viernes, 27 de marzo de 2020

Elogio de la sombra - Diagnóstico de la ceguera de Jorge Luis Borges


 
En la historia y la mitología la ceguera se ha sacudido el estigma de ser una discapacidad visual para convertirse, paradójicamente, en un símbolo de claridad y sabiduría. Cabe recordar a Tiresias, el mayor sabio de la antigüedad, que perdió la vista en manos de Hera y fue compensado por Zeus con el don de la profecía. Del mismo modo innumerables personajes han tanteado el mundo a ciegas utilizando su condición como una herramienta intelectual: Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para que el espectáculo de la realidad no lo distrajera;1 Homero fue un poeta ciego y John Milton construyó su paraíso desde las tinieblas.

En muchos casos la pérdida de la experiencia visual ha confinado a los hombres a un mundo de estricta filosofía. “La desvalorización de las imágenes como vehículos de conocimiento y el consiguiente prestigio del saber verbal” ha potencializado el desarrollo de un nuevo esquema de pensamiento, desprovisto de su más complejo aparato sensorial y lo ha compensado con la evocación de nuevas figuras de otra forma inaccesibles.2 Estas perspectivas generadas desde el aislamiento constituyen la base de las grandes obras universales. Tal vez el caso más conocido es el de uno de los escritores más célebres del siglo XX: Jorge Luis Borges.


Borges (1899-1986) consolidó su obra gracias a sus disquisiciones sobre la ficción y la metafísica. Su obra poética y narrativa están atravesadas por formulaciones sobre el tiempo, las paradojas, los laberintos, el carácter ilusorio de la realidad, el azar y el destino, entre otros temas. Sin embargo, su madurez literaria y el inicio del reconocimiento internacional en la década de los cincuenta coincidieron dramáticamente con una circunstancia personal: la pérdida de la vista. En 1955, al tiempo que es designado director de la Biblioteca Nacional, el escritor argentino se declara completamente ciego y su condición comienza a poblar su literatura. Entendiéndolo como su destino (Paul Groussac, escritor admirado por Borges, ocupó el mismo cargo sin confesar su propia ceguera), Jorge Luis Borges utilizó su discapacidad como instrumento creativo para esculpir su obra. Detalló en poemas, cuentos, conferencias y entrevistas la progresión de su enfermedad y construyó en la oscuridad la estructuración de su realidad.

Diversas lecturas han analizado la influencia de la ceguera en la obra de Jorge Luis Borges: de cómo una vida privada del mundo de las apariencias debe crear una nueva existencia, sobre cómo la generación de nuevas figuras poéticas responde al abandono de las imágenes visuales. Sin embargo, poco se ha especulado acerca de si su escritura puede proporcionarnos datos que esclarezcan la causa de su ceguera. Después de todo, Borges consultó a los médicos más reconocidos de su época y nadie consiguió modificar el desenlace de su enfermedad ni formular un diagnóstico certero.

El destino de Borges se prefigura antes de su nacimiento. La rama paterna de su familia heredó una misteriosa pérdida de la visión que desembocaría en el escritor. Los colores fueron resbalándose lentamente de las pupilas de sus antecesores: su bisabuelo (“que se distinguió por el hecho de haber aparecido en las páginas de la revista médica británica The Lancet pues había sido sometido a una operación ocular innovadora”),3 su abuela y su padre, presagiaron la suerte de su último eslabón.

En todo caso estoy hablando en mi nombre y en nombre de mi padre y de mi abuela, que murieron ciegos; ciegos, sonrientes y valerosos, como yo también espero morir… Se heredan muchas cosas (la ceguera, por ejemplo), pero no se hereda el valor.4

Al igual que sus congéneres, Jorge Luis Borges fue perdiendo la vista desde el comienzo de la misma. El autor del Aleph detalla que su visión lo fue abandonando desde que tiene memoria, una ceguera progresiva que lo acechó desde la infancia. A los nueve años se ve forzado a utilizar anteojos de “fondo de botella”,3 característicos en la corrección de miopía, para mejorar su vista.

Desde mi nacimiento, que fue el noventa y nueve… El tiempo minucioso… me fue hurtando las formas visibles de este mundo.5

Mi caso no es especialmente dramático, ese lento crepúsculo empezó (esa lenta pérdida de la vista) cuando empecé a ver. Se ha extendido desde 1899 sin momentos dramáticos, un lento crepúsculo que duró más de medio siglo.1
Siempre fui muy corto de vista, usaba lentes y era bastante frágil.6

En su juventud las sombras siguieron esparciéndose. A los 19 años, durante su estancia en Mallorca como poeta ultraísta, Borges libra el servicio militar español por “una afección ocular”. A los 28, distanciado del ultraísmo y previo a su Cuaderno San Martín (1929), es valorado por un especialista que le recomienda someterse a cirugía. Entre 1927 y 1955 es operado en ocho ocasiones sin mejoría.

Está casi ciego; después de varias operaciones de cataratas y desprendimiento de retina, sus ojos —ojos de “ese azul desganado que los ingleses llaman gris”, bajo cejas muy pobladas y párpados semidormidos— sólo ven formas borrosas.7

En 1955 tuvo que volver a operarse de desprendimiento de retina en el otro ojo, el bueno. Quedó viendo colores y vagas formas; entre los colores distinguía el anaranjado, el amarillo y el rojo.7

La disminución de su visión progresó impávida hasta que, en 1955, Borges se confiesa completamente ciego y se entrega a una neblina cada vez más espesa.
…debo buscar un momento patético. Digamos, aquel en que supe que ya había perdido mi vista, mi vista de lector y de escritor. Por qué no fijar la fecha, tan digna de recordación, de 1955.2

Con los años fueron dejándome
los otros hermosos colores
y ahora sólo me quedan
la vaga luz, la inextricable sombra
y el oro del principio.8

Pese a la concepción generalizada de la penumbra del ciego, la ceguera de Borges se caracterizó por un abandono paulatino de los colores y las formas, un sosegado naufragio que le fue empañando la mirada.

Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.9

La gente se imagina al ciego encerrado en un mundo negro. Hay un verso de Shakespeare que justificaría esa opinión: “Looking on darkness, wich the blind to do see”; “mirando la oscuridad que ven los ciegos”. Si entendemos negrura por oscuridad, el verso de Shakespeare es falso.

Uno de los colores que los ciegos (o en todo caso este ciego) extrañan es el negro; otro, el rojo. A mí, que tenía la costumbre de dormir en plena oscuridad, me molestó durante mucho tiempo tener que dormir en este mundo de neblina, de neblina verdosa o azulada y vagamente luminosa que es el mundo del ciego.2

Su pérdida visual no resulta dramática en términos del propio autor. En realidad se trata de una ceguera excepcional, singularizada por una anomalía en la percepción de los colores (discromatopsia) y la pérdida de la visión de manera asincrónica en ambos ojos.
… empezaré refiriéndome a mi modesta ceguera personal. Modesta, en primer término, porque es ceguera total de un ojo, parcial del otro. Todavía puedo descifrar algunos colores, todavía puedo descifrar el verde y el azul.2

Al cabo de los años me rodea
una terca neblina luminosa
que reduce las cosas a una cosa
sin forma ni color.10

A los 80 años su ceguera es absoluta. Confinado a una realidad indistinguible, sus ojos se manchan de una única sombra. A los 86 el autor de Ficciones fallece a causa de un cáncer hepático, no sin antes inmortalizar en su célebre Poema de los dones la paradoja de advertirse ciego tras una vida de letras.
Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños a unos ojos sin luz, que sólo pueden leer en las bibliotecas de los sueños…11

Para elaborar un diagnóstico preciso sería necesaria una exploración oftalmológica detallada que complemente los síntomas obtenidos. Las circunstancias obviamente lo hacen imposible; pero, como su mejor literatura, Borges se lee desde distintos ángulos.

Al examinar las fotografías que van desde su infancia hasta sus últimos años se vislumbran características esenciales que pueden esclarecer su enfermedad. El escritor, que utilizó anteojos desde temprana edad, presentó en su madurez alteraciones físicas incorregibles derivadas de su patología: un incipiente estrabismo desvió su mirada hacia el centro y con el paso de los años se acentuó la caída del párpado derecho (ptosis palpebral). Sus últimas fotografías develan una mirada infinita, absorta de lo cotidiano, un abismo entre cejas con cierto brillo a eternidad.

Sin embargo, es una vez más en la literatura en donde se encuentran las mejores pistas para elaborar un diagnóstico retroactivo.

Ante cualquier pérdida crónica de la visión es importante preguntarse cuándo y cómo comenzó la misma, si fue en uno o en ambos ojos y cuáles fueron las características.12 Borges ya nos ha brindado las respuestas: una pérdida visual desde la infancia, lenta, progresiva, asincrónica en ambos ojos y con un trastorno en la percepción de los colores. Además presenta otras particularidades como el uso de anteojos para corregir la miopía, cirugías previas, estrabismo, caída del párpado derecho, desprendimiento de retina y visión de “neblina” (característica en las cataratas).

Lo anterior demuestra que, ante el laberinto de posibilidades que existen para explicar la ceguera, en el caso de Borges hay que descartar todas aquellas que impliquen la pérdida de la visión súbita o en corto tiempo. La desventura de Borges se halla en el lento abandono de lo visible, en esa suerte de ocaso que se extendió por décadas de manera impasible. En otras palabras, limitarse a las enfermedades dilatadas por los años y cuya presentación coincida con los eventos cronológicos del argentino. Existen seis principales causas de ceguera crónica: maculopatía senil, retinopatía diabética, glaucoma, cataratas, retinosis pigmentaria y miopía degenerativa. Por el patrón hereditario de la enfermedad de Borges, la edad de aparición, los años de evolución, las anomalías en la percepción de los colores y las manifestaciones físicas de su ceguera, las primeras cuatro enfermedades resultan incompatibles. Aunque cada una de ellas guarda algún tipo de relación con el poeta, en conjunto no cumplen con la mayoría de los parámetros establecidos.

Al descartar categóricamente dichas patologías el sendero de las posibilidades se bifurca: retinosis pigmentaria o miopía degenerativa. Además de ser infrecuentes, ambas comparten similitudes fundamentales con la afección de Borges. Aquí se condensa el misterio y la suerte del autor se somete a una deducción meticulosa. La retinosis pigmentaria se manifiesta entre la segunda y la tercera décadas de vida. Consiste en una degeneración de los fotorreceptores de la retina que produce una alteración progresiva en la percepción de colores.13 Aunque la mayoría de los casos son esporádicos, una cuarta parte pueden ser hereditarios13 y se asocian con la formación de cataratas. Pese a esto, aspectos primordiales de la retinosis pigmentaria discrepan de la ceguera de Borges. Por ejemplo, el autor no presenta manifestaciones como la pérdida los campos visuales periféricos o la formación de escotomas (manchas negras o puntos ciegos). Además, la retinosis pigmentaria no explica otras manifestaciones oculares como el desprendimiento de retina, la ptosis o el estrabismo.

La miopía degenerativa, por otro lado, comparte características fundamentales con la ceguera padecida por Borges. También llamada miopía magna, consiste en un crecimiento anormal del globo ocular de inicio temprano, paulatino y que eventualmente desemboca en la disminución de la agudeza visual,14 miopía incorregible con anteojos, alteraciones oculares, trastornos de la percepción de colores y en casos avanzados desprendimiento de retina.15 Además, su modo de presentación es mayormente hereditario y predomina en la población ibérica-portuguesa. Jorge Luis Borges, presagiando su destino, enfatiza su procedencia lusa como si en sus venas llevara las raíces de su desventura.

Nada o muy poco sé de mis mayores portugueses, los Borges: vaga gente que prosigue en mi carne, oscuramente, sus hábitos, rigores y temores.15

Aunque la mayoría de las veces la miopía degenerativa se asocia con otros tipos de síndromes y manifestaciones sistémicas, las cuales no padece el autor, ésta es la enfermedad más compatible como causa de la ceguera de Jorge Luis Borges.

