
inmortalidad está en la memoria de los otros y en la obra que dejamos”. (178)
En opinión del argentino, la simple amalgama de actos, la
conjunción de las circunstancias de todos aquellos que han existido y su puesta
al servicio de los que vendrán no son los únicos requerimientos para alcanzar
una inmortalidad cósmica. Para Borges, el logro de la inmortalidad conlleva la
pérdida total y absoluta de todo rasgo identificador e individualizador:
Esa inmortalidad no tiene que ser personal, puede prescindir
del accidente de nombres y apellidos, puede prescindir de nuestra memoria.
¿Para qué suponer que vamos a seguir en otra vida con nuestra memoria, como si
yo siguiera pensando toda mi vida en mi infancia, en Palermo, en Adrogué o en
Montevideo? ¿Por qué estar siempre volviendo a eso? (OC 4: 179)
En esta desaparición, en esta disolución del individuo en la
generalidad, para ser más exactos, se encontraría el anhelado descanso que
persigue el autor, la liberación definitiva de la opresión a la que le somete
su “yo”: “Sería espantoso saber que voy a continuar, sería espantoso pensar que
voy a seguir siendo Borges. Estoy harto de mí mismo, de mi nombre y de mi fama
y quiero liberarme de todo eso” (175). Para Borges, la posibilidad de que su
individualidad, su personalidad misma, sobreviva por los siglos de los siglos
no es sino una perspectiva que le causa temor. La eternidad cósmica que propone
el escritor se sitúa, por lo tanto, más allá de una simple unión de sujetos y
sus experiencias para convertirse en una entidad nueva e independiente de
cualquier atisbo de rasgo individualizador o identificador; una suerte de
infinita biblioteca anónima. Esta entidad sin conciencia ni consciencia -y de
la que aquellos que están vivos tampoco tendrían por qué tener una noción
lúcida- reuniría todo el conocimiento, todas las actitudes, todos los actos de
aquellos que han sido y que son. Estos últimos, además, accederían a esa
información almacenada, a una pieza particular de sabiduría, de forma
inconsciente y, al hacerlo, de acuerdo a Borges, volverían a traer a su autor a
la vida.
La inmortalidad en
“El inmortal”
Es en el relato “El inmortal” donde Borges expone de manera
más directa su visión sobre la inmortalidad. En esta historia se nos detalla la
existencia de un manuscrito que la princesa de Lucinge encontró en el sexto
volumen de la Ilíada
de Pope que previamente había recibido de manos del anticuario Joseph
Cartaphilus [2]. Este manuscrito narra las peripecias de Marco Flaminio Rufo,
un tribuno de las legiones romanas que, tras un encuentro con un viajero que le
informaría de la existencia de un arroyo capaz de conceder la inmortalidad a
los hombres, comienza una búsqueda en pos de la ciudad de los inmortales y del
río que otorga ese don a los seres humanos. Rufo encuentra el cauce que
garantiza la perdurabilidad eterna “custodiado” por trogloditas y, tras beber
de él, se encamina al encuentro de la ciudadela; un lugar de pesadilla en la
que las edificaciones no corresponden a la lógica humana [3].
En su regreso de la metrópoli al asentamiento donde moran
los trogloditas, Marco Flaminio entablará una cierta relación con uno de ellos,
quien más adelante resultará ser Homero, el escritor de la Ilíada, transformado
también en inmortal. Tras pasar algún tiempo entre los “salvajes”, el tribuno
romano y algún otro miembro del clan deciden que la existencia de un río que
garantice la vida eterna inequívocamente indica la existencia de otro que la
borre y parten sin demora en su busca. Durante siglos Rufo tratará de hallar el
torrente en vano. En su búsqueda Marco Flaminio perderá su propia
individualidad transformándose, de algún modo, en todos los hombres.
Finalmente, en las afueras de una ciudad de Eritrea, nuestro protagonista dará
con el caudal que le restaurará a su condición de mortal. Antes de morir, el
romano escribirá un manuscrito donde detallará los hechos de su vida. Un año
después lo repasará para advertir que, en apariencia, la narración que él mismo
compuso corresponde en realidad a los actos realizados por dos hombres, él
mismo y Homero. Una vez acabada la revisión, el ahora mortal -a quien intuimos
también como Cartaphilus, el anticuario- se prepara para morir.
