domingo, 27 de septiembre de 2015

Cuando Borges visitó Cali




 “Esta es una ciudad macanuda”, dijo Borges cuando visitó Cali

 Por Medardo Arias Satizábal

El poeta Jorge Luis Borges almorzó en el viejo Club Colombia de Cali, y fue sacado a pasear por Pardo Llada y Rubén Grinberg en el carro el que este médico forense trasladaba orates de San Isidro a su consultorio. Se indignó con la presentación que le hizo un cónsul peronista en el Teatro Municipal.

“Cali era una ciudad más pequeña, pero más culta”, recuerda ahora Manolo Lago, cuando rememora cómo a inicios de los 60 había pasado ya por el Teatro Municipal el poeta Pablo Neruda, quien leyó parte de sus Veinte Poemas de Amor, mientras el público, anclado en sus sillas, los completaba en coro.
“Puedo escribir los versos más tristes esta noche…”, empezaba el poeta, y los caleños continuaban, “escribir por ejemplo la noche está estrellada/ y tiritan azules los astros a los lejos…”

Esa circunstancia de amor masivo por la poesía, hizo que el periodista Alfonso Bonilla Aragón y Manuel Carvajal, promovieran la visita a Cali de Jorge Luis Borges, quien pudo llegar hasta aquí en mayo de 1964. 

Atravesó la puerta del Hotel Alférez Real, custodiada por dos faroles españoles, para pasar aquí una de las temporadas inolvidables de su vida. En una y otra ocasión, alabó el rumor del río, como un arrullo en las noches, y le confesó a los académicos vallecaucanos, que le gustaba mucho también el pasaje de la cacería del tigre en la novela “María”.“Bonar”, como era conocido el maestro de periodistas, excelso cronista, no había viajado aun en misión diplomática a la Argentina; Manolo Lago recuerda que tenía ya la intención de ir al Sur, por lo que Borges le dijo: “Como dice Don Segundo Sombra, irse de la Patria es sangrar un poco…”

Armando Barona Mesa, por su parte, entonces un joven y prestigioso abogado, dice que fue hasta el hotel para conocer a Borges, y lo encontró en un sillón del “hall”, con la mano apoyada en un bastón, mientras esperaba a José Pardo Llada. “Recuerdo que Pardo lo llamó Maestro, al momento del encuentro, y él le dijo, ¿por qué me llamas Maestro? Momentos después salieron en un taxi. Pardo quería oficiar de Cicerone, llevándolo por la ciudad, por los lugares emblemáticos, aunque el poeta ya no podía verla…” Barona agrega que la ceguera de Borges fue paulatina, y está casi seguro que cuando vino a Cali, todavía tenía algo de visión en su ojo izquierdo. “Él podía apreciar el color rojo y el amarillo”. Al respecto, Manolo Lago acota: 

“En el almuerzo en el Club Colombia, nos dijo que una de las ventajas de ser ciego era que el conocimiento de las ciudades se circunscribía a la conversación; pues no podían decirle mire este monumento, observe este convento…”

Pardo continuó visitando a Borges, por cinco días, sólo que lo hizo ya con la complicidad del médico argentino Rubén Grinberg, quien cortésmente ofreció su camioneta para esos paseos por Cali. En una de estas salidas, el compatriota le reveló a Borges que en ese mismo vehículotransportaba a los orates desde San Isidro a su consultorio, lo cual hizo decir al autor del “Oro de los tigres”: “Cuando diga en Buenos Aires que fui transportado en un carro de locos en Colombia, no me lo van a creer”.

Borges fue invitado a un almuerzo en el viejo Club Colombia de Cali, uno de los hitos arquitectónicos de la ciudad, por el cual aún hacen duelo los urbanistas. Ahí le sirvieron un ajiaco, y con el sentido del humor que siempre le acompañaba, expresó: “Parece que esta sopa no se va acabar nunca…tomo y tomo y no llega a su fin…”

Lago confiesa que entonces, a inicios de los 60, pocas personas en Cali conocían de verdad la poesía de Borges, por lo que Bonilla Aragón, tres meses antes de su visita, le sugirió la lectura de algunos de sus libros. “Me puso a leer, y me tomaba la lección; Borges llegó acompañado por Blanquita, su compañera de entonces, una señora muy distinguida. El Consulado Argentino preparó el acto del Municipal; el cónsul de entonces en Cali, muy peronista, quiso presentarlo como “un servidor del gran Estado Argentino”, lo cual le cayó pesado a Borges. Recuerdo que se paró y expresó que él nada tenía que ver con el régimen, que él sólo era un porteño…” El poeta fue una víctima directa de Juan Domingo Perón, quien lo destituyó de la Biblioteca y lo mandó a dirigir una plaza de mercado, cargo con el cual quiso insultarlo.

A Pardo, Borges le expresó, después de la expedición por la ciudad, que Cali le parecía “una ciudad muy macanuda”, así lo consignó el periodista en su columna “Mirador”.

Lago recuerda también que el lleno en el Municipal fue total, y que Borges ponderó la obra de Joseph Conrad, uno de sus autores favoritos, al tiempo que leyó una estrofa de Luis de Góngora, de la fábula de Polifemo y Galatea, y la explicó.

“A Borges le gustaba la novela de Isaacs; aparte de lo que le expresó a la Academia de la Lengua del Valle, con respecto a la cacería del Tigre en María, dijo algo que después utilizaría Mario Carvajal; manifestó que María le parecía un personaje “vegetal”, de una literatura que no se encontraba en ninguna otra parte del mundo, por su exaltación de la naturaleza, lo maravilloso del paso del río Dagua…”

En el teatro se presentó un momento dramático, pues algunos estudiantes empezaron a gritar consignas. Él, sin inmutarse, dijo: “Si están gritando, quiere decir que son jóvenes…”
Al acto del Municipal, concurrieron entre otros, Lino Gil Jaramillo, el poeta Octavio Gamboa, Álvaro y Rodrigo Escobar Navia.

Borges se despidió de la ciudad, rumbo a Cambridge, Massachusetts, donde debía dictar un semestre en Harvard, cátedra de Inglés Antiguo. En esta zona de Estados Unidos, conocida como Nueva Inglaterra, como el Sur Profundo, el inglés isabelino dejó su impronta mayor en la obra de William Faulkner. Algunos giros de Mark Twain pertenecen también a esa fase clásica. Del estudio de poetas como Fizgerald, Shelley y Swinburne, Borges conoció las raíces había tomado también las raíces del “Cockney”, una vieja jerga en lengua inglesa, muy extendida en los puertos y entre el populacho. Más tarde, la Universidad de Yale, en New Haven, Connecticut, lo contrataría también. Sus conferencias magistrales ahí, fueron editadas y están hoy en las librerías, de manera cronológica.

