miércoles, 28 de marzo de 2018

Necronomicón, el libro maldito que se materializó en Buenos Aires






 
Según escribió H. P. Lovecraft hace casi un siglo, uno de los pocos ejemplares que se conservan del Necronomicón está en Buenos Aires. Ahora, una película y un libro conjeturan qué fue de esa obra maldita. Un capítulo más para una historia de ficción tan bien lograda que muchos creen que es real.

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Howard Philips Lovecraft (1890-1937) imaginó la existencia de un libro maldito, un libro cuyo contenido podía convocar a seres antiquísimos y todopoderosos y acabar con nuestro mundo. Imaginó que fue escrito alrededor del año 730 por un árabe loco llamado Abdul Alhazred, que su título original árabe era Al-Azif, y que en el mundo quedan solo cinco ejemplares de la obra completa, los cuales llevan el título con el cual se tradujo en Occidente: Necronomicón. Lovecraft imaginó también que uno de esos ejemplares está en Buenos Aires.

Quién sabe cuál fue el motivo que lo llevó a pensar en esta ciudad. Las otras ubicaciones del libro parecen lógicas. Uno de los ejemplares tenía que estar en la Universidad de Miskatonic, en Arkham: esa imaginaria ciudad de Estados Unidos aparece en casi todas las historias relacionadas con los mitos de Cthulhu, la saga de relatos que giran en torno al Necronomicón, escritos no solo por Lovecraft y otros autores, que conforman el llamado Círculo de Lovecraft. Las otras tres copias están en neurálgicos de la cultura occidental: la Biblioteca Widener, de la Universidad de Harvard, el Museo Británico y la Biblioteca Nacional de París. Pero ¿Buenos Aires?

Es probable que, hace noventa años, mientras escribía El horror de Dunwich, Lovecraft haya juzgado conveniente que hubiera un ejemplar más, sito en algún lugar inhóspito, lo más alejado posible de las grandes capitales del mundo. Y que entonces haya desplegado un planisferio y llevado sus ojos bien abajo, y que le haya gustado la musicalidad del nombre de esa ciudad, o quizás el hecho de que contenga las cinco vocales, o, quién sabe, la discordancia entre el significado del nombre y el horroroso contenido del libro en cuestión. El caso es que esa fue su decisión. “La Universidad de Buenos Aires”, escribió en el comienzo del capítulo V del relato.

Tampoco está claro cómo es que la tradición mudó ese ejemplar de la Universidad a la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Y, menos aún, por qué tuvo que pasar tanto tiempo para que en Argentina —donde, como en casi todas partes, los cultores de Lovecraft son legión— un grupo de personas se animara a recoger el guante arrojado por el padre de Cthulhu hace tantos años y añadiera al universo lovecraftiano un capítulo más.



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Es probable que esa tardanza se debiera a que algunos de los más influyentes lectores argentinos siempre miraron a Lovecraft con cierto desdén. En sus “Notas sobre lo gótico en el Río de la Plata”, de 1975, Cortázar señala que el prestigio de la obra de Lovecraft lo “ha dejado siempre perplejo”. “La monótona reiteración de su vocabulario pueril y de sus escenarios tópicos —apunta— basta para despertar mi tedio más invencible”.

Borges, por su parte, en los sucintos párrafos de su Introducción a la literatura norteamericana (en colaboración con Esther Zamborain, publicada en 1967), señala que el autor de El color que cayó del cielo “estudiosamente imitó el patético estilo y las resonancias de Poe”. Unos años después, en el epílogo de El libro de arena, explica: “El destino que, según es fama, es inescrutable, no me dejó en paz hasta que perpetré un cuento póstumo de Lovecraft, escritor que siempre he juzgado un parodista involuntario de Poe. Acabé por ceder; el lamentable fruto se titula se titula There Are More Things”, un cuento dedicado de manera explícita a la memoria de Lovecraft.

La leyenda que une a estos dos autores, sin embargo, va mucho más allá.



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Una de las mayores curiosidades en torno al Necronomicón es que muchas personas han creído en su existencia real, por fuera de las ficciones de Lovecraft y su Círculo. Han creído que de verdad es obra del tal Abdul Alhazred (que no es más que un juego de palabras con el inglés All has read, “el que lo ha leído todo”), y que tiene poderes sobrenaturales, y que algunas pocas copias sobreviven diseminadas por el mundo.

En una ocasión, Clark Ashton Smith, miembro del Círculo de Lovecraft, le preguntó en broma a un librero de viejo de Nueva York si tenía el Necronomicón. La respuesta fue: “Por supuesto que lo tenemos”. A Smith se le heló la sangre durante algunos segundos. “Resultó que el libro existía realmente, aunque solo en una edición refundida y dudosa”, explica Alexander Pechmann en su divertido La biblioteca de los libros perdidos, de 2007, una recopilación de historias de libros que se extraviaron o que nunca se llegaron a escribir. Hoy en día, de hecho, cuando uno busca “necronomicón” en tiendas online como Iberlibro, Mercado Libre o eBay obtiene decenas de resultados.

Además de homenajes, plagios y estafas (quién sabe cuántos desprevenidos habrán pagado fortunas por supuestos originales del libro maldito), hay bromas. En 1960 se descubrió la ficha del Necronomicón en la Biblioteca General de la Universidad de California, obra de algún estudiante bromista. La leyenda borgeana afirma que el autor de El Aleph, amante de hablar de libros ficticios como si fueran reales, hizo lo mismo: durante su mandato como director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires (entre 1955 y 1973), también habría catalogado el Necronomicón, como si el ejemplar soñado por Lovecraft realmente estuviera entre los anaqueles de aquel lugar.

Cuentan los empleados de la Biblioteca que han recibido, y siguen recibiendo, incontables consultas de personas que se presentan o llaman por teléfono o escriben por correo electrónico para preguntar si pueden leer el Necronomicón. “No, no lo tenemos”, responden los empleados con suma cordialidad.



