ANGELES MA. DEL
ROSARIO PÉREZ BERNAL
RESUMEN
Los personajes borgesianos se caracterizan por su
configuración intertextual. En el caso de Beatriz Viterbo, la protagonista de
"El Aleph", concurren varias figuras canónicas, Beatrice Portinari y
Brynhild, en primer plano, y Helena de Troya, de manera tangencial. Además de
las herramientas de la intertextualidad, se utilizan algunas reflexiones de
Roland Barthes para lograr un acercamiento a este personaje femenino y
reflexionar sobre su configuración.
ABSTRACT
Borgesian
characters are constructed by an agglutination of several intertexts. In
Beatriz Viterbo"s case, several canonic figures come together: Beatrice
Portinari and Brynhild in first place, and secondarily, Helen of Troy. Besides
intertextuality tools, some categories of Roland Barthes" are used to
analyse and interpret this feminine character.
Quizá sea "El Aleph" el eje a partir del cual se
organiza el motivo del amor desdeñado en la narrativa borgeana, que hallará
principio paradigmático en un nombre, Beatriz, de innegable filiación dantesca.
En este tenor, la crítica ha establecido ya el conocido paralelismo entre los
personajes de "El Aleph" y La divina comedia: "Desde este
ángulo, "Borges" es Dante, Beatriz Viterbo es Beatrice Portinari (tan
desdeñosa del poeta florentino como la argentina lo es del autor) y Carlos
Argentino Daneri es a la vez Dante y Virgilio" (Rodríguez Monegal, 1993:
372).
Una voz discrepante, la de "Borges", es la
encargada de presentar al personaje femenino; la divergencia proviene de una
visible disputa entre un ego y un alter ego que disienten en su manera de
apreciar al personaje. Así, la mirada dual es resultado de la conciencia
escindida del narrador, la cual fluctúa entre la seriedad y la parodia, entre
la actitud crítica y la aquiescencia hacia los sentimientos y acciones propias
y ajenas; de estas condiciones resulta una imagen imprecisa e inacabada de la
cual sólo se pueden obtener conclusiones aproximadas. Beatriz Viterbo posee una
significación tangencial en la historia; no obstante, para los fines de este
estudio será analizada en su relación con la subjetividad del narrador, a
partir de la cual es construida.
"Borges", para estructurar a Beatriz, privilegiará
una táctica descriptiva centrada en su propio discurso y en una focalización
interna disonante1. El lector se enterará -con incertidumbre- de algunos datos
acerca de este personaje a través del inventario de sus fotografías y de la
caracterización paralela, mediante la cual son presentados alternadamente ella
y su primo, Carlos Argentino Daneri. Este último mecanismo coloca a ambos en un
plano complementario cuya implicación semántica corresponderá con la función
que desempeñarán en el relato: Beatriz como detonante para llegar al Aleph y
Carlos Argentino como guía definitivo hacia él2.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada: había
en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un
principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de
rasgos finos (-) Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas
(Borges, 1989: 618).
Una estatura notable, aunada a la fragilidad son rasgos que
Beatriz tiene en común con otros tipos femeninos borgeanos. Por ejemplo, Ulrica
y la Cautiva son descritas como ligeras y altas. Por otra parte, relacionar su
modo de caminar con la figura retórica llamada "oxímoron", probablemente
esconda un guiño acerca de la forma de concebir la personalidad de Beatriz, y
pueda interpretarse como advertencia de una configuración actorial basada en la
paradoja. Viterbo sería entonces resultado de una estructuración verbal que
encerraría en sí misma contradicciones diversas; podría equipararse con la
"luz oscura" de la alquimia, entre otras razones, porque es amada a
pesar de erigirse, por su actitud indiferente hacia "Borges", en
antinomia del amor. Beatriz es trivial, acaso también falsa, como el Aleph, no
obstante, las experiencias que ella desata en el narrador, de manera directa o
indirecta, aunque ambiguas y plagadas de heterodoxias, inciden en él en mayor o
menor medida.