La crítica tradicional ha adoptado diferentes acercamientos
a la hora de acometer el análisis del relato. Como es bien sabido, en sus
historias cortas Borges no se limita al examen de un único argumento sobre el
cual edificar su narración sino que tiende a construir sus ficciones combinando
diferentes enfoques sobre diversos temas[4]. De este modo, autores como James
Woodall o Rodríguez Monegal han identificado como fuentes de la narración
aspectos íntimamente relacionados con la vida privada del bonaerense, tales
como la impotencia sexual o el insomnio, respectivamente [5]. Estos
acercamientos, sin embargo, parecen a priori un tanto restrictivos. Es bien
cierto que el propio Borges reconocería en ocasiones que algunos de sus relatos
se inspiraban en hechos acontecidos en su propia vida. Así, de “Funes el
memorioso” diría que se trataba de una metáfora de su propio insomnio que,
precisamente, la redacción del texto le ayudó a combatir (Borges 2007). Sin
embargo, en el mismo epílogo a la colección de cuentos El Aleph que publicaría
en 1949, el literato argentino se refiere a “El inmortal” no ya como
experiencia personal, sino como historia cuyo tema “es el efecto que la
inmortalidad causaría en el hombre” (OC 1: 629); por lo tanto identificar
inequivocamente a la impotencia o el insomnio como motores de la narración
parecen aproximaciones un tanto arriesgadas.
En La prosa narrativa de Jorge Luis Borges, Jaime Alazraki
señala a la filosofía de Spinoza como la estructura sobre la que se sostiene la
construcción narrativa de “El inmortal”. Así, el crítico va a identificar el
panteísmo como la idea que subyace en la transformación del protagonista en
inmortal y, más tarde, en todos los hombres: “El tema de ‘El inmortal’ es la
idea panteísta de que un hombre es nada y es nadie para ser todos los hombres” (1974:
87). Alazraki sí hace una mención velada a la inmortalidad como aglutinación de
experiencias anónimas, pero lo condiciona de forma sustancial al prisma del
panteísmo. Lejos queda de mi intención refutar la posibilidad de que la
ideología de Spinoza tenga cierta influencia en la creación de la ficción, pero
sí es mi opinión que la noción de panteísmo derivada de la filosofía del
holandés pasa por la aceptación de la existencia de una suerte de deidad o
entidad superior que, bajo mi punto de vista, no es posible hallar en “El
inmortal”.
En Pantheism: A Non-Theistic Concept of Deity, Michael P.
Levine describe diferentes acercamientos que la noción del panteísmo ha tenido
a lo largo de los siglos: “Just as there are alternative theisms, one would
expect that there are alternative pantheisms” (26). Así, después de tomar en
consideración las diversas posturas promovidas por Spinoza, Tao o, incluso,
algunas mantenidas por el hinduismo, el crítico concluye que para los
panteístas: “God, the world and the all-inclusive divine Unity all allegedly
refer to the same thing” (28). Sin embargo, esta concepción, esta definición
que Levine repetirá a lo largo del volumen -“The definition of pantheism as the
belief in a divine Unity” (71)- va a chocar de manera frontal con la concepción
de eternidad cósmica borgeana. Para Borges, su inmortalidad no tiene rasgo
alguno de divino, independientemente de si se entiende “divino” como
todopoderoso, como omnisciente o simplemente como unidad perfecta. El hecho
irrefutable es que la memoria colectiva en la que el bonaerense anhela obtener
su inmortalidad anónima está lejos de la perfección que se deriva de la noción
de divinidad. Debido al hecho de que la memoria cósmica no tiene una voluntad
que ejercer no puede ser todopoderosa, pues el ejercicio de un poder supremo
implica una consciencia de, sino uno mismo, al menos el elemento sobre el que
se va a aplicar ese poder. La memoria cósmica tampoco es omnisciente, pues
únicamente acumula conocimientos, actitudes y hechos presentes y pasados, pero
nunca futuros, pues estos se agregarán a ella a medida que vayan ocurriendo. Es
por esto que la memoria cósmica de la que nos habla Borges se aleja de la
perfección que se encuentra en la divina Unidad de los panteístas.