Por supuesto, éste no es un diagnóstico definitivo ni pueden descartarse por completo otros como la retinosis pigmentaria o enfermedades concomitantes. Se trata de un diagnóstico presuntivo basado en la revisión retrospectiva de su obra. En todo caso, ya sea miopía degenerativa o retinosis pigmentaria, los avances médicos actuales no proporcionan un tratamiento eficaz ni un pronóstico favorable. Es decir, aun en 2017 Jorge Luis Borges se enfrentaría al mismo destino visual, lo cual también significa que el genio artístico para enfrentarlo y transfigurarlo en una obra quedaría intacto.

De todas las cosas que me han sucedido creo que la menos importante es haberme quedado ciego… 

Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin  y esto tiene que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo.

En muchas ocasiones los procesos fisiológicos intervienen en los mecanismos creativos de los artistas. Son conocidos los casos en los que el cuerpo esculpe a la obra y viceversa. Desde los trastornos psicológicos hasta los déficits sensoriales. Desde Van Gogh hasta Beethoven. El arte como un complemento perceptivo, como una reinterpretación de la realidad. El arte como aspiración sensorial hacia otros mundos o como respuesta reveladora de otras verdades. Con Jorge Luis Borges no puede esperarse algo distinto. Confinado a un mundo de sueños supo construirse nuevas imágenes y a más de 30 años de su muerte continúa develándonos misterios. Como si la enfermedad fuera un pretexto para seguir conversando, como si arrojara las pistas para reencontrarlo.

Mario Enrique de la Piedra Walter

Médico cirujano. Ha publicado artículos para revistas médicas de distintas especialidades. Actualmente está enfocado en la divulgación científica y neuropercepción.
Una primera versión de este artículo se encuentra en línea en la Revista Mexicana de Oftalmología, aceptada para su publicación impresa y citada como De la Piedra Walter ME. “Diagnóstico etiológico de la ceguera de Jorge Luis Borges basado en su obra literaria”, 2016. 
Disponible en: http://bit.ly/2tTLm0m

________________________________________
1 Borges, Jorge Luis, Siete noches, Buenos Aires, Alianza, 1978.
2 Mateos González, A., Borges y Escher, un doble recorrido por el laberinto, México, Aldus, 1998.
3 Woodall, J., La vida de Jorge Luis Borges: el hombre en el espejo del libro, Barcelona, Gedisa, 1988.
4 Conferencia La ceguera en el teatro Coliseo en Buenos Aires, Argentina, 1977.
5 Borges, Jorge Luis, “El ciego”, Poesía completa, México, Editorial Lumen, 2011.
6 Mejía Prieto, J., Molachino, J., Borges ante el espejo, México, Lectorum, 2005.
7 Canto, E., Borges a contraluz, Madrid, Espasa Calpe, 1989.
8 Borges, Jorge Luis, “El oro de los tigres”, Poesía completa, México, Editorial Lumen, 2011.
9 Borges, Jorge Luis, “Elogio de la sombra”, Poesía completa, México, Editorial Lumen, 2011.
10 Borges, Jorge Luis, “On his blindness”, Poesía completa, México, Editorial Lumen, 2011.
11 Borges, Jorge Luis, “Poema de los dones”, Poesía completa, México, Editorial Lumen, 2011.
12 Graue Wiechers, E., Oftalmología en la práctica de la medicina general, México: MacGraw-Hill Interamericana, 2009.
13 Yog Raj Sharm, P., Raja Rami Reedi, P., Deependra, V., Retinitis pigmentosa and allied disorders, JK Science, Centre for Ophthalmic Scinces, 6(3), 2004, pp. 115-20.
14 Lapido Polanco, S.I., González Díaz, R.E., Rodríguez Rodríguez, V., et al., “Alteraciones del polo posterior en la miopía degenerativa”, Revista Cubana de Oftalmología. [En línea]. 2012;25(2) [consultado 3 de febrero 2013]. Disponible en: http://bit.ly/2tU7sQ3
15 Borges, Jorge Luis, “Los Borges”, Poesía completa, México, Editorial Lumen, 2011.

Fuente: Nexos - 1 agosto, 2017

miércoles, 25 de marzo de 2020

Jorge Luis Borges: “Cuando escribo algo como Borges, lo borro”




 Por Miguel Briante.

En el año 1974, cerca de abril, la editorial Emecé anunció que lanzaría al mercado las primeras Obras completas de Jorge Luis Borges, un solo tomo que Manuel Mujica Lainez calificaría, al tiempo, como una especie de “caja de zapatos verdes sobre la que en todas las casas ponen una lámpara pero que nadie ha leído”. Yo trabaja, por entonces, en la revista Panorama, de la editorial Abril. Una distracción editorial no permitió que la entrevista con Borges que me habían pedido saliera completa. Revisando papeles —para organizar esa selección de mis trabajos periodísticos que alguna vez publicaré— aparecieron unas hojas donde, sacando algunos baches, la charla aparece completa. El diálogo transcurrió en aquel departamento de la calle Maipú donde Borges ya estaba esperando. Le dije que el tema era, en principio, la aparición de sus Obras completas. Que yo quería preguntarle si había modificado algo en su obra para ese libro que publicaba Emecé.