“A Bonilla Aragón y a mí, nos confesó que muchas veces había querido vivir en Estados Unidos, en Europa, pero lo que realmente amaba, lo que sintetizaba todos sus afectos, era su tierra”, concluye Manolo Lago, quien lo acompañó al aeropuerto junto. En ese momento, Bonar le hizo la foto que acompaña esta crónica, detrás de la cual el otro día Ministro Consejero de la Embajada de Colombia en Buenos Aires, le escribió un poema de Borges, para que nunca lo olvidara: “Gira en el hueco la amarilla rueda de caballos y leones, y oigo el eco de esos tangos de Arolas y de Greco…”

Fuente :  Documentos.blogspot

BORGES EN MEDELLÍN : DOS TEXTOS.




Por Elkin Restrepo

1

En su segunda visita a la ciudad, a diferencia de la primera, una amplia concurrencia escuchó a Borges en el auditorio de la Biblioteca Pública Piloto. Entre una y otra visita habían transcurrido aproximadamente diez años, y de un autor apenas conocido entonces, ahora se hacía difícil creer que su sólo nombre despertara el delirio colectivo. Sus complejas invenciones, su bella e ingeniosa escritura, hasta su perpleja y a ratos burlona sabiduría, parecían estar al fin al alcance de todos.

Corría el año de l978 y Borges, quien llegaba acompañado de María Kodama, una alumna de la cual se había enamorado, como de tantas otras en el pasado, sin desbordar nunca los límites platónicos, era ya casi un anciano, y a la ceguera sumaba ahora dificultades al hablar, pues demoraba en dar con las palabras que necesitaba, dando la impresión de que éstas iban a un ritmo mucho más lento que su pensamiento.

A sus setenta y pico de años, Borges era ya una leyenda que pocos discutían, y aquella mañana privilegiada en lugar de una conferencia prefirió contestar a las preguntas de los asistentes, no siempre atinadas, que en su peculiar tono y sus “ehh” dubitativos al final de cada oración, quitaban toda fuerza afirmativa a lo dicho, lo que era ya una enseñanza.

Pronto, pues, sin mayores esfuerzos, su presencia se impuso, sin eludir la ironía o el giro ingenioso cuando fue necesario. Apoyado en su bastón y con los ojos velados puestos en lo alto, no cambió de posición durante las dos horas en que, sin muestras de cansancio, estuvo en el estrado. No me llamen maestro, díganme Borges, reiteraba una y otra vez.

A una pregunta de si el universo tenía sentido, respondió que lo ignoraba pero lo que él sí sabía era que su vida lo tenía. A otra, que cuando estamos jóvenes nos creemos genios pero que muy pronto, con los años, recobramos la sensatez. Y así.

Al final, como si lo sucedido fuera poco, firmó cientos de autógrafos a decenas de fanáticos aullantes; luego, apoyándose en el brazo del alcalde Jorge Valencia Jaramillo, su anfitrión, fue conducido por el pasillo a la oficina de la dirección. El público abandonó la sala y el lugar quedó a solas.

Cuando a mi vez, esperando reunirme con el grupo de invitados que iría a almorzar con él, me interné por el mismo pasillo, me sorprendió encontrármelo en una esquina del balcón que da al primer piso de la biblioteca, sentado, sólo, en actitud meditativa. Quizás quería un momento de reposo y pidió dejarlo a solas, y así, de repente, se me daba la fortuna de encontrármelo en la situación menos esperada, aquélla en que más era él. Pequeño, frágil, mortal, anhelante de estar consigo mismo, cumplido una vez más el papel de minotauro ciego e intimidante.

No el Borges que recorría los escenarios del mundo convertido en su propia representación, sino alguien que, cansado, aburrido de asistir a la misma escena, se apartaba, así fuera un momento, de la corriente de las cosas, para vivir aquél otro que le aseguraba un poco de soledad.


2

Dos veces visitó Borges a Medellín, la primera, a mediados de los años sesenta, cuando aún no era Borges y su nombre apenas circulaba entre las minorías ilustradas del continente y, la segunda, en l978, cuando –como él mismo lo expresaba– se había convertido en “una alucinación colectiva”. Entre uno y otro viaje, el nombre de Borges había sufrido un proceso completo: de ser un autor sólo para escritores, como lo afirmaban de manera despectiva aquéllos que no lo entendían, pasó a ser luego el escritor de la burguesía (que la izquierda cerril buscaba estigmatizar a como diera lugar), hasta convertirse, por último, en el más grande autor de la modernidad, reconocido incluso por aquellos que antes lo negaban.

A Medellín, por una rara suerte, le tocó tenerlo como huésped en los dos extremos de la parábola. En un comienzo, cuando sus libros apenas convocaban a unos pocos y, luego, cuando, para escucharlo, había que abrirse campo a los codazos entre esa masa fanática y desesperada, que aquella mañana del 78 copaba el auditorio de la Biblioteca Pública Piloto.

¿Por qué esta suerte o deferencia con un lugar, que no aparece como una coordenada cultural en mapa alguno? Empecemos por la respuesta más sencilla: a Borges, como es sabido, le gustaba viajar, una forma de romper sus rutinas de persona confinada por la ceguera a hábitos de hierro, y Colombia le atraía por sentirse seguramente agradecido con su élite cultural que, como sucedió con la revista Mito y la Universidad de los Andes, había roto lanzas por su obra cuando su reconocimiento internacional era casi ninguno.

Quizás también, porque un autor nuestro, Rafael Gutiérrez Girardot, en el año 1959, adelantándose a todos, publicó un libro sobre él: Borges, un ensayo de interpretación. Además, ¿por qué no?, porque también de acá es J.G Cobo borda, quien fue su amigo y escribe artículos, ensayos y libros casi a diario sobre él y posee una biblioteca especializada de más de 800 volúmenes sobre su obra. Esta gratitud, como si no le bastara, lo llevó luego a atribuirle al personaje del cuento Ulrike el ser profesor de la Universidad de los Andes y a nombrar a Colombia en alguno de sus preciosos poemas, privilegio compartido apenas con unos cuantos lugares de su amorosa cartografía personal.