Quizá el acercamiento más interesante lo encontremos en los
trabajos de Alfred Mac Adam y Dominique Jullien. De acuerdo a Mac Adam: “in ‘El inmortal’ he
[Borges] wants to show that authorship is a matter of multiple identities, that
to be an author entails absorbing -and being absorbed by- tradition” (125). En
opinión del crítico, la historia del tribuno romano sería una alegoría de la
realidad del autor moderno, quien no es sino un compendio de todos aquellos
autores previos a él. Por lo tanto, si el autor carece de originalidad debido a
que es el resultado de la suma de los que le preceden, lo mismo ocurrirá con
sus obras: “[Borges] uses immortality here to show that being a writer means
constructing texts out of preexistent material -the concept of the new being
merely a delusion” (126). En este mismo registro se mueve el artículo de
Jullien “Biography of an Immortal”. El crítico analiza los posibles orígenes
históricos del relato, que identifica con la leyenda del Wandering Jew [6] y
concluye afirmando que: “[Borges’s] version of the legend turns the Wandering
Jew from a symbol of all humankind into an impersonal author of all literature”
(Jullien 139). De nuevo, la noción del autor como resultado de la suma de todos
los literatos del pasado aparece en el análisis de Jullien quien añade, además,
una interesante perspectiva, la que ofrece la noción de la pérdida de la
identidad: “In becoming an Immortal, the protagonist loses his identity: in
becoming a writer, he forsakes his individuality as a man to embrace an
impersonal destiny as an author”. (142)
Esta perspectiva parece derivar, en cierto modo, de los
conceptos desarrollados el siglo pasado por los franceses Roland Barthes y
Michel Foucault. Barthes en “The Death of the Author” aboga por la desaparición
del autor, entendido este como elemento aislado y desplazando el énfasis del
análisis de una obra desde su autor hasta el texto mismo, sustituyendo de este
modo “language itself for the person who until then had been supposed to be its
owner” (222). El pensador
francés argumenta su tesis en el hecho de que “writing is the destruction of
every voice, of every point of origin […] the negative where all identity is
lost” (221). Su compatriota parece compartir una idea bastante similar. En el
artículo “What is an Author?”, Foucault, como el título mismo indica, estudia
el significado, la noción misma de “autor” y escribe: “using all the
contrivances that he [the author] sets up between himself and what he writes,
the writing subject cancels out the signs of his particular individuality”
(226). Tomando como referencia estos textos, así como los anteriormente
mencionados de Jullien y Mac Adam, no sería descabellado afirmar que “El
inmortal” es una alegoría de la actividad creadora del autor mismo y que la
intención de Borges no es otra sino la de equiparar a esta con la propia
inmortalidad cósmica. Sin embargo, hay ciertos aspectos que nos señalan la
posible inadecuación de esta teoría.
Aún admitiendo que el relato sea en parte un estudio de la
actividad creadora, reducir la totalidad de su calado simplemente a este hecho
resulta, de nuevo, un tanto limitado. De acuerdo al propio Barthes: “a text is not a line of words releasing a
single ‘theological’ meaning […] but a multidimensional space” (223). No
estaría totalmente fuera de lugar, como se mencionaba anteriormente, entender
parte del posible mensaje de la narración como simbólica de la actividad
creadora; no obstante, no debemos olvidar el hecho de que la historia lleve por
título “El inmortal” [7] y no “El autor”, ni que el propio Borges se refiera a
ella en el epílogo a El Aleph como: “la más trabajada [de la colección]; su
tema es el efecto que la inmortalidad causaría en los hombres” (OC 1: 629,
énfasis añadido). Siguiendo la línea de pensamiento marcada por los textos de Mac
Adam y Jullien -y acaso también por los de Barthes y Foucault- se podría caer
en la tentación de definir el intertexto, la literatura en general, como
garante de la inmortalidad. Es decir, un autor se convierte en inmortal debido
a que su obra es leída y reciclada además en los textos de otros escritores.
Sin embargo, esto sería tanto como aceptar la existencia de un cierto matiz
clasista que no se encuentra en el concepto de eternidad que Borges propone.