—Sí —dijo Borges—, he introducido muchos cambios. Y he dejado caer algunos libros que decididamente me incomodan, me desagradan. Ahora, desde luego, hay personas que creen que un escritor no tiene derecho sobre su obra. Pero yo les diría: “¿En qué momento la obra deja de ser del escritor?”. Si una persona introduce una corrección un día después, creo que se admite, y si la introduce un año después, creo que también. Pero al cabo de muchos años se pone en duda ese derecho. Ahora yo recuerdo lo que dijo Yeats, ese gran poeta irlandés, cuando lo acusaron de haber modificado sus propias composiciones. Él dijo: “Yo mismo me rehago”. Y creo que como yo seré juzgado por ese libro, porque ese libro reúne cincuenta años de labor literaria, es que prefiero que me conozcan como el que soy ahora. Y si encuentro versos flojos, como he encontrado muchos, y si puedo mejorarlos, entonces: ¿por qué no voy a hacerlo? Porque si no sería simular que me siguen gustando. De modo que he suprimido composiciones enteras. Ahora, yo sé que todo el mundo va a decir que estaban mejor antes. Pero eso, yo creo, porque hay composiciones mías que han logrado cierta fama, que han logrado demasiada fama. Entonces la gente se ha acostumbrado a leerlas de ese modo y no admite ninguna variación. Por ejemplo, hay un poema mío que se llama, que se llamaba “Fundación mitológica de Buenos Aires”. Luego, releyéndolo, me di cuenta hace ya varios años que la palabra “mitológica” era absurda. Esa palabra sugería ideas de mármol y en cambio lo que yo quería decir, y no dije por torpeza, disculpable negligencia, era “mítico”. Entonces puse “Fundación mítica de Buenos Aires”; ahora hay personas que me han dicho: “Mitológico es mejor”. Pero creo que es simplemente porque están acostumbrados a esa forma. No porque esa forma sea mejor. Porque cuando han tenido que discutir el asunto conmigo han convenido que “mítica” es la palabra adecuada.

—Mítica ¿es más coloquial?

—No, no, no. Yo digo mitológica y eso ya sugiere divinidades, dioses, una mitología, y no hay tal cosa. Hay simplemente una fundación mítica en el sentido de una fundación imaginaria de Buenos Aires, nada más. Y luego, hay otros casos en los cuales he introducido variaciones; hay un poema mío que actualmente no me gusta pero que he conservado, y creo complementado con otro, sobre el asesinato de Quiroga. Yo al final había puesto: “Las ánimas en pena…”.

—“De hombres y caballos”.

—No, yo había puesto: “De fletes y cristianos”. Y pensé que fletes y cristianos es menos criollo que hombres y caballos. Fletes y cristianos es una aceptación del criollismo.

—Usted eso ya lo había modificado.

—Sí, sí, ya lo hice. Del mismo modo mi libro incluye una serie de milongas que formaron en su tiempo un libro titulado Para las seis cuerdas. Las seis cuerdas de la guitarra. Yo, en ese libro, evité, sin ningún trabajo, el lunfardo, porque creo que el lunfardo es un dialecto artificial, para saineteros y letristas del tango. No he observado a nadie que lo hable realmente. O si se habla se habla como una broma, ¿no? Es decir: Las palabras lunfardas se usan entre comillas. Entonces creo que el criollismo que esas milongas tienen está en la entonación, que es donde debe estar, y no en el empleo de ciertas voces donde uno ya ve al literato: el diccionario lunfardo-castellano y castellano-lunfardo al lado, agregando palabras, disfrazándose de compadrito. En cambio, como esas milongas se han escrito solas, y se han escrito solas sin necesidad de palabras lunfardas, quedaron tal cual. Pero creo que mi labor literaria, de cincuenta años, está bien representada en este libro que ahora saca Emecé. Y que ese libro es un hecho importante en mi labor literaria, y no diré en mi carrera literaria porque yo nunca he pensado en la literatura como en una carrera. He pensado en la literatura, bueno, desde luego, como un placer. Y en cuanto a la escritura, la redacción, ha sido un placer y una necesidad también. Es decir: cuando yo he escrito, nunca he pensado en éxito o fracaso; creo que esas dos palabras son totalmente ajenas al arte. Bueno, Kipling, un escritor al que yo admiro tanto, pensaba que el éxito y el fracaso son imposturas; que nadie fracasa tanto ni nadie triunfa tanto como cree, que todo es relativo. Y sobre todo en materia literaria, yo veo hombres famosos que se eclipsan, que desaparecen, cuyas obras se pierden de vista y que luego vuelven.

—Hay una vieja tradición que dice que los escritores célebres en su momento son los destinados a desaparecer y que los otros serán redescubiertos.

—Bueno, a veces es así. Pero también un escritor puede ser famoso para sus contemporáneos y ser famoso después. Un caso muy curioso es el de Miguel de Cervantes, que para sus contemporáneos era simplemente lo que llamamos un best-seller ahora. No lo tenían en cuenta literariamente; para ellos El Quijote era un libro que se vendía mucho pero que no tenía valor literario.

—¿Usted piensa que la imagen que va a dejar con estas Obras Completas es la imagen que usted hubiera querido dejar?

—No. Yo hubiera querido hacer un libro menos abultado. Pero como sé que los libros están ahí y que de cualquier modo, a los tantos años de mi muerte, algún editor puede interesarse en ellos, prefiero pulirlos. Ahora, en cuanto a las enmiendas que he introducido (que no son tantas, después de todo) se refieren sobre todo al verso, y eso por razones tipográficas. Porque si uno quiere modificar algo en un párrafo en prosa, eso ya significa modificar todo el párrafo; en cambio un verso es una línea que puede modificarse fácilmente. Si usted modifica algo en una página en prosa hay que modificar toda la página y entonces uno corre el peligro de las erratas, en lugar de los antiguos errores.

—Ahora, con Emecé, usted empezó hace años a publicar de nuevo sus libros de poemas. Ahí usted ya introdujo modificaciones.

—Sí, porque algunos versos eran huecos, o retóricos, o a veces afectadamente familiares. Pero creo que este libro de ahora me representa bien.

—Pero, para estas Obras completas, ¿usted volvió a corregir?

—Sí, he vuelto a corregir.

—¿Cuál fue el método?

—El mejor método posible: releer. O mejor dicho, como no puedo releer, porque estoy ciego, he hecho que me relean, y a veces me he encontrado con versos que me han parecido singularmente torpes, con imágenes feas, y luego, sobre todo en las primeras composiciones, he encontrado muchas vaguedades. Palabras como “alma”, por ejemplo, o “corazón”. Y eso lo he suprimido porque creo que pueden no ser eficaces; aunque, sin duda, hay ocasiones en que pueden ser las palabras más eficaces,  porque todo depende del contexto. Ahora, desde luego, yo siento una gran gratitud por la editorial, que me hace este regalo.