Y es que en esto del agradecimiento, a diferencia de tantos de sus colegas que a nadie parecen deber nada, Borges era como en muchas otras cosas “un delicado”, como lo llamó Ciorán. La prueba está en las dedicatorias que hizo a amigas y amigos de sus cuentos y poemas, inmortalizándolos de paso, o introduciéndolos en sus hermosos relatos y haciéndolos partícipes de sus conjeturas y perplejidades metafísicas, como sucedió con Alfonso Reyes, Marta Mosquera, Néstor Ibarra, Emir Rodríguez Monegal, Macedonio Fernández, el pintor Xul Solar, Cansino Assens o Bioy Casares.

La otra razón sería la más obvia: porque simplemente lo invitaron, sólo que Borges, que nunca concurría a congresos de escritores y prefería las jornadas en solitario, no aceptaba ir a todas partes. Cuando fue a Cartagena, por ejemplo, tenía un motivo muy claro: allí, en la ciudad amurallada (corrección: Guayaquil), imaginó Encuentro, el relato en el que Bolívar y San Martín deciden su papel en la suerte de América; además, porque andaba acompañado de María Kodama, la bella alumna que todavía no era su esposa, en lo que podría considerarse las vísperas de su himeneo.

Cualquiera haya sido la razón, bueno es recordar que la última vez, al agradecerle la entrega que de las llaves de la ciudad le hacía el alcalde Jorge Valencia Jaramillo, Borges contó con aquella voz suya, quebrada por los años, cómo las llaves lo habían acompañado desde la infancia, pareciéndoles siempre un objeto misterioso. Y cómo, conmovido, se interrumpió de repente y cubriéndose el rostro con una mano, se sentó. Pasaron unos minutos en los que, tocados por aquel momento extraordinario, ninguno de los concurrentes se movió o se atrevió a decir algo. Por encima de que se tratara de un acto oficial o protocolario, asombrado como un niño, Borges inesperadamente le daba un sentido y significación única a aquel acto.

Y ese fue otro regalo que le dio a Medellín.

Fuente : Documentos.blospot

sábado, 26 de septiembre de 2015

TRAS LAS HUELLAS DE UN HOMBRE CIEGO: LOS VIAJES DE BORGES EN COLOMBIA




 Por: Juan Botía

El pasado 24 de Agosto se cumplió el aniversario número 115 del nacimiento de Jorge Luis Borges. Ese nombre impar, que figura en los catálogos de la literatura universal con una fuerza mayor, desapareció de la faz de la tierra hace ya 28 años, en Junio de 1986, y dejó tras de sí una de las obras más conmovedoras, influyentes y valoradas del siglo XX y toda la historia de la humanidad.

Prevalece todavía el debate sobre lo conveniente de mezclar la figura del autor y su obra; pues suele suceder que, equivocadamente, el autor es elevado, idealizado y convertido en un héroe o en una rara especie de pieza de colección. También suele suceder que, equivocadamente, el autor es casi que exiliado de su obra. Borrado o ignorado. Como si la obra hubiera sido escrita por unas manos sin rostro. Pero es cierto que llegado el momento de leer, es mucho más inteligente dejar correr el río de las emociones en medio del proceso y no antes, limitándolo a una portada, un apellido, una postura política o un simple género. Lo que suceda después de la lectura, sea lo que sea, amor u odio, o ese tipo de amor tan fuerte como el odio, es totalmente válido. Cualquiera tiene derecho a arrojar un libro por la ventana, siempre y cuando ese libro haya sido leído.

Cuando advertimos que una obra es fascinante, es natural encontrar fascinación en la imagen de quien la escribe. Por eso, quienes leen cariñosamente libros de cierto autor son también pequeños biógrafos suyos. La aproximación a la vida de un autor otorga ciertas comprensiones, ciertos secretos y ciertas magias. Como dijo Victoria Ocampo: “Es indudable que la presencia del escritor entrega mucho más de lo que pueden entregar sus libros”. Testigo de esa entrega, este texto quisiera ocuparse de reseñar lo que fueron las visitas de Jorge Luis Borges a Colombia en 1963 y 1978, algunas fotografías, sus paradas, sus palabras y sus gestos mientras permaneció en estas tierras.

En 1963, la Universidad de los Andes le concedió el doctorado Honoris Causa a Jorge Luis Borges, quien para entonces ya era un hombre ciego. Álvaro Castaño Castillo, quien afirmó “nunca haber tomado una entrevista a pesar de ser director de la HJCK” habló con Borges ese año, en las para entonces muy recientes salas de grabación de los almacenes Daro, en la Calle 23 con Carrera Séptima. [Escuche aquí la entrevista]

“Hace quince años, en una mañana soleada, la emisora HJCK inauguraba sus transmisores. En esa época un grupo de intelectuales, de poetas, de escritores, de cantantes, de artistas, se habían reunido allí para festejar este acontecimiento. De pronto llegó, erguido, acompañado de Leonor Acevedo, Jorge Luis Borges. Leonor, su madre, iba adelante guiándolo. Allí se entabló el primer diálogo de Borges con Daniel Arango, con Ramón de Zubiría, con Eduardo Carranza. Allí lo conocí yo entonces. Lo vi por primera vez. Tuve, naturalmente, ese destello que deja él siempre, cuando habla con alguien”.

Gloria Valencia de Castaño

Borges

Quince años más tarde, durante los días 18, 19 y 20 de Noviembre de 1978, Borges estuvo en Medellín y Cartagena de Indias, en visita auspiciada por la Alcaldía de la capital antioqueña. También regresó a Bogotá. En este viaje, lo guiaba el brazo de María Kodama. Esa segunda visita tuvo, al parecer, recibimientos mucho menos silenciosos que los de la primera, como menciona Juan Gustavo Cobo Borda en la introducción de su libro ‘Borges Enamorado’:

Borges y Cobo Borda


“Pude así recibir a Jorge Luis Borges en la Biblioteca Nacional de Colombia en una noche feliz en que los jóvenes impacientes rompieron las grandes puertas de madera que dan a la calle 24 y detuvieron mudos su atropellado tropel ante la airosa figura del poeta ciego. Del hacedor por excelencia”.