Quizá pueda acusarse al literato argentino de ser demasiado exquisito en el uso
del lenguaje o de abusar de continuas referencias filosóficas, pero la noción
de eternidad reservada únicamente para aquellos que adquieran un cierto estatus
en la literatura universal, no es en absoluto lo que Borges defiende:
Esa inmortalidad [cósmica] se logra en las obras, en la
memoria que uno deja en los otros. Esa memoria puede ser nimia, puede ser una
frase cualquiera. Por ejemplo: “Fulano de tal, más vale perderlo que
encontrarlo”. Y no sé quién inventó esa frase, pero cada vez que la repito yo
soy ese hombre ¿Qué importa que ese modesto compadrito haya muerto, si vive en
mí y en cada uno que repita esa frase? (OC 4: 179)
La inmortalidad cósmica a la que se refiere el porteño ha de
ser alcanzable por todos y cada uno de nosotros; desde el autor de innumerables
obras imperecederas William Shakespeare, hasta el anónimo y modesto compadrito
de los barrios de Palermo.
No obstante, el hecho de que desestimemos la escritura como
vehículo a través del cual alcanzar la inmortalidad, tampoco debe hacernos caer
en la tentación de identificar al lenguaje [8] en sí como tal. A pesar de que
es innegable que Borges siempre ha mostrado gran interés por él y ha dedicado
numerosas páginas a su estudio, tampoco es este el método por el cual
asegurarse la eternidad. Según el argentino: “más allá de nuestra muerte
corporal queda nuestra memoria, y más allá de nuestra memoria quedan nuestros
actos, nuestros hechos, nuestras actitudes” (OC 4: 179, énfasis añadido). Por
lo tanto, debemos entender que no es sólo el lenguaje lo que permanece una vez
abandonamos este mundo. Es un compendio de elementos el que de nosotros queda y
es a través de este que logramos alcanzar la inmortalidad cósmica. Es cierto
que a través del lenguaje nos es posible volver a la vida -al repetir los
nuestros descendientes nuestras frases [9] y dichos, al narrar nuestras
peripecias- pero también es cierto que no es la única vía y que también
nuestras actitudes [10], nuestros movimientos y acontecimientos nos garantizan
la eternidad tal y como la entendía el bonaerense.
La noción del autor como compendio de escritores pasados no
es en absoluto ajena a la obra de Borges [11] y, sin embargo, es mi parecer que
en “El inmortal” ese fundamento está íntimamente relacionado con la idea de la
persistencia eterna, precisamente, a través de esa noción de la pérdida de la
identidad. A la luz de la clase magistral recogida en Borges Oral, vamos a
tratar de explicar las motivaciones que llevan al tribuno romano protagonista
del relato a buscar, primero, la fuente de la eterna existencia y, más tarde,
el remedio que le libre de tal don.
Al comienzo de “El inmortal”, Marco Flaminio Rufo se embarca
en la búsqueda de la ciudad de los inmortales y del río que concede la vida
eterna. Sin embargo, el soldado romano falla a la hora de manifestar una razón
clara que revele el motivo por el cual emprendió su viaje en pos de la leyenda.
Nos dice que tras conquistar la ciudad de Alejandría para el César: “yo logré
apenas divisar el rostro de Marte. Esta privación me dolió y fue tal vez la
causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la
secreta Ciudad de los Inmortales” (OC 1: 533). Como decía, el propio tribuno no
parece comprender claramente el impulso que le llevó a iniciar su búsqueda
imposible. Quizá esa explicación la hallemos en la sección sobre la
inmortalidad de Borges Oral. En ella, como ya hemos mencionado, el argentino
repite en numerosas ocasiones una cita que atribuye a Santo Tomás de Aquino y
con la que parece concordar de forma plena: “Intellectus naturaliter desiderat
esse semper (La mente espontáneamente desea ser eterna, ser para siempre)” (OC
4: 175). Si la inteligencia humana desea de forma natural perdurar, no es de
extrañar que, tras su encuentro con un viajero que le informaría de la
existencia de un caudal capaz de otorgar la inmortalidad a los hombres, Rufo
determine descubrir la localización de este.