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Y así llegamos a nuestros días, en los que el cineasta argentino Marcelo Schapces cumplió el sueño de su adolescencia: llevar a la pantalla el universo de Lovecraft. Así nació Necronomicón, el libro del infierno, película cuya trama se desarrolla en una Buenos Aires de pesadilla, una Ciudad Gótica del tercer mundo donde no solo nunca deja de llover, sino que además las napas subterráneas han subido hasta anegar los sótanos de los edificios, entre ellos el de la Biblioteca Nacional. Esto provoca la caída de una pared, detrás de la cual se descubre un recinto hasta entonces desconocido en el que se conservan libros secretos…

El estreno fue acompañado por el lanzamiento de Necronomicón, el libro maldito, un bello volumen publicado por Utopía Editorial, que reúne magníficas ilustraciones de Salvador Sanz y Aldo Requena y textos —relacionados con el universo lovecraftiano y, desde luego, con el film— firmados por el propio Schapces y por los escritores Ricardo Romero y Luciano Saracino, guionistas de la película. Incluye, entre otras cosas, reseñas de algunos de los libros supuestamente hallados en la cámara tapiada junto con el Necronomicón. Casi todos tienen varios siglos de antigüedad, salvo uno, que es del siglo XX, se titula El rumor de los insectos por la noche (que es el significado literal del árabe Al-Azif, el título original del libro maldito) y cuyo autor sería Jorge Luis Borges.

“Puede tratarse de una traducción o una interpretación borgeana del Necronomicón. […] También puede ser una transcripción exacta del texto de Abdul Alhazred. […] Se dice que existe una prueba de imprenta realizada en los talleres gráficos de la editorial Emecé. […] Hay quien dice que la pequeña decena de ejemplares que lograron encuadernarse como prueba de galera fueron quemados o que el mismísimo Borges mandó a ocultarlos en un pabellón posteriormente tapiado de la Biblioteca Nacional…”

La película muestra el momento en que el bibliotecario Luis (interpretado por Diego Velázquez) encuentra, en los estantes de la cámara tapiada, uno de esos escasos ejemplares del libro que Borges nunca publicó. Y ahora yo, mientras escribo estas líneas, también tengo junto a mí un ejemplar de El rumor de los insectos por la noche. El que se ve en la foto. Es una de esas situaciones en las que resulta muy difícil no creer en la existencia real de un libro, aunque se sepa que es ficticio.

  
¿Qué harán, ahora que su vasto catálogo sí incluye este libro titulado Necronomicón, los empleados de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires cuando alguien les pregunte si lo pueden leer? Quizás dejen de lado su amable “no, no lo tenemos” y hagan suyas las palabras de aquel librero neoyorkino: “Por supuesto que lo tenemos”. Y tal vez de esa forma, durante algunos segundos, llenen de vana esperanza o les hielen la sangre a los que consultan. Será una forma de expandir todavía un poco más el universo lovecraftiano en este arrabal sudamericano.

Fuente: Letras Libres  -  México

jueves, 22 de marzo de 2018

“El inmortal” de Jorge Luis Borges




El cuento “El inmortal” narra la búsqueda de una ciudad perdida en el desierto, urbe magnífica que el tribuno militar Marco Flaminio Rufo persigue afanosamente. La expedición del romano culmina con un doble descubrimiento: el de la añorada urbe, que lejos de corresponder a la imagen excelsa que se había formado de ella Rufo, presenta la cara de un atroz e insensato laberinto que desafía toda racionalidad; y la no menos inesperada revelación de sus arquitectos, una casta de inmortales que, retirados del mundo físico y del uso de la palabra, languidecen en el eterno sopor de especulaciones metafísicas.

La quiebra de las esperanzas de Rufo, que después de ganar la inmortalidad recorrerá el mundo y los siglos para despojarse de ella, es significativa, puesto que responde a la confrontación entre la expectativa de un ideal, derivada en abstracto de la hipótesis de la inmortalidad, y la realización de esa hipótesis, cuyo resultado diverge del ideal pero constituye un riguroso cumplimiento de las premisas de la hipótesis.

El tribuno romano espera encontrar, en la ciudad de los inmortales, la cumbre de la civilización, pero todo lo que le espera es el ingreso en una forma particular de barbarie. Esta barbarie está decretada por la anulación del yo individual como consecuencia de una ley inquebrantable, que rige la existencia de los inmortales: “Sabía (la república de los inmortales) que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir” (579). Anulado por los hechos del pasado y los del futuro, el momento presente, el instante de agencia para el sujeto, se aniquila al transmutarse en réplica de lo ya acontecido o en prefiguración del porvenir: “No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos” (580).

Las consecuencias de esta lógica para la identidad del sujeto son análogas: “Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres” (579). Si un solo hombre inmortal es todos los hombres, entonces es lícito deducir que la limitada tribu de los inmortales, compuesta por un número finito de sujetos, constituye en realidad una imagen completa, incluso redundante, de la humanidad pasada y futura: si basta un solo inmortal para escenificar el tránsito interminable de las generaciones, la sucesión de innumerables individuos, entonces la existencia simultánea de una comunidad de estos seres implica una potencial reproducción de lo idéntico, lo cual abunda -innecesaria y enfáticamente- en la aniquilación de la individualidad.