—Son sus cincuenta años en la literatura.

—Sí, cincuenta años, eh, de tarea literaria. Y qué raro, eh, cuando yo pienso en esos cincuenta años de haraganería, de postergación, de proyectos no ejecutados, de proyectos abandonados, de borradores perdidos, y sin embargo así, a fuerza de haraganería, a fuerza de distraerme (pero esa puede ser la tarea del poeta, o del escritor), a fuerza de todo eso he logrado este libro que me parece bastante imponente. Tiene mil doscientas páginas. Mil doscientas páginas que las he hecho, bueno, a través de los diversos azares de la vida. Y sin embargo, yo he sido una persona más bien haragana, ¿no?

—Volviendo a lo que usted suprimió porque no tenía lugar en su obra, ciertos lunfardismos…

—Bueno, no, no, en eso no incurrí nunca.

—Sí. Usted se desdice de “Hombre de la esquina rosada”.

—Es que el “Hombre de la esquina rosada”, creo, no es un mal cuento si lo lee como lo que yo dije que era en el prólogo de Historia universal de la infamia; es un cuento artificial, es un cuento escénico. Y fue leído como si fuera un cuento realista. Cuando yo escribí ese cuento sabía que los hechos no ocurrían así. Yo, por ejemplo, había visto desafíos, provocaciones, y sabía que no eran así, bruscas y escénicas. Que eran más bien graduales, que el tono era distinto. Pero yo estaba muy impresionado por los cuentos de Chesterton y por los films de Joseph Von Sternberg. Se me ocurrió escribir un cuento que fuera continuamente visual, teatral. Un cuento en el cual cada cosa ocurriera de un modo visual y vívido. Entonces escribí ese cuento y advertí eso en el prólogo del libro en que lo recogí. A la gente se le ocurrió leer ese cuento como si fuera un cuento realista.

—Y ahí usted se convirtió en una especie de adalid de los realistas.

—Cosa rara, sí. Es rara, porque ese cuento no está hecho para ser realista. Y en otro libro mío, creo que en el Informe de Brodie, hay un cuento que se llama “Historia de Rosendo Juárez”, en el cual yo…

—Desmiente la versión de “Hombre de la esquina rosada”.

—No, en el cual cuento la historia tal cual puedo ya soñarla con sinceridad ahora, o imaginarla con sinceridad. Pero quienes lo han leído han considerado ese cuento como una especie de palinodia. Nada de eso, creo que es un buen cuento realista, orillero. Y el otro, creo que, bueno, no sé si es bueno o es malo, pero en todo caso sé que es falso, hecho para ser falso, de la misma manera en que una ópera está hecha para ser falsa, por ejemplo, y puede ser buena. O la tragedia en verso; Macbeth está escrito en verso y es una de las grandes tragedias del mundo, y está hecho para ser falso. Shakespeare diría que la gente no habla en verso, y no habla usando las esplendidas metáforas que él usaba. Como no estaba loco tenía que saber eso.

—Hay, quizá, dos tipos de lectores suyos, Borges. Por un lado el que defiende la parte, digamos, típica, la parte orillera de sus relatos, y los que eligen su costado llamado metafísico. Usted, ¿cómo querría que lo leyeran? ¿Cuál sería el encuentro justo entre lo que usted quiere y el lector?

—La lectura justa dependería del texto. Hay ciertos textos míos, hay un texto en prosa que se llama “Sentencia de muerte”, que están hechos para ser leídos de un modo metafísico, no sé si será demasiado ambiciosa la palabra. Y hay otros, hay el libro de milongas, por ejemplo, Para las seis cuerdas, “Milonga de Jacinto Chiclana”, y las otras, que están hechas para ser leídas así como lo que son, nomás, como modestas páginas orilleras.

—Pero, ¿hay una monotonía esencial en su obra que hace que se junten esos dos costados?

—Sí, posiblemente. Posiblemente yo me he pasado la vida escribiendo tres o cuatro poemas y tres o cuatro cuentos. Pero felizmente no me he dado cuenta de eso. A veces, después de haber escrito un cuento, he comprobado que ese cuento era esencialmente otro, que ya había escrito. Pero ese otro ocurría en un país distinto, en una época distinta, con personas distintas. Pero el cuento era esencialmente el mismo. Y creo que eso les pasa a todos los escritores, sobre todo a los escritores que son sinceros. Ahora, naturalmente, si un escritor se dedica a imitar a A, B, C o D, entonces puede producir una obra muy variada. En general, no sé si nos es dado contar muchos cuentos, componer muchos poemas. Posiblemente llevamos uno, uno o dos, adentro, y ésos sean los importantes. Ahora, uno se pasa la vida buscándolos y eso es benéfico porque permite la continuación de la tarea literaria.

—Usted, en algún libro se disculpa ante el lector por “si estas páginas consienten algún verso feliz”, y hasta ha hablado de su torpeza como escritor.

—Sí, a veces, cuando escribo, pienso que no tengo ninguna facilidad. Y luego recuerdo que, al fin de todo, he aprendido ciertas trampas y que, además, como conozco bien mis límites, sé que no podré ser, en lo que yo escriba, ni muy superior ni muy inferior a lo que ya escribí otras veces.

—¿En la reiteración de esas trampas está su estilo?

—Sí, seguramente. Pero es mejor que el escritor no sea demasiado consciente de las trampas. Si no, dejaría de escribir. Porque, al fin de todo, un estilo es una serie de artificios. Aunque también puede haber otra cosa. Puede haber una entonación. Una voz. Y eso no sé si se logra por artificios. Aunque seguramente se logra, puesto que estamos usando palabras.

—Quienes tratan de imitarlo, Borges, e incluso de parodiarlo, eligen cinco o seis palabras claves que se repiten en sus textos: laberinto, conjeturo, sospecho…

—…tigre. Sí. Puñal, espejos, dobles, etcétera. Yo, ahora, cuando escribo algo que se parece demasiado a Borges, lo borro.