Por supuesto, Marco Flaminio logra su propósito y bebe las
aguas que le proporcionan la vida eterna. Sin embargo, varios siglos después y
junto con un grupo de inmortales, nuestro protagonista abandona su retiro y
emprende un viaje para tratar de encontrar el río que le transformará de nuevo
en un simple mortal. En sus andanzas a lo largo de los años, el tribuno romano
adquiere múltiples identidades y es, de este modo, soldado en Stamford en el
siglo XI, transcriptor en Bulaq, preso en Samarcanda o astrólogo en Bikanir y
en Bohemia. Vive en Kolozsvár y en Leipzig en el siglo XVII, se suscribe en
Aberdeen a la Ilíada
de Pope en 1714, discute filosofía con un profesor de retórica en 1729 hasta
que, el cuatro de octubre de 1921, en un puerto de Eritrea descubre el ansiado
objeto de su búsqueda. Bebe sin dudar y, tras herirse por primera vez tras
dieciséis siglos de inmortalidad, escribe: “Incrédulo, silencioso y feliz,
contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy
mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres”. (OC 1: 542)
Al convertirse en inmortal, el tribuno romano sufre una
serie de transformaciones, de migraciones o incluso acumulaciones si
preferimos, que han sido identificadas por la crítica como una pérdida de
identidad personal; de acuerdo a Jullien: “In becoming an Immortal, the
protagonist loses his identity” (142). En apariencia, esta privación de
conciencia propia es el preámbulo al modo en el que Borges concibe la
inmortalidad. Mac Adam así lo
entiende y afirma: “It is equally clear that the multiple identities make the
individual into a multitude -not everyman but all men- which is exactly what
being immortal entails for Borges” (125). Jaime Alazraki parece ser de
la misma opinión y escribe: “Cartaphilus ha perdido su identidad individual y
ahora puede ser todos y, consecuentemente, Homero” (86). Es decir, la negación
de la unicidad de la identidad propia y la adopción de múltiples conciencias
parece responder a una concepción de la inmortalidad que se atribuye a la
“cósmica” de la que nos habla Borges, una inmortalidad a la que todos
colaboramos y gracias a la cual: “Cada uno de nosotros es, de algún modo, todos
los hombres que han muerto antes. No sólo los de nuestra sangre” (OC 4: 178).
Mac Adam resume así este modo de entender la visión del escritor argentino:
For Borges,
becoming immortal involves a fundamental transformation of the person in
question: to be immortal is to posses all possible human experiences, which, in
the context of the story includes being Homer, Homer”s translator Alexander
Pope, and Giambattista Vico. (126)
Sin embargo, este acercamiento que defienden Alazraki,
Jullien y Mac Adam no termina de explicar el acto que determina la segunda
mitad de la narración en “El inmortal”; la búsqueda del río que borre los
efectos de aquel que aseguraba la vida eterna. Si la noción de inmortalidad que
Borges defiende responde a una simple suma de “todas las experiencias humanas”
y, como resultado, a una pérdida de la identidad individual en favor de una
general -requisitos ambos ya conseguidos por nuestro protagonista- ¿por qué
entonces ese empeño de Marco Flaminio en buscar el manantial que permita su
destrucción total? ¿Por qué no nos regala Borges una conclusión en la que el
protagonista continúe su vida eterna mutando y recogiendo experiencias? La
respuesta, quizá, nos la ofrezca de manera involuntaria Rodríguez-Carranza en
el análisis de estilo al que somete a la historia que nos atañe.
En “De la memoria al olvido: Borges y la inmortalidad”,
Rodríguez-Carranza estudia el papel que el olvido juega en el relato “El
inmortal” y analiza el juego de voces que Borges utiliza para ilustrar el viaje
de Rufo desde la mortalidad a la inmortalidad y de nuevo a la mortalidad.
Concluye la crítica que: “El cambio de identidad que se produce […] se logra
narrativamente pasando de una primera persona singular a una plural y luego a
la inversa” (229). Es decir, el militar romano Marco Flaminio Rufo tiende a la
utilización del “yo” cuando aún es mortal, a la del “nosotros” cuando adquiere
la vida eterna, y de nuevo a la del “yo” cuando vuelve a la mortalidad en forma
de Cartaphilus. El esquema responde, en principio, al planteamiento de Mac
Adam, Jullien y Alazraki. Mientras el protagonista es mortal muestra su
manifiesta individualidad mediante el empleo reiterado del pronombre personal
“yo”. Cuando se transforma en inmortal, pierde su identidad única y adopta una
globalizadora, de ahí el “nosotros”. Finalmente, al volver a la mortalidad, a
la individualidad, prevalece de nuevo el “yo”.
No obstante, al analizar el uso del estilo a la hora de
plasmar las intervenciones de aquellos que no son, estrictamente, nuestro
protagonista, Rodríguez-Carranza nota lo siguiente:
Casi no hay otras voces en el cuento, no hay prácticamente
estilo directo: el yo de la narración se apropia de las voces de los otros.
