Carlos Caranci Sáez
Toda historia de espías es un laberinto. Las partes en juego
se ubican siempre al filo de la muerte, sea su movimiento un órdago o un farol,
porque de su éxito o su fracaso dependerá no la partida en sí, por supuesto,
sino su irrelevancia en la misma. Y todo jugador, aunque juegue a nada, debe
jugar. En el escenario de una guerra, los juegos entre espías adquieren una
calidad autónoma, reglas propias, metalenguajes, que interfiriendo o no en el
curso de los acontecimientos, lo que de ellos importa es el proceso, el
parloteo, digamos, que acompaña al fin militar y que es la esencia misma del
espionaje.
Como un laberinto, en donde lo importante no es la meta sino
el intrincado camino hasta ella: es más, al laberinto le interesa que quien lo
penetre saboree todos y cada uno de sus rincones, de ahí que se lo asocie o
bien a sistemas de defensa, o bien funcionen como alegorías de: el arduo camino
que conduce a la virtud; la salvación del alma en parábolas escatológicas; la
muerte y resurrección espirituales para los alquimistas (el nudo de Salomón);
el proceso iniciático de encontrar el conocimiento de sí –y entonces la
locura-; el camino del Calvario (y, por consiguiente, de la peregrinación a
Tierra Santa)… No es que estas construcciones gusten de guiar hacia el engaño
al individuo que las penetra, sino que por un lado son el premio al afanoso
camino (encontrar su centro, provocarle placer al laberinto. ¿No es el acto
sexual un dédalo de desviaciones, palabras, fantasías, que concluyen –o no?),
por otro son ellos mismos el placer a experimentar (los laberintos llamados
univiarios obligan a recorrer todo su espacio porque sólo hay un pasillo que se
pliega y repliega como un intestino, en contra de los “de mazes”, con más de
una opción y callejones ciegos), pero a donde realmente conducen los laberintos
es a la salida.
Pensemos en el más famoso de todos, el de Dédalo, habitado
por el hijo de Pasifae, reina cretense, a partir de su unión aberrante con un
toro (el Minotauro, que como todo producto de la sexualidad desenfrenada y
caótica soporta en su cuerpo la marca de la hýbris), y en el que Teseo supo
orientarse gracias al hilo de Ariadna, que dejaba como rastro de su avanzar.
Walter Benjamin, drogado por hachís en Marsella, puso su atención en ese acto
de desmadejar, paciente, esperanzado, atento antes a lo que se deja tras de sí
que a la oscuridad desconocida por descubrir, atento «únicamente al ritmo de esa
aventura que consiste en devanar una madeja» (Haschisch, Taurus, Madrid, 1974,
páginas 79-80). Es más, con el ovillo Teseo perdería prudencia –en lo que este
término tiene de pro-videncia-, porque cada paso asegura el regreso al punto de
partida cancelando así el miedo a perderse; la escritura del hilo sobre el
pavimento acompaña al avanzar, proporciona un colchón lingüístico y así una
tranquilidad al momento de duda ante una bifurcación.
En El Jardín de senderos que se bifurcan (recogido en
Ficciones, 1941, Alianza Editorial, Madrid, 2005), de Jorge Luis Borges, Teseo
es Yu Tsun, antiguo profesor de la cátedra de inglés de la universidad de
Tsingtao y ahora espía para el imperio prusiano, y el laberinto es el año 1916,
en concreto el frente Serre-Montauban, en el que Yu Tsun debe informar -a sus
superiores en Berlín- sobre «el nombre del preciso lugar del nuevo parque de
artillería británico sobre el Ancre» a ser bombardeado antes de que desde ahí
lance su ataque la Entente. El duelo con el espía persecutor, el capitán
irlandés Richard Madden, tuerce y retuerce las páginas del relato entre las que
Yu Tsun se mueve con su peculiar hilo de Ariadna, con la sabiduría de que no
dará pasos en falso, de que no se perderá, pues sabe de su destino, sabe que
será cazado y morirá, y sin embargo su plan es infalible. Sin entrar a
desvelarlo, baste decir que lo que importa de él no es la consecución fáctica
(el hecho objetivo, digamos) sino la descriptibilidad de su ejecución, la
literalidad de los significantes empleados en su proceso, como en un laberinto,
en donde la acción de deambular da el sentido (el fin y el objeto) al
laberinto; su merodeo fabrica el símbolo.