—¿A qué atribuye que, con el tiempo, usted ha venido a ser el único escritor argentino al que se puede reconocer a primera vista, sin que su nombre se señale en el texto?

—No, no creo eso.

—¿Usted diría que hay algún otro escritor? Al único que reconocemos desde la primera línea, por la entonación, por el estilo, no por el tema o los personajes, es a usted.

—Ah, ¿sí? Yo no sé si eso es un mérito o una forma de pobreza. No sé, realmente. Y tampoco sé si es cierto eso. Pero pasa lo mismo con Bioy Casares, sin duda, ¿no?

—En alguna medida.

—Bueno, y hablando de mi generación, con Mallea.

—Por el aburrimiento, quizá.

—Bueno, no estoy de acuerdo con usted. Seguro que lo que pasa es que a usted no le gusta el género que cultiva Mallea. A usted no le gusta la novela, la lenta novela psicológica. Pero me parece que toda literatura exige, tiene ciertas convicciones, tiene ciertas leyes que uno debe aceptar. Por ejemplo, bueno, vamos a poner un caso más sencillo; me parece que si usted dice: “A mí no me importa quién mató a fulano, no me importa cómo entró el asesino en la habitación”, usted está privándose del placer de toda la literatura policial, ¿no? Como si usted dice que la gente no habla en verso, y no admite drama en verso, se pierde el placer que pueden darle Corneille, Shakespeare, tantos otros, ¿no?

—¿Y a usted le gusta la lenta novela psicológica?

—No, a mí la novela en general no me gusta. Me gustan los cuentos.

—¿Le hubiera gustado escribir una novela?

—No. He leído muy pocas novelas. Siempre me han costado esfuerzos. Salvo en el caso de Conrad, en el caso de Cervantes. Pero, en general, yo no escribo novelas pero no leo novelas tampoco. Yo creo que en toda novela es inevitable el ripio. Es decir que siempre hay partes, como conjunciones, como ligaduras.

—¿Nunca comenzó a escribir una novela?

—No, nunca. Y no creo que lo haga, tampoco. Si no me gusta leerlas, cómo me va a gustar escribirlas. Ahora, claro, el Kim de la India, de Kipling, me parece una gran novela. No sé hasta dónde es una novela. Es decir: cuando uno piensa en novela no se piensa en ese tipo de novelas.

—Como El Quijote; una serie de cuentos, de episodios, enlazados por un personaje.

—Sí, El Quijote, o Las aventuras del padre Brown o Sherlock Holmes. Diversos modos de ver un personaje.

—Pero Conrad, por ejemplo, es un escritor de novelas.

—Sí, pero a mí me gustan los cuentos de Conrad.

—Bueno, habíamos estado hablando de Mallea y yo le decía que Mallea no es reconocible, salvo, quizá, si se lee alguna frase sobre las barrancas de Plaza San Martín.

—Pero eso es circunstancial, ¿no?

—Mi intención era preguntarle, finalmente, ¿cómo llegó usted a un tono tan reconocible y tan argentino?

—Bueno, eso sí; creo que es argentino. Quizá sin proponérmelo, ¿no? Sobre todo porque cuando yo quería ser argentino no lo era. Era tan profesionalmente argentino que resultaba extranjero. En cambio ahora no trato de escribir como español pero tampoco como argentino, del mismo modo que no trato de tener otra casa que la que tengo, porque ya la tengo. Me parece que —terminó Borges— soy argentino y que eso es un hecho fatal.


 * Publicada originalmente en Revista Panorama, 1974. Dicha entrevista se reprodujo en Página/12 en octubre de 1993.

Fuemte: Eterna Cadencia


viernes, 20 de marzo de 2020

Abel Posse: Diálogo con Jorge Luis Borges (en ocasión de sus 80 años)


 
Borges vive en la calle Maipú, en pleno centro de Buenos Aires. Ocupa un modesto departamento de tres ambientes, de los construidos en la década del 30, con muebles coetáneos. Lo atiende Fanny, una sólida mucama cocinera paraguaya enérgica y poco sensible a las cosas del mundo literario del patrón de casa. Por la casa merodea “Beppo” un gato blanco, gordo y poco espiritual.

Sorprende no ver adornos. Sobre un aparador hay un centro de mesa de cristal donde estaban mezcladas algunas boletas de la electricidad con la medalla de la Orden Británica. Las paredes están recubiertas de libros que fueron usados hasta hace unos 25 años, cuando todavía Borges podía leer. Son casi todos libros en inglés, encuadernados. Allí están los frecuentados clásicos y esos libros exóticos con los que Borges creó muchos de sus juegos literarios y esas citas que le dieron fama de erudito. En el pequeño cuarto de Borges, con una cama contra la pared (no ocupa el cuarto dejado por la madre que quedó igual desde su muerte, con la gran cama, testimoniando lo que significa para Borges una pesadísima ausencia), hay una biblioteca con los clásicos españoles.

No se ve ningún libro nuevo o siquiera reciente. Fanny, según dicen, echa a la basura sin más trámite las decenas que llegan cada mes, enviados por jóvenes escritores entusiastas de todo el mundo. Algunos sospechan que la correspondencia no corre mejor suerte. Lo cierto es que Borges, si se ocupase de ella, debería montar una oficina.

Lo curioso es que tampoco se ven libros de Borges (no pude encontrar ninguna de sus tantas traducciones en lenguas extranjeras). Sólo vi un ejemplar de las Obras Completas.
Borges tiene 80 años. Dice mucho en su favor que nadie lo trate como a un anciano. Logra hacer olvidar la edad y también la ceguera casi completa (observé muchas veces que la gente le dice ¿vio esto? ¿leyó aquello?, sin sentirse incómoda después de formulada la pregunta).

Cuando llegué se estaba terminando de afeitar. Lo hacía con una máquina eléctrica que él llama la navaja (y me explicó: “Al fin de cuentas se trata de varias navajitas que giran, Le hago una reflexión sobre su edad y me dice:

B: no, nada de hablar de la edad. Es insignificante. Además, fíjese, no soy más que una víctima del sistema métrico decimal. Según él cumplo ochenta años. Si se les hubiese ocurrido contar cada doce o cada catorce unidades yo ahora podría tener una edad decorosa, sesenta años digamos…

P: usted cumple con una tradición de familia, la longevidad.