El contrasentido y la vaguedad como fundamento de la
composición de este carácter se confirmarían al observar las líneas semánticas
constituidas por el procedimiento descriptivo y por el potencial evocativo del
nombre3. El primero perfilaría una mujer superficial con una función
trascendental en la vida de "Borges"; el segundo, apuntalaría la
intencionalidad de convertir la imagen femenina del texto en un símbolo
mediante la alusión a dos figuras míticas extraordinarias e inmortales4 ,
aunque en un tono paródico. "Beatriz" proviene del latín beator
"que hace feliz"; de beo, "llenar (los deseos de)",
gratificar, enriquecer (Tibón, 1988: 47), denotaciones perfectamente aplicables
a la Beatrice de Dante, quien satisfizo y enriqueció a su poeta en el plano
espiritual. Atribuido a Viterbo, tal nombre no guardaría correspondencia con
quien en vida causó descontento a "Borges" y muerta incita su
pertinaz melancolía (no obstante, lo anterior es compensado por ella de manera
involuntaria al propiciar la visión del Aleph). "Elena", por su
parte, significa "antorcha" o "la brillante", "la
resplandeciente" (1988: 83); este sentido la vincularía con el Aleph,
objeto también refulgente y de naturaleza fascinante. El apellido
"Viterbo", de origen italiano5, podría indicar cierta filiación con
Portinari; sin embargo, remitiría igualmente a semas sombríos asociados al
carácter de Beatriz, que "Borges" atribuye a la familia entera.
Me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos
Argentino era un loco. Todos esos Viterbo, por lo demás- Beatriz (yo mismo
suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable,
pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas
crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica (Borges, 1989:
623).
La construcción de Viterbo, basada en la alteración de sus
modelos (Beatrice Portinari y Helena de Troya), podría tener como finalidad
ocasionar en el lector una ruptura con el automatismo de la percepción. El
narrador deja abiertas una serie de interrogantes acerca de las implicaciones
del amor no correspondido, así como de enamorarse de alguien que parte y
difiere de las musas perfectas establecidas por los cánones literarios de
Occidente; esta intención parecería dilatarse hacia el conjunto de
cuestionamientos generados por el tema central de la ficción, la experiencia
metafísica en el contexto de la modernidad, que también distaría mucho de ser
como la describen los textos religiosos.
La ausencia definitiva de Beatriz Viterbo en el presente
narrativo es otra coincidencia que guarda con respecto a las figuras femeninas
analizadas en los apartados anteriores (la misma reciprocidad se mantiene con
Beatrice Portinari); tal vacío habría sumido al narrador en un estado de
vulnerabilidad y abandono y convertiría su presente en la prolongación infinita
de un instante plagado de congoja. Asimismo, esta situación evocaría e integraría semánticamente uno de los
epígrafes del cuento: "But they will teach us that Eternity is the
Standing still of the Present Time, a Nuncstans (as the Schools call it); which
neither they, nor any else understand, no more than they would a Hicstans for a
Infinite greatness of Place"6 (Leviathan, IV, 46). El ahora de la
separación, cuya suspensión parece no terminar, vuelve insoportable la
situación del enamorado. Esta circunstancia podría homologarse con el Aleph,
donde el fluir temporal se extiende incesantemente y todos los espacios se
reúnen.
Dirijo sin cesar al ausente el discurso de su ausencia;
situación en suma inaudita; el otro está ausente como referente, presente como
alocutor. De esta distorsión singular, nace una suerte de presente
insostenible; estoy atrapado entre dos tiempos, el tiempo de la referencia y el
tiempo de la alocución: has partido (de ello me quejo), estás ahí (puesto que
me dirijo a ti). Sé entonces lo que es el presente, ese tiempo difícil: un mero
fragmento de angustia. La ausencia dura, me es necesario soportarla. Voy pues a
manipularla: transformar la distorsión del tiempo en vaivén, producir ritmo,
abrir la escena del lenguaje (el lenguaje nace de la ausencia-) (Barthes, 2004:
47-48).
La pérdida de la amada y la insostenible tristeza de un hoy
donde ella pervive como oquedad serían el fundamento emotivo de la primera
secuencia del relato, lo anterior se sustentaría en el epígrafe antes citado y
en el modo como principia la historia.
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió,
después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al
sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza
Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me
dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella
y que ese cambio era el primero de una serie infinita (Borges, 1989: 617).