 Tanto Borges como su obra se habían convertido en un acontecimiento irrepetible. Su sola presencia podía llenar teatros en Bogotá, en Múnich, en Buenos Aires o en Oxford. El libro ‘Borges: Memoria de un gesto’, editado por el Instituto Tecnológico Metropolitano, es quizá el documento más completo sobre la visita de Borges en 1978. A través de ese libro puede saberse que Borges era un excelente nadador, que no gustaba del fútbol, que sabía de memoria el ‘Nocturno’, de José Asunción Silva; que seguía comprando libros a pesar de ser ciego, que jamás volvió al cine por la tristeza de no poder ver lo que sucedía en la pantalla o  que al subir a un avión le daba siempre tres golpes a su asiento antes de despegar.

Borges en Medellin

Jairo Osorio Gómez y Carlos Bueno Osorio, principales colaboradores de ese libro, tendrían menos de 25 años cuando acompañaron a Borges en sus tres días por Colombia. Cuando Borges murió, ocho años después, un periódico local pidió a Osorio Gómez escribir algo respecto a su encuentro con él, pero Gómez no pudo. “Seguía sin entender lo ocurrido. A los veinte años no se puede ser inteligente. A lo sumo, temerario.  Encontrarme con Borges a esa edad fue un desperdicio”.

En Colombia, Borges habló con varios cronistas sobre “ese gran escritor que es García Márquez”, sobre lo mucho que lo había conmovido ‘María’, de Jorge Isaacs, sobre las razones por las que tan pocas mujeres aparecen en su obra, sobre el Nobel que jamás recibió, sobre las vanguardias, sobre tangos, sobre milongas y con Gloria Valencia de Castaño, esa gran mujer, sobre su infancia, en una hermosa entrevista de media hora, de la cual sólo hay siete minutos disponibles en internet. [Vea aquí la entrevista]

— Usted declaró recientemente, Borges, que aceptaría con avidez el premio Nobel, ¿por qué lo dijo?

— Siempre he dicho eso, pero en Suecia aún no me han otorgado el Premio. Sin duda tienen razón. Sería lindísimo recibirlo, pero otorgármelo sería romper la tradición de no ganármelo el año que viene. Lo han prometido tantas veces que el jurado en Estocolmo debe creer que ya me lo dio. Los premios literarios tienen una gran ventaja: si uno los recibe se siente muy contento; si no, no ha pasado nada.

— Borges, usted en alguna forma fue vanguardista hace muchos años…

— ¡Y qué vamos a hacer! Todo el mundo es vanguardista. Todos empezamos por ser escritores geniales. Luego, volvemos a la cordura.

 En 1975, Borges publicó ‘Ulrica’, un cuento que se incluiría más adelante en ‘El Libro de Arena’. Su protagonista, Javier Otálora, es un colombiano. En algún momento de la historia, que tiene escenario en Inglaterra, Otálora se cruza con una mujer y sucede el siguiente diálogo.

“Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era colombiano.

 Me preguntó de un modo pensativo:

-¿Qué es ser colombiano?

-No sé -le respondí-. Es un acto de fe.

-Como ser noruega -asintió”.

     __

Alguien anotó que Borges prefería perder a un amigo, que no fuera Bioy Casares, por elaborar una fina ironía. Para él, la patria siempre fue un concepto vago y perjudicial. Algo entrañable y visceral, pero también prescindible. A eso responde ese “acto de fe”. A pesar de añorar el Sur de Buenos Aires o las calles empinadas de Ginebra, Borges fue un ciudadano del mundo, un ser sin fronteras, sin cercos, sin límites. De ahí que haya dicho “Siempre he pensado que tengo varias patrias… Ahora Medellín va a ser una”.

La universalidad de Borges y todo su ingenio quedaron, de alguna manera, atados a sus episodios en Colombia. A las rutas que siguió y a los lugares que fue inmortalizando con su presencia. Eso es algo que es posible agradecer. Agradecer a Borges por su obra y por haber sido siempre Borges. En palabras de José Marduk Sánchez, agradecer, profunda y realmente, “el gesto de haberse llegado hasta nosotros, de permanecer para siempre en nosotros”.

En Medellín, le fueron concedidas las llaves de la ciudad. Para los lectores de esta nota, extraigo del libro ‘Borges: Memoria de un gesto’ el discurso de entrega de Jorge Valencia Jaramillo, Alcalde de Medellín para entonces, y las respectivas palabras de Borges, en agradecimiento.

Borges y las llaves

Palabras de Jorge Valencia Jaramillo, Alcalde de Medellín en 1978, en la ceremonia de entrega de las llaves de la ciudad a Jorge Luis Borges

“Es casi imposible no decir algo que no sea un lugar común a propósito de Jorge Luis Borges. Y si esa es la realidad poco vale agregar o repetir a lo que se sabe o a lo que los oídos de Borges -seguramente hastiados-, han debido escuchar tantas veces. No voy pues a intentar, con gran esfuerzo, la construcción de un castillo de palabras para que con el más leve toque de una sonrisa escéptica se venga de bruces. Para qué añadir cosas así a ese montón de inutilidades que suelen ser los actos públicos y las efímeras palabras que en ellos se pronuncian.

Debo, no obstante, estirar mis balbuceos por un minuto más para buscar la manera de que Borges sienta que la entrega que le hago de estas llaves no es para mi un acto rutinario, o el cumplimiento de una ceremonia oficial, cumplida la cual pasaré a la siguiente, como si nada hubiese sucedido. No. Muy por el contrario. Lo que ahora siento es una profunda emoción al poder realizar uno de mis sueños: decirle a Borges que él supo llegar al fondo de mí u que allí quedó grabado para siempre. Para un escritor qué mejor comprobar que lo que ha pensado es ya parte de otros, pues si bien uno escribe principalmente para deshacerse de sus pesadillas y de los fantasmas del pasado, el que adicionalmente se llegue a los demás debería ser doble causa de contento.

Borges en su silencio sentirá quizás que ya poco le importa lo que pasa a su lado. Y todo el barullo que se forma cuando avanza con el paso lento y la mirada interior. Cada ser debiera, después de ver los horrores de este mundo, perder los ojos para reencontrarse y rumiar lentamente el silencio que seguirá a la nada. Pero no, nos aferramos a lo externo como si en ello se nos fuera la vida sin percatarnos de que, evidentemente, se nos fue la vida y un triste final nos indicará que no era posible volver a comenzar.