Pero hay más, y para llegar a la persona que es la clave del
mensaje a enviar, Yu Tsun atraviesa una serie de senderos gracias al consejo de
unos chiquillos de que, ante un cruce de caminos, debe doblar siempre a la
izquierda, lo que le hace recordar que era ese el método tradicional para
llegar al centro de algunos laberintos. La persona buscada resulta ser, casualidad
–o no-, un afamado sinólogo estudioso de un antepasado de nuestro protagonista,
el bisabuelo Ts’ui Pên, gobernador de Yunnan, quien abandonó el poder político
para adentrarse en la escritura de una novela insensata, incomprensible,
indescifrable, y en la construcción del laberinto más prodigioso del mundo.
Pues bien, de ese libro de argumentos contradictorios, de personajes que
aparecen y desaparecen, de injustificados saltos temporales, deduce el experto
que posee una estructura laberíntica, que el propio libro es un jardín de
senderos que se bifurcan, con múltiples desenlaces y variantes para los héroes,
«diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan».
Porque Ts’ui Pên creía en la existencia de infinitas posibilidades de la
existencia, de universos paralelos en los que la acción desempeñada en uno era
tan definitiva y tan fallida como las posibilidades que hubiesen podido darse
en su lugar.
Así pues para Borges un laberinto es eucronía: es la
posibilidad de todas las posibilidades, en donde cada pasillo asoma al
caminante a una opción de entre las infinitas que otras existencias le podrían
haber deparado. En el escenario de la Primera Guerra Mundial, laberinto de
trincheras, de conquistas de posiciones fugaces, de desgaste, donde realmente
el proceso de su recorrido fue excesivo respecto a su amargo y casi fútil
final, ¿qué meta puede hallarse? ¿Cuál es el centro de ese laberinto
inevitable? ¿Saber que en otra vida, en otra guerra, no moriré yo, mataré en
cambio, o no tomaré el Piave, sino que caeré en el Somme…? Esta alegoría supone
que si el agente tiene o no tiene éxito en su misión, no depende ni de la
suerte ni de un plan meticulosamente trazado, sino de que se asiste en nuestro
plano como lectores a una sola de las realidades de entre todas las que
simultáneamente se dan en el universo. Como advierte el sinólogo a Yu Tsun, «el
tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy
su enemigo». Encontrar el punto central, volver a la salida, toparse con el
Minotauro o morir en la trampa de un pasillo cortado, no son ni correctas ni
incorrectas, o mejor, todas ellas son la solución al enigma del laberinto,
porque todas ellas, irremediablemente, se están dando de forma paralela.
El laberinto abunda como leitmotiv en la obra de Borges, sea
en su conocido La casa de Asterión (en El Aleph, 1949, Alianza Editorial,
Madrid, 2009), en el que el mito de Teseo está narrado desde los ojos inocentes
del Minotauro, muchacho monstruoso encerrado ignaro en su gran morada
laberíntica donde cada nueve años recibe víctimas, a las que él dice «liberar»,
hasta que acoge la visita del héroe, con quien se muestra generoso y
hospitalario, encontrando empero la muerte bajo su hierro sin oponer defensa.
Sea, también, en numerosos relatos (La Biblioteca de Babel, 1941; La muerte y
la brújula, 1942; o El milagro secreto, 1943), en los que los intrincados
arabescos de las vicisitudes vividas por los personajes desembocan en un
destino sobre el que se advierte, no obstante, que llegará, o ha llegado ya, de
nuevo el mismo momento en el mismo lugar con los mismos protagonistas que
resolverán la aventura, quizá, de distinta forma.
Catedral de Chartres, c. 1194-1250. Supuestamente, el
laberinto como escenario cultual mediterráneo dibujaba sobre el pavimento un
sendero espiraliforme a seguir por los danzantes cogidos de la mano (¿unidos
por el hilo de Ariadna?), quienes simularían un ingreso y una salida rítmicas
del edificio letal del laberinto: ciclos de muerte y resurrección.