En “El inmortal” el motivo de la sociedad secreta es puesto a prueba, radicalizado hasta alcanzar sus propios límites y volverse intrascendente. La pregunta que produce esta radicalización del tropo indaga en los criterios de inclusión y de exclusión de la sociedad secreta: ¿quiénes pertenecen a ella, quiénes quedan fuera? “En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos” (573): los inmortales, a quienes Rufo confunde inicialmente con trogloditas, constituyen una estirpe, habitan un espacio delimitado, y si carecen de identidad individual, ya que son -a la vez- todos los hombres y nadie, sí poseen una identidad colectiva, marcada por un solo rasgo: su inmortalidad. Así como la práctica del rito secreto entre los sectarios del Fénix; así como la consagración a la misión de soñar en “Las ruinas circulares”; y así como la tarea de crear un planeta imaginario, todos estos factores únicos de pertenencia que bastan para justificar la membresía a la sociedad secreta, es suficiente padecer de inmortalidad para integrarse a esta casta del desierto que gasta sus días en una casi perfecta inmovilidad del cuerpo, aunque en constante ejercicio del pensamiento.

La inmortalidad, en tanto signo de pertenencia, resulta paradójica, puesto que no aporta ninguna marca singularizadora ni diferenciadora, sino que más bien opera una disolución de la subjetividad cuyo efecto es una magnificación de la membresía, que se amplía hasta incluir un conjunto imaginario y utópico: incluye, totalizadoramente, a todos los seres humanos del pasado y a todos los posibles habitantes del futuro. Sin embargo, esta última declaración no es completamente válida; existe otra marca que, aunque omitida en el discurso explícito, se revela como prevalente: al igual que en todos los cuentos analizados páginas atrás, la membresía a la sociedad de los inmortales está restringida a los hombres, a los participantes del género masculino. Se trata de una sociedad exclusivamente viril que acarrea, además, una cierta concepción de la autoría: si todos los actos y palabras imaginables son, en el mundo de los inmortales, bien una réplica o bien una prefiguración, entonces la creación equivale a una reproducción constante en la cual la totalidad de lo realizable se presenta como una red de copias sin original, sin posible gesto fundador.

La dramatización arquitectónica de esta comprensión de la autoría es la ciudad de los inmortales, en la que el diseño material del espacio trasunta una concepción del universo. La proliferación de corredores sin salida, altas ventanas inalcanzables, aparatosas puertas que dan a una celda o un pozo, y de increíbles escaleras inversas, responde a la imposibilidad de plantear y seguir un designio previo, un plano preliminar, pues este llevaría inscrita la autoridad de un origen y la preeminencia de un supra-autor.

Fuente: Notas de lectura de Luis Hernán Castañeda

jueves, 15 de marzo de 2018

La persistencia de la conciencia: Borges y la inmortalidad


 


 Dr. Gorka Bilbao Terreros

School of Cultures Languages and Area Studies, Hispanic Department
University of Liverpool
Gorka.Bilbao-Terreros@liverpool.ac.uk

Resumen: El presente artículo propone un acercamiento comprensivo a uno de los temas claves de la literatura de Jorge Luis Borges, la inmortalidad, a través del análisis de una de sus obras más representativas: ‘El Inmortal’. Se expondrá así el modo en el que, en las páginas del bonaerense, se rechaza la posibilidad de la persistencia de la conciencia individual y se aboga por la integración en una memoria colectiva absoluta de naturaleza inconsciente que alcanzaría el carácter de inmortal gracias a la acción de aquellos que, mediante sus palabras, obras y actitudes, seguirían facultando su existencia eterna.

Uno de los temas que con más asiduidad se asoma a las páginas de la obra de Jorge Luis Borges, junto al lenguaje, al tiempo o a los límites de la razón, es la posibilidad de la existencia eterna. Tradicionalmente, como se expondrá a continuación, la crítica ha entendido el posicionamiento borgesiano como uno en el que para acceder a la inmortalidad el individuo ha de transformarse en una suerte de ser superior mediante la recolección de vivencias ajenas, es decir, un hombre sería inmortal al aglutinar en sí mismo todas las experiencias de todas las vidas de todos los seres humanos. En este artículo, y tomando como referencia la historia corta “El inmortal” y una de sus clases magistrales que lleva por título “La inmortalidad”, se tratará de ofrecer una alternativa a esta perspectiva tradicional mediante el estudio de lo que el propio Borges acuñaría como “la inmortalidad cósmica”; una de carácter general, pero cuyo énfasis se sitúa en la falta de consciencia y en la disolución absoluta de cualquier rasgo de individualidad.

En 1978, Borges es invitado a impartir una serie de clases en la universidad de Belgrano en Argentina. Años después, esas lecciones que versarían sobre el libro, la inmortalidad, Emanuel Swedenborg, el cuento policial y el tiempo serían recogidas y publicadas en un volumen titulado Borges Oral. En él, el bonaerense expone algunos de los diferentes acercamientos que han existido a lo largo de la historia al problema de la persistencia humana. Tras nombrar a autores de la talla de Sócrates, Platón, William James o Tácito, entre otros, Borges utiliza a Unamuno [1] como paradigma del inmortal individualista y, rápidamente, se apresta a censurar la actitud del vasco: “Él repite muchas veces que quiere seguir siendo don Miguel de Unamuno. Aquí ya no entiendo a Miguel de Unamuno” (OC 4: 172). El autor platense concede que la inmortalidad es uno de los deseos íntimos de los seres humanos y, sin embargo, entiende que la perspectiva de prolongarse en el tiempo de forma personal quizá no sea la más idónea o, incluso, necesaria: “Tenemos muchos anhelos, entre ellos el de la vida, el de ser para siempre, pero también el de cesar […]. Todas esas cosas pueden cumplirse sin inmortalidad personal, no precisamos de ella. Yo, personalmente, no la deseo y la temo”. (175)

Este temor de Borges a la inmortalidad personal le va a llevar a creer en otro tipo de persistencia eterna; aquella que valida una inmortalidad de corte general o común -nunca individual- inconsciente y anónima; lo que él mismo daría en llamar una ‘inmortalidad cósmica’ (OC 4: 172). Así Borges afirmaría:

Intellectus naturaliter desiderat esse semper, la inteligencia desea ser eterna. Pero, ¿de qué modo lo desea? No lo desea de un modo personal, no lo desea en el sentido de Unamuno que quiere seguir siendo Unamuno; lo desea de un modo general. (178)