Borges, sabio al fin y al cabo, empezó pronto, y por eso recibe ahora ‘honores que de seguro lo tendrán sin el menor cuidado’. Un tanto como quien oye llover sobre el tejado mientras corre la brisa. Honores que van y vienen. Somos conscientes, entonces, de nuestro papel y no vamos a prolongarlo artificiosamente. Sólo una inclinación reverente, emocionada y respetuosa, para entregar estas llaves a Jorge Luis Borges y decirle, casi al oído, que muchas gracias por haber venido a nuestra ciudad y por habernos permitido honrar a un poeta que simboliza hoy a los escritores de todos los rincones. El poeta ciego es la imagen más bella que Borges podría habernos legado. Ella nos acompañará interminablemente, y al unísono con nuestra memoria, irá diciendo: “Ya no seré feliz, tal vez no importa/Hay tantas otras cosas en el mundo”.

Palabras de Jorge Luis Borges al recibir las llaves de la ciudad de Medellín

Señoras y señores:

Yo diría que el Universo es continuamente optimista, grandioso, pero ese misterio es sensible en ciertas cosas, sobre todo en unas llaves.

Desde que yo era chico me fue mal con las llaves. Pensar que un trozo de metal podía franquear la entrada de un gran edificio… Yo diría que estas llaves, el hecho mismo de una llave, es algo que nos hace sentir lo misterioso del mundo. Podría decirse de otras cosas, de la escritura, por ejemplo. También de la palabra. Yo acabo de tener ese sentimiento al oír las hermosas palabras del señor Alcalde y lo que está detrás de las palabras y…, ahora, ¡qué otra cosa puedo decir!

Estoy muy conmovido. Me entregan estas llaves que no abren ninguna puerta, o mejor dicho, que abren todas las puertas ya que no abren ninguna, y que para mí será el símbolo de la nostalgia que yo siento, porque de algún modo yo estoy en Buenos Aires y estoy añorando esta tarde en que estoy con ustedes, en que me siento en tierra de Colombia; en donde me siento rodeado por la cóncava hospitalidad y generosidad de todos ustedes. Muchas gracias, digo esto a cada uno de ustedes, no a todos, a cada uno de ustedes, singularmente.

No puedo hablar… Estoy muy conmovido… Discúlpenme.

Fuente : El Espectador  -  Colombia

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Octavio Paz: El arquero, la flecha y el blanco



Empecé a leer a Borges en mi juventud, cuando todavía no era un autor de fama internacional. En esos años su nombre era una contraseña entre iniciados y la lectura de sus obras el culto secreto de unos cuantos adeptos. En México, hacia 1940, los adeptos éramos un grupo de jóvenes y uno que otro mayor reticente: José Luis Martínez, Alí Chumacero, Xavier Villaurrutia y algunos más. Era un escritor para escritores. Lo seguíamos a través de las revistas de aquella época. En números sucesivos de Sur yo leí la serie de cuentos admirables que después, en 1941, formarían su primer libro de ficciones: El jardín de senderos que se bifurcan.

Todavía guardo la vieja edición de pasta azul, letras blancas y, en tinta más oscura, la flecha indicando un sur más metafísico que geográfico. Desde esos días no cesé de leerlo y conversar silenciosamente con él. A diferencia de lo que ocurrió después, cuando la publicidad lo convirtió en uno de sus dioses-víctimas, el hombre desapareció detrás de su obra. A veces, incluso, se me antojaba que Borges también era una ficción.

El primero que me habló de la persona real, con asombro y afecto, fue Alfonso Reyes. Lo estimaba mucho pero ¿lo admiraba? Sus gustos eran muy distintos. Estaban unidos por uno de esos equívocos usuales entre gente del mismo oficio: para Borges, el escritor mexicano era el maestro de la prosa; para Reyes, el argentino era un espíritu curioso, una feliz excentricidad. Más tarde, en París,en 1947, mis primeros amigos argentinos -José Bianco, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares- eran también muy amigos de Borges. Tanto me hablaron de él que, sin haberlo visto nunca, llegué a conocerlo como si fuese mi amigo. Nuevo equívoco: yo era su amigo pero para él mi nombre sólo evocaba, borrosamente, a un alguien que era un amigo de sus amigos. Muchos años después, al fin, lo conocí en persona. Fue en Austin, en 1971. Cortesía y reserva: él no sabía qué pensar de mí y yo no acababa de perdonarle aquel poema en que exalta, como Whitman pero con menos razón que el poeta norteamericano, a los defensores de El Alamo. A mí la pasión patriótica no me dejaba ver el arrojo heroico de aquellos hombres; él no percibía que el sitio de El Alamo había sido un episodio de una guerra injusta. Borges no acertó siempre a distinguir el verdadero heroísmo de la mera valentía. No es lo mismo ser un cuchillero de Balvanera que ser Aquiles: los dos son figuras de leyenda pero el primero es un caso mientras que el segundo es un ejemplo.

Nuestros otros encuentros, en México y en Buenos Aires, fueron más afortunados. Varias veces pudimos hablar con un poco de desahogo y Borges descubrió que algunos de sus poetas favoritos también lo eran míos. Celebraba esas coincidencias recitando trozos de este o aquel poeta y la charla, por un instante, se transformaba en una suerte de comunión. Una noche, en México, mi mujer y yo lo ayudamos a escabullirse del asalto de unas admiradoras indiscretas; entonces, en un rincón, entre el ruido y las risas de la fiesta, le recitó a Marie José unos versos de Toulet:

Toute allégresse a son défaut
Et se brise elle-meme.
Si vous voulez que je vuus aime,
Ne riez pas trop haut.

C’est a voix basse qu’on enchante
Sous la cendre d’hiver
Ce coeur, pareil au feu couvert,
Qui se consume et chante.

En Buenos Aires pudimos conversar y pasear sin agobio y gozando del tiempo. El y María Kodama nos llevaron al viejo Parque Lezama; quería mostrarnos, no sé por qué, la Iglesia Ortodoxa pero estaba cerrada; nos contentamos con recorrer los senderillos húmedos bajo árboles de tronco eminente y follajes cantantes. Al final, nos detuvimos ante el monumento de la Loba Romana y Borges palpó con manos conmovidas la cabeza de Remo. Terminamos el paseo en el Café Tortoni, famoso por sus espejos, sus doradas molduras, sus grandes tazas de chocolate y sus fantasmas literarios. Borges nos habló del Buenos Aires de su juventud, esa ciudad de “patios cóncavos como cántaros” que aparece en sus primeros poemas; ciudad inventada y, no obstante, dueña de una realidad mas perdurable que la de las piedras: la de la palabra.