Así, la narración de Homero, la más importante ya que explica a Marco no sólo
que se encuentra entre los Inmortales sino que se ha transformado en uno de
ellos, está en estilo indirecto, como el prólogo de los editores. La propiedad
de las palabras desaparece, pues, y es asumida por el yo final que las integra
en su propio discurso (230)
Es decir, el tribuno, al convertirse en inmortal,
efectivamente, pierde su propia personalidad y adquiere una identidad global
que integra a todos y cada uno de los personajes/seres humanos. Y, sin embargo,
esta integración, esta consciencia plural en la que se transforma el ser humano
al adquirir la vida eterna, aún muestra síntomas de conciencia propia, de
identificación con un ente particular, un “yo”. Uno diferente, sí, al “yo”
individual, personal, formado por las experiencias particulares de cada
individuo, pero un “yo”, al fin y al cabo, con realidad propia, con consciencia
de su propia existencia e identidad como ente sino superior sí, al menos,
íntegro, universal.
Es menester recordar en este punto que, como se ha expuesto
con anterioridad, este tipo de inmortalidad, aquella que preserva la identidad
particular y la conciencia, es contraria al pensamiento de Borges. Y es
precisamente debido a esto que, en previsión de la creación de esa
superestructura aglutinante de experiencias, Cartaphilus siente la necesidad de
borrar de forma total cualquier huella de existencia. El tribuno romano logra
la inmortalidad general a través de la simultaneidad, es decir, es a la vez
todos aquellos que han existido antes que él. Y, sin embargo, aunque su
identidad personal ya se ha borrado -lo que junto con la acumulación de todas
las experiencias asegura la inmortalidad de acuerdo a Mac Adam, Jullien y
Alazraki- Rufo sigue persiguiendo la exterminación. El razonamiento es sutil,
pero, en mi opinión, clave para entender la lógica borgeana. De acuerdo al
argentino, el hecho de ser yo todos los hombres no me convertiría a mí en
inmortal, sino a ellos. Alcanzar la inmortalidad no residiría simplemente en el
hecho de que yo sea todos los demás, sino en el de que todos los demás sean yo.
En su conversación con Homero, nuestro protagonista descubre
cuál es el resultado de su inmortalidad recién adquirida: “Todo me fue
dilucidado, aquel día” (OC 1: 540). Así, conoce la historia de la ciudad de los
inmortales y de sus moradores, le es revelado el principio del equilibrio
-según el cual todo acto está compensado por su contrario- aprende que “en un
plazo infinito le ocurren a un hombre todas las cosas” (540) y, de este modo,
concluye: “Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy
demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy” (541).
En su conversión a la inmortalidad, Rufo, efectivamente, ha perdido su
identidad particular. No obstante esta circunstancia no le ha hecho a él
acreedor de la inmortalidad cósmica de la que habla Borges, sino a aquellos que
han vivido a través de él y de su manuscrito de forma más o menos inadvertida;
Homero, Plinio, de Quincey, Descartes o Shaw: “Palabras, palabras desplazadas y
mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y
los siglos”. (544)
A través de esta inmortalidad, llamémosla simultánea o
aglutinante, todos aquellos que han existido a través de Marco Flaminio han
llegado a la eternidad cósmica. Sin embargo, para que nuestro protagonista
adquiera ese estatus ha de dejar de ser de forma total y absoluta; en palabras
del tribuno romano: “Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en
breve, seré todos: estaré muerto” (OC 1: 544); en las del propio Borges: “yo no
quiero seguir siendo Jorge Luis Borges, yo quiero ser otra persona. Espero que
mi muerte sea total, espero morir en cuerpo y alma” (OC 4: 172). La
desintegración absoluta del “yo” es la condición sine qua non para que el
individuo participe de esa inmortalidad cósmica de la que nos habla el
argentino. No un ente único, con conciencia, al que se vayan sumando las
experiencias de aquellos que sigan viviendo y, consecuentemente, muriendo. No
un Dios o una Naturaleza, sino una entidad infinita y abstracta, sin identidad
ni conciencia propia, sin otro motivo de existencia que el que le den aquellos
que, mientras vivan, la rescaten y traigan de vuelta a la vida. Una memoria
universal no a su propio servicio ni auto-sustentada, sino sostenida por la
acción del ser humano.