Es aquí, hablando de destino, donde se nos desvela que
Borges es un soñador, no un revolucionario –puede que en otra existencia lo
sea-. La simultaneidad de escenas, la repetición eterna, la encarnación
akáshica… disuelven lo que es la inevitabilidad del acontecimiento histórico, y
pese a que el juego narrativo que despliega el autor es de una seductora
sofisticación, sin embargo hay otras formas de pensar la fantasía, lo que
demuestra que pese a ser un descomunal artista y un finísimo erudito, Borges no
está en nuestro bando. De sesgo leibniziano (de salón) Borges aplica al pie de
la letra aquello de que lo que es sombra en mi mónada es luz en otras, o sea
que es mi percepción la que mira mi mundo, dejando en sombra otras innumerables
percepciones, otras infinitas realidades en el mismo tejido monádico divino; y
sin embargo, el propio Leibniz da la clave: los diferentes universos no son
sino diferentes puntos de vista sobre uno solo (Monadología, Globus, Madrid,
2013, página 38). O, siguiendo la crítica de Deleuze, no es que se presenten
variaciones de la verdad a los ojos del sujeto, varias verdades, sino que la
variación bajo la que un mismo objeto se presenta a cada perspectiva supone la
verdad subjetiva para esos ojos (El pliegue. Leibniz y el Barroco, Paidós,
Barcelona, 1989, página 31).
Es este un síntoma que se detecta en la obra de Borges (por
ejemplo en Historia del guerrero y de la cautiva, o el inmenso El inmortal,
1949): la búsqueda de una eterna simetría según la cual el acto A pueda ser
contrapesado por el acto B en otra dimensión, lo cual hace no sólo que se
albergue la esperanza de que se den todos los actos en todos sus matices, sino
que se alcance la vanidad en cada acto, la pura intrascendencia, sabiendo que
obrando bien o mal, en la otra punta del universo se habrá equilibrado la
balanza espiritual. Pero esto también puede verse como un miedo eterno no ya a
la muerte sino a la perdición, a la posibilidad de no ganar la salvación, de
ser en cambio uno mismo el condenado si es verdad que en otro tiempo en otra
vida he alcanzado la virtud. Como si dijéramos que sobre Borges pende la espada
de la Némesis, del equilibrio justiciero que devuelve la homeostasis al
escenario mundo; ¿neurótico sentimiento de culpa? Podríamos hablar de miedo al
monstruo, al híbrido, miedo de ser el Minotauro y no Teseo, miedo de vivir una
vida falsa sin oportunidad de enmienda, ¿por eso el amparo en las
reencarnaciones? ¿En el eterno retorno cíclico?
A su eucronía tendríamos que oponer la anacronía, una falta cometida en relación a la convivencia de los tiempos (Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de la imágenes, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2011, página 61), un tiempo intruso que desbarata la linealidad cronológica, el devenir y la historia y que no abre el pasado iluminando las posibilidades que podrían darse ni las que pudieron haberse dado, sino, en pocas palabras, muestra en crudo la escena única e inevitable que se pone ante el héroe vista como imposibilidad, como «el límite impensable de la misma posibilidad» (no puede ser que mi suerte me haya arrastrado hasta este punto), pero también como «el mero reverso de la necesidad (“no podría haber sido de otro modo”)», esto es, no podían darse otras posibilidades, ha ocurrido lo único posible , o “lo ha querido así el destino” (Slavoj Žižek, Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Paidós Ibérica, Barcelona, 2009, página 109). Porque el destino es uno e ineludible, y esto lo admite Borges para cada hombre, pero desea que en otro momento otro destino depare al mismo hombre diversa suerte.
Y con todo, en este laberinto de simultaneidades, ¿qué
aguarda en la cámara central? ¿Cuál es el perno sobre el que se ejecuta todo el
sistema de posibilidades? La imagen que está en el centro del laberinto, el
desenlace, el secreto de la existencia es… nada, una imagen indiferente para el
inmenso volumen de la humanidad, y sin embargo sería la imagen que gestiona el
laberinto imaginario de cada sujeto y ordena las bifurcaciones de su deseo: en
el centro de toda intersubjetividad está la imagen fantasmal de la propia
madre. Borges, que a partir de 1938 comienza paulatinamente a perder visión,
encontró en su madre Leonor Acevedo Suárez 1047014h430el símbolo materno total:
hogar, faro, educadora, nutriz, compañera, asistente, esposa, vacío, muerte.
Leonor fue la Ariadna –los ojos- de Georgie, como cariñosamente le llamaba,
llegando incluso, se dice, a donar placenta para un injerto sanador –e
infructuoso- en el ojo ya depauperado del hijo (interesante: la córnea ciega
verá, a partir de entonces, el negro abismo mítico del útero femenino). Lectora
y redactora bajo dictado de los cuentos del hijo, es de suponer que sus
cuidados excedieran lo literario; llegados a este punto, ¿no es Borges el monstruo
de dentro del laberinto, incapaz ya de salir, porque el hilo de Ariadna le
conduce a un pasadizo ciego que es, a la vez, su única opción?