Esa tarde me sorprendió su desánimo ante la situación de su país. Aunque él se regocijaba del regreso de Argentina a la democracia, se sentía más y mas ajeno a lo que pasaba. Es duro ser escritor en nuestras asperas tierras (tal vez lo sea en todas), sobre todo si se ha alcanzado la celebridad y se está asediado por las dos hermanas enemigas, la envidia espinosa y la admiración beata, ambas miopes. Además, quizá Borges ya no conocía al tiempo que lo rodeaba: estaba en otro tiempo. Comprendí su desazón: yo también cuando recorro las calles de México, me froto los ojos con extrañeza: ¿en esto hemos convertido a nuestra ciudad? Borges nos confió su decisión de “irse a morir en otra parte, tal vez al Japón”. No era budista pero la idea de la nada, tal como aparece en la literatura de esa religión, lo seducía. He dicho idea porque la nada no puede ser sino una sensación o una idea. Si es una sensación, carece de toda virtud curativa y apaciguadora. En cambio, la nada como idea nos calma y nos da, simultáneamente, fortaleza y serenidad.

Lo volví a ver el año pasado, en Nueva York. Coincidimos por unos días, en el mismo hotel, con él y María Kodama. Cenamos juntos, llegó de pronto Eliot Weinberger y se hablo de poesía china. Al final, Borges recordó a Reyes y a López Velarde; como siempre, recito unas líneas del segundo, aquellas que empiezan así: “Suave patria, vendedora de chía...” Se interrumpió y me preguntó:

--¿A qué sabe la chía?

Confundido, le respondí que no podía explicárselo sino con una metáfora:

-Es un sabor terrestre.

Movió la cabeza. Era demasiado y demasiado poco. Me consolé pensando que expresar lo instantáneo no es menos arduo que describir la eternidad. El lo sabía.

Es difícil resignarse ante la muerte de un hombre querido y admirado. Desde que nacemos, esperamos siempre la muerte y siempre la muerte nos sorprende. Ella, la esperada, es siempre la inesperada. La siempre inmerecida. No importa que Borges haya muerto a los ochenta y seis años: no estaba maduro para morir. Nadie lo está, cualquiera que sea su edad. Se puede invertir la frase del filosofo y decir que todos -viejos y niños, adolescentes y adultos- somos frutos cortados antes de tiempo. Borges duro más que Cortázar y Bianco, para hablar de otros dos queridos escritores argentinos, pero lo poco que los sobrevivió no me consuela de su ausencia. Hoy Borges ha vuelto a ser lo que era cuando yo tenía veinte años: unos libros, una obra.

Cultivó tres géneros: el ensayo, la poesía y el cuento. La división es arbitraria: sus ensayos se leen como cuentos, sus cuentos son poemas y sus poemas nos hacen pensar como si fuesen ensayos. El puente entre ellos es el pensamiento. Por esto, es útil comenzar por el ensayista. Borges fue un temperamento metafísico. De ahí su fascinación por los sistemas idealistas y sus arquitecturas diáfanas: Berkeley, Leibnitz, Spinoza, Bradley, los distintos budismos. También fue una mente de rara lucidez unida a la fantasía de un poeta atraído por el “otro lado” de la realidad; así, no podía sino sonreír ante las construcciones quiméricas de la razón. De ahí el culto que rindió a Hume y a Schopenhauer, a Chuang-Tzu y a Sexto Empírico. Aunque en su juventud lo deslumbraron las opulencias verbales y los laberintos sintácticos de Quevedo y de Browne, no se parece a ellos. Más bien hace pensar en Montaigne, por su escepticismo y su curiosidad universal ya que no por el estilo. También en otro contemporáneo nuestro, hoy un poco olvidado: George Santayana.

A diferencia de Montaigne, no le interesaron demasiado los enigmas morales y psicológicos; tampoco la diversidad de costumbres, hábitos y creencias del animal humano. No lo apasionó la historia ni lo atrajo el estudio de las complejas sociedades humanas. Sus opiniones políticas fueron juicios morales e, incluso, estéticos. Aunque los emitió con valentía y probidad, lo hizo sin comprender verdaderamente lo que pasaba a su alrededor. A veces acertó, por ejemplo, en su oposición al régimen de Perón y su rechazo al socialismo totalitario; otras desbarró y su visita a Chile en plena dictadura militar y sus fáciles epigramas contra la democracia consternaron a sus amigos. Después, se arrepintió. Hay que agregar que siempre, en sus aciertos y en sus errores, fue coherente consigo mismo y honrado. Nunca mintió ni justificó el mal a sabiendas, como lo han hecho muchos de sus enemigos y detractores. Nada más alejado de Borges que la casuística ideológica de nuestros contemporáneos.

Todo esto fue accidental; lo desvelaban otros temas: el tiempo y la eternidad, la identidad y la pluralidad, lo uno y lo otro. Estaba enamorado de las ideas. Un amor contradictorio, corroído por la pluralidad: detrás de las ideas no encontró a la Idea (llámese Dios, Vacuidad o Primer Principo) sino a una nueva y más abismal pluralidad, la de sí mismo. Buscó la Idea y encontró la realidad de un Borges que se disgregaba en sucesivas apariciones. Borges fue siempre el otro Borges desdoblado en otro Borges, hasta el infinito. En su interior pelearon el metafísivo y el escéptico; ganó, en apariencia, el escéptico pero el escepticismo no le dio paz sino que multiplicó los fantasmas metafísicos. El espejo fue su emblema. Emblema abominable: el espejo es la refutación de la metafísica y la condenación del escéptico.

Sus ensayos son memorables, más que por su originalidad, por su diversidad y por su escritura. Humor, sobriedad, agudeza y, de pronto, un disparo insólito. Nadie había escrito así en español. Reyes, su modelo, fue más correcto y fluido, menos preciso y sorprendente. Dijo menos cosas con más palabras; el gran logro de Borges fue decir lo más con lo menos. Pero no exageró: no clava a la frase, como Gracián, con la aguja del ingenio ni convierte al párrafo en un jardín simétrico. Borges sirvió a dos divinidades contrarias: la simplicidad y la extrañeza. Con frecuencia las unió y el resultado fue inolvidable: la naturalidad insólita, la extrañeza familiar. Este acierto, tal vez irrepetible, le da un lugar único en la historia de la literatura del siglo XX. Todavía muy joven, en un poema dedicado al Buenos Aires vario y cambiante de sus pesadillas, define a su estilo: “Mi verso es de interrogación y de prueba, para obedecer lo entrevisto”. La definición abraza también a su prosa. Su obra es un sistema de vasos comunicantes y sus ensayos son arroyos navegables que desembocan con naturalidad en sus poemas y cuentos. Confieso mi preferencia por estos últimos. Sus ensayos me sirven no para comprender al universo ni para comprenderme a mí mismo sino para comprender mejor sus invenciones sorprendentes.