Además de destacar la muerte del personaje, es referido
también su proceso de tránsito; la agonía convertiría el cuerpo de Beatriz en
una entidad transmundana al estar tocando, al mismo tiempo, los dos extremos de
la existencia, la vida y la muerte. Tal condición la refrendaría como prolepsis
del Aleph, objeto que contiene la tierra y el universo entero, con todos sus
procesos y modificaciones.
Mediante algunos pormenores verosímiles, es descrito el
cronotopo del deceso: se trataría de las primeras horas del día, en un ambiente
tórrido en Buenos Aires, la indiferente capital donde lo único permanente
parece ser el cambio. Este contexto, condensado en la frase "candente
mañana", se opondría a la "frialdad" asociada a la muerte y
añadiría a la serie de contrasentidos que configuran la ficción otro más. La
renovación de un anuncio comercial -suceso fútil, de una iconología elemental y
exterior- es relacionado con el destino de la fallecida, la preterición7; esto
evocaría el principio de Heráclito sobre la indefectible mutabilidad de las
cosas. "Borges" parecería reconocer su necedad al pretender
sustraerse de tal regla en lo que atañe a sus sentimientos por Beatriz:
"Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad"
(Borges, 1989: 617), él sabe bien que ésta es una frase retórica, imposible de
ser cumplida, ya que el ser humano es mutable y la condición de supervivencia
de un enamorado cuyo objeto está ausente es el olvido; sin él no hay vida
posible. El carácter utópico de cualquier intento de resistencia al cambio,
sugerido al comienzo del relato, se vincularía con el final lapidario,
"nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y
perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz"
(Borges, 1989: 628), lo cual instituiría, desde el plano semántico, una
estructura circular. Utilizada con propósitos diversos, esta forma geométrica
constituye una recurrencia en la obra borgeana; críticos clásicos del autor
argentino, como Barrenechea (1957) o Alazraki (1968), han insistido
suficientemente en los significados que podrían atribuírsele; en el caso de
"El Aleph", se relacionaría, además, con la persistencia de la
desmemoria, sema que inaugura y cierra el relato y constituye el inevitable
destino de todo hombre y sus obras.
El énfasis en la sonrisa parece convertirse en un leitmotiv
entre las entidades femeninas del paradigma nórdico dantesco8. Beatriz Viterbo
deja testimonio de su jovialidad -quizá fingida- a través de los retratos; en
la historia no se especifica si alguna vez le dedicó a "Borges" una
de las sonrisas que tanto prodigó a las cámaras fotográficas. La Beatriz de
carne y hueso sólo es descrita en su agonía; viva, es presentada únicamente a
través del recuento de sus efigies, ubicadas en la casa de los Viterbo:
"Beatriz de frente y de tres cuartos, sonriendo" (Borges, 1989: 617),
y también: "Sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de
Beatriz" (623). De esta aclaración entre paréntesis podría derivarse una
posible interpretación acerca de la concepción de lo femenino en esta ficción.
Si sólo dentro del tiempo hay caducidad, la imagen, al ser definida como
"intemporal", adquiere un cariz de infinitud, que acentuaría la
preeminencia de la cualidad simbólica de Beatriz, quien -como el Aleph- está
fuera del tiempo, lo cual la convertiría en una entidad ajena, enigmática y
digna del tributo sagrado de su incrédulo admirador; tal vez para enfatizar
estas cualidades, el narrador recurra a la mención de las representaciones
fijas9.
De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada
salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos, Beatriz
Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de
1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto
Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico;
Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz,
con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres
cuartos, sonriendo; la mano en el mentón... (Borges, 1989: 617).
Aparte de sugerir que alguna vez fue una señora de sociedad,
tal vez un poco sosa, tal vez un tanto anodina, las poses enumeradas por
"Borges" ayudan en poco a conocer el sentir o pensar de la amada.
Esta presentación lateral del personaje, en la que impera la tónica de lo
críptico, podría tener la intención de acentuar el tema de lo incomprensible;
si Beatriz funciona como anticipación del Aleph, el narrador podría estar
anunciando tal disposición a través del develamiento parcial de una mujer cuya
verdadera dimensión él nunca alcanzó a entender, tal como le sucederá con la
esfera tornasolada.