Para Borges, este modo general se constituye en una suerte de entidad abstracta compuesta por todos los hechos, todas las actitudes, todos los actos y experiencias que aquellos que hemos pasado por esta vida, digamos, terrenal dejamos tras nuestras existencias. Estas serán recordadas por aquellos que vendrán después y, de algún modo, traídas de nuevo a la vida: “En fin, la inmortalidad está en la memoria de los otros y en la obra que dejamos”. (178)

En opinión del argentino, la simple amalgama de actos, la conjunción de las circunstancias de todos aquellos que han existido y su puesta al servicio de los que vendrán no son los únicos requerimientos para alcanzar una inmortalidad cósmica. Para Borges, el logro de la inmortalidad conlleva la pérdida total y absoluta de todo rasgo identificador e individualizador:

Esa inmortalidad no tiene que ser personal, puede prescindir del accidente de nombres y apellidos, puede prescindir de nuestra memoria. ¿Para qué suponer que vamos a seguir en otra vida con nuestra memoria, como si yo siguiera pensando toda mi vida en mi infancia, en Palermo, en Adrogué o en Montevideo? ¿Por qué estar siempre volviendo a eso? (OC 4: 179)

En esta desaparición, en esta disolución del individuo en la generalidad, para ser más exactos, se encontraría el anhelado descanso que persigue el autor, la liberación definitiva de la opresión a la que le somete su “yo”: “Sería espantoso saber que voy a continuar, sería espantoso pensar que voy a seguir siendo Borges. Estoy harto de mí mismo, de mi nombre y de mi fama y quiero liberarme de todo eso” (175). Para Borges, la posibilidad de que su individualidad, su personalidad misma, sobreviva por los siglos de los siglos no es sino una perspectiva que le causa temor. La eternidad cósmica que propone el escritor se sitúa, por lo tanto, más allá de una simple unión de sujetos y sus experiencias para convertirse en una entidad nueva e independiente de cualquier atisbo de rasgo individualizador o identificador; una suerte de infinita biblioteca anónima. Esta entidad sin conciencia ni consciencia -y de la que aquellos que están vivos tampoco tendrían por qué tener una noción lúcida- reuniría todo el conocimiento, todas las actitudes, todos los actos de aquellos que han sido y que son. Estos últimos, además, accederían a esa información almacenada, a una pieza particular de sabiduría, de forma inconsciente y, al hacerlo, de acuerdo a Borges, volverían a traer a su autor a la vida.



La inmortalidad en “El inmortal”

Es en el relato “El inmortal” donde Borges expone de manera más directa su visión sobre la inmortalidad. En esta historia se nos detalla la existencia de un manuscrito que la princesa de Lucinge encontró en el sexto volumen de la Ilíada de Pope que previamente había recibido de manos del anticuario Joseph Cartaphilus [2]. Este manuscrito narra las peripecias de Marco Flaminio Rufo, un tribuno de las legiones romanas que, tras un encuentro con un viajero que le informaría de la existencia de un arroyo capaz de conceder la inmortalidad a los hombres, comienza una búsqueda en pos de la ciudad de los inmortales y del río que otorga ese don a los seres humanos. Rufo encuentra el cauce que garantiza la perdurabilidad eterna “custodiado” por trogloditas y, tras beber de él, se encamina al encuentro de la ciudadela; un lugar de pesadilla en la que las edificaciones no corresponden a la lógica humana [3].

En su regreso de la metrópoli al asentamiento donde moran los trogloditas, Marco Flaminio entablará una cierta relación con uno de ellos, quien más adelante resultará ser Homero, el escritor de la Ilíada, transformado también en inmortal. Tras pasar algún tiempo entre los “salvajes”, el tribuno romano y algún otro miembro del clan deciden que la existencia de un río que garantice la vida eterna inequívocamente indica la existencia de otro que la borre y parten sin demora en su busca. Durante siglos Rufo tratará de hallar el torrente en vano. En su búsqueda Marco Flaminio perderá su propia individualidad transformándose, de algún modo, en todos los hombres. Finalmente, en las afueras de una ciudad de Eritrea, nuestro protagonista dará con el caudal que le restaurará a su condición de mortal. Antes de morir, el romano escribirá un manuscrito donde detallará los hechos de su vida. Un año después lo repasará para advertir que, en apariencia, la narración que él mismo compuso corresponde en realidad a los actos realizados por dos hombres, él mismo y Homero. Una vez acabada la revisión, el ahora mortal -a quien intuimos también como Cartaphilus, el anticuario- se prepara para morir.

La crítica tradicional ha adoptado diferentes acercamientos a la hora de acometer el análisis del relato. Como es bien sabido, en sus historias cortas Borges no se limita al examen de un único argumento sobre el cual edificar su narración sino que tiende a construir sus ficciones combinando diferentes enfoques sobre diversos temas[4]. De este modo, autores como James Woodall o Rodríguez Monegal han identificado como fuentes de la narración aspectos íntimamente relacionados con la vida privada del bonaerense, tales como la impotencia sexual o el insomnio, respectivamente [5]. Estos acercamientos, sin embargo, parecen a priori un tanto restrictivos. Es bien cierto que el propio Borges reconocería en ocasiones que algunos de sus relatos se inspiraban en hechos acontecidos en su propia vida. Así, de “Funes el memorioso” diría que se trataba de una metáfora de su propio insomnio que, precisamente, la redacción del texto le ayudó a combatir (Borges 2007). Sin embargo, en el mismo epílogo a la colección de cuentos El Aleph que publicaría en 1949, el literato argentino se refiere a “El inmortal” no ya como experiencia personal, sino como historia cuyo tema “es el efecto que la inmortalidad causaría en el hombre” (OC 1: 629); por lo tanto identificar inequivocamente a la impotencia o el insomnio como motores de la narración parecen aproximaciones un tanto arriesgadas.