Aunque los asuntos de sus poemas y de sus cuentos son muy variados, su tema es único. Pero antes de tocar este punto, conviene deshacer una confusión: muchos niegan que Borges sea realmente un escritor hispanoamericano. El mismo reproche se hizo al primer Darío y por nadie menos que José Enrique Rodó. Prejuicio no por repetido menos perverso: el escritor es de una tierra y de una sangre pero su obra no puede reducirse a la nación, la raza o la clase. Además, se puede invertir la censura y decir que la obra de Borges, por su transparente perfección y por su nítida arquitectura, es un reproche vivo a la dispersión, la violencia y el desorden del continente latinoamericano. Los europeos se asombraron ante la universalidad de Borges pero ninguno de ellos advirtió que ese cosmopolitismo no era ni podía ser sino el punto de vista de un latinoamericano. La excentricidad de América Latina consiste en ser una excentricidad europea; quiero decir, es otra manera de ser occidental. Una manera no-europea. Dentro y fuera, al mismo tiempo, de la tradición europea, el latinoamericano puede ver a Occidente como una totalidad y no con la visión, fatalmente provinciana, de un francés, un alemán, un inglés o un italiano. Esto lo vio mejor que nadie un mexicano: Jorge Cuesta; y lo realizó en su obra, también mejor que nadie, un argentino: Jorge Luis Borges. El verdadero tema de la discusión no debería ser la ausencia de americanidad de Borges sino aceptar de una vez por todas que su obra expresa una universalidad implícita en América Latina desde su nacimiento.

No fue un nacionalista y, sin embargo, ¿quién sino un argentino habría podido escribir muchos de sus poemas y cuentos? Sufrió también la atracción hacia la América violenta y oscura. La sintió en su manifestación menos heroica y más baja: la riña callejera, el cuchillo del malevo matón y resentido. Extraña dualidad: Berkeley y Juan Iberra, Jacinto Chiclana y Duns Escoto. La ley de la pesantez espiritual también rige la obra de Borges: el macho latinoamericano frente al poeta metafísico Macedonio Fernández. La contradicción que habita sus especulaciones intelectuales y sus ficciones -la disputa entre la metafísica y el escepticismo- reaparece con violencia en el campo de la afectividad. Su admiración por el cuchillo y la espada, por el guerrero y el pendenciero, era tal vez el reflejo de una inclinación innata. En todo caso es un rasgo que aparece una y otra vez en sus escritos. Fue quizá una réplica vital, instintiva, a su escepticismo y a su civilizada tolerancia.

En su vida literaria esta tendencia se expresó como afición por el debate y por la afirmación individualista. En sus comienzos, como casi todos los escritores de su generación, participó en la vanguardia literaria y en sus irreverentes manifestaciones. Más tarde cambió de gustos y de ideas, no de actitudes; dejó de ser ultraísta pero continuó cultivando las salidas de tono, la impertinencia y la insolencia brillante. En su juventud, el blanco habían sido el espíritu tradicional y los lugares comunes de las academias y de los conservadores; en su madurez la respetabilidad cambió de casa y de traje: se volvió juvenil, ideológica y revolucionaria. Borges se burló del nuevo conformismo de los iconoclastas con la misma gracia cruel con que se había mofado del antiguo.

No le dio la espalda a su tiempo y fue valeroso ante las circunstancias de su país y del mundo. Pero era ante todo un escritor y la tradición literaria no le parecía menos viva y presente que la actualidad. Su curiosidad iba, en el tiempo, de los contemporáneos a los antiguos, y, en el espacio, de lo próximo a lo lejano, de la poesía gauchesca a las sagas escandinavas. Muy pronto frecuentó y asimiló con soberana libertad los otros clacisismos que la modernidad ha descubierto, los del Extremo Oriente y los de la India, los árabes y los persas. Pero esta diversidad de lecturas y esta pluralidad de influencias no lo convirtieron en un escritor babélico: no fue confuso ni prolijo sino nítido y conciso. La imaginación es la facultad que asocia y tiende puentes entre un objeto y otro; por esto es la ciencia de las correspondencias. Esta facultad la tuvo Borges en el grado más alto, unida a otra no menos preciosa: la inteligencia para quedarse con lo esencial y podar las vegetaciones parásitas. Su saber no fue el del historiador, el del filólogo o el del crítico; fue un saber de escritor, un saber activo que retiene lo que le es útil y desecha lo demás. Sus admiraciones y sus odios literarios eran profundos y razonados como los de un teólogo y violentos como los de un enamorado. No fue ni imparcial ni justo; no podía serlo: su crítica era el otro brazo, la otra ala, de su fantasía creadora. iFue un buen juez de sí mismo? Lo dudo: sus gustos no siempre coincidieron con su genio ni sus preferencias con su verdadera naturaleza. Borges no se parece a Dante, Whitman, Verlaine sino a Gracián, Coleridge, Valéry, Chesterton. No, me equivoco: Borges se parece, sobre todo, a Borges.

Cultivó las formas tradicionales y, salvo en su juventud, apenas si lo tentaron los cambios y las violentas innovaciones de nuestro siglo. Sus ensayos fueron realmente ensayos; nunca confundió este género, como es ya costumbre,‘con el tratado, la disertación o la tesis. En sus poemas predominó, al principio, el verso libre; después, las formas y los metros canónicos. Como poeta ultraísta fue más bien tímido, sobre todo si se comparan los poemas un tanto lineales de sus primeros libros con las osadas y complejas construcciones de Huidobro y de otros poetas europeos de ese período. No cambió la música del verso español ni trastornó la sintaxis: ni Góngora ni Darío. Tampoco descubrió algún subsuelo o sobrecielo poético, como otros contemporáneos suyos. Sin embargo, sus versos son únicos, inconfundibles: sólo él podía haberlos escrito. Sus mejores versos no son palabras esculpidas: son luces o sombras repentinas, dádivas de las potencias desconocidas, verdaderas iluminaciones.