La casa podría ser considerada el espacio icónico donde
habita el espíritu de Beatriz, su residencia inmaterial: "(-) se trataba
de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz" (Borges, 1989:
622). Específicamente, la sala, por desplazamiento, sería una proyección de
ella misma. El sitio es también el santuario privado de "Borges",
donde cada año, al contemplar los cuadros, ensayaría -sin saberlo- la
observación del Aleph, el cual es igualmente un lugar pequeño y saturado, pero
de todos los objetos del universo. La enumeración de las efigies funcionaría
entonces como adelanto del recuento de las imágenes del Aleph; la construcción
anafórica tanto de la relación de una como del otro es estructuralmente
similar; en la primera, el sustantivo "Beatriz" es el elemento
utilizado para la reiteración; en la segunda, el verbo "Vi":
Vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido
Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del
amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en
el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra,
vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos
habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres,
pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo (Borges, 1989: 626).
Los semas sangre (vida), amor, muerte y Aleph (universo)
suceden a la mención de Beatriz, lo cual daría pie para conjeturar su filiación
con ella y para integrar uno más de los sentidos de la imagen femenina en el
relato. Podría pensarse que Viterbo, aun con sus aspectos oscuros, es la amada,
la musa de "Borges", la que azarosamente lo encamina a una
experiencia trascendental cuyo efecto es dual: "Sentí infinita veneración,
infinita lástima" (Borges, 1989: 626).
Beatriz como entidad reverenciable es configurada a partir
de marcas de estilo cuyas connotaciones sugieren tal índole. El narrador,
cuando estaba viva, le llevaba "ofrendas de textos"; a ella, en
tanto, le exasperaba la "vana devoción" de su "enamorado";
la primera imagen de Beatriz que "Borges" observa en el Aleph es
calificada como una "reliquia atroz". El sustantivo
"reliquia" la acerca a la naturaleza augusta de la virgen, los santos
o Beatrice Portinari, mientras que el adjetivo "atroz" la aproxima al
Aleph, revelación sobrenatural y tremebunda, donde resalta, no obstante, la
ausencia de lo beatífico. En consecuencia, podría corroborarse la
estructuración de una figura femenina cuya tónica es la disparidad, tanto al
interior de sí misma como con respecto a sus modelos.
Entonces, en lugar de hablar de la belleza, del love
splendor, la convertí en una mujer bastante trivial, un poco ridícula, venida a
menos, tampoco demasiado linda. Imaginé esta situación que se da muchas veces:
un hombre enamorado de una mujer, que sabe por un lado que no puede vivir sin
ella y, al mismo tiempo, sabe que esa mujer no es especialmente memorable,
digamos, para su madre, para sus primas, para la mucama, para la costurera, para
las amigas, sin embargo, para él, esa persona es única (Borges en Burgos, 1995:
69).
"Borges" compartiría el agnosticismo de Borges en
su papel de autor, por consiguiente, al no haber Cielo que contenga a Viterbo,
ésta será presentada como una entidad de culto personal, como un fetiche10:
"alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía
consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación"
(Borges, 1989: 617). La posesión perfecta en el caso del amor no correspondido
parece ser, para el narrador, el fervor fanático hacia la musa una vez
fenecida. "Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños; visitar ese día
la casa de la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri,
su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible"
(1989: 617). La gradación final de esta cita, con el tono de gravedad que la
acompaña, propondría a Beatriz como requisito para alcanzar el Aleph. El
narrador deberá, de manera ineluctable, visitar a los deudos con el fin de
llegar al centro de la historia, la visión de la pequeña esfera centelleante.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar
un 30 de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y
quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me
quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que
invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en
1934, aparecí, ya dadas las ocho con un alfajor santafecino; con toda
naturalidad me quedé a comer (Borges, 1989: 618).