Dice Roland Barthes: «Todas las fotografías del mundo
formaban un Laberinto. Yo sabía que en el centro de ese Laberinto sólo
encontraría esa única foto, verificándose la frase de Nietzsche: “Un hombre
laberíntico jamás busca la verdad, sino únicamente su Ariadna”» (La cámara
lúcida. Nota sobre la fotografía, Paidós, Barcelona, 1989, página 116); y por
tanto, la imagen definitiva, la imagen-guía, la imagen de imágenes, a la que
todo soldado, Yu Tsun incluido, se aferra como a su hilo de Ariadna, para
poder, algún día, volver. Y que sin embargo Barthes decide no revelar al lector
de su libro, porque es suya, es la foto de su madre, y a los demás les sonará
intrascendente, una más entre millones, con lo que decide colocar como
ilustración la imagen de la madre del mítico fotógrafo Nadar, una foto bien
compuesta, de potentes claroscuros, de empaque artístico, una foto que es un
símbolo de madre. En otras palabras, no hay nada más que la relación del sujeto
con el universo simbólico, con el lenguaje, con, como por otra parte Borges
hizo patente a lo largo de su neurótica vida, el Otro que es mamá.
La consciencia de esto hace que el miedo a perderse antes
mencionado en el laberinto de cada uno se resuelva siempre en la pregunta
eternamente referida al sustentador de ese símbolo, al Otro, ¿qué hago aquí?
¿Por qué me ha tocado a mí vivir este destino? En un laberinto siempre hay un
solo camino: todos los demás o son ciegos o conducen a la perdición. Y aunque
nunca se llegue al centro del asunto y se desvíe por los vericuetos del deseo,
el camino erróneo ya nos está diciendo que eso no era lo que las circunstancias
simbólicas, sociales o históricas habían previsto, que eso no es lo que se
esperaba de nosotros, y en función de esa espera, de recibir la respuesta al
por-qué de su lugar en el mundo, es decir, en función de su desorientación al
interior de su laberinto, es como el sujeto estructurará su acontecimiento
presente. Así que el destino puede definirse como la relación que el sujeto
establece con la recta vía, cómo gestiona su deseo con los intersticios que la
inevitabilidad del orden social deja abiertos. Por supuesto la respuesta
definitiva sólo la puede proporcionar esa madre eternamente buscada,
eternamente anhelada en cada bifurcación del deseo.
La postura contraria a Borges (atención: nadie aquí le está
exigiendo que abandone su papel de fabulador) es más que nunca doblar siempre a
la izquierda, y pensar el eterno retorno como la advertencia de afrontar las
venturas de tal modo que, de repetirse, no te arrepintieras de volver a hacer
lo que hiciste. Esta es la verdadera actitud responsable frente al destino, y
no ampararse en que “esto es así porque me ha tocado vivir esta variación”
(¿resignación? ¿Se voltearán las cosas cuando me encarne en otro avatar?). Ante
lo irremediable, el sujeto debe aceptarlo porque no hay más, aunque sea
desfavorable, aunque sea letal, y no obstante debe dudar ante ello, y sobre
ello trabajar retroactivamente, sobre el camino pasado en el que, ante lo que
se está produciendo, se introduce la oportunidad de actuación que cambiaría ese
futuro. Es ese el tiempo anacrónico de la crisis revolucionaria, el que
interviene en el pasado para afrontar el futuro, el que resuelve la bifurcación
de caminos, es decir, el jaque del umbral ante lo ineludible, no como un
intervalo entre dos términos, entre el pasillo 1 o el pasillo 2, no: el
intervalo se da entre lo que podría haber cambiado el presente y la actualidad
histórica irrevocable en su proyección futura. Y ese intervalo conlleva el
tiempo de la reflexión, de la intervención revolucionaria, la responsabilidad
que carga el cuerpo del héroe sobre la que se impulsa para constituirse como
sujeto histórico: es el instante que aprovecha la potencialidad de cambiar el
orden de las cosas, de asumir lo inevitable como oportunidad política. Doblando
siempre a la izquierda.
Fuente : Fabulantes