lunes, 31 de diciembre de 2012

La firma de Borges



Por Arturo Fontaine

Atento a la afición del escritor argentino de sembrar aquí y allá falsedades sutiles, Arturo Fontaine emprende una pesquisa animada por la suspicacia y la admiración en busca del oscuro autor de un cuento inconcluso.

El mejor cuento del libro Cuentos breves y extraordinarios, la antología de Borges y Bioy Casares, viene firmado por O. Henry y me huele a gato encerrado. Se llama “El sueño” y es breve y borgeano. Siempre oí decir que Borges hacía esas cosas, que inventaba citas, autores. No sé por qué el asunto me intriga. Insisto: me huele a gato encerrado. Hasta que me atrevo a importunar a mi amigo Lucas Sierra, que está en Cambridge, escribiendo ocupadísimo una tesis doctoral sobre Habermas. Le pido que me ayude y busque ese cuento, “El sueño”, de O. Henry. Lucas, que es una persona real, es decir que efectivamente existe, como lo demuestra el hecho de que obtuvo una beca real y fue admitido al doctorado de una universidad tan real, seria y respetable como Cambridge, me contesta de inmediato por e-mail, sin imaginar, claro, lo que le espera, y dice que sí, que por supuesto, que lo buscará en la biblioteca de Cambridge, donde está todo, absolutamente todo. No le costará nada. De hecho, se pasa entre esas estanterías interminables todo el día y algo de la noche.

A Lucas le ocurre algo borgeano: O. Henry no está en el catálogo manual de la completísima Universidad de Cambridge. Tampoco en el fichero computarizado de la biblioteca. ¿Será, entonces, el famoso O. Henry un autor inventado por Borges? Pero cómo, ¿los cientos de cuentos de O. Henry que circulan por el mundo serían de Borges? No, por cierto.

Lo que pasa, simplemente, es que ni él ni yo nos habíamos enterado de que O. Henry había nacido como William Sydney Porter en Greensboro, Carolina del Norte, en 1862, y que en los catálogos aparecía como Porter Sydney, William (O. Henry). Despejado ese enigma, tranquilo y un poco decepcionado, Lucas, interrumpiendo a Habermas, se lanzó a la búsqueda de “El sueño”, “The Dream”.

Entre tanto, vía Amazon, conseguí dos antologías de cuentos de O. Henry –una publicada por Modern Library con treinta y ocho cuentos y otra por Signet Classics con cuarenta y uno. Las leí página por página y ese cuento extraordinario, “El sueño”, no estaba. Lucas tampoco lo había encontrado en los doce volúmenes de las obras completas de O. Henry, editadas por Doubleday, en Nueva York, en 1917, ni en la Biographical Edition de 1929 en dieciocho tomos, ni en el volumen rojo de 1,396 páginas de letra muy chica que apareció en 1932 por Doubleday y Doran & Company, Inc. Y en la edición de sus obras completas en dos gruesos volúmenes, de 1957, tampoco.

Días después está en Londres y, por supuesto, llueve. “El sueño” no está tampoco en la biblioteca de la University College ni en la mismísima British Library. Lucas queda perplejo. Borges nos transforma en sus personajes. Lucas revisa Postscripts, editado por Florence Stratton en 1923, y O. Henry Encore, publicado en Dallas en 1936. Nada.

Un sábado cualquiera, para protegerse de la lluvia, yes, it’s raining cats and dogs, se le ocurre entrar a la biblioteca municipal de Camden, cerca de la estación Swiss Cottage. Por hacer algo mientras pasa el chaparrón, aprovecha y ve qué hay allí de O. Henry. La probabilidad de encontrar “El sueño” es, claro, cercana a cero, pero ¿qué más da si está en esa biblioteca sólo mientras espera que la lluvia amaine?

Lo único de O. Henry que hay allí es una antología que, por cierto, él ya había visto antes en los catálogos consultados, pero que no había considerado necesario revisar por ser una selección entre tantas y no una edición de obras completas. La publicación está fechada en 1937 y editada por Hodder and Stoughton Ltd. Sucede lo imposible: “El Sueño” –“The Dream”– está ahí. Borges no ha inventado, ha sido un antologador honesto.

Lucas lee el cuento a toda carrera poseído por una excitación nerviosa, como si realmente hubiera descubierto un secreto, el mapa que permite dar con el gran tesoro que enterró un pirata. Y, claro, nota algo raro. El cuento es y no es el mismo. Me lo envía por fax. Debajo del título, entre corchetes, hay una nota explicativa del editor de esa antología:

 Esta fue la última obra de O. Henry. La revista Cosmopolitan se lo había encargado y, después de su muerte, se encontró el manuscrito inconcluso en su pieza, sobre su polvoriento escritorio.

¿Por qué “polvoriento”? No se dice. No se dice nada más. A continuación sigue el relato al que O. Henry llamó “The Dream”.

William Sydney Porter, es decir, O. Henry, trabajó de joven en un rancho, en Texas, y vivió, después, diez años en Austin, donde se casó y compró un diario, The Rolling Stone. Pero el periódico quebró en 1894 y, perseguido por los acreedores, huyó a Honduras. Osó regresar a los tres años porque su mujer estaba muy enferma. Alcanzó a llegar y ella murió en sus brazos. Entonces fue arrestado. Lo encarcelaron en la penitenciaría de Ohio. Ahí nació el pseudónimo “O. Henry”. Salió de la cárcel en 1901 y se fue a Nueva York, donde empezó a ganarse la vida contando cuentos. Publicaba uno por semana; al comienzo en el diario The World y, luego, en diversos periódicos y revistas. Su primera y exitosa colección de ficciones se editó en 1904. A su muerte habían aparecido trece libros más, y luego hubo material todavía para otros tres.

En uno de sus relatos hay un preso que después de años y años cumple su condena. Recupera su ropa, su llavero, su billetera y se echa a caminar por la calle lleno de buenos propósitos. Respira feliz el aire libre y él está libre, por fin. Al otro día, inexplicablemente, roba de nuevo, lo descubren y vuelve a la cárcel.

Otro cuento suyo –muy antologado– es una maravillosa historia de Navidad, “The Gift of the Magi”. El 14 de octubre de 1933 la Revista Multicolor de los Sábados lo publicó, en Buenos Aires, bajo el nombre de “Los regalos perfectos”. La traducción se atribuye a Borges. En su Introducción a la literatura norteamericana Borges afirma que “O. Henry nos ha dejado más de una breve y patética obra maestra, como ‘The Gift of the Magi’”. O. Henry conoció la fama y ganó bastante dinero que despilfarró sin tregua. Según los críticos, su producción fue muy dispareja.
Murió empobrecido y alcoholizado el 5 de junio de 1910. Había cumplido cuarenta y siete. Estaba escribiendo “El sueño”. En el número de septiembre del mismo año apareció en Cosmopolitan ese cuento inconcluso hallado en su pieza, en su escritorio polvoriento. El cuento trata de un criminal condenado a la pena de muerte, Murray.

La primera línea de “El sueño”, tal como apareció originalmente en la revista Cosmopolitan y reproduce la antología encontrada por Lucas en la biblioteca municipal de Camden, dice así: “Murray soñó un sueño.” Este relato, precisa el narrador, “no quiere ser explicativo: no es más que el registro del sueño de Murray”.

Murray está solo en su celda de condenado. Hay una mesa y sobre ella un foco de luz blanca. La electrocución será a las nueve en punto. Una hormiga camina en la mesa. Murray, con un sobre blanco, le bloquea el camino. La hormiga desesperada corre de aquí para allá y el sobre blanco siempre le cierra el camino. Murray sonríe.

En el pabellón quedan siete condenados. Cuando Murray llegó había diez. El primero salió gritando y peleando como un lobo, llevado a empujones y golpes por los guardias. El segundo se volvió devoto y se comportó como un cordero. El tercero se desmayó y debieron llevarlo a la silla en un tablón. Murray se pregunta qué pasará con él, si le responderán los músculos de las piernas, los nervios del estómago, la cara. Porque esta es su noche.

Oye de la celda del otro lado la inconfundible voz de Bonifacio, el siciliano que mató a su novia y a los dos policías que fueron a arrestarlo. También Murray mató a su mujer por celos y el rival se le escapó por un pelo. Le pregunta si se siente bien. Murray dice que sí. Bonifacio le recuerda que fue él quien ganó la última partida de damas. Murray se ríe: es verdad. Bonifacio le dice que tal vez allá vuelvan a jugar de nuevo. La carcajada lo anima. Al siciliano le queda una semana.

Se oye el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta del corredor. Luego, pasos. Son tres hombres: dos guardias y el capellán. Murray sonríe. Quiere decir algo pero no sabe qué. “Calle del Limbo” llaman los presos al pasillo de este pabellón, el pasillo de su última caminata. El guardián del Limbo saca un porrón de whisky.

“Es costumbre”, le dice.

Murray bebe un trago largo.

Hay siete condenados que oyen esos pasos. Pero sólo tres le gritan adiós: Bonifacio, Marvin, que intentando escapar de la cárcel mató a un guardia, y Basset, que en el asalto de un tren mató a un inspector que no quiso levantar las manos. Los otros cuatro callan humildemente. No se atreven. Son seres inferiores que mataron sin un instante de esplendor. “Hay una aristocracia del crimen.”

Murray se maravilla de su propia indiferencia y perfecta frialdad. “En el cuarto de ejecuciones hay unos veinte hombres, entre guardias, periodistas y curiosos que habían conseguido...”

El relato se corta. A continuación hay un espacio en blanco. En el siguiente párrafo, en la misma tipografía y sin ninguna señal ni advertencia, se lee lo que transcribo textualmente:

Aquí, en mitad de la frase, la mano de la Muerte (the hand of Death) interrumpió la narración del último cuento de O. Henry. Había planeado hacer una historia diferente de las anteriores, el comienzo de una nueva serie en un estilo que no había intentado antes.

¿Quién habla aquí? ¿O. Henry? No. O. Henry ya ha muerto. El párrafo anterior –debemos deducirlo porque no hay una nota que lo aclare– está escrito por los editores de Cosmopolitan. Luego agregan esto, del propio O. Henry:

Quiero mostrarle al público que puedo escribir algo nuevo –nuevo para mí, quiero decir–, una historia sin slang alguno, un argumento directo y dramático tratado de tal modo que se acerque a mi idea de lo que es realmente la escritura de un cuento real.

Antes de empezar a escribir este cuento –siguen los editores de Cosmopolitan–, O. Henry reseñó brevemente cómo pensaba desarrollarlo:

Murray, el criminal acusado de asesinar brutalmente a su mujer –un homicidio provocado por la rabia de los celos–, al comienzo enfrenta la muerte con calma y, visto desde fuera, parece indiferente a su destino. Pero al acercarse a la silla eléctrica se le revuelven los sentimientos. Queda desconcertado, embobado y petrificado. Toda la escena de la muerte –los testigos, los espectadores, los preparativos de la ejecución– le parece irreal. Por su cerebro un pensamiento atraviesa como una llamarada: se ha cometido una equivocación terrible. ¿Por qué lo amarran a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Mientras le ajustan las amarras tiene una visión. Sueña un sueño. Ve una casita de campo, brillante, llena de luz. Hay una enredadera en flor. Hay una mujer y un niño pequeño. Les habla y, claro, es su mujer, es su hijo. Está en su casa. Así es que, después de todo, hubo realmente una equivocación. Alguien cometió un terrible error. La acusación, el juicio, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, todo eso es un sueño. Abraza a su mujer y besa a su hijo. Sí, la felicidad está aquí. Entonces, era un sueño. A la señal del guardia dan la corriente

Murray había soñado el sueño equivocado.

 Hasta ahí lo escrito por los editores de Cosmopolitan, que transcriben, entonces, no sólo una parte del cuento inconcluso sino también el boceto que escribió O. Henry; por así decir, el proyecto del cuento que no alcanzó a llevar a cabo.

Luther S. Luedtke y Keith Lawrence, especialistas en William Sydney Porter, es decir, O. Henry, comentan escuetamente que, dado que el argumento de este último cuento de O. Henry “fue recreado por los editores de la revista Cosmopolitan, uno no puede saber las intenciones precisas de Porter”. Eso explica por qué no ha sido incluido en la mayoría de las antologías ni en las obras completas que revisó Lucas. “Es claro”, sin embargo, dicen los estudiosos ya mencionados, “que su obsesión con el crimen, las prisiones, la culpa y el castigo –con su propio pasado– se conservó intensamente en él hasta el momento final. Aunque no lo quisiera, Porter parece resignarse al hecho de que ‘había soñado el sueño equivocado’.” Hasta ahí el comentario de los comentaristas.

Borges lo leyó todo de corrido en la revista Cosmopolitan. ¿En un número de la revista Cosmopolitan de 1910? ¿No sería, más bien, en la antología publicada por la editorial Hodder and Stoughton Ltd. en 1937? La primera edición de Cuentos breves y extraordinarios de Borges y Bioy Casares apareció en 1955 en la “Colección Panorama” que dirigía Ernesto Sábato para la Editorial Raigal. Mas tarde, en 1973, Losada hizo una reedición. Borges y Bioy agregaron cuentos. Borges conocía bien los relatos de O. Henry. En una sección de la revista Hogar publicada en Buenos Aires el 26 de junio de 1935 se le preguntó cuál era el cuento más memorable de todos los que había leído. Borges vacila y recuerda, por ejemplo, “El escarabajo de oro” de Poe, “La mejor historia del mundo” de Kipling, “La pata de mono” de Jacobs y “Bola de sebo” de Maupassant. Se queda al final con “Donde su fuego nunca se apaga” de May Sinclair. Pero antes menciona a O. Henry, aunque no refiere ninguno de sus cuentos.

El original del manuscrito de O. Henry fue rematado por la casa Anderson Galleries, según informa The New York Times, el 16 de abril de 1922. También se vendieron en esa subasta cartas de Dickens y de Kipling, entre otros. El título del artículo de The New York Times anuncia: “To sell O. Henry’s Last Manuscript”. El subtítulo dice: “Death prevented finish”. Más adelante se nos informa que se trata de un manuscrito de ocho cuartillas en papel de manila.

Borges y Bioy traducen el cuento tal cual lo publicó la revista Cosmopolitan, permitiéndose, a mi juicio, atinadas licencias. Al siciliano Bonifacio le cambian el nombre por “Carpani”. Quizá les pareció que “Bonifacio” es para nosotros el nombre de un bueno. “Carpani” sonaba más de acuerdo con su papel en la historia. ¿Se puede hacer eso con un cuento ajeno? Borges lo hizo.

En su escritura, después de los puntos suspensivos y el espacio en blanco que cortan la narración, se lee:

Aquí, en medio de una frase, el sueño quedó interrumpido por la muerte de O. Henry. Sabemos, sin embargo, el final: Murray, acusado y convicto de asesinato de su querida, enfrenta su destino con inexplicable serenidad...

El original del Cosmopolitan hablaba del relato de O. Henry. Borges y Bioy traducen “el sueño”, indicando con la cursiva que aluden al nombre del cuento. El original decía: “al comienzo enfrenta la muerte con calma y, visto desde fuera, parece indiferente a su destino”. Se la sustituye por “enfrenta su destino con inexplicable serenidad”. Es más conciso. El original decía: “Mientras le ajustan las amarras tiene una visión. Sueña un sueño.” Borges y Bioy escriben: “Lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución le parecen irreales. Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo.” Se ha suprimido el sueño de la casa de campo llena de luz y flores. Bastan la mujer y el hijo. Ese “Se despierta” es más intenso y poderoso que el “tiene una visión. Sueña un sueño”. Y la traducción continúa así. Son cambios que dan más sobriedad, precisión y vivacidad al relato. La versión libre de los argentinos es más tersa, directa y mejor, pero todavía es una versión. Sin embargo, al término, en el último momento nos espera una verdadera sorpresa:


 Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento, lo electrocutan.

La ejecución interrumpe el sueño de Murray.

O. Henry

Borges y Bioy eliminan la última frase del proyecto del cuento que escribió O. Henry, la que decía “Murray había soñado el sueño equivocado” (Murray had dreamed the wrong dream). La sustituyen por “La ejecución interrumpe el sueño de Murray”, que es más fiel a lo que ocurre.

Y justo al final hacen la clásica voltereta borgeana y queda su marca, su toque. La ficción comienza a rebotar en el espejo de otra ficción, y se devuelve como un eco, como una muñeca rusa que se abre y da origen a otra muñeca, y así ad infinitum. Un juego en el que la realidad en que se para el lector se tambalea y los límites de la ficción, como le ocurrió en grado sumo a Alonso Quijano, el bueno, se borronean.

Porque quien nos ha contado todo esto es un narrador en tercera persona que sabe lo que está sintiendo Murray en su celda y, luego, hasta llegar a la silla. Quien narra es, obviamente, O. Henry tomándose las libertades de un narrador omnisciente que emplea un estilo libre e indirecto. Pero después de la súbita interrupción del relato, ¿quién escribe esos puntos suspensivos, quién deja ese espacio en blanco en el que muere O. Henry y anota, luego, la explicación? ¿Quién es el que nos sigue hablando ahí? Ya no son más los editores de Cosmopolitan sino el propio muerto, el escritor O. Henry. Porque es su firma al pie la que cierra el cuento (de Borges) y pasa a ser la última línea de O. Henry (escrita por Borges).

Lo que escribieron los editores de Cosmopolitan pasó en la antología de los argentinos a ser, sin más, un trozo del cuento mismo de O. Henry. Es entonces un cuento sobre un cuento soñado y trunco. Un cuento en que el sueño de un condenado es interrumpido por el estremecimiento de la corriente de la silla eléctrica, sólo que ahora ese cuento a su vez queda interrumpido por la muerte del autor del cuento, O. Henry, lo que nos cuenta el mismo O. Henry. ¿Pero cómo pudo escribirlo el propio O. Henry si ya había caído muerto dejándolo a medias?

Es, realmente, un cuento breve y extraordinario que O. Henry, sentado en su escritorio real y polvoriento, desde luego nunca imaginó. Un cuento sobre un cuento imposible. Porque en lo inverosímil está su ironía y, al mismo tiempo, esa velada, sutil alusión al infinito que gira contemplándose a sí mismo, como si todo existiera en la forma de un sueño en el que alguien, un Segismundo divino, soñara que está soñando que sueña, y así siempre. El mejor cuento de O. Henry no lo escribió O. Henry: Borges le puso su firma.

Fuente : Letras Libres
Arturo Fontaine
Agosto 2009

 

domingo, 30 de diciembre de 2012

Edoctum: Encuentro. Jorge Luis Borges I. 

México 1973



Fuente You Tube
http://www.youtube.com/watch?v=W-agdfS1yv0

Edoctum: Encuentro. Jorge Luis Borges II.

México 1973 


Fuente : You Tube
http://www.youtube.com/watch?v=NVTngYBEZ7A
La vida una maldita cosa detrás de la otra


Julian Barnes

En 1971 Borges vino a Oxford, obviamente para recibir un título honorario. En ese momento yo estaba trabajando en el Oxford English Dictionary y, por la noche, Borges ofreció algo que no puede llamarse, exactamente, una conferencia o una lectura o un seminario, sino una suerte de audiencia papal informal. Yo ya había estado frente a otros escritores "a veces bastante famosos", pero, por lo general, no me habían impresionado. Más bien, me habían parecido actores que simulaban haber escrito las palabras que estaban pronunciando, pero no había sido así parecían estar vendiéndose de alguna manera. Borges era totalmente diferente. Al finalizar el encuentro, pensé: si esto es ser un escritor, vale la pena serlo.


En ese entonces yo tenía 25 años y escribí en mi diario en esa oportunidad que Borges tenía "la presencia más noble que alguna vez haya visto o sentido". Ahora tengo 50 años y el eco de esa presencia sigue sobreviviendo en mi interior. También leo que escribí: "parece una veleta entrada en años que los vientos del tiempo hicieron adelgazar". Su traductor leía prosa y poemas en voz alta, mientras Borges escuchaba, con la cabeza levemente inclinada hacia un costado, y siempre articulando los labios al son de sus propias palabras, como un monje que repite en un eco silencioso. "Su obsesión calma, precisa y total con la identidad y el tiempo", anoté, "me hizo sentir que ésta era la verdadera condición normal del hombre".


Hablaba en un inglés suave y agradable y parecía nadar en nuestra literatura, pero una vez más, me sorprendió el hecho de que sus puntos de referencia fueran totalmente diferentes de los que a mí me resultaban familiares y a los que era fiel. Hablaba de Stevenson, Coleridge, Andrew Lang, Dr. Johnson y Lord Chesterfield. Sin intención, hizo un comentario simple pero profundo: la literatura de una nación no es sólo lo que esa nación decide que sea, sino también lo que otras naciones decidan que sea. Logró que la sala estallara en risas y en aplausos cuando citó la observación de Lord Chesterfield: "¿Qué es la vida? Una maldita cosa detrás de la otra". (Cuando intento verificar la cita 25 años después, descubro que mi Diccionario de Citas de Oxford se la adjudica al oscuro Elbert Hubbard. Bueno, prefiero creerle a Borges y no a un simple diccionario).


También habló de la única palabra, dijo, que ningún escritor usó o usaría, ya que su uso eclipsaría a todos sus vecinos. Era la palabra que Poe estaba buscando, y no encontraba, en El cuervo: la palabra era "neverness" (nunca jamás). Ahora Borges se marchó, hace 10 años, a ese Nunca Jamás al que todos nos dirigimos despiadadamente. Pero su eco sobrevive en todos aquellos a quienes llegó "muchas veces sin saberlo" con su presencia. En un cierto momento hace 25 años, me mostró "una vez más, sin saberlo" que el verdadero rol clerical del escritor es con la gravedad de las cosas, con la "verdadera condición normal del hombre" que tanto tiempo nos lleva ocultar. Más tarde, durante la guerra de Malvinas, nos recordó que la obligación del escritor es decir la verdad más allá de la popularidad. Es lo que hizo con su comentario, brillante y sagaz, de que la guerra no era más que "dos pelados peleándose por un peine". Nunca me conoció, pero yo lo conocí a él, y le rindo un saludo.
                                  
Fuente : Clarín 1996
Julian Barnes
Traducción de Claudia Martínez

 

domingo, 23 de diciembre de 2012

Lecturas de Borges


 Escrito por Jorge Rodríguez Padrón

Indispensables en la trayectoria de todo escrito, esos períodos de silencio que dan pie a la necesaria revisión en profundidad de su trabajo: volverse sobre sí mismo para interrogarse por el sentido de lo ya realizado y sobre las orientaciones posibles de su obra a partir de ese momento. Ese tiempo, un espacio de calma y libertad donde la reflexión aludida consigue ser una forma de respirar otro aire, de ajustar otros ritmos de pensamiento a nuevas propuestas de lenguaje.

Lecturas de Borges

En 1976, tras casi quince años de entusiasta y constante dedicación a la crítica literaria, vine a dar en una confusión y un vacío grandes. De poco sirvieron mis esfuerzos –verdad que sin demasiada convicción- por superar aquel estado cercano a la postración. Tampoco los halagos a la vanidad, ni las palabras de estímulo, prodigados por quienes –próximos en el afecto o la amistad- me animaban a no desmayar, tuvieron el efecto deseado: no hallaba salida, y me resistía a repetir el mismo discurso ensayado durante aquel largo trecho. Mejor, pensé, el silencio. Y pasé algunos años sin escribir, leyendo apenas. Haberlo hecho apremiado siempre por la urgencia de la actualidad me había cansado y, lo que es peor, había embotado el verdadero placer que tal ejercicio entraña cuando se origina en una verdadera necesidad personal o es consecuencia de la libre elección.

En medio de ese paréntesis, un buen día, sin premeditación alguna, me acerqué a dos libritos de sencilla apariencia que contienen los atrevimientos e iluminaciones, las sugestivas o destempladas afirmaciones que configuran la obra crítica de Jorge Luis Borges.

Discusión y Otras inquisiciones me abrieron el secreto de su riquísimo e insospechado contenido; y más, se convirtieron en el motivo que me llevó a preguntarme por el sentido y razón verdadera del ejercicio de la crítica; que me hizo pensar –a renglón seguido- en si la servidumbre impuesta por la oferta editorial y el repetido uso de ciertas fórmulas de escritura (nunca puestas en cuestión) no eran el obstáculo mayor para una posible continuidad de mi trabajo, la necesaria libertad inaugural que debe alimentar todo intento de aproximación crítica a una obra, a un autor. Partía, pues, de mi situación personal. También, de la intuición que tal servidumbre habría de torcerse –para dejar de serlo- en una renovada propuesta de lenguaje, sin preocuparme demasiado por valoraciones establecidas o prestigios interesadamente ordenados. Propuesta que sacara al lector de sus casillas habituales y le otorgara nuevos puntos de vista para afrontar la lectura. Y no ahorrarle esfuerzo: dejarlo solo ante esa experiencia.

Así, mi encuentro con los textos críticos de Borges fue –ha sido- determinante para regresar a la escritura, y para hacerlo de otra manera, con otro sentido. Me reconcilió con mi trabajo, redimiéndome de tantas vacilaciones; me enseñó que la crítica es también una forma de creación, y no tenía por qué ser subsidiaria ni de la teoría gris ni de las consabidas ortopedias funerales; me animó, en fin, a abandonarme a la libre sugestión, sin perder la serenidad reflexiva pero dejando siempre que la razón fuera motor primero de toda construcción crítica. La lectura de la crítica borgeana se impuso, y ahora –casi veinte años después, y tras diversas alternativas- mi escritura ha derivado hasta extremos que yo diría “radicales”, puro sentido etimológico del término: me interesa remover fondos estancados, alongarme hasta las raíces de un discurso literario viciado por la urgencia y servidumbre de la actualidad, y por ello trivial, y en muchos casos satisfechos –al parecer- con repetir lo sabido o insistir en obviedades que cualquier lector de mediano entendimiento alcanza sin ayuda alguna.

Mi propósito, por tanto, escribir desde una posición inaugural, ajena a lo que llamaríamos crítica “militante”. Quisiera ser, como pide Borges, un lector “en el sentido ingenuo de la palabra” antes que un “crítico potencial”, tan resabiado que no reconoce, entre sus experiencias primordiales, la del asombro.

Reflejo estas páginas (y reflexión, por tanto) de las posiciones adoptadas por Borges en sus lecturas; y respuesta, además, a esa literatura nuestra tan celosa de su estrecho marco provinciano, proclive por ello a la ceguera casticista, por mucho que se enorgullezca de su difusión internacional. Ensayos ejemplares, estos de Borges, recogidos de aquí y allá, que abordan temas tan diversos y encontrados, desde la política a la literatura, desde la matemática a la filosofía. Ejemplares para quien, como es mi caso, quiera hacer examen de conciencia y entender la vitalidad cierta del ejercicio de la crítica, tan denostado porque se limita, casi en exclusiva, a una labor ancilar, planteándose como simple “a posteriori” de la creación, en vez de arriesgarse a abrir caminos posibles, a establecer disidencias que fomenten la confrontación y el diálogo. Ejemplares, también, porque en ellos Borges no hace alarde de erudición o sabiduría (que las tiene), porque la suya no es una posición condicionada por los referentes de rigor, sino movida por el conocimiento como “revelación”: (En Borges) “las ideas –lo sustantivo del ensayo- se estiman o califican con teorías que contradicen a las primeras en el sentido de despojarlas de todo valor trascendente con respecto a la realidad histórica, pero a la vez (…) devuelven a esas ideas (…) el único valor que las justifica: su carácter de maravilla o de creación estética” (Jaime Alazraki).

El mito de la teoría, de la reverencia a los dogmas académicos, ha atenazado con su falacia a la vitalidad de la crítica. En esa trampa he caído muchas veces, y me veía aspirante a dominar –inconsciente ingenuidad- aquel lenguaje presuntamente irrefutable, superior; delegando mi responsabilidad en tales supuestas verdades, en esos referentes exclusivos y excluyentes. Borges me enseñó lo contrario: la lectura es una experiencia próxima, inaugural y reveladora; no vale adoptar una actitud aquiescente, hay que ser “inquisitivo”, y cuanto se diga no debe limitarse a una aceptación complacida del texto; debe provocar escándalo, aun a riego de hacerlo sin el soporte de las pruebas, conscientes de nuestro atrevimiento.

En las lecturas a Borges descubrí que la crítica debe plantear “otras” certezas que, a su vez, generen interrogantes, para iniciar así una incursión inédita por ese ámbito que se presumía conocido y dominado por el conocimiento o estudio de las autoridades competentes. Los títulos que recopilan estos ensayos son de sobra elocuentes: importa cuanto allí se dice porque puede ser “discutido” o rebatido; porque nos lleva a “nuevas” preguntas o indagaciones. Hay aún quienes decretan la debilidad de la crítica borgeana por esa heterodoxia que es –dicen- fruto de una repetición más o menos graciosa; en realidad, se establece como revulsivo frente a todo dogmatismo castrador de la imaginación, frente a tanta teoría empeñada en “secuestrar” los significados, frente a eso que Ezequiel Martínez Estrada llamó “cultura de cátedra”.

La crítica de Borges, como la de algunos de sus pares americanos (pienso en Alfonso Reyes, sobre todo), empieza a ser eficaz cuando se descubre que la mueve el deseo de “invalidar con razones humanas la momentánea fe que exige de nosotros el arte”; cuando se observa que no dan a sus propuestas patente de verdad absoluta, y las ofrecen como medio para renovar nuestro ejercicio de lectores, invitándonos a traspasar los simples límites de la obra en cuestión (“La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que “no hubiéramos debido perder”, o están por decir algo; “esta inminencia de una revelación” que no se produce es, quizá, el hecho estético”. El subrayado, mío); cuando se tiene la certeza de que el maestro nos facilita el acceso a, y la convivencia con, la obra o el autor que nos ocupan; y en ese preciso instante nos abandona para que sigamos solos. Aquí, la mayoría suele perderse, acostumbrados a una crítica “sabia” que les transmite comodidad porque les dice todo.

Borges no permite que el lector quede arrobado en la contemplación del árbol, magnífico pero engañoso, de la construcción teórica, y así no precisa extenderse más allá de unas pocas páginas, ni abundar en abstrusa o erudita terminología; le basta con abrirle los ojos (y los oídos) ante la verdadera forma (verdadero sonido) de la palabra creadora o augural sobre la cual toda literatura tiene su asiento: moverlo a la búsqueda de un principio, no para asumirlo como tal, sino para interrogarlo de nuevo (“Diosa dicta, palabra por palabra, lo que se propone decir. Esa premisa –que fue la que asumieron los cabalistas- hace de la Escritura un texto absoluto. ¿Cómo no interrogarlo hasta lo absurdo, hasta lo prolijo numérico, según hizo la cábala?”).

He hablado de formas, de sonidos. Insinúo, en consecuencia, que el ejercicio de la crítica, si bien debe nutrirse de conocimientos e ideas, necesita –de modo preferente- un grado de sensibilidad y de entrega (y de riesgo); y más, superar la letra como valor incuestionable, considerar inútil toda explicación de lo evidente (“Hay gente que si algo literario le gusta tiene que buscar razones ocultas (…) piensa que todo está lleno de verdades a medias, de motivaciones o símbolos (…) la mayor parte piensa (…) que la literatura es como una especie de “Fábulas” de Esopo (…) Hay que escribir para probar algo, no por el mero placer de escribirlo, o por el mero interés que un escritor pueda tener en los personajes o en la situación”), conseguir –en fin- que su trabajo sea siempre un camino de acceso a la revelación y entrar, de esa manera, en el libro y vivir en el libro y hacer de la lectura comunión en la experiencia literaria. La lectura, una forma de creación (“no sé si soy un buen escritor, pero un buen lector sí, lo cual es más importante”).

A partir de 1954, a causa de su progresiva pérdida de visión, Borges se ve obligado a leer a través de otra persona. Descubre, entonces, que en tal ejercicio “la mente de uno trabaja de modo diferente (…) hay un cierto beneficio (…) porque se piensa que el tiempo fluye de manera diferente” : cerrados los ojos a la engañifa de lo obvio, la mirada se abre a otro tiempo, a otro espacio también, sin perder por ello su ubicación inicial. En esa nueva (y doble) dimensión, el escritor mira con ojos de quien persigue el sentido como destino, de quien no teme aventurarse por la región de las sombras donde todo encuentro supone una iluminación.

Leer es una experiencia que –como narrar- halla su metáfora en el viaje que saca al individuo de sí para acabar encontrándose consigo mismo: leer como crear, como vivir. Así, cualquier obstáculo tendiente a evitar o frenar la caprichosa libertad de tal aventura, la ambición de totalidad inaugural que persigue quien se abandona a las sugestiones de un texto, debe quedar al margen del camino, o en los prolegómenos del viaje. El lector que se dirige a esa forma en busca de sentido (todo lector de verdad crítico) contradirá su objetivo si se contenta con regresar a las fuentes, o si lo único que consigue (por temor o incapacidad) es poner puertas al campo, pretextando respeto a la tradición, observancia de un determinado método o esa socorrida fidelidad a la estrechez de su ubicación geográfica o histórica.

También nos alecciona el maestro: “Yo he visto Londres a través de Dickens, Chesterton y Stevenson. Mucha gente sólo piensa en una vertiente de la vida real (…) pero también está la otra vertiente, la vida de la imaginación y la fantasía, y eso se traduce en arte (…) (he viajado por casi todo el mundo) y, sin embargo, compruebo que he escrito poemas sobre apartadas villas de emergencia de Buenos Aires, he escrito poemas sobre grises esquinas de callejas, y jamás he escrito poemas sobre un gran asunto”. Afirmación cosmopolita que habla de la dimensión universal de este, de cualquier verdadero escritor. Porque supera así las circunstancias o contingencias que lo cercan, y –sin perder la personalidad de su escritura- impide que su visión quede reducida a lo próximo y hace que entre en contacto, sin fricciones ni dificultades, con otras tradiciones, dialogue y comulgue con otras voces y se integre de forma plena en ese cuerpo único, fluir constante de la escritura, más allá de los estrechos límites de la cronología y el paisanaje: entrar en esa “especie de bosque (…) que se enmaraña y nos enmaraña, pero que crece (…) como un laberinto vivo”.

Entrada que es entrega. Y que ha de producirse tanto en la escritura como en la lectura, si se quiere que la experiencia literaria nos alongue hasta ese mundo que está mucho “más cerca de su verdadero ser que sus circunstancias”, en donde el sujeto consigue descubrir “un secreto o una verdad a medias sobre sí mismo”. Y si no se debe “escribir” de algo, sino vivir para la escritura (que ella misma sea la experiencia existencial), tampoco servirá leer “en relación con” algo, sino integrarse en la experiencia común y compartida que sólo se cumple en el momento en que la literatura deja de ser una dedicación profesional para convertirse en “uno de los muchos destinos del ser humano”.

Esto, lo que importa a Borges: en la escritura o en la lectura, un hombre se entrega a “sus propios sueños”, para sacar fruto de ellos al compartir con los otros esa existencia superior en el mundo nebuloso y de ensueño en el cual se ha atrevido a ingresar: ese espacio fronterizo y ambiguo donde la escritura (y la lectura) debe desarrollarse sin pedir seguridades, abandonándose a las sugerencias, porque “un libro es más que una estructura verbal o una serie de estructuras verbales; es el diálogo que entabla con su lector y la entonación que impone a su voz y las cambiantes y durables imágenes que dejan en su memoria. Ese diálogo es infinito”.

Escrito en 1999 y publicado en la revista Bitácora de la Escuela Superior de Lenguas (Córdoba, Argentina) y en Letra Internacional (Madrid)

Fuente : Malabia – Literatura y Sociedad


jueves, 13 de diciembre de 2012

Jorge Luis Borges : La literatura de mis días



En la primavera de 1983, Jorge Luis Borges sostuvo una serie de charlas en el Emily Dickinson College. Los temas fueron múltiples: las novelas de piratas, Kipling, la Biblia, la poesía gaucha y el amor fallido de Emily Dickinson destacan entre otros. Borges respondía en inglés a las preguntas que le hacía el público. La curiosidad de los escuchas llevó la plática hacia temas inesperados. Una tarde entera se habló sobre la literatura en español. Borges reflexionó, como gustaba hacerlo, sobre la literatura de sus días –es decir, los autores y las obras de la primera mitad del siglo XX–. Pero, contraviniendo acaso un acostumbrado silencio, se refirió también a los "jóvenes": Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Octavio Paz y otros. Las charlas del Dickinson College han aparecido de manera dispersa en español. Omega y La Ciudad del Mañana publicaron algunas partes. Aquí hacemos entrega de las páginas que se refieren a la literatura de esos "jóvenes". Traducir a Jorge Luis Borges del inglés representa la misma dificultad que traducir a cualquier poeta. Su ejercicio del inglés era impecable. Sin embargo, se trata de un poeta admirable. Y quizá traducir a un poeta admirable sea una tarea imposible.

CARLOS CORTÍNEZ: Creo que usted comparte una afinidad por la Biblia, ¿cierto?

JORGE LUIS BORGES: Ah, sí, claro. Esto es porque la Biblia, no sé si podamos hablar de ello, es en realidad una biblioteca, tomando en cuenta que su nombre es un plural. ¡Qué idea excepcional, la de reunir textos de distintos autores y distintas épocas y atribuirlos a un autor único, el Espíritu! ¿No es maravilloso? Es decir, obras tan dispares como el Libro de Job, el Cantar de los Cantares, el Eclesiastés, el Libro de los Reyes, los Evangelios y el Génesis: atribuirlos todos a un solo autor invisible. Los judíos tuvieron una magnífica idea. Es como si alguien pretendiera conjuntar en un solo tomo, las obras de Emerson, Carlyle, Melville, Henry James, Chaucer y Shakespeare, y declarar que todo proviene del mismo autor. Los judíos tuvieron una idea espléndida: reducir sus libros, su biblioteca entera, a un libro llamado "Los Libros", la Biblia. Es una idea realmente curiosa; ¡si tan sólo pudieramos llevarla a cabo nuevamente! Hay demasiados libros, demasiados textos; sería preferible tenerlos todos reunidos. Cada país podría hacerlo: conjuntar sus mejores libros y atribuírselos a un autor único y anónimo, el Espíritu.

SOBEJANO: Bueno, si es mi turno de hablar...

BORGES: Creo que sí.

SOBEJANO: Más bien de preguntar que de hablar. Ciertamente, no sabía si llamar a esto una conversación, un cuestionario, una interrogación...

BORGES: Un catequismo, también, un catequismo. ¿Qué le parece? ¿Por qué no?

SOBEJANO: Bien, entonces, comenzaré con una pregunta, a ver qué le parece. Usted ha declarado que es un poeta que no quisiera ser un poeta que canta, sino uno que diga...

BORGES: los argentinos no somos de interjecciones. Nuestra poesía es mayormente oral, más que exclamatoria.

SOBEJANO: Pero al mismo tiempo, usted ha expresado admiración o un especial respeto por ciertos poetas españoles.

BORGES: ¡Claro que sí, por supuesto!

SOBEJANO: Por ejemplo, Jorge Guillén, Jorge Manrique...

BORGES: Jorge Guillén me parece el mayor poeta de la lengua española, ¿no es cierto? Sin ofender a nadie, espero.

SOBEJANO: ¿Cree usted que alguno de estos dos poetas es grandilocuente?

BORGES: No, felizmente no.

SOBEJANO: ¿Guillén?

BORGES: No, no, felizmente no.

SOBEJANO: ¿A qué poeta español considera usted grandilocuente y musical? Es decir, que "canta" pero no "dice".

BORGES: Pienso que hay tantos que la lista sería infinita.

SOBEJANO: ¿Exceptuaría a Manrique?

BORGES: Sí, y a muchos otros.

SOBEJANO: Y a Guillén. ¿Qué le parece Quevedo?

BORGES: Sobre todo, el mejor poema en lengua española, a mi parecer, es la "Epístola Moral" del sevillano anónimo. No creo que haya ninguna duda al respecto. "Oh, muerte, ven callada, como sueles venir en la saeta..."

SOBEJANO: ¿No le parece que es demasiado didáctico, un tanto moralista y didáctico?

BORGES: Pero es que necesitamos gente didáctica, sensible. Todos somos fácilmente geniales y fácilmente irresponsables. Es mejor para una persona que no es genial, que es lúcida y responsable, escribir versos admirables, por ejemplo: "Augur de los rostros de los desposeídos", que es un verso que fue escrito para la eternidad. O: "Antes de que el tiempo muera en nuestros brazos...", y tantos otros versos.

SOBEJANO: Ahora recuerdo que usted mencionó alguna vez esos versos. "Oh, muerte, ven callada, como sueles venir en la saeta..."

BORGES: Así es. La última vez que vi a Henríquez Ureña, decidimos que esas líneas tenían que ser de algún autor latino, porque en el siglo XVII estaba de moda imitar temas clásicos. Y él dijo: "Averiguaré quién fue el autor." Y no volví a verlo después de esa ocasión. Posiblemente Guillén haya encontrado el origen de esos versos que me parecen tan latinos.

SOBEJANO: Hace poco leí la observación que usted compartió con Henríquez Ureña, y consulté un libro, el primero que se publica sobre la "Epístola Moral", de Dámaso Alonso, a quien usted también conoce.

BORGES: Sí, en efecto.

SOBEJANO: Los orígenes de ese verso son en cierta manera inexplicables. "Todo lo pasas de claro con tu flecha", dice Jorge Manrique. ¿Recuerda?

BORGES: Sí, lo sé. Sin embargo, "Todo lo pasas de claro con tu flecha" no es: "Oh, muerte, ven callada, como sueles venir en la saeta..."

SOBEJANO: Exactamente, y antes que nada uno pone atención en "callada", ¿cierto?

BORGES: Sí, por supuesto...

SOBEJANO: Que es justo lo que me parece que no se explica en ese libro. Por esto es que digo que la poesía...

BORGES: ... que la poesía no puede explicarse. Y asimismo, el arte sucede.

SOBEJANO: Sí.

BORGES: Repito las palabras de Whistler: "el arte sucede". El arte ocurre y no puede ser explicado. Pero disfrutamos mucho explicándolo. El análisis de la literatura es un pasatiempo inocente, ¿por qué no?

CORTÍNEZ: Bien, creo que es el turno de América Latina.

BORGES: Claro, por supuesto.

CORTÍNEZ: Empezando por el país que produjo a Gabriela Mistral...

BORGES: ¡Lo que pasa es que sé tan poco de este continente! O en el caso de la República Argentina, la conozco demasiado bien. Y eso es peligroso.

CORTÍNEZ: Pero, ¿conoció a Vicente Huidobro, no es así?

BORGES: Sí. Vicente Huidobro, sí. Hablé con él una noche. Estaban Ulises Petit de Murat y él. Y sucedió algo gracioso. Tomamos el tranvía a Ramos Mejía, un poblado al oeste de Buenos Aires. Huidobro hablaba de su poesía, con cierta vanidad, y Ulises y yo dijimos: "¡Bueno, esto es realmente excesivo!" Y él se dio cuenta de que se le había ido la mano, y dijo: "pero claro, mi poesía no vale nada". Pronto todos estallamos en risas y cambiamos de tema. Fue una situación divertida. Platicamos un rato y nunca más volví a verlo. Fue la última vez que lo vi. No hablamos más acerca de la poesía de Vicente Huidobro esa noche, sino de otras cosas.

¡Bueno!, el universo es siempre infinito y siempre nos ofrece una variedad de temas. Pero quizás esta noche los agotemos.

SOBEJANO: Hace un momento preguntaba acerca de la condición del poeta que no canta sino dice, y esto coincide con lo que Jorge Guillén practica: una poesía de la elocuencia en tono menor que no grita, no clama, no pretende cantar, sino...

BORGES: Si yo pudiese cantar, lo haría, pero no tengo voz; es serio, no la tengo. Todo está en conexión con ese tipo de poesía, bueno, que es casi prosa, y que muchas veces efectivamente es prosa; finalmente, vivir de esa manera es lo único sincero en mí. Y no tengo ningún apetito de interjecciones.

SOBEJANO: En cierta ocasión un estudiante me preguntó si la poesía de Jorge Guillén tiene alguna semejanza con la de Jorge Luis Borges.

BORGES: ¡Si tan sólo mi poesía se pareciera a la de Guillén! Pero no soy tan ambicioso.

SOBEJANO: Pero él se refería principalmente a la actitud, y yo le contesté lo que se me ocurrió en el momento, y fue que la poesía de Guillén es mucho más complaciente en la afirmación de la naturaleza, la tierra, el placer, mientras que la de usted es, en efecto, más desesperada.

BORGES: No, desesperada no: resignada. Quietamente resignada, diría yo.

SOBEJANO: ¿De modo que usted se considera a sí mismo un hombre apacible?

BORGES: Sí, en verdad trato de serlo. En toda mi vida, nunca me he enfurecido. Pero no sé, tal vez sea mejor enojarse y ventilar los sentimientos propios. Soy incapaz de experimentar furia, incapaz de sentir ira, pero soy capaz de ser paciente y, sobre todo, soy capaz de perdonar.

SOBEJANO: Ciertos adjetivos abundan en su poesía, por ejemplo, "arduo", "exacto", abundan tanto que creo que puedo trazar en sus huellas la influencia que usted ha tenido en escritores o críticos y poetas latinoamericanos, que también emplean frecuentemente esas palabras.

BORGES: Pero, ¿le parecen extrañas esas palabras?

SOBEJANO: Disculpe, no, no. No lo son. Pero...

BORGES: Porque un árbol es exacto, las estrellas son exactas, la arena es exacta, tantas cosas son exactas, que serían demasiado numerosas, ¿no es así?

SOBEJANO: Mi pregunta era si usted cree que esas palabras, que no son extrañas, sino que se repiten constantemente, caracterizan acaso su escritura.

BORGES: Muy repetidas, en mi caso. Jean Cocteau decía que el estilo es una serie de "tics". Y tiene razón, creo yo. Todos los estilos son una serie de hábitos, repeticiones; eso es el estilo. Pero uno debería tratar de escribir anónimamente, es decir, sin "tics", sin preferencias y, al mismo tiempo, sin desdén.

CORTÍNEZ: Para terminar con los poetas de mi país. Usted sabe que hay otro que ganó el Premio Nobel.

BORGES: Pero, ¿por qué quiere terminar con ellos?

CORTÍNEZ: ¡Para no tener competencia!

BORGES: Pero realmente no son tan malos. ¿Por qué quiere acabar con ellos?

CORTÍNEZ: Está bien. De la obra de Pablo Neruda sabemos que a usted no le gustan los poemas de amor, sino los poemas políticos. ¿Podría esto sugerir una afinidad ideológica?

BORGES: No, al contrario. Digamos que el comunismo sirvió para hacer de él un excelente poeta, del mismo modo en que la democracia le sirvió a Whitman, el imperialismo a Kipling, etc. Cada poeta requiere su inspiración. Y la inspiración es distinta en cada caso. Por ejemplo, yo admiro a Whitman, me encanta, pero no creo en la democracia. Finalmente, las opiniones son simple inspiración para cada poeta, y cualquier cosa puede servir de inspiración. Para muchos, bueno, no sé, la religión cristiana, es un buen ejemplo. Fue una inspiración para Dante; para mí no lo sería porque no creo en ella. Pero eso no significa que no crea en Dante. No creo en su religión, en sus opiniones, lo que no significa que no crea en él. Porque él es algo esencial, algo que va más allá de mis pobres opiniones. Además, las opiniones cambian tanto; uno mismo cambia tanto con el tiempo, y no debería juzgarse a nadie por una opinión. Es lo menos importante, lo más banal, lo más pasajero y efímero.

SOBEJANO: Y ahora, una pregunta completamente peninsular. Usted admira a un novelista portugués, Eça de Queiroz, tanto, que ha llegado a afirmar que su novela El primo Basilio le parece superior a Madame Bovary.

BORGES: Eso me resulta obvio. Es un axioma. Ahora me parezco a Euclides, hablando de axiomas.

SOBEJANO: Mi pregunta es peninsular porque involucra a un portugués y a un español. Usted ha hablado muy poco, que yo sepa (pero esta afirmación puede deberse a mi ignorancia), acerca de un novelista con el que se le ha comparado más de una vez, Clarín (Leopoldo Alas), que además de novelas escribía también cuentos.

BORGES: Pero no sé si son tan similares. Reconozco más las diferencias que las similitudes. Sin duda, ambas cosas existen; es imposible que no fuera así.

SOBEJANO: Por esto quería preguntarle si piensa que el cuento moderno que usted ha cultivado y llevado a ese dominio magistral, tiene en Clarín algún valor considerable como inspiración, casi como una introducción del cuento en las letras españolas. Me refiero, por supuesto, a España.

BORGES: No lo sé. No recuerdo sus cuentos. Recuerdo alguna de sus novelas...

SOBEJANO: Cuentos, algunos fantásticos y parabólicos...

BORGES: No los recuerdo. Creo que el cuento es un género esencial y que la novela no lo es. En la novela hay siempre un exceso. Siempre hay demasiadas páginas, incluso en el caso de Joseph Conrad, quien es para mí el novelista supremo. Incluso en su caso siempre hay exceso. Por otra parte, un cuento, una buena historia de Rudyard Kipling, por ejemplo, o una buena historia de Conrad, puede ser esencial, no tener desperdicio y no faltarle una sola palabra. La novela es sucesiva, y el novelista no puede contenerla. En cambio un cuento puede ser contenido. Un cuento puede contenerse a sí mismo, del mismo modo en que lo hace un soneto. Pero una novela no. Una novela es sucesiva, para los lectores y para el autor. Una novela, después de ser leída, puede formar un todo, y tal vez los libros no se escriben por lo que nos dan página tras página, sino por su imagen perdurable. Quizá la vida de un hombre es eso. Lo importante es la imagen que deja tras de sí. Y esta imagen puede estar dispersa en toda su obra y no en un libro particular. Por ejemplo, para mí el prosista supremo de la lengua española es Alfonso Reyes. Alfonso Reyes no está en un libro. Está en todos ellos, como el Dios de los panteístas, y probablemente esto es verdadero para muchos escritores. Edgar Allan Poe no está en ninguno de sus libros, ni siquiera en Arthur Gordon Pym, sino que está en su obra entera, en la imagen que nos dejó. Lo mismo sucede con Byron. Podemos imaginar con facilidad a Byron sin siquiera pensar en Don Juan y sus otros poemas. Puede que sea el destino de un escritor. Y quizás el Quijote existe en nuestra memoria más como un todo que en cada página. No sé si está en cada página, tal vez no. A menos que fuera en el admirable capítulo postrero, en el que Cervantes se despide de su amigo, nuestro también, Alonso Quijano. Quizá es allí donde está el Quijote. Acaso ese último capítulo requiere del peso de los anteriores; es probable que no significara nada, publicado por sí solo aparte.

CORTÍNEZ: Anoche nos decía usted que no cree en los movimientos literarios, ¿no es así?*

BORGES: ¡Ah, claro! Creo que son un error. Tal vez porque soy un individualista. Y en la literatura inglesa, que es para mí la literatura, apenas hay movimientos. Y los que existen son menos importantes que quienes participaron en ellos. Por ejemplo, creo que Coleridge o Wordsworth son más importantes que el movimiento romántico. Y, por lo general se puede decir lo mismo. Además, la noción de escuelas me parece bastante lúgubre. Por supuesto, es conveniente para quienes hacen la crónica de la historia de la literatura, pero es una disciplina nueva. No creo que en el siglo XIX se haya realizado ni un solo estudio histórico sobre la literatura del siglo XVIII. Y ahora vemos todo históricamente; vemos todo en función de fechas, lo cual me parece más o menos lúgubre. Tendríamos que pensar cada libro como el libro del momento presente. Para mí, la grandeza de Kafka reside en esto, en el hecho de que sus novelas, y sobre todo sus cuentos, surgieron de una manera espléndida y eran muy antiguos. No necesitaban ser contemporáneos. Y esa es una virtud. En este mismo instante recuerdo –voy a hacer una digresión: ¿por qué no?– una frase que Kipling atribuye a un poeta hindú, pero que probablemente inventó él mismo. La frase es tan hermosa que no importa si es obra de Kipling o de un poeta hindú anónimo, o si es un lugar común en la literatura hindú. Dice así: "Si no me hubieran dicho que era amor, habría pensado que era una espada desnuda." Creo que sería una frase admirable si hubiese sido escrita esta mañana o hace dos mil años. La literatura debería buscar eso. Debería esforzarse por ser eterna y no corresponder exactamente a una era, tomando en cuenta que estamos condenados a una era. Pienso que tendríamos que buscar eternidades incluso si no las encontramos.

CORTÍNEZ: Por eso no voy a mencionarle el modernismo. Sin embargo, ¿podría preguntarle acerca de Lugones?

BORGES: No. Pero el modernismo, en mi opinión, fue como una bocanada de aire fresco en la lengua española. Muchas cosas comenzaron a causa del modernismo. Naturalmente, entre esas cosas, también yo comencé, lo cual es de lamentar. Creo que todos somos hijos del modernismo, es decir, descendientes de Freire, Leopoldo Lugones y sobre todo Rubén Darío. No sé. Tal vez conversé con Lugones cinco o seis veces en mi vida, y en cada ocasión él cambiaba el tema para hablar con afecto y nostalgia de "mi amigo y maestro Rubén Darío". Le gustaba esa relación fraternal con Darío. Era un hombre solitario y poco agradable; y Darío era un ser maravilloso, realmente encantador, y sin duda Lugones miraba con reverencia a Darío, que le había enseñado tantas cosas. Creo que todo lo que se ha hecho después viene del modernismo. Pudimos, finalmente, sentirnos hartos de cisnes y lagos; los mismos modernistas se cansaron de ellos. Significó una gran libertad, un gran respiro para el lenguaje. Tantas y tantas ideas entraron, todos los temas. Poco después, Lugones, en Lunario, cambió la métrica e hizo otros juegos como ésos, métricos, extraños. Y luego una música, una música definitivamente tomada de Verlaine y Hugo. Cambiar la música de una lengua a otra es muy difícil. Si yo pudiera transportar la música del inglés al español sería un gran poeta, pero no lo soy. Pienso, por ejemplo, en una música como: "Ligero sueño de los crepúsculos suaves, como la negra madurez del higo, sueño de un lugar que se goza consigo mismo, con sus propias alas." Esta música taciturna es nueva en la lengua española. Y es absurdo decir que Lugones la tomó de Verlaine o de Darío, si tomamos en cuenta que sus libros están a disposición de todos, y no todos escriben esos versos. Y el otro dice: "El jardín con sus íntimos retiros, hará a tu lado el sueño, fácil jaula." En él, la metáfora está reducida al mínimo y la cadencia lo es todo. No, yo creo que tenemos una deuda de gratitud con el modernismo. Finalmente, todo cambió gracias al modernismo, aunque la palabra es un tanto ridícula. Pero eso en realidad no importa.

SOBEJANO: ¿Puedo hacerle una pregunta? En una antología reciente de su poesía hay un poema a Baltasar Gracián, o sobre Baltasar Gracián...

BORGES: Creo que puedo explicarlo. No es un poema que se burle de Baltasar Gracián. Es un poema que se burla de mí. Yo soy el Gracián de ese poema. Por eso es que me considero indigno del cielo, puesto que tiendo a pensar en formas literarias, adivinanzas, retruécanos, rimas, aliteraciones, y ese poema es en realidad una autocaricatura. No pensé en el Baltasar Gracián

histórico; pensé en mí. Tal vez soy injusto, pero Gracián es un pretexto en el poema, una especie de metáfora.

SOBEJANO: En la misma antología hay una nota suya que dice precisamente eso, que el poema es una parodia, que se vale de la parodia...

BORGES: ¡Vaya! Traté de decir algo nuevo y parece que estoy condenado a la repetición.

SOBEJANO: No, pero mi pregunta era si piensa usted que fue una aclaración tardía. Porque durante años el lector lo ha percibido como un poema en contra de Baltasar Gracián.

BORGES: Bueno, podría ser entonces en contra de ambos. Puede ser contra los dos a la vez. Contra Baltasar Gracián, S.J., y contra mí.

SOBEJANO: ¿Se considera usted un poeta ingenuo o un poeta sentimental? Partiendo de la famosa distinción que propone Schiller del poeta que es natural y el poeta que busca la naturaleza, pero sabe demasiado y siente demasiado y no es natural.

BORGES: Infortunadamente, soy sentimental en ese sentido, sí, pero, ¿qué puede uno hacer? Pasamos nuestras vidas leyendo. Emerson dijo alguna vez: "la poesía viene de la poesía"; en mi caso de libros que he leído, por supuesto, y de las emociones. Sin emoción no hay poesía posible.

SOBEJANO: Parecería imposible que existieran poetas ingenuos actualmente, ¿no cree?

BORGES: Pero, ¿por qué? Nuestra era misma es tan ingenua. ¡Nadie sabe nada! No deberíamos temer al conocimiento; deberíamos sí temer a la ignorancia, ya que somos tan ignorantes.

SOBEJANO: Sí. A pesar de todo, quizá uno pueda llegar a saber demasiado.

BORGES: No. El universo es infinito. ¿Qué podemos saber? El número de libros es infinito. ¿Qué cantidad de esas páginas hemos leído? ¿Cuántas lenguas hay? Miles. Y conocemos una o dos. Nuestra vida es muy breve –en mi caso, demasiado larga, pero, naturalmente, al final es breve también–. ¿Qué podemos saber? Muy poco. El universo siempre permanece. El universo es infinito. A pesar de lo que tomamos de él, la infinitud permanece. Esto es, por supuesto, el infinito menos algo, y lo que resta es la infinitud, siempre. No, no creo que debamos resistirnos al conocimiento, puesto que sabemos tan poco. ¿Cómo podemos resistirnos al conocimiento? ¡Somos semibárbaros!

CORTÍNEZ: Me parece que esto lo dice también en un poema al Perú, en La moneda de hierro. Usted habla de...

BORGES: No recuerdo ese poema.

CORTÍNEZ: Bueno, puedo ayudarle a recordarlo.

BORGES: Sí, gracias.

CORTÍNEZ: Dice usted en él que todo lo que tiene de Perú es la plata que su abuelo o bisabuelo le trajo.

BORGES: Sí. Y History of the conquest of Peru de Prescott. Y creo que es todo, ¿no? Acaso unos cuantos recuerdos agradables, recuerdos personales.

CORTÍNEZ: Está bien. El asunto es que también menciona a un poeta peruano, Eguren. ¿Lo recuerda?

BORGES: Eguren, claro. Alberto Hidalgo, un poeta menor, me presentó a Eguren, un poeta mayor, diría yo. ¿Cómo se llama el libro? "La niña..."

CORTÍNEZ: Se trata solamente de un poema, "La niña de la lámpara azul".

BORGES: Sí, "La niña de la lámpara azul", sí.

CORTÍNEZ: ¿Le parece que el título es aceptable?

BORGES: Es demasiado decorativo. Pero era su propósito: ser decorativo. La niña de la lámpara, y el azul ahí, ya es demasiado para mí. Yo soy muy sobrio, un puritano, y para mí esos excesos, esas orgías, son auténticamente condenables. ¿"Niña de la lámpara azul"? No. No soy orgiástico.

CORTÍNEZ: Y respecto al "azul", ¿de quién podemos hablar?

BORGES: Me parece evidente que hablamos de Mallarmé: "L’azur, l’azur, l’azur", y luego Rubén Darío lo adoptó. Creo que se puede hablar de colores básicos, por ejemplo, el azul, el rojo, o el amarillo, o el blanco, tal vez del verde, pero no de matices. Por ejemplo, Chesterton, a quien admiro incondicionalmente, tiene un poema en el que dice: "el violeta y argénteo leopardo de la noche". Creo que es un error –creo que debió decir "negro y plateado"–. "Violeta", me parece, es un tono que no encaja. No sé qué piensen de esto. "El negro y plateado leopardo de la noche" sería mejor, porque "violeta y argénteo", y no sé por qué, parece un dibujo, un grabado. En cambio, "negro y plateado" van bien juntos. Pero, ¿quién soy yo para corregir a Chesterton?

SOBEJANO: En sus primeros poemas –y creo que esto aún es válido–, los atardeceres, la calle, las últimas calles de la ciudad y, sobre todo, los patios tienen un significado para usted, lugares agradables, lugares violentos en los que encuentra...

BORGES: Eso es porque nací en una casa con patios. Todo Buenos Aires era así. Nací en el centro de Buenos Aires. Y toda la cuadra era una casa llena de historias. Todo estaba lleno de casas bajas con techos planos, cisternas, cada una con una tortuga en el fondo para mantener el agua pura, puertas traseras, patios, eso era Buenos Aires. Por supuesto, ahora es distinto. Como estoy ciego, yo sigo viviendo en un Buenos Aires que ya no existe. Escribí un poema que comienza así, un poema muy triste. No los haré sufrir con él. Empieza así: "Nací en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires", como todo ha cambiado tanto... No, pero, ahora no me importan los atardeceres ni los barrios. Me gusta el centro de la ciudad, me gusta la ciudad y me gusta la mañana. Me gustan las mañanas, el centro, la esperanza, la ilusión de que cada día puede ser el comienzo de algo, que se desvanece a medida que el día avanza. Me gusta esa ilusión de cada amanecer, y la cultivo. Esto quiere decir que ahora me gustan los amaneceres y las mañanas.

CORTÍNEZ: Si nos quedamos de este lado de los Andes y pensamos en la poesía argentina, a usted siempre le ha gustado la poesía gaucha.

BORGES: Sí. Siempre me han gustado Ascassubi y Hernández. Pero en Ascassubi hay una felicidad que no se encuentra en Hernández. Una felicidad que es una especie de rabia floreciente. En Hernández hay rabia, pero es triste. No como en Ascassubi. Por ejemplo: "Vaya un cielito rabioso, cosa linda en ciertos casos, en que anda un buen hombre ganoso de divertirse a balazos." Eso es Ascassubi, muy distinto del tono de Hernández, que es un tono algo triste.

SOBEJANO: Un crítico español, probablemente resentido por algunas de sus opiniones, lo acusa de ser un hombre universal, cosmopolita, educado en Suiza y en Inglaterra, y demás cosas, y dice que usted posee una enorme cultura universal, pero que precisamente eso hace que menosprecie culturas menos desarrolladas. Naturalmente, estamos hablando de un crítico socialista. ¿Qué piensa de eso?

BORGES: ¿La cultura del subdesarrollo?

SOBEJANO: Supongo que piensa en...

BORGES: ¿La cultura argentina, no?

SOBEJANO: Y la española, por supuesto. Y la de todos los países hispánicos. Pero supongo que se refería a su Buenos Aires de los suburbios, de las milongas, de los patios, del "Hombre de la esquina rosada"...

BORGES: Pero eso no es condenable. No creo que sea condenable. Además, hemos llegado a la luna, y más lejos, espero.

SOBEJANO: ¿Le parece tendenciosa, injusta esta opinión?

BORGES: No, no. En absoluto. Trato de ser universal. No lo logro, claro está. Pero pasé cinco espléndidas semanas en Japón, y me sentí como un bárbaro entre gente civilizada. Después fui a Egipto. Sentí el peso del tiempo, tantos ayeres acumulados allí. En Europa se siente lo mismo. Y aquí mismo también, en ciertos lugares. Por ejemplo, en Nueva Inglaterra, por ejemplo, se siente un tiempo que no se siente en Texas, realmente, a pesar de que Texas me gusta mucho. ¡Hay tantos países! Quisiera conocer todas las lenguas, todas las literaturas, pero, ¡Dios mío!, tengo ochenta y tres años de edad y sé muy poco. Ahora estoy estudiando islandés –creo que es bueno hacerlo– y con María Kodama estudio anglosajón, el inglés antiguo. Eso también fue mágico. También aprendí por mí mismo alemán para poder leer a Schopenhauer, y lo logré con un método que quiero recomendarles: comiencen a estudiar alemán no con la gramática, que es terrible, sino con Buch der Lieder de Heine y con el Intermezzo. Así llegué a disfrutar la literatura germana, aunque no soy capaz de hablarlo con fluidez. En estos momentos estudio islandés. Me gustaría aprender otras lenguas, y como ustedes, como todos ustedes, tal vez, siento nostalgia por el latín, que en algún momento creí dominar pero que después perdí. Pero la nostalgia por el latín es benéfica, pues sin él no habríamos tenido al anónimo sevillano, los trabajos de Quevedo, de Góngora, de Saavedra Fajardo, todos basados en una nostalgia por el latín. Quizá pueda decirse lo mismo de Milton, que también añoraba el latín y el griego. Es una hermosa añoranza.

SOBEJANO: Esto me recuerda que en algún lugar usted dice que trató de aprender en sus comienzos de escritores latinizados, como Saavedra Fajardo y Quevedo.

BORGES: Es cierto.

SOBEJANO: Después los abandonó por...

BORGES: No sé por qué Saavedra Fajardo ha sido olvidado. Era un hombre muy lúcido, además de un escritor admirable.

SOBEJANO: Y finalmente, creyó que había conseguido un estilo más simple.

BORGES: Ahora, cuando me siento a escribir, lo hago con un vocabulario mínimo. Trato de evitar los sinónimos. Es decir, si escribo "rojizo", sigo diciendo "rojizo", y no "rojo". Parece que es mejor escribir de esta manera, de una manera que pasa inadvertida. Vuelvo al anónimo sevillano: "un estilo tan llano y moderado que no pueda ser percibido por nadie que lo lea." Eso es lo que busco en realidad. Sin duda alguna, ha de ser lo más difícil de alcanzar.

SOBEJANO: Sí, precisamente en su trayectoria más reciente esa manera de escribir contrasta fuertemente creo que con...

BORGES: Con el barroco.

SOBEJANO: Con el barroco que se practica con tanta frecuencia actualmente, que se usa tanto.

BORGES: Creo que la juventud es barroca a causa del miedo. Una persona joven piensa: "Si digo lo que pienso, sabrán que es una observación estúpida, así que voy a disfrazarla." Entonces se disfraza de contemporáneo, de futurista, de escritor del siglo diecisiete, o por ejemplo, un joven se disfraza fácilmente de Shakespeare. Pero es un error. Por otro lado, a mi edad, uno se resigna a ser quien es; sobre todo, conoce sus límites, sabe perfectamente si hay algo en el fondo, pero sabe también que hay cosas que no debe intentar. En mi caso, la novela, por ejemplo. Ni una historia que dure mucho. Sé que no debo tratar de hacerlo. Ni una historia muy larga. Por otra parte, me siento menos incómodo con un soneto o un poema de una página, en verso libre o verso en prosa, que es tan fácil y tan placentero para el oído.

SOBEJANO: ¿Cree que esas formas breves –el poema, el cuento, el ensayo– favorecen la intensidad y la densidad?

BORGES: Sí, y en cada caso, es casi imposible que sean tediosos. Un haikú tiene tres líneas. No hay tiempo de aburrirse. Cinco, siete y cinco sílabas. La tanka: cinco, siete, cinco y luego siete y siete sílabas. Tampoco hay tiempo de aburrirse.

CORTÍNEZ: Borges, ¿está usted anticipando el trabajo que María Kodama va a leer mañana?

BORGES: Exacto. De hecho, estoy usurpándole el tema. No, lo dije porque ella me habló de eso esta tarde. Soy muy listo.**

CORTÍNEZ: Bien, hablando de la novela y de la poesía, hay dos escritores en su país que la mayor parte de nuestros estudiantes identifican como prosistas: Güiraldes, el novelista, y el ensayista Martínez Estrada. Pero también fueron poetas, ¿no es cierto?

BORGES: Sí, pero Martínez Estrada era un poeta admirable. ¡Qué extraño! Martínez Estrada es inconcebible sin Lugones, y es superior a él. Diría lo mismo acerca del gran poeta mexicano que escribió "La suave patria".

CORTÍNEZ: López Velarde.

BORGES: Sí, Ramón López Velarde. Creo que es inconcebible sin Lugones, pero mejor que él. Pero está bien, en general los hijos son superiores al padre. En el caso de Martínez Estrada, sus mejores poemas superan a los mayores trabajos de Lugones. Pero es un hijo de Lugones. Y orgulloso de ello también. Y Lugones, finalmente, era a su vez hijo indiscutible de Laforgue y también hijo de Darío.

CORTÍNEZ: Y Güiraldes, ¿lo convence como poeta?

BORGES: Creo que tampoco él estaba muy convencido. Escribió el libro El cencerro de cristal, una especie de imitación de Lunario. Por ejemplo, veamos, bueno, no se ofendan: "Luna, frígido ovillo, pulcro botón de calzoncillo." No sé si vale la pena recordarlo. Pido disculpas por mencionar ese íntimo botón.

SOBEJANO: Ya que mencionó a López Velarde, ¿cree usted que en él está el germen del prosaísmo?

BORGES: Pienso que lo prosaico es uno de los recursos de la poesía, si se usa cuidadosamente. Si no se abusa de ello, puede ser muy útil.

SOBEJANO: Creo que el prosaísmo fue continuado por César Vallejo, y luego vino el movimiento neorealista, con escritores como Arguedas o Ciro Alegría, que en los años cuarenta y cincuenta cultivaron un tipo de novela y de literatura muy comprometidas con la vida diaria, el trabajo, el sufrimiento; y lo hicieron no tratando de dar un testimonio meramente informativo, claro está, sino como una parte de la obra literaria. Observo una continuidad desde el prosaísmo de López Velarde, pasando por la poesía de Vallejo, hasta llegar a Arguedas.

BORGES: No conozco a esos poetas. Conozco a López Velarde, sí, pero no a los otros. No puedo hablar con ninguna autoridad. Además, he estado ciego como lector desde los cincuenta y cinco años de edad; en verdad no conozco a mis contemporáneos.

SOBEJANO: Hice la pregunta porque es un movimiento que no busca la complejidad o el refinamiento, sino un impulso lírico que proviene de las cosas cotidianas, las más humildes, la vida de los pobres.

BORGES: Ambas cosas pueden unirse –el refinamiento y ese íntimo ritmo del que usted habló–. No creo que sean necesariamente excluyentes.

SOBEJANO: No, claro que no. Usted editó una selección de Quevedo y otras antologías. ¿Qué criterio usa para reunir una selección de la obra de un poeta? ¿Alguna preferencia estética?, ¿o que sea completa?, ¿otro criterio?

BORGES: No. Un criterio hedonista, estético, de placer. Hay obras célebres de Quevedo que no incluyo porque creo que son espantosas. Bueno, pero yo no sé. Es mejor no citarlas en este momento; no las incluí. También hice una antología de Góngora y no incluí, por ejemplo, "ande yo caliente y ríase la gente". Me parece bastante miserable. Y tampoco, "era del año la estación florida, en que el mentido robador de Europa", que también me parece sencillamente horrible. Pero Góngora tiene versos espléndidos. Es curioso que uno de los mejores sonetos de Quevedo haya sido escrito por Góngora. Ese soneto típicamente quevediano dice: "Las horas que limando están los días, los días que royendo están los años." Góngora escribió los mejores versos de Quevedo. Y antes que él también. ¡Era un auténtico bribón! Se anticipó a Quevedo.

CORTÍNEZ: Se supo en España, pese a que la votación fue secreta, que cuando se otorgó el Premio Cervantes a Onetti hubo un voto disidente en favor de Octavio Paz. Y las malas lenguas dicen que ese voto fue suyo.

BORGES: No las malas. Las buenas y verdaderas lenguas.

CORTÍNEZ: ¿Eso significa que puedo hacerle una pregunta sobre Octavio Paz?

BORGES: Qué extraño. Admiro mucho a Octavio Paz. Me gusta lo que escribe. No tengo nada interesante que decir sobre él en este momento. Soy simplemente un lector agradecido de Octavio Paz. Y voté por él. Siento que darle el premio a Onetti fue una equivocación, pero finalmente la vida está hecha de errores, sobre todo la mía, que es una especie de antología de errores.

CORTÍNEZ: Pero subsanaron esa equivocación, porque le dieron el Premio Cervantes a Octavio Paz al año siguiente.

BORGES: Cierto.

CORTÍNEZ: Y hay muchos de nosotros aquí que pensamos que el más reciente Premio Nobel fue una equivocación, no tanto con respecto a la persona sino al orden en que fue otorgado. No sé si está de acuerdo con nosotros.

BORGES: No. El premio fue bien otorgado. Yo francamente no deseo el Premio Nobel. Los suecos son muy sensibles. Tienen toda la razón. ¿Quién soy yo para compararme con Neruda, con Kipling, con Bernard Shaw, con Bertrand Russell, con André Gide, con William Faulkner? Nadie, evidentemente. Creo que los suecos están en lo correcto. Además, es una especie de ritual bien establecido. He perdido la cuenta de los años: me prometen el premio cada año, se lo dan a otro y ya sé cómo es la cosa. Es un ritual que se repite a sí mismo. Ahora es un hábito del tiempo.

CORTÍNEZ: García Márquez dijo que estaba muy sorprendido por haberlo obtenido antes que usted.

BORGES: Pues debo estarle agradecido por ese error. Él se lo merece y yo no.

SOBEJANO: Dice usted que le han prestado demasiada atención, lo dice modestamente.

BORGES: Es cierto. Se han escrito bibliotecas enteras sobre mí. Hasta ahora no las he leído, pero de todas maneras lo agradezco. Soy un hombre muy tímido; normalmente no leo lo que se escribe sobre mí. Soy muy tímido.

SOBEJANO: Tomando en cuenta que su obra fue escrita principalmente en los cuarenta y cincuenta, y que en ese entonces no tenía usted una popularidad tan extensa y universal, ¿no le parece que...?

BORGES: No, la gente estaba en lo correcto entonces y después cometieron un error.

SOBEJANO: No, no, se trata de comprensión y de justicia. Nosotros, los españoles, leemos casi con una divertida curiosidad las numerosas descalificaciones que usted ha hecho de nuestros escritores. Por ejemplo, Gracián, Calderón, todo el siglo XVIII, todo el XIX, Azorín, Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Camilo José Cela...

BORGES: No, no. Juan Ramón Jiménez no. Es un gran poeta, por supuesto.

SOBEJANO: ¿Cree usted que el siglo XIX es una vergüenza en España?

BORGES: No creo que llegue a vergüenza. Es una palabra demasiado fuerte.

SOBEJANO: Un siglo con escritores como, por nombrar algunos, Larra, Bécquer, Galdós, Leopoldo Alas, cuatro o cinco escritores de...

BORGES: Well, my sense pains me!

SOBEJANO: Well, then nothing. Agreed.

CORTÍNEZ: ¿Y el Poema del Cid ? También lo ha descalificado frecuentemente.

BORGES: Bueno, el Cid, no, no creo. Bueno, sí, un poco. Me dijeron que van a hacer una versión para adultos de ese poema, pero no sé si sea cierto o no. Yo tenía la otra. No la versión para adultos.

SOBEJANO: Continuando con España, ¿siente usted que España es áspera, ruda, algo o muy cruel, radical?

BORGES: Cierto, pero se jactan de serlo. Lo digo como un halago, digo que son rudos para halagarlos.

SOBEJANO: No, no, mi pregunta era si no se refería únicamente a Castilla, porque, por ejemplo, Galicia, Andalucía... Son mucho más dulces, ¿no?

BORGES: Sí, en ese caso, yo soy de cepa andaluza y portuguesa. Más dulce. Por otro lado, en Castilla hay tantos tipos militares, tantos frailes, nada bueno.

CORTÍNEZ: Creo que el público tiene derecho a aportar su grano de arena (the right to stick their two cents).

BORGES: Muy bien, hace mucho que no escuchaba esa expresión. Bueno, veamos...

PREGUNTA (del público): Un día leí algo en uno de sus cuentos que decía: "no hay un hombre vivo que no sea crédulo fuera de su especialidad". Tengo que admitir que me reí. Mi especialidad no es el español –no sé ni una palabra–, pero quisiera hacerle una pregunta. No soy un hombre de fe, pero hay un cuento que me ha perturbado por años desde que lo leí: "Tres versiones de Judas". Me parece ser un cuento sobre las variedades de la traición.

BORGES: ¿De verdad? En ese caso, le pido disculpas por haberlo turbado.

PREGUNTA: Lo que quiero saber es –ya que soy ingenuo en ese sentido– si la persona que protagoniza su historia, Nils Lindberg (el nombre correcto es Nils Rudeberg, N. de la T.), es real, o es sólo un personaje que brotó de su imaginación.

BORGES: ¿Puede repetirme el nombre del cuento?

PREGUNTA: "Tres versiones de Judas".

BORGES: Sí, siento decirlo, todo es inventado. No existe ese hombre.

PREGUNTA: De modo que ese hombre no existió.

BORGES: Siento decírselo.

PREGUNTA: No, no puede ser. Quizá existió.

BORGES: Nadie ha leído ese cuento, excepto usted. Usted es el único lector en el mundo.

PREGUNTA: ¿Tal vez?

BORGES: Estoy completamente seguro. Yo lo escribí, usted lo leyó y se acabó.

PREGUNTA: ¿Se acabó? Gracias, señor.

DONALD SHAW: Todos sabemos, o al menos hacemos conjeturas acerca de lo que Macedonio Fernández significó para usted. ¿Cree usted que Macedonio significa algo especial para la literatura argentina?

BORGES: No, creo que Macedonio Fernández era sobre todo un hombre oral. Lo que escribió no es entendido con facilidad, pero en cuanto a la palabra hablada era un hombre de genio. Allí están Pitágoras, Buda, Jesús, Sócrates, que nunca escribieron. Creo que fue un hombre oral. Era muy taciturno. En toda una noche decía cuatro o cinco cosas; se refería constantemente al interlocutor. Es decir, "che, te das cuenta de que..." y luego seguía algo sorprendente. Lo decía en voz baja. Había gente que esperaba toda la noche para oír a Macedonio decir tres o cuatro cosas, en una voz muy baja, que tenían que repetirse después. Estoy seguro de que era un hombre de genio pese a que su obra escrita no lo confirme. Sentía lo mismo con Rafael Cansinos Assens, un escritor judío andaluz. Al principio, sentía que era un genio. Pero más tarde, releyendo sus libros, me di cuenta de que no puede encontrarse eso en sus libros, sino solamente en mis recuerdos personales, lo mismo que con Macedonio Fernández.

SHAW: Discúlpeme si no me expreso bien, yo también sufro algo de timidez, especialmente en una reunión como ésta. Mi pregunta es la siguiente: una gran parte de la literatura se crea en la memoria, y nuestra memoria es muy corta, demasiado voluble, como usted...

BORGES: Pero precisamente por eso la mente puede imaginar. Si recordáramos todo no seríamos capaces de imaginar nada. Es benéfico que nuestra memoria sea corta. El olvido es lo más valioso de la memoria.

SHAW: Sin embargo, el olvido es mucho más largo, ¿cierto? ¿Es posible crear por el olvido más que por la memoria?

BORGES: De cualquier manera soy incapaz de crear. Pero quizás ambas herramientas son útiles.

SHAW: Por ejemplo, usted, en su cuento "El inmortal", se refiere al tema del olvido.

BORGES: Escribí ese cuento y al final se me ocurrió que sería mejor si el protagonista era Homero, el olvidado, al cabo de todos estos siglos. Es un buen cuento pero el estilo es demasiado extravagante. Si fuera a escribirlo ahora, lo haría con un estilo mucho más simple. Pero quizás esa historia requería ese estilo, pues cada tema dicta su propio lenguaje. Por ejemplo, algo me sucede, y ese algo me dice que emplee el soneto, el verso libre, el cuento o el ensayo. En resumen, no creo que haya una retórica absoluta. Hay temas que deben tratarse en verso rimado; otros permiten o demandan verso libre. Depende del tema. No creo que pueda haber una estética general. Pero finalmente, ustedes pueden enseñarme mucho acerca de esto.


* La noche anterior Borges había sostenido una charla sobre la obra de Emily Dickinson.

(N. de la R.)

**María Kodama habló al día siguiente sobre la poesía y las formas de la literatura. (N. de la R.).

Texto aparecido en Carlos Cortínez (editor),
Borges, the poet. Fayeteville, 1986.
Traducción del inglés por Una Pérez-Ruiz


Fuente : Fractal Revista Trimestral
Jorge Luis Borges, "La literatura de mis días" Fractal n° 7, octubre-diciembre, 1997, año 2, volumen II, pp. 63-88.
http://www.fractal.com.mx/F7borges.html


Londres y el cielo




GUILLERMO CABRERA INFANTE, EL FAMOSO ESCRITOR CUBANO RECUERDA, DE MANERA DESOPILANTE, LAS OCASIONES EN QUE SE ENCONTRO CON EL AUTOR DE FICCIONES. ADEMAS IMAGINA A BORGES EN UN EXTRAÑO PARAISO EN EL QUE RECUPERA LA VISTA.

El público era el mayor que había visto el hall desde que Mark Twain diera sus famosas charlas de Londres a fines del siglo pasado. A Borges lo ayudaron hasta la silla en el podio. Tanteó con sus manos por el micrófono, abrió un reloj sin cristal en la esfera, sintió la hora y lo puso sobre el podio. Comenzó a hablar, con los ojos cerrados, la voz lenta y un débil dejo en un inglés que era, a la vez, como el conferenciante, levemente victoriano con un tenue tinte exótico en la pronunciación. Así comenzó su primera charla. Al final habría preguntas y respuestas mediante el procedimiento de escribir la pregunta en una tira de papel y esperar que fuera seleccionada por el maestro de ceremonias. Fue una velada de veras interesante. Pero más interesante fue la charla antes de la charla.No me gusta visitar a los artistas (y la charla demostraría el actor que había perdido el teatro argentino con Borges poeta) en el camerino. Antes de la función porque los artistas están ansiosos, después porque están cansados. Pero Norman Thomas di Giovanni había insistido tanto en que visitara a Borges esa noche que decidí aceptar la invitación. Di Giovanni era el traductor de Borges y entonces una suerte de apoderado (en todo caso se apoderó de Borges durante toda la visita). Cuando entré al camerino, Borges estaba apoyado en su grueso bastón escocés y sentado ante una mesa: tenía frente a sí una botella de brandy a medias y un vaso lleno. Pensé que Di Giovanni se fortalecía antes de apoderarse del público. Pero mi curiosidad se volvió asombro al ver a Borges tomar el vaso de cognac firmemente y apurarlo de un trago. Nunca hubiera creído que Borges, tan moderado en todo, bebía. Di Giovanni me explicó que era por el miedo escénico, pero antes del trago (y después) Borges parecía tan inmutable como la esfinge. Se veía que tenía secretos y un secretario.El público y la noche fueron de Borges. Al final el salón, lleno no sólo de espectadores sino de críticos, de escritores y hasta de editores, se volcó hacia el poeta ciego. Nuestro Milton, nuestro Homero, dijo la prensa al día siguiente. Entre el público vi a varios técnicos de cine y entre ellos me encontré con Sandy Lieberson, productor, que me informó que rodaban una película con Borges. La dirigiría Nicholas Roeg, que también estaba allí. Una vez regalé un libro por Navidad a una agente de prensa americana que vivía en Londres. Se llama Carolyn Pfeiffer, y ahora, de regreso a Hollywood, se ha convertido en productora. Carolyn era muy amiga de Roeg y le prestó el libro que yo le regalé a ella. Era la Antología personal. El tomo y su cubierta fueron a parar a la escena final culminante de Performance, que Lieberson produjo y Roeg dirigió. Esa visión del escritor ciego era la última imagen y el leitmotiv del filme. Borges, el más victoriano de los escritores, sirvió para ilustrar la película más decadente de entonces. Al mismo tiempo Borges se había vuelto un ícono del Swinging London. íQuién lo hubiera dicho!A la otra noche fuimos Miriam Gómez y yo a cenar a su hotel. Estaban Di Giovanni, su esposa y una mujer misteriosa, callada y exóticamente bella. Era María Kodama, que ya acompañaba a Borges pero de lejos. El hotel era el Browns, un viejo hotel de Londres, pero como entrante Borges me dijo casi en confidencia: Usted sabe, Stevenson se hospedaba aquí cada vez que venía a Londres. Luego hablamos de cine, de mi viaje a ver a Mae West, y Borges enseguida mostró su imitación de Mae West, con su Come up and see me sometime, en que Borges, que siempre aspiró a malevo, acentuaba la vulgaridad de la West, de la que ella era una virtuosa.Decidimos caminar hasta Berkeley Square, la antigua plaza londinense que en Borges evocaba al filósofo irlandés que sostiene que los objetos existen sólo cuando los percibimos. Yendo hacia la plaza, con Miriam Gómez y Di Giovanni caminando delante, se me ocurrió que Borges no era un ciego verdadero, que su ceguera era para emular mejor a Milton y a Homero. Decidí poner a prueba la visión del argentino. Las calles que rodean a Berkeley Square traen un tráfico veloz, aun tarde en la noche, casi todo compuesto por taxistas ávidos en busca de trabajo a la salida del teatro. Llevé a Borges hasta el medio de la calle y lo dejé allí con un pretexto ad hoc. Vi los taxis venir, eludir a Borges apenas y seguir raudos. Borges no se inmutaba. Seguramente que, discípulo de Berkeley, los taxis no le concernían porque no existían al no verlos. Corrí a llevar a Borges a un sitio seguro y ni siquiera mencionó mi ausencia. Pero luego, de regreso al hotel, me señaló la línea amarilla junto al contén y me dijo: Usted sabe, yo no veo nada ya. Solamente el color amarillo me es fiel. Esa raya que está ahí es lo único que veo de la calle. ¿Por qué me decía esto Borges de pronto? ¿Se habría dado cuenta de mi ar gucia? ¿O habría habido un taxi de color amarillo que le pasó de cerca y decidió hacer que no lo vio? Borges era, como se dice en sus cuentos, muy matrero.Vi a Borges otras veces, sobre todo en Santander, donde fue a recibir la cruz de Isabel la Católica y estuve en un panel con él y con Emir Monegal, su crítico y biógrafo, y Juan Cueto. Esa ocasión prefiero que la cuente Cueto del modo maestro que lo hace a menudo. Ahí, años más tarde, observé dos cosas en María Kodama. Había pasado a ser el centro de la vida diaria (y nocturna) de Borges y su pelo había encanecido y le caía en una suave cascada blanca. María Kodama, en el verano de Santander, mostraba formas que no eran nada japonesas. Pero todavía se parecía a la dama fantasma de Ugetsu. Era de veras hermética.La última vez que vi a Borges fue de nuevo en Londres, ciudad que le atraía por razones estrictamente literarias, ya que no podía apreciar la arquitectura ni ver la niebla. Tal vez Borges viviera en un Londres interior con su propia niebla. En todo caso fue traído a Inglaterra por una asociación angloargentina que quería disipar las tensiones que habían creado entre Inglaterra y Argentina la guerra de las Malvinas. Después de un cóctel confuso (en los bajos los indios daban una bienvenida de saris y turbantes a un visitante hindú, arriba Borges era celebrado por ser argentino por los ingleses mientras los angloargentinos no sabían dónde estar) fuimos a cenar, entre todos los restaurantes de Londres, al hotel Browns. Ya había notado en Santander que Borges daba traspiés mentales. Esa noche resbaló en una de sus citas. Al llegar al hotel, todavía en la calle, le recordé lo que nadie tal vez recordara. Borges -le dije-, ¿recuerda que a este hotel venía Stevenson cada vez que visitaba Londres?. Me miró asombrado y me dijo: No me diga. No lo sabía. Gracias por dejármelo saber. No le dije, claro, que era él quien me había contado esa historia. Pero al entrar al restaurante tomó del brazo a uno de los dos angloargentinos que me acompañaban, mientras el otro escoltaba a María Kodama, cada vez más inescrutable, y oí cómo Borges le decía a su acompañante: ¿Usted sabía que Stevenson cuando visitaba Londres venía a este hotel?. El angloargentino movió su cabeza en ignorancia absoluta. Fue entonces que Borges compuso su mejor bocadillo: Me lo acaban de decir ahí afuera.Pero luego esa noche Borges estuvo de veras brillante. Hablamos de cine y, por supuesto, de literatura. Comía y hablaba con fruición mostrando interés en la comida, cosa rara, y en la conversación, como siempre. Conversamos sobre las versiones de Stevenson que ofrece el cine, sobre todo de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Le hablé de la primera versión que conocí, con Fredric March y Myriam Hopkins. Borges se deleitó y creí que era con Stevenson. Craso error. íAh, Myriam Hopkins! Era una bella mujer. Lo que tenía era el cuello muy ancho, ¿no le parece?. Nunca se me habría ocurrido. Después hablamos de Flann OBrien, cuya mejor novela, At Swim-Two-Birds, había yo recomendado a varios editores españoles sin éxito. Muy interesante novela, me dijo Borges. ¿Usted sabe que yo le hice una crítica en el año en que salió, 1939? La publicaron en la revista El hogar y me pagaron 25 pesos argentinos por ella. Borges se rió como el que ríe la última risa.Decidí en ese momento traer a colación en la colación un tema que, según Monegal y el poeta escocés Alastair Reid, traductor de Borges, era como una colisión. Hablé del premio Nobel que nunca ganaría. Le pregunté a Borges directamente: Borges, ¿por qué le importa tanto ganar el Premio Nobel? De todos los escritores que escriben en español es usted el único que será leído dentro de cien años. Ya tiene ganada la inmortalidad. Borges se sonrió: Soy más bien uno de los Inmortales de Swift. Se refería a los viejos que vivían para siempre en Gulliver. Pero a usted no le interesa para nada el dinero. Borges me miró con esos ojos que no veían más que las rayas amarillas en el asfalto y se sonrió un poco. Cuando habló había un aire pícaro en su voz: En cuanto al dinero, no crea, ayuda, y disolvió la revelación en una carcajada de sus grandes dientes postizos. Todos, por supuesto, nos reímos. Borges era, como los indios de la pampa, un contradictorio.Ese contradictorio debe de estar ya en el cielo de los escritores. Lo espera Emir Monegal, que ya lo esperaba desde el año pasado. Tenga cuidado, Borges -dirá Monegal-, con esa nube que no está muy segura. Borges lo miraría impaciente todavía sin verlo, movería su bastón celeste en la dirección general de la Puerta Perlada y preguntaría impaciente: Dígame, Monegal, ¿ya encontró la biblioteca? Babel no debe de estar lejos.Monegal hubiera querido tener la última palabra, pero sabía que debía dejarla a Borges. El argentino buscaba una raya amarilla entre las nubes y, al no encontrarla, levantó los ojos de nubes entre las nubes y comprobó que podía ver: íPor fin, Señor, puedo ver! íPuedo ver!. Miró por encima de Monegal y más allá de las nubes y entre las nubes y vio que el infierno tan temido era en realidad el cielo, todo lleno de nubes: campos de nubes para siempre. Todo estaba hecho de nubes, aun Monegal era como una nube. Borges abrió la boca como para respirar bocanadas de nube, pero, argentino que era, exclamó: íPero, che!

Fuente : Clarin
GUILLERMO CABRERA INFANTE
22de agosto de 1999