Acudir anualmente al domicilio de la amada implicaría
efectuar un ritual aparentemente infructuoso. Los onomásticos parecen servir al
sujeto de la enunciación de engañoso consuelo ante la condición irrecuperable
de Beatriz; así, al igual que para un devoto la festividad del santo
reverenciado es motivo momentáneo de gozo, ya que puede olvidar su desamparo y
su condición mortal, para "Borges" la visita periódica a los familiares
significaría una especie de fiesta religiosa en la que la frustración por la
ausencia del objeto adorado sería revestida efímeramente de alegría. "La
Fiesta, para el enamorado, para el Lunar, es un regocijo, no un estallido: gozo
de la cena, de la conversación, de la ternura, de la promesa segura del placer:
"un arte de vivir por encima del abismo" (Barthes, 2004: 141). En el
caso de nuestro narrador, porfiar en la pervivencia sobre el precipicio implica
un esfuerzo redoblado, porque sólo dispone de la certeza de que en cada cita no
escuchará la voz dilecta ni obtendrá placer alguno de la mujer venerada, ya que
la muerte le veda toda posibilidad. "Así, en aniversarios melancólicos y
vanamente eróticos, recibí las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri"
(Borges, 1989: 618).
El contrato de veridicción cambia al momento en que
"Borges" desciende al sótano. El deslucido retrato11 de Beatriz
Viterbo, ubicado en el comedor, funcionaría como imagen "mística"
ante la cual el narrador se ampara previamente a la contemplación del Aleph.
Este cuadro tendría la función de custodiar la entrada que conduce del plano
humano racional al de naturaleza fantástica, donde se halla la esfera. Cuando
el narrador-personaje desciende al sótano, su percepción del espacio se altera
al dejar de ser predominantemente horizontal para transformarse en vertical12 ;
esta mutación permite el acceso a la dimensión mítica, donde será verosímil la
experiencia prodigiosa de contemplar el Aleph:
Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía
(más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores.
No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y
le dije: -Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida,
Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges (1989: 624).
Como si la imagen estuviera viva y fuera su cómplice,
"Borges" corrobora la falta de testigos y luego la invoca,
recitándole de manera gradual su nombre completo y los significados afectivos
que él le asocia -"querida", "perdida"- sin dejar de decir
"Beatriz" en cada instancia. Nombrar es crear. "Borges"
pareciera recrear a Viterbo en esta breve oración. Acaso esta situación también
sea una reconfiguración, pero a la inversa, de la escena de La divina comedia
donde Beatrice nombra a Dante y con ello el poeta experimenta una salvación;
ser reconocido por ella es equivalente a que las puertas del Paraíso se le
abran. Ante la imposibilidad de ser llamado por Beatriz, la voz narrativa la
invoca y se identifica ante ella en un estéril afán de redención.
Hago responsable a la ausencia del otro de mi mundanidad:
invoco su protección, su regreso: que el otro aparezca, que me retire, como una
madre que viene a buscar a su hijo, del brillo mundanal, de la infatuación social,
que me restituya a "la intimidad religiosa, la gravedad" del mundo
amoroso (Barthes, 2004: 49).
El narrador, presa de un ambiente literario (representado
por Daneri) marcado por la tónica de la incomprensión y la envidia, halla
refugio en el único centro sagrado posible para él, la musa.
A esta conjetura acerca del significado de ponerse en manos
de la amada se podría añadir que "Borges" clama a una entidad humana
extinta, imperfecta, incapaz de responderle o protegerlo, pero recurre a ella
porque entre sus muchos defectos ha descubierto algo valioso, su unicidad:
"Entonces, ¿qué es estar enamorado? Estar enamorado es percibir lo único
que hay en cada persona, eso único que no puede comunicarse salvo por medio de
hipérboles o de metáforas" (Borges en Burgos, 1995: 69). En medio de un
mundo caótico, el sujeto de la enunciación está solo, sin Dios que lo redima;
de modo fehaciente tiene para sí exclusivamente -al menos por el momento- la
construcción idílica de Beatriz y la literatura, ésta última a todas luces
insuficiente para plasmar su experiencia y asombro.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza
aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos
cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo
transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas
abarca? (Borges, 1989: 624).
En contraste con la imagen femenina dantesca, Viterbo no
está en el Paraíso, ni tiene poder alguno, es sólo una fotografía toscamente
retocada y, en breve, "Borges" la verá como una "reliquia
atroz", dentro del Aleph. Este incidente develaría una gran soledad
existencial y una gran desesperanza; el amor y el misticismo, al final del
camino, podrían ser declarados, además de ilusorios (el primero por nunca haber
sido correspondido y el segundo porque eventualmente estaría materializado en
un objeto maravilloso que podría ser apócrifo), como atópicos, por ser ambas
imágenes fascinantes milagrosamente aparecidas en la vida del narrador.
"Atópico, el otro hace temblar el lenguaje: no se puede hablar de él,
sobre él; todo atributo es falso, doloroso, torpe, mortificante: el otro es
incalificable" (Barthes, 2004: 43).
Al descender13 y acomodarse en el peldaño acordado, el
escéptico "Borges" descubre la luminosidad del disco y ve todo,
inclusive aquello que hubiera preferido ignorar sobre la mujer que ama; este
golpe de lo real parece advertir al lector que la dimensión por algunos llamada
divina no contiene sólo formas amables, sino que podría tratarse de una
totalidad ominosa en la que la distinción entre bueno y malo, sublime y
tremebundo, sería sólo una falacia. La nueva faceta de Beatriz, quizá
indeseable, pudiera ser el detonador para una posterior y paulatina liberación
de su imagen. "Vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar)
cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos
Argentino (-)" (Borges, 1989: 626). Contemplar las cartas de Beatriz
dirigidas a Daneri provoca en "Borges" una resonancia (Barthes, 2004:
214), es decir, un profundo dolor producto de esta desafortunada escena del
Aleph que repercute notablemente en él al punto de alterar su subjetividad
amorosa. La esfera contenía, según Carlos Argentino, "todas las imágenes
de Beatriz" (Borges, 1989: 624), por consiguiente, con su descripción, el
lector esperaría completar el retrato literario de Viterbo, pero la
intencionada vaguedad sólo lo lleva a compartir con "Borges" la misma
perplejidad experimentada ante la visión de la mujer en el disco. La resonancia
haría de esta imagen una representación espantosa e incomprensible y del
enamorado un observador monstruoso, "Borges" participaría de la
calidad sombría y discordante de Beatriz Viterbo y de Carlos Argentino. Mirar
el Aleph sería una experiencia rayana en el voyerismo14. "Borges"
creía estar a salvo de la humillación del desdén una vez muerta Beatriz, pero
el Aleph le reservaría una sorpresa, la revalidación de su orfandad afectiva;
la revelación lo vuelve presa del "temor amoroso", o del miedo a la
propia disolución al comprender que el ser amado nada tiene que ver con la
proyección que sobre él ha sido descargada. "En el temor amoroso, tengo
miedo de mi propia destrucción, que entreveo bruscamente, segura, bien
plasmada, en el brillo de la palabra, de la imagen" (Barthes, 2004: 215).
Aparece ahora una figura femenina opuesta a la expectativa literaria occidental
de la mujer ideal, a la cual se añade la posibilidad de que more dentro de un
Aleph engañoso; estas vicisitudes la convertirían en antítesis de sus modelos
-Beatrice Portinari, Helena de Troya- y, a la par, pondrían en entredicho las
construcciones culturales acerca del amor durable y perfecto. "El acto
verdadero del duelo no es sufrir por la pérdida del objeto amado; es comprobar
un día, sobre la piel de la relación, esa menuda mancha, llegada allí como el
síntoma de una muerte segura" (Barthes, 2004: 129). Beatriz deja entonces
de ser la otredad y se convierte en otro, en una extraña; "Borges" ha
descubierto la mancha15 en ella y con ello vendrá la cura amorosa, el olvido.
La imagen femenina investida por Viterbo podría ser
considerada una especie de Aleph de la calle Garay; ella representaría el amor
fallido, el Aleph sería ejemplo de la experiencia metafísica dudosa16. El
narrador asume su única certeza, la irrealidad del amor, de Dios, de él mismo y
del mero relato, cuya verosimilitud es puesta en entredicho con la postdata:
"Por increíble que parezca yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo
creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph". De manera
insaciable, esta irrealidad alcanza también al lector, quien ha asumido
diversos contratos de veridicción y finalmente se encuentra ante una solución
nihilista, donde todo lo referido adquiere una dimensión incognoscible análoga
al En Soph, el eje mítico de donde proviene el sentido del Aleph:
Para la Cábala esa letra significa el En Soph, la ilimitada
y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el
cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa
del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos,
en los que el todo no es mayor que alguna de las partes (Borges, 1989: 627).