En La prosa narrativa de Jorge Luis Borges, Jaime Alazraki señala a la filosofía de Spinoza como la estructura sobre la que se sostiene la construcción narrativa de “El inmortal”. Así, el crítico va a identificar el panteísmo como la idea que subyace en la transformación del protagonista en inmortal y, más tarde, en todos los hombres: “El tema de ‘El inmortal’ es la idea panteísta de que un hombre es nada y es nadie para ser todos los hombres” (1974: 87). Alazraki sí hace una mención velada a la inmortalidad como aglutinación de experiencias anónimas, pero lo condiciona de forma sustancial al prisma del panteísmo. Lejos queda de mi intención refutar la posibilidad de que la ideología de Spinoza tenga cierta influencia en la creación de la ficción, pero sí es mi opinión que la noción de panteísmo derivada de la filosofía del holandés pasa por la aceptación de la existencia de una suerte de deidad o entidad superior que, bajo mi punto de vista, no es posible hallar en “El inmortal”.

En Pantheism: A Non-Theistic Concept of Deity, Michael P. Levine describe diferentes acercamientos que la noción del panteísmo ha tenido a lo largo de los siglos: “Just as there are alternative theisms, one would expect that there are alternative pantheisms” (26). Así, después de tomar en consideración las diversas posturas promovidas por Spinoza, Tao o, incluso, algunas mantenidas por el hinduismo, el crítico concluye que para los panteístas: “God, the world and the all-inclusive divine Unity all allegedly refer to the same thing” (28). Sin embargo, esta concepción, esta definición que Levine repetirá a lo largo del volumen -“The definition of pantheism as the belief in a divine Unity” (71)- va a chocar de manera frontal con la concepción de eternidad cósmica borgeana. Para Borges, su inmortalidad no tiene rasgo alguno de divino, independientemente de si se entiende “divino” como todopoderoso, como omnisciente o simplemente como unidad perfecta. El hecho irrefutable es que la memoria colectiva en la que el bonaerense anhela obtener su inmortalidad anónima está lejos de la perfección que se deriva de la noción de divinidad. Debido al hecho de que la memoria cósmica no tiene una voluntad que ejercer no puede ser todopoderosa, pues el ejercicio de un poder supremo implica una consciencia de, sino uno mismo, al menos el elemento sobre el que se va a aplicar ese poder. La memoria cósmica tampoco es omnisciente, pues únicamente acumula conocimientos, actitudes y hechos presentes y pasados, pero nunca futuros, pues estos se agregarán a ella a medida que vayan ocurriendo. Es por esto que la memoria cósmica de la que nos habla Borges se aleja de la perfección que se encuentra en la divina Unidad de los panteístas.

Quizá el acercamiento más interesante lo encontremos en los trabajos de Alfred Mac Adam y Dominique Jullien. De acuerdo a Mac Adam: “in ‘El inmortal’ he [Borges] wants to show that authorship is a matter of multiple identities, that to be an author entails absorbing -and being absorbed by- tradition” (125). En opinión del crítico, la historia del tribuno romano sería una alegoría de la realidad del autor moderno, quien no es sino un compendio de todos aquellos autores previos a él. Por lo tanto, si el autor carece de originalidad debido a que es el resultado de la suma de los que le preceden, lo mismo ocurrirá con sus obras: “[Borges] uses immortality here to show that being a writer means constructing texts out of preexistent material -the concept of the new being merely a delusion” (126). En este mismo registro se mueve el artículo de Jullien “Biography of an Immortal”. El crítico analiza los posibles orígenes históricos del relato, que identifica con la leyenda del Wandering Jew [6] y concluye afirmando que: “[Borges’s] version of the legend turns the Wandering Jew from a symbol of all humankind into an impersonal author of all literature” (Jullien 139). De nuevo, la noción del autor como resultado de la suma de todos los literatos del pasado aparece en el análisis de Jullien quien añade, además, una interesante perspectiva, la que ofrece la noción de la pérdida de la identidad: “In becoming an Immortal, the protagonist loses his identity: in becoming a writer, he forsakes his individuality as a man to embrace an impersonal destiny as an author”. (142)

Esta perspectiva parece derivar, en cierto modo, de los conceptos desarrollados el siglo pasado por los franceses Roland Barthes y Michel Foucault. Barthes en “The Death of the Author” aboga por la desaparición del autor, entendido este como elemento aislado y desplazando el énfasis del análisis de una obra desde su autor hasta el texto mismo, sustituyendo de este modo “language itself for the person who until then had been supposed to be its owner” (222). El pensador francés argumenta su tesis en el hecho de que “writing is the destruction of every voice, of every point of origin […] the negative where all identity is lost” (221). Su compatriota parece compartir una idea bastante similar. En el artículo “What is an Author?”, Foucault, como el título mismo indica, estudia el significado, la noción misma de “autor” y escribe: “using all the contrivances that he [the author] sets up between himself and what he writes, the writing subject cancels out the signs of his particular individuality” (226). Tomando como referencia estos textos, así como los anteriormente mencionados de Jullien y Mac Adam, no sería descabellado afirmar que “El inmortal” es una alegoría de la actividad creadora del autor mismo y que la intención de Borges no es otra sino la de equiparar a esta con la propia inmortalidad cósmica. Sin embargo, hay ciertos aspectos que nos señalan la posible inadecuación de esta teoría.