Es de este modo en el que Borges entiende la inmortalidad y,
cinsecuentemente, en el que se encuentra la explicación más probable de la
búsqueda del río que permita su exterminio total en el caso de Marco Flaminio
Rufo. La eliminación de cualquier tipo de conciencia propia en esta memoria
universal que salvaguarda nuestra inmortalidad cósmica separa dramáticamente el
pensamiento borgeano de las tradiciones metafísicas occidentales. La eternidad,
en el caso del argentino, se lograría de un modo casi involuntario y,
paradójicamente, sin que nosotros nos percatemos conscientemente de que hemos
accedido a ella. Es por esto que Borges subraya el hecho de que: “seguiremos
siendo inmortales […] aunque no lo sepamos y es mejor que no lo sepamos” (OC 4:
179). Al contrario que en el caso del mencionado Unamuno, ni la inmortalidad
individual, ni la colectiva -entendida esta la de la unión de conciencias en
una Conciencia Superior- parecen ser perspectivas que seduzcan al argentino. La
única posibilidad que el autor bonaerense contempla es la de la extinción
total, la de la integración en una memoria colectiva absoluta de naturaleza
inconsciente y que alcanzaría el carácter de inmortal gracias a la acción de
aquellos que, mediante sus palabras, obras y actitudes, seguirían facultando su
existencia eterna, su inmortalidad cósmica.
Notas
[1] Borges parece dejarse llevar aquí por las corrientes
críticas más clásicas en cuanto a la noción de inmortalidad en el ideario de
Unamuno. Así, simplifica quizá en demasía la posición del bilbaíno, acaso como
método para estructurar su clase magistral partiendo de un enfoque
estrictamente individualista para llegar a uno general más acorde con su propia
idiosincrasia.
[2] El último de los seis volúmenes en los que Alexander
Pope dividió la Ilíada
de Homero en su proceso de traducción al inglés (1715 - 1720).
[3] La composición desconcertante de la ciudad nos recuerda
sobremanera a la morada del “habitante” en otro de los relatos de Borges;
“There Are More Things”. En esa historia, un Borges ficticio describe una casa
cuya construcción tampoco se correspondería con la lógica humana. En aquel
caso, el hogar del “habitante” es una alegoría del universo que no podemos
comprender. Tal vez, en el texto que nos ocupa, la monstruosa ciudad lo sea de
la propia inmortalidad que nuestra mente limitada no acierta a concebir.
[4] Jean
Franco trata este asunto brevemente en “The Utopia of a Tired Man”: “What is
surprising is not that the fictions are read in these different ways nor that
they become arguments for the right and for the left, but rather the critical
consensus: everyone agrees that what the fictions display is mastery”. (53)
[5] Véanse los trabajos de Woodall (1996), Rodríguez Monegal
(1978) o Mac Adam (2000).
[6] Para un análisis más detallado de la leyenda del
Wandering Jew véanse Jullien (1995) pp. 137 - 139 o el artículo homónimo en la
frecuentemente citada por el propio Borges Encyclopaedia Britannica, edición de
1911.
[7] Curiosamente Alazraki registra una variación del título
del relato pasando de llamarse “Los inmortales” en Los anales de Buenos Aires
(febrero 1947, año II, n.12) a “El inmortal” en El Aleph (Buenos Aires: Emecé,
1957).
[8] De él diría el argentino en Borges Oral: “El lenguaje es
una creación, es una especie de inmortalidad”. (OC 4: 179, énfasis añadido)
[9] “Yo sé -mi madre me lo dijo- que cada vez que repito
versos ingleses, los repito con la voz de mi padre. […] Cuando yo repito versos
de Schiller, mi padre está viviendo en mí”. (OC 4: 178 - 179)
[10] “Por ejemplo, cada vez que alguien quiere a un enemigo
aparece la inmortalidad de Cristo”. (178)
[11] El tema se encuentra en un gran número de sus cuentos y
ensayos pero, quizá, el que trata la cuestión de la novedad literaria de forma
más directa al poner el énfasis en el ojo del lector más que en la pluma del
escritor sea “Pierre Menard, autor del Quijote”.
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[21/06/10]
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El URL de este documento es
http://www.ucm.es/info/especulo/numero48/perconc.html.html
Fuente : Espéculo. Revista de estudios literarios.
Universidad Complutense de Madrid
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