Beatriz Viterbo y el Aleph podrían plantearse, a partir de
lo expuesto, como entidades adjuntas en tanto que ambas adquieren sentido -indefinido-
al ser contempladas por "Borges" (y aquí aparecen ecos de
Schopenhauer: el mundo es representación de quien lo percibe)17; las dos asumen
un significado de catástrofe en la vida del narrador y las dos tienen un
destino común, el olvido, único medio que le permitirá al sujeto de la
enunciación continuar viviendo, adaptado y conforme, pero nutrido por la
desesperanza. La muerte convierte a Beatriz en cifra del amor, sus retratos son
una clave que "Borges" insiste en contemplar ritualmente cada año cuando
acude a casa de los Viterbo; más tarde se trocará en la antítesis de ese mismo
sentimiento, al ser develada por el Aleph. Ambas, mujer y esfera, comparten el
mismo espacio sagrado, la casa de Daneri, y con ello la calidad emblemática de
entidades inclasificables, atópicas; ambas serán instancias que conducirán a la
voz narrativa a lograr un atisbo de dos experiencias ominosas, cuyo efecto es
siniestro y, simultáneamente, acrisolador.
NOTAS
1 La focalización interna disonante permite distinguir la
"voz", "la personalidad" del narrador, como diferente de la
del personaje (Pimentel, 1998: 102). El sujeto de este discurso parece explotar
hasta sus últimas consecuencias esta técnica, ya que establece la discordancia
no sólo en relación con Beatriz Viterbo, sino con respecto a la proyección de
Borges como autor en sí mismo.
2 El recorrido parece ser inverso al que realizó Alighieri,
quien primero conoció el Infierno y el Purgatorio bajo la tutela de Virgilio y
luego fue guiado por Beatrice en el Paraíso.
3 El nombre es uno de los modos de caracterización del
personaje. Para Luz Aurora Pimentel, "el nombre en sí funge como una
especie de "resumen" de la historia y como orientación temática del
relato; casi podríamos decir que, en algunos casos, constituye un anuncio o una
premonición" (1998: 65).
4 "Beatriz" -ya se anotaba- claramente evoca a la
musa de Dante, en tanto que "Elena" rememora a la reina griega cuya
legendaria belleza fue motivo principal de la guerra de Troya (EB: 2008).
5 El apelativo se ha hecho famoso por Santa Rosa de Viterbo,
una mujer virtuosa, que vivió en la época medieval en la provincia italiana
homónima y a quien se atribuyen milagros luego de su corta vida.
6 "Nos enseñarán, sin embargo, que la eternidad es la
paralización del tiempo presente, el Nuncstans de las Escuelas, cosa que ni
ellos ni nadie comprenden, como tampoco el Hicstans, esto es, la infinita
magnitud del lugar" (Hobbes, 1984: 557).
7 Al contrario de una ciudad indiferente ante el deceso de
la musa, en La vida nueva, la actividad de la villa se detiene: "Después
de que fue separada de este siglo, quedó toda la sobredicha ciudad casi viuda,
despojada de toda dignidad; por lo que yo, todavía llorando en esta ciudad
desolada, escribí a los principales del lugar algo acerca del estado en que se
encontraba, tomando su comienzo del profeta Jeremías que dice: "Quo modo
sedet sola civitas" (Alighieri, 2003: 337). Si en "El Aleph" la
urbe sigue su ritmo vertiginoso y en el poema dantesco se detiene, la divergencia
ratificaría, por un lado, el parentesco entre Beatrice Portinari y Beatriz
Viterbo; por otro, la invitación al lector para replantearse el prototipo
literario femenino propuesto por el poeta estilnovista, así como los valores
que se le asocian.
8 Asimismo, es un punto de contacto con la musa de
Alighieri, quien, en el Paraíso, utiliza tal gesto para comunicar a Dante su
preocupación y afecto; en el canto XVIII del Paraíso, dice el narrador:
"Al contemplarla, quedó libre mi afecto de todo otro deseo; y mientras el
eterno encanto de que directamente participaba el hermoso rostro de Beatrice,
se comunicaba a mis ojos reflejando en ellos, sacóme de mi éxtasis con la luz
de una sonrisa, diciéndome: -Vuélvete y escucha, que no está únicamente en mis
ojos el Paraíso" (Alighieri, 1973: 425).
9 Para apoyar esta hipótesis, podríamos recurrir a Barthes,
quien al respecto dice: "amamos primeramente un cuadro. Puesto que es
necesario para el flechazo el signo mismo de su instantaneidad (que me vuelve
irresponsable, sometido a la fatalidad, arrebatado, raptado): y, de todas las
combinaciones de objetos, es el cuadro el que parece verse mejor por la primera
vez: un velo se desgarra: lo que no había sido nunca visto es descubierto en su
integridad, y desde entonces devorado con los ojos: lo inmediato vale por lo
pleno: estoy iniciado: el cuadro consagra el objeto que voy a amar" (2004:
209).
10 "El acontecimiento amoroso es de orden hierático: es
mi propia leyenda local, mi pequeña historia sagrada lo que yo me declamo a mí
mismo, y esta declamación de un hecho consumado (coagulado, embalsamado,
retirado del hacer pleno) es el discurso amoroso" (Barthes, 2004: 106).
11 Beatrice pide a Virgilio que guíe a Dante por el Infierno
y el Purgatorio; después, ella misma lo recibe en la Gloria, allí el poeta
florentino descubre una mujer de belleza resplandeciente; en oposición a la
torpemente iluminada fotografía de Viterbo.
12 Alberto Julián Pérez, en Poética de la prosa de Jorge
Luis Borges, hace notar que "en El Aleph el sótano de una casa se
transforma en el lugar mágico donde el narrador personaje va a recibir la
revelación del Aleph, la pequeña esfera que contiene el universo; Borges
relaciona la transformación del espacio con la revelación divina, procedimiento
derivado de las literaturas religiosas y míticas" (1986: 88-92).
13 Acción que podría dilucidarse, según el simbolismo
occidental, como acudir a un hipotético infierno donde se halla el Aleph. Allí,
como en la Comedia, no puede estar Beatriz (ella estará dentro de la esfera),
entonces es Daneri quien da a "Borges" las instrucciones precisas
para poder admirar la maravilla.
14 Esto podría confirmarse con el tono del comentario que
Daneri le hace a "Borges" una vez que termina la contemplación de la
esfera: "-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman -dijo
una voz aborrecida y jovial-. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un
siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!" (Borges,
1989: 626).
15 En la edición crítica de "El Aleph", preparada
por Julio Ortega y Elena del Río Parra (2001: 60) se puede corroborar que en el
manuscrito aparece tachada la explicación de que Daneri es hermano y no primo
de Beatriz. Quizás con esta corrección Borges buscó atenuar el carácter de por
sí incestuoso de la relación, que le conferiría el estigma ahora analizado.
16 Tal vez Borges en su papel de autor quiso hacer con
"El Aleph" algo similar -aunque en una actitud paródica- a lo que
Alighieri urdió con su Comedia: "Dante, muerta Beatriz, perdida para
siempre Beatriz, jugó con la ficción de encontrarla, para mitigar su tristeza;
yo tengo para mí que edificó la triple arquitectura de su poema para intercalar
ese encuentro" (Borges, 1993: 371). Sin embargo, al imaginarla le sucedió
lo que suele acaecer en los sueños, la quimera se manchó de tristes estorbos:
"Negado para siempre por Beatriz, soñó con Beatriz, pero la soñó
severísima, pero la soñó inaccesible, pero la soñó con un carro tirado por un
león que era un pájaro y que era todo pájaro o todo león cuando los ojos de
Beatriz lo espejeaban. (-) Tales hechos pueden prefigurar una pesadilla"
(Borges, 1993: 371). En "El Aleph", a diferencia de la obra maestra
del escritor florentino, nada es rescatable, no hay mujer perfecta ni Paraíso,
tal vez sólo subsista la fatiga de saber que otros han logrado la dicha en el
amor o en la eventual contemplación del "inconcebible universo" en un
Aleph verdadero.
17 Como en la obra cervantina, pareciera no importar quién
es Aldonza Lorenzo, sino en quién se convierte cuando Don Quijote la mira.
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Links ]
Fuente : SCIELO
Acta Literaria N°36, I Sem. (47-60), 2008
ANGELES MA. DEL ROSARIO PÉREZ BERNAL
Universidad Autónoma del Estado de México, México. E-mail:
rosariopbernal@gmail.com