Aún admitiendo que el relato sea en parte un estudio de la actividad creadora, reducir la totalidad de su calado simplemente a este hecho resulta, de nuevo, un tanto limitado. De acuerdo al propio Barthes: “a text is not a line of words releasing a single ‘theological’ meaning […] but a multidimensional space” (223). No estaría totalmente fuera de lugar, como se mencionaba anteriormente, entender parte del posible mensaje de la narración como simbólica de la actividad creadora; no obstante, no debemos olvidar el hecho de que la historia lleve por título “El inmortal” [7] y no “El autor”, ni que el propio Borges se refiera a ella en el epílogo a El Aleph como: “la más trabajada [de la colección]; su tema es el efecto que la inmortalidad causaría en los hombres” (OC 1: 629, énfasis añadido). Siguiendo la línea de pensamiento marcada por los textos de Mac Adam y Jullien -y acaso también por los de Barthes y Foucault- se podría caer en la tentación de definir el intertexto, la literatura en general, como garante de la inmortalidad. Es decir, un autor se convierte en inmortal debido a que su obra es leída y reciclada además en los textos de otros escritores. Sin embargo, esto sería tanto como aceptar la existencia de un cierto matiz clasista que no se encuentra en el concepto de eternidad que Borges propone. Quizá pueda acusarse al literato argentino de ser demasiado exquisito en el uso del lenguaje o de abusar de continuas referencias filosóficas, pero la noción de eternidad reservada únicamente para aquellos que adquieran un cierto estatus en la literatura universal, no es en absoluto lo que Borges defiende:

Esa inmortalidad [cósmica] se logra en las obras, en la memoria que uno deja en los otros. Esa memoria puede ser nimia, puede ser una frase cualquiera. Por ejemplo: “Fulano de tal, más vale perderlo que encontrarlo”. Y no sé quién inventó esa frase, pero cada vez que la repito yo soy ese hombre ¿Qué importa que ese modesto compadrito haya muerto, si vive en mí y en cada uno que repita esa frase? (OC 4: 179)

La inmortalidad cósmica a la que se refiere el porteño ha de ser alcanzable por todos y cada uno de nosotros; desde el autor de innumerables obras imperecederas William Shakespeare, hasta el anónimo y modesto compadrito de los barrios de Palermo.

No obstante, el hecho de que desestimemos la escritura como vehículo a través del cual alcanzar la inmortalidad, tampoco debe hacernos caer en la tentación de identificar al lenguaje [8] en sí como tal. A pesar de que es innegable que Borges siempre ha mostrado gran interés por él y ha dedicado numerosas páginas a su estudio, tampoco es este el método por el cual asegurarse la eternidad. Según el argentino: “más allá de nuestra muerte corporal queda nuestra memoria, y más allá de nuestra memoria quedan nuestros actos, nuestros hechos, nuestras actitudes” (OC 4: 179, énfasis añadido). Por lo tanto, debemos entender que no es sólo el lenguaje lo que permanece una vez abandonamos este mundo. Es un compendio de elementos el que de nosotros queda y es a través de este que logramos alcanzar la inmortalidad cósmica. Es cierto que a través del lenguaje nos es posible volver a la vida -al repetir los nuestros descendientes nuestras frases [9] y dichos, al narrar nuestras peripecias- pero también es cierto que no es la única vía y que también nuestras actitudes [10], nuestros movimientos y acontecimientos nos garantizan la eternidad tal y como la entendía el bonaerense.

La noción del autor como compendio de escritores pasados no es en absoluto ajena a la obra de Borges [11] y, sin embargo, es mi parecer que en “El inmortal” ese fundamento está íntimamente relacionado con la idea de la persistencia eterna, precisamente, a través de esa noción de la pérdida de la identidad. A la luz de la clase magistral recogida en Borges Oral, vamos a tratar de explicar las motivaciones que llevan al tribuno romano protagonista del relato a buscar, primero, la fuente de la eterna existencia y, más tarde, el remedio que le libre de tal don.

Al comienzo de “El inmortal”, Marco Flaminio Rufo se embarca en la búsqueda de la ciudad de los inmortales y del río que concede la vida eterna. Sin embargo, el soldado romano falla a la hora de manifestar una razón clara que revele el motivo por el cual emprendió su viaje en pos de la leyenda. Nos dice que tras conquistar la ciudad de Alejandría para el César: “yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esta privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales” (OC 1: 533). Como decía, el propio tribuno no parece comprender claramente el impulso que le llevó a iniciar su búsqueda imposible. Quizá esa explicación la hallemos en la sección sobre la inmortalidad de Borges Oral. En ella, como ya hemos mencionado, el argentino repite en numerosas ocasiones una cita que atribuye a Santo Tomás de Aquino y con la que parece concordar de forma plena: “Intellectus naturaliter desiderat esse semper (La mente espontáneamente desea ser eterna, ser para siempre)” (OC 4: 175). Si la inteligencia humana desea de forma natural perdurar, no es de extrañar que, tras su encuentro con un viajero que le informaría de la existencia de un caudal capaz de otorgar la inmortalidad a los hombres, Rufo determine descubrir la localización de este.

Por supuesto, Marco Flaminio logra su propósito y bebe las aguas que le proporcionan la vida eterna. Sin embargo, varios siglos después y junto con un grupo de inmortales, nuestro protagonista abandona su retiro y emprende un viaje para tratar de encontrar el río que le transformará de nuevo en un simple mortal. En sus andanzas a lo largo de los años, el tribuno romano adquiere múltiples identidades y es, de este modo, soldado en Stamford en el siglo XI, transcriptor en Bulaq, preso en Samarcanda o astrólogo en Bikanir y en Bohemia. Vive en Kolozsvár y en Leipzig en el siglo XVII, se suscribe en Aberdeen a la Ilíada de Pope en 1714, discute filosofía con un profesor de retórica en 1729 hasta que, el cuatro de octubre de 1921, en un puerto de Eritrea descubre el ansiado objeto de su búsqueda. Bebe sin dudar y, tras herirse por primera vez tras dieciséis siglos de inmortalidad, escribe: “Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres”. (OC 1: 542)