B: sí, es cierto. He estado pensando que la longevidad es una forma de insomnio.

P: pero sería el único insomnio en que se rehuye el sueño reparador. El insomne normal lo único que desea es dormir. En cambio nadie quiere morir…

B: no. Los longevos más bien queremos morir. Mi madre siempre me decía “¿Viste? Otro día:. todavía no me he muerto”. Si a mí me dijesen que me muero esta noche sería tanta la alegría que a lo mejor no me muero.

P: vengo de España y muchos amigos me comentaron algunos de sus juicios sobre la literatura española, a muchos les cayeron mal…

B: ¿por qué? No creo haber dicho nada malo. La literatura española… Trataré de decirlo cortésmente: empieza espléndidamente con los Romances que son realmente lindísimos. Luego vienen escritores admirables como Fray Luis de León que para mí sigue siendo el mejor poeta castellano. Y San Juan de la Cruz. Y así llegamos al Quijote que creo que es un libro realmente inagotable, sobre todo la segunda parte. Pero después ocurre algo que ya se nota en dos hombres de genio como lo son Quevedo y Góngora: todo se torna rígido. Uno tiene la impresión de que ya no hay caras sino máscaras. La culminación de este fenómeno se da en Baltasar Gracián, donde no se siente ninguna pasión ni sensibilidad. Es un mero juego de formas como el cubismo o la literatura de Joyce… Luego tenemos el siglo XVIII, muy pobre. Y el movimiento romántico donde España sirve para inspirar a todo el mundo menos a los españoles. Solamente queda Bécquer: una réplica débil del primer Héine…

P: ¿y Saavedra Fajardo?

B: es un gran escritor, justamente me lo estaban leyendo en estos días.

P: un pariente cercano suyo, un gran estilista.

B: gracias, haré lo posible por ser digno del parentesco… Luego de este panorama general ocurre un hecho que creo que no se debe ocultar: cuando todo se renueva sobre todo por influencia de Francia (la obra de Hugo, de Verlaine, de Poe Poe también nos llegaba de Francia porque entonces Francia era la forma para que se puedan comunicar dos países americanos) esa renovación se hace desde este lado del Atlántico y no desde España. Si Ud. piensa en Rubén Darío, en Jaimes Freyre, en Lugones; son poetas no inferiores y ciertamen­te anteriores a los Machado y a Juan Ramón Jiménez.

P: ¿y en la prosa?

B: yo quisiera mencionar el nombre de un renovador que tal vez va a molestar a los españoles: Groussac. Alfonso Reyes me dijo: Groussac, que era francés, me enseñó cómo debe escribirse en castellano…

P: muchos dicen ahora eso de usted.

B: gracias. Espero que alguien pueda enseñarme a mí a escribir bien…

P: ¿y la generación del 98? ¿Qué diría de Azorín?

B: no me gusta. Evaristo Carriego decía que escribía estilo “pan rallado” ¿querría decir que Azorín escribía sin unidad?

P: sin embargo es un creador de lenguaje. Tiene una gran fuerza estilística: domina el arte de crear un clima o una intimidad, con muy pocos elementos… ¿Y Valle Inclán?

B: me parece que era un guarango. Una vulgaridad.

P: ¿no le encuentra ningún valor literario?

B: no. Me parece de mal gusto. Como persona debió ser muy desagradable.

P: ¿y Unamuno?

B: Unamuno sí, aunque nunca me pude explicar bien ese deseo de inmortalidad que tenía. Más notable que su obra es su hábito de pensar continuamente, fue un pensador notable. A quien recuerdo con particular afecto es a Baroja. Se lo quiere más a él que a su obra. Es al revés de lo que pasa con Shakespeare: todos recordamos Hamlet y casi no nos interesa el hombre que lo escribió.

P: a mí me parece que Ud. fue un poco injusto con García Lorca cuando lo calificó de “andaluz profesional”. En España encontré gente enojada con Ud. ¿Tampoco le interesó el teatro de él?

B: vi “Yerma” y me pareció mala. Nunca me interesó García Lorca, pero no me gustaría que alguien crea que tengo algo en contra de los andaluces. Yo hubiera querido ser andaluz. Lo que nunca habría querido ser es catalán: los odian en España y entre los franceses se nota enseguida que son impostores… Pero recapitulando, yo creo que nosotros le dimos más a España que España a Hispanoamérica, a partir de Darío.

P: en su lista no recordó a Garcilaso…

B: muy bueno, extraordinario. Pero fíjese que venía de la poética italiana, de Petrarca; los mismos españoles lo consideraron exótico. Aunque, si uno los compara, Garcilaso nos parece más fuerte, más grande. En esa época los dos idiomas más importantes eran el español y el italiano. El inglés era un idioma raro, como sería el danés hoy. Esas importaciones de formas, como en el caso de Garcilaso, eran frecuentes. Saavedra Fajardo, por ejemplo, viene de los latinos, de la estructura de la frase latina. Mire qué maravillosa esta frase de Saavedra cuando habla de los escoceses: “El tribunal de sus iras y de sus venganzas es la espada”. (Borges recita): Corrientes aguas puras cristalinas

Qué maravilla, ¿no? Aunque algunas veces en Hispanoamérica la tradición española se torna un peligro. Fíjese que cuando estuve en Colombia, un señor que era poeta para elogiarme me dijo: “Qué bien se lo ve, señor Borges, redondo y colorado como un queso”: Terrible pasión por la metáfora, ¿no? Y una influencia de la métrica de Garcilaso:
Corrientes aguas puras cristalinas
Redondo y colorado como un queso…”

P: volviendo al tema de sus críticas a la literatura española, nuestra literatura, me parece que muchas cosas que usted dijo interesaron porque muchos tienen la sospecha de que gran parte de ella es aburrida.