Sus cuentos son insólitos por la felicidad de su fantasía, no por su forma. Al escribir sus obras de imaginación no se sintió atraído por las aventuras y vértigos verbales de un Joyce, un Celine o un Faulkner. Lúcido casi siempre, no lo arrastró el viento pasional de un Lawrence, que a veces levanta polvaredas y otras despeja de nubes el cielo. A igual distancia de la frase serpentina de Proust y de la telegráfica de Hemingway, su prosa me sorprende por su equilibrio: ni demasiado lacónica ni prolija, ni lánguida ni entrecortada. Virtud y limitación: con esa prosa se puede escribir un cuento, no una novela; se puede dibujar una situación, disparar un epigrama, asir la sombra del instante, no contar una batalla, recrear una pasión, penetrar en un alma. Su originalidad, lo mismo en la prosa que en el verso, no está en la novedad de las ideas y las formas sino en su estilo, seductora alianza de lo más simple y lo más complejo, en sus admirables invenciones y en su visión. Es una visión única no tanto por lo que ve sino por el lugar desde donde ve al mundo y se ve a sí mismo. Un punto de vista más que una visión.

Su amor a las ideas fue extremoso y lo fascinaron muchos absolutos, aunque terminó por descreer en todos. En cambio, como escritor sintió una instintiva desconfianza ante los extremos y casi nunca lo abandonó el sentido de la medida. Lo deslumbraron las desmesuras y las enormidades, las mitologías y cosmologías de la India y de los nórdicos, pero su idea de la perfección literaria fue la de una forma limitada y clara, con un principio y un fin. Pensó que las eternidades y los infinitos caben en una página. Habló con frecuencia de Virgilio y nunca de Horacio; la verdad es que no se parece al primero sino al segundo: jamás escribió ni intentó escribir un poema extenso y se mantuvo siempre dentro de los límites del decoro horaciano. No digo que Borges haya seguido la poética de Horacio sino que su gusto lo llevaba a preferir las formas mesuradas. En su poesía y en su prosa no hay nada ciclópeo.

Fiel a esta estética, observó invariablemente el consejo de Poe: un poema moderno no debe tener más de cincuenta líneas. Curiosa modernidad: casi todos los grandes poemas modernos son poemas extensos. Las obras características del siglo XX -pienso, por ejemplo, en las de Eliot y Pound- están animadas por una ambición: ser las divinas comedias y los paraísos perdidos de nuestra época. La creencia que sustenta a todos estos poemas es la siguiente: la poesía es una visión total del mundo o del drama del hombre en el tiempo. Historia y religión. Dije más arriba que la originalidad de Borges consistía en haber descubierto un punto de vista; por esto, algunos de sus poemas mejores adoptan la forma de comentarios a nuestros clásicos: Homero, Dante, Cervantes. El punto de vista de Borges es su arma infalible: trastorna todos los puntos de vista tradicionales y nos obliga a ver de otra manera las cosas que vemos o los libros que leemos. Algunas de sus ficciones parecen cuentos de Las mil noches y una noche escritos por un lector de Kipling y Chuang Tzu; algunos de sus poemas hacen pensar en un poeta de la Antologia palatina que hubiese sido amigo de Schopenhauer y de Lugones. Practicó los géneros llamados menores -cuentos, poemas breves, sonetos- y es admirable que haya conseguido con ellos lo que otros se propusieron con largos poemas y novelas. La perfección no tiene tamaño. El la alcanzó con frecuencia por la inserción de lo insólito en lo previsto, por la alianza de la forma duda con un punto de vista que, al minar las apariencias, descubre otras. En sus cuentos y en sus poemas Borges interrogó al mundo pero su duda fue creadora y sucitó la aparición de otros mundos y realidades.

Sus cuentos y sus poemas son invenciones de poeta y de metafísico; por esto satisfacen dos de las facultades centrales del hombre: la razón y la fantasía. Es verdad que no provoca la complicidad dé nuestros sentimientos y pasiones, sean las oscuras o las luminosas: piedad, sensualidad cólera, ansia de fraternidad; también lo es que poco o nada nos dicen sobre los misterios de la sangre, el sexo y el apetito de poder. Tal vez la literatura tiene sólo dos temas: uno, el hombre con los hombres, sus semejantes y sus adversarios; otro, el hombre solo frente al universo y frente a sí mismo. El primer tema es el del poeta épico, el dramaturgo y el novelista; el segundo, el del poeta lírico y metafísico. En las obras de Borges no aparece la sociedad humana ni sus complejas y diversas manifestaciones, que van de amor de la pareja solitaria a los grandes hechos colectivos. Sus obras pertenecen a la otra mitad de la literatura y toda; ellas tienen un tema único: el tiempo y nuestras renovadas y estériles tentativas por abolirlo. Las eternidades son paraísos que se convierten en condenas, quimeras que son más reales que la realidad. O quizá debería decir: quimeras que no son menos irreales que la realidad. A través de variaciones prodigiosas y de repeticiones obsesivas, Borges exploró sin cesar ese tema único: el hombre perdido en el laberinto de un tiempo hecho de cambio que son repeticiones, el hombre que se desvanece al contemplarse ante el espejo de la eternidad sin facciones, el hombre que ha encontrado la inmortalidad y que ha vencido la muerte pero no al tiempo ni a la vejez. En los ensayos este tema se resuelve en paradojas y antinomias; en los poemas y los cuentos, en construcciones verbales que tienen la elegancia de un teorema y la gracia de los seres vivos. La discordia entre el metafísico y el escéptico es insoluble pero el poeta hizo con ella transparentes edificios de palabras entretejidas: el tiempo y sus reflejos danzan sobre el espejo de la conciencia atónita. Obras de rara perfección, objetos verbales y mentales construidos conforme a una geometría a un tiempo rigurosa y fantástica, racional y caprichosa, sólida y cristalina. Lo que nos dicen todas esas variaciones del tema único es también algo único: las obras del hombre y el hombre mismo no son sino configuraciones de tiempo evanescente. El lo dijo con lucidez impresionante: “El tiempo es la substancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata pero yo soy ese río, es un fuego que me consume pero yo soy el fuego”. La misión de la poesía es sacar a la luz lo que está oculto en los repliegues del tiempo. Era necesario que un gran poeta nos recordase que somos juntamente, el arquero, la flecha y el blanco.

Vuelta 117 - México, Agosto de 1986
Cortesía: Ignoria
Foto Paulina Lavista: Octavio Paz, Jorge Luis Borges y María Kodama  en la capilla del Palacio de Minería, en 1981


Fuente : Borges Todo el Año