Al convertirse en inmortal, el tribuno romano sufre una serie de transformaciones, de migraciones o incluso acumulaciones si preferimos, que han sido identificadas por la crítica como una pérdida de identidad personal; de acuerdo a Jullien: “In becoming an Immortal, the protagonist loses his identity” (142). En apariencia, esta privación de conciencia propia es el preámbulo al modo en el que Borges concibe la inmortalidad. Mac Adam así lo entiende y afirma: “It is equally clear that the multiple identities make the individual into a multitude -not everyman but all men- which is exactly what being immortal entails for Borges” (125). Jaime Alazraki parece ser de la misma opinión y escribe: “Cartaphilus ha perdido su identidad individual y ahora puede ser todos y, consecuentemente, Homero” (86). Es decir, la negación de la unicidad de la identidad propia y la adopción de múltiples conciencias parece responder a una concepción de la inmortalidad que se atribuye a la “cósmica” de la que nos habla Borges, una inmortalidad a la que todos colaboramos y gracias a la cual: “Cada uno de nosotros es, de algún modo, todos los hombres que han muerto antes. No sólo los de nuestra sangre” (OC 4: 178). Mac Adam resume así este modo de entender la visión del escritor argentino:

For Borges, becoming immortal involves a fundamental transformation of the person in question: to be immortal is to posses all possible human experiences, which, in the context of the story includes being Homer, Homer”s translator Alexander Pope, and Giambattista Vico. (126)

Sin embargo, este acercamiento que defienden Alazraki, Jullien y Mac Adam no termina de explicar el acto que determina la segunda mitad de la narración en “El inmortal”; la búsqueda del río que borre los efectos de aquel que aseguraba la vida eterna. Si la noción de inmortalidad que Borges defiende responde a una simple suma de “todas las experiencias humanas” y, como resultado, a una pérdida de la identidad individual en favor de una general -requisitos ambos ya conseguidos por nuestro protagonista- ¿por qué entonces ese empeño de Marco Flaminio en buscar el manantial que permita su destrucción total? ¿Por qué no nos regala Borges una conclusión en la que el protagonista continúe su vida eterna mutando y recogiendo experiencias? La respuesta, quizá, nos la ofrezca de manera involuntaria Rodríguez-Carranza en el análisis de estilo al que somete a la historia que nos atañe.

En “De la memoria al olvido: Borges y la inmortalidad”, Rodríguez-Carranza estudia el papel que el olvido juega en el relato “El inmortal” y analiza el juego de voces que Borges utiliza para ilustrar el viaje de Rufo desde la mortalidad a la inmortalidad y de nuevo a la mortalidad. Concluye la crítica que: “El cambio de identidad que se produce […] se logra narrativamente pasando de una primera persona singular a una plural y luego a la inversa” (229). Es decir, el militar romano Marco Flaminio Rufo tiende a la utilización del “yo” cuando aún es mortal, a la del “nosotros” cuando adquiere la vida eterna, y de nuevo a la del “yo” cuando vuelve a la mortalidad en forma de Cartaphilus. El esquema responde, en principio, al planteamiento de Mac Adam, Jullien y Alazraki. Mientras el protagonista es mortal muestra su manifiesta individualidad mediante el empleo reiterado del pronombre personal “yo”. Cuando se transforma en inmortal, pierde su identidad única y adopta una globalizadora, de ahí el “nosotros”. Finalmente, al volver a la mortalidad, a la individualidad, prevalece de nuevo el “yo”.

No onstante, al analizar el uso del estilo a la hora de plasmar las intervenciones de aquellos que no son, estrictamente, nuestro protagonista, Rodríguez-Carranza nota lo siguiente:

Casi no hay otras voces en el cuento, no hay prácticamente estilo directo: el yo de la narración se apropia de las voces de los otros. Así, la narración de Homero, la más importante ya que explica a Marco no sólo que se encuentra entre los Inmortales sino que se ha transformado en uno de ellos, está en estilo indirecto, como el prólogo de los editores. La propiedad de las palabras desaparece, pues, y es asumida por el yo final que las integra en su propio discurso (230)

Es decir, el tribuno, al convertirse en inmortal, efectivamente, pierde su propia personalidad y adquiere una identidad global que integra a todos y cada uno de los personajes/seres humanos. Y, sin embargo, esta integración, esta consciencia plural en la que se transforma el ser humano al adquirir la vida eterna, aún muestra síntomas de conciencia propia, de identificación con un ente particular, un “yo”. Uno diferente, sí, al “yo” individual, personal, formado por las experiencias particulares de cada individuo, pero un “yo”, al fin y al cabo, con realidad propia, con consciencia de su propia existencia e identidad como ente sino superior sí, al menos, íntegro, universal.

Es menester recordar en este punto que, como se ha expuesto con anterioridad, este tipo de inmortalidad, aquella que preserva la identidad particular y la conciencia, es contraria al pensamiento de Borges. Y es precisamente debido a esto que, en previsión de la creación de esa superestructura aglutinante de experiencias, Cartaphilus siente la necesidad de borrar de forma total cualquier huella de existencia. El tribuno romano logra la inmortalidad general a través de la simultaneidad, es decir, es a la vez todos aquellos que han existido antes que él. Y, sin embargo, aunque su identidad personal ya se ha borrado -lo que junto con la acumulación de todas las experiencias asegura la inmortalidad de acuerdo a Mac Adam, Jullien y Alazraki- Rufo sigue persiguiendo la exterminación. El razonamiento es sutil, pero, en mi opinión, clave para entender la lógica borgeana. De acuerdo al argentino, el hecho de ser yo todos los hombres no me convertiría a mí en inmortal, sino a ellos. Alcanzar la inmortalidad no residiría simplemente en el hecho de que yo sea todos los demás, sino en el de que todos los demás sean yo.