B: claro. Tiene lo muy bueno y lo mucho de aburrido. Antes, en las primeras décadas del siglo, ocupaba un lugar de segunda, cuando la importante era la francesa, la inglesa, la alemana. A mí me contó Manuel Gálvez que fue una vez a verlo a Lugones y Lugones le dijo: “¿Para qué lee Ud. literatura española? Es como si Ud, se dedicara a la literatura búlgara. Lea la gran literatura y olvídese de esas piezas de museo de la literatura española, búlgara, etc.”

P: creo Borges que Ud. estará de acuerdo en que a pesar del mucho aburrimiento hay dos momentos inobjetables: la grandeza del Quijote, culminación de la nobleza literaria: y la poesía mística, San Juan, Fray Luis. Sólo esos dos momentos la ponen por encima, en cuanto a genialidad, de la literatura francesa, por ejemplo…

B: si. Y a pesar de Sancho.

P: ¿por qué?

B: Lugones decía que el contrapunto entre los dos personajes era innecesario, fácil. En “Martín Fierro” elogiaba que los dos gauchos, Cruz y Fierro no viviesen en contrapunto. Pero estoy de acuerdo con lo que dijo. Y ya que estamos hablando de literatura española no quisiera olvidar a dos amigos míos que fueron entre ellos enemigos personales: a Ramón Gómez de la Serna y a Cansinos Assens. Dos hombres de genio aunque completamente distintos, uno un erudito, el otro un gran artista. Gómez de la Serna fue un extraordinario literato y quedará en las letras. Buenos Aires le hizo mal. Yo creo que hubiera sido un gran poeta. Las “greguerías” le anularon muchas posibilidades: si uno se acostumbra a pensar en forma tan atomizada termina atomizado. Se disgregó en greguerías.

P: ¿un caso parecido tal vez al de Macedonio Fernández?: un buen escritor con poca obra.

B: Macedonio no quedará. A Macedonio sólo lo pueden apreciar los que le oyeron contar sus cosas… Y ya que no hablé tan bien de García Lorca quisiera decir que para mí Marcelino Menéndez y Pelayo es un gran poeta injustamente olvidado. Un gran poeta, mire este verso:
La náyade en el agua de la fuente…

P: tal vez su fama de erudito, su gran erudición, ocultó ante la gente su realidad de poeta…

B: sí, eso pasa. Ahora me acuerdo una cosa que decía Macedonio Fernández y que yo quiero suscribir totalmente; decía que los españoles y los hispanoamericanos deberíamos llamarnos “La familia de Cervantes”. Sería difícil unirnos todos diciendo “la familia de Quevedo”, a pesar de su grandeza de literato. En cambio si decimos “la familia de Cervantes” no creo que encontremos ningún opositor…

P: ¿Y de Pérez Galdós?

B: nunca me interesó ese tipo de novela, aunque leí “Misericordia” con placer. Pero en general no me interesa esa novela que se origina en Flaubert y según la cual cuando uno entra en una habitación tiene que describir todos los muebles que ve.

P: pero en cierto Flaubert. Porque en “Bouvard y Pecuchet”, que Ud. tanto elogió, hay un increíble avance: es la primera novela de este siglo.

B: sí, pero la que hizo escuela fue “Madame Bovary”. Stevenson creía que el que tenía la culpa de todo esto era Walter Scott. Pero en Sir W alter Scott se justificaba porque describe la Edad Media y hay que informar al lector de cosas y ambientes que no conoce.

P: ¿y Proust?

B: no me interesa. A mí me parece que creó un mundo menor, un mundo mezquino. Del mismo modo que creo que hay mezquindad en Joyce. (Joyce es más bien ilegible pero no se pueden olvidar ciertas frases espléndidas, era poeta, debió haber escrito sólo poemas). Pero al leer a Proust sentía que me asfixiaba, que estaba incidido en un mundo de chismes, que es lo que pasa un poco con Henry James, ¿no?

P: pero en Proust hay una nostalgia de una vida, de un tiempo, el fin de siglo, que hemos cargado de prestigios y que Proust lo supo conservar. El es como un símbolo de un mundo perdido.

B: sí, pero eso ya está fuera de lo literario. A mí me parece que no fue un “bon vivant”, por eso quizá pudo imaginar ese mundo…

P: a usted, que respeta tanto a Schopenhauer me gustaría preguntarle sobre el amor, las mujeres, la muerte, como en el título de aquel libro.

B: sobre las mujeres puedo decir que están y estuvieron siempre muy presentes en mí. Yo pienso tanto en las mujeres que trato de no pensar en ellas cuando escribo. Pero sin embargo están presentes. Diría también que siempre hay una mujer única que sin embargo no ha sido siempre la misma.

P: es una idea más bien platoniana.

B: en cuanto a la noción de arquetipo sí. Pero esa mujer es real aunque múltiple. En mi obra poética hay muchos versos de amor, pero la gente prefirió creer que yo tendría algún reparo en estos temas. No es así, al contrario.

P: tal vez eso ocurra porque usted no quiso llevar a su obra sus experiencias personales. Tampoco usted ha hablado de ellas en público, en ese sentido es usted muy “british”.

B: creo que sí. Usted sabe que, en Inglaterra si uno le decía a una mujer que era linda, se indignaba. Era un improcedente “personal remark” y uno no tenía derecho a hacer eso. Uno sólo tiene derecho a hablar de temas impersonales, generales.

P: pero los argentinos no somos así. Somos más bien impúdicos en ese sentido.

B: claro. Y además las mujeres esperan que les digan que son bonitas. Es casi al revés. Pero no participo de ese estilo. Fíjese que tengo amigos a quienes nunca hice ese tipo de confidencias, ni ellos a mí: Macedonio Fernández, Bioy Casares, Manuel Peyrou.

P: ¿y la muerte?

B: ¿la muerte?: la única esperanza que me queda.

En La Gaceta, Tucumán, 26 de agosto de 1979.
Foto:Abel Posse, Jorge Luis Borges,el prof Zilio y cuerpo docente
En la universidad de Ca Foscari, Venecia, 1974.
Archivo Abel Posse


Fuente: La Gaceta, 26/08/1979