En su conversación con Homero, nuestro protagonista descubre cuál es el resultado de su inmortalidad recién adquirida: “Todo me fue dilucidado, aquel día” (OC 1: 540). Así, conoce la historia de la ciudad de los inmortales y de sus moradores, le es revelado el principio del equilibrio -según el cual todo acto está compensado por su contrario- aprende que “en un plazo infinito le ocurren a un hombre todas las cosas” (540) y, de este modo, concluye: “Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy” (541). En su conversión a la inmortalidad, Rufo, efectivamente, ha perdido su identidad particular. No obstante esta circunstancia no le ha hecho a él acreedor de la inmortalidad cósmica de la que habla Borges, sino a aquellos que han vivido a través de él y de su manuscrito de forma más o menos inadvertida; Homero, Plinio, de Quincey, Descartes o Shaw: “Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos”. (544)

A través de esta inmortalidad, llamémosla simultánea o aglutinante, todos aquellos que han existido a través de Marco Flaminio han llegado a la eternidad cósmica. Sin embargo, para que nuestro protagonista adquiera ese estatus ha de dejar de ser de forma total y absoluta; en palabras del tribuno romano: “Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto” (OC 1: 544); en las del propio Borges: “yo no quiero seguir siendo Jorge Luis Borges, yo quiero ser otra persona. Espero que mi muerte sea total, espero morir en cuerpo y alma” (OC 4: 172). La desintegración absoluta del “yo” es la condición sine qua non para que el individuo participe de esa inmortalidad cósmica de la que nos habla el argentino. No un ente único, con conciencia, al que se vayan sumando las experiencias de aquellos que sigan viviendo y, consecuentemente, muriendo. No un Dios o una Naturaleza, sino una entidad infinita y abstracta, sin identidad ni conciencia propia, sin otro motivo de existencia que el que le den aquellos que, mientras vivan, la rescaten y traigan de vuelta a la vida. Una memoria universal no a su propio servicio ni auto-sustentada, sino sostenida por la acción del ser humano.

Es de este modo en el que Borges entiende la inmortalidad y, cinsecuentemente, en el que se encuentra la explicación más probable de la búsqueda del río que permita su exterminio total en el caso de Marco Flaminio Rufo. La eliminación de cualquier tipo de conciencia propia en esta memoria universal que salvaguarda nuestra inmortalidad cósmica separa dramáticamente el pensamiento borgeano de las tradiciones metafísicas occidentales. La eternidad, en el caso del argentino, se lograría de un modo casi involuntario y, paradójicamente, sin que nosotros nos percatemos conscientemente de que hemos accedido a ella. Es por esto que Borges subraya el hecho de que: “seguiremos siendo inmortales […] aunque no lo sepamos y es mejor que no lo sepamos” (OC 4: 179). Al contrario que en el caso del mencionado Unamuno, ni la inmortalidad individual, ni la colectiva -entendida esta la de la unión de conciencias en una Conciencia Superior- parecen ser perspectivas que seduzcan al argentino. La única posibilidad que el autor bonaerense contempla es la de la extinción total, la de la integración en una memoria colectiva absoluta de naturaleza inconsciente y que alcanzaría el carácter de inmortal gracias a la acción de aquellos que, mediante sus palabras, obras y actitudes, seguirían facultando su existencia eterna, su inmortalidad cósmica.

Notas

[1] Borges parece dejarse llevar aquí por las corrientes críticas más clásicas en cuanto a la noción de inmortalidad en el ideario de Unamuno. Así, simplifica quizá en demasía la posición del bilbaíno, acaso como método para estructurar su clase magistral partiendo de un enfoque estrictamente individualista para llegar a uno general más acorde con su propia idiosincrasia.

[2] El último de los seis volúmenes en los que Alexander Pope dividió la Ilíada de Homero en su proceso de traducción al inglés (1715 - 1720).

[3] La composición desconcertante de la ciudad nos recuerda sobremanera a la morada del “habitante” en otro de los relatos de Borges; “There Are More Things”. En esa historia, un Borges ficticio describe una casa cuya construcción tampoco se correspondería con la lógica humana. En aquel caso, el hogar del “habitante” es una alegoría del universo que no podemos comprender. Tal vez, en el texto que nos ocupa, la monstruosa ciudad lo sea de la propia inmortalidad que nuestra mente limitada no acierta a concebir.

[4] Jean Franco trata este asunto brevemente en “The Utopia of a Tired Man”: “What is surprising is not that the fictions are read in these different ways nor that they become arguments for the right and for the left, but rather the critical consensus: everyone agrees that what the fictions display is mastery”. (53)

[5] Véanse los trabajos de Woodall (1996), Rodríguez Monegal (1978) o Mac Adam (2000).

[6] Para un análisis más detallado de la leyenda del Wandering Jew véanse Jullien (1995) pp. 137 - 139 o el artículo homónimo en la frecuentemente citada por el propio Borges Encyclopaedia Britannica, edición de 1911.

[7] Curiosamente Alazraki registra una variación del título del relato pasando de llamarse “Los inmortales” en Los anales de Buenos Aires (febrero 1947, año II, n.12) a “El inmortal” en El Aleph (Buenos Aires: Emecé, 1957).

[8] De él diría el argentino en Borges Oral: “El lenguaje es una creación, es una especie de inmortalidad”. (OC 4: 179, énfasis añadido)

[9] “Yo sé -mi madre me lo dijo- que cada vez que repito versos ingleses, los repito con la voz de mi padre. […] Cuando yo repito versos de Schiller, mi padre está viviendo en mí”. (OC 4: 178 - 179)

[10] “Por ejemplo, cada vez que alguien quiere a un enemigo aparece la inmortalidad de Cristo”. (178)

[11] El tema se encuentra en un gran número de sus cuentos y ensayos pero, quizá, el que trata la cuestión de la novedad literaria de forma más directa al poner el énfasis en el ojo del lector más que en la pluma del escritor sea “Pierre Menard, autor del Quijote”.

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Fuente:  Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid