Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato, amigos alguna vez,
llevaban dos décadas de franca enemistad por razones políticas. Una charla de
café, un martes del verano de 1975, encontró reconciliados a dos ídolos de la
literatura argentina. La lección de dos gigantes
Por Alfredo Serra
Borges y Sabato. Sabato y Borges. Estuvieron distanciados
casi 20 años, por diferencias políticas. "Inevitablemente, tanto uno como
el otro dijimos palabras quizá injustas", diría Sabato tiempo después.
Un día del verano de 1975 logré que se sentaran a conversar.
Y escribí un artículo para la revista Gente. Aquí, fragmentos de una charla
imperdible. La lección de dos grandes.
La idea implicaba la reunión de mucho más que dos enormes
escritores, eran dos ídolos de la literatura argentina. No fue fácil. Jorge
Luis Borges y Ernesto Sabato, amigos alguna vez, llevaban dos décadas no sólo
sin hablarse: dos décadas de franca enemistad por razones políticas. Sin
embargo, ante la posibilidad de aportar algo de su talento a miles de lectores,
olvidaron rencores y polémicas, y protagonizaron, a lo largo de una mañana
inolvidable, este diálogo y estas imágenes que hoy son un clásico del
periodismo nativo. Acaso por esas simetrías que, según Borges, le gustan al
destino, el encuentro sucedió apenas unos meses antes de la primera Feria del
Libro. La que a partir de allí, nunca iba a detenerse.
Recrear aquella charla y aquella reconciliación es más que
un placer intelectual. Es también una lección para la clase política, casi
siempre separada por mezquindades y casi siempre alejada del bien supremo: el
país y su gente.
Verano de 1975: el
encuentro.
El alejamiento se mantuvo hasta que una circunstancia casual
produjo algo nuevo. En una ocasión, Borges firmaba libros en una librería del
centro. Sabato pasó por allí. Entonces, algunos de los que esperaban la firma
de Borges se acercaron a Sabato y le pidieron que también firmara. Así, en
libros de Borges, pueden encontrarse dedicatorias de Sabato: un símbolo de lo
que pasaría después. El escritor se acercó a Borges y lo saludó. Borges lo
abrazó. Acaso ninguno de los dos había olvidado la polémica, las palabras
ásperas, los casi veinte años de silencio. Pero el fervor, la devoción, algunas
preocupaciones comunes y ciertas inevitables coincidencias volvieron a acercarlos.
Al fin de cuentas, los dos estaban en el centro de una Buenos Aires que aman y
aborrecen, que contaron como pocos, que guarda para siempre su gloria (sus
libros) y que algún día guardará sus huesos.
Hablaron mucho. Los primeros testigos de ese diálogo
(Anneliese von der Lippen, amiga de Borges y traductora de la obra de Sabato al
alemán, y Orlando Barone, un escritor joven, autor de Debajo del ombligo)
pensaron que esa conversación debía prolongarse. Sintieron que las palabras de
esos dos hombres merecían otro destino que el olvido. Muy pronto hubo un
grabador entre ellos. Muy pronto habrá un libro con sus conversaciones, que
tienen -ya se verá-, algo de testamento, de balance, de eternidad.
La tentación fue demasiado grande. Y una mañana, a comienzos
de febrero, muy temprano (yo había leído que el hombre de Santos Lugares
madruga y contempla las plantas), marqué los siete números que encierran
fantásticas cábalas. Tuve miedo al decir "Buenos días". Tengo miedo
ahora, cuando ya todo ha sucedido. Porque le pedí a Sabato que se encontrara
con Borges. Que salieran juntos. Que recorrieran umbrales dormidos del sur,
rejas oxidadas, almacenes tibios, plazas apenas reales. Y Sabato me dijo que
sí.
Las cosas sucedieron un martes. Poco importa, pero Sabato tenía
zapatos anchos, pantalones grises, saco azul, camisa colorada, y Borges
interrumpía el azul profundo de su traje con una corbata verde y amarilla.
Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato en el Parque Lezama, a
espaldas del Museo Histórico Nacional
Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato en el Parque Lezama, a
espaldas del Museo Histórico Nacional
Borges: -La vida es soportable porque ocurre en tajadas. Uno
se levanta, se afeita, desayuna. Va haciendo las cosas lentamente. Por eso la
vida es menos espantosa…
Sabato: -Claro. Imagínese un hombre que se pasara toda la
vida afeitándose. O diciendo "Buenos días". Mucha gente supone que
los hombres famosos nunca dicen "buenos días" o toman café con leche,
como cualquiera. Si los ven tomar café con leche ya no creen en su fama. La
gente parece ignorar que el hombre no siempre escribe El Quijote. A veces paga
impuestos.
B.: -Es cierto. Lo mismo que esos que dicen: "A fulano
lo conocí cuando era de este alto". Bueno, ¿qué pretenden? ¿Que naciera
siendo gigantesco?…
S.: -Muchas señoras de la época habrán dicho algo similar de
Proust: "¿Quién iba a decir que Marcelito escribiría una obra
maestra?". Los famosos no pueden vivir a la vuelta. Tienen que vivir en el
país de ninguna parte.
B.: -Sí, en Utopía. Las palabras tienen trampas. Uno dice:
"Ese lugar es estupendo". Y "estupendo" parece provenir de
estúpido…
S.: -Yo inventé la palabra "afroidisíaco", que es
una combinación de Freud y "afrodisíaco".
B.: -Yo conocí una orquesta de zíngaros. Pero en realidad no
eran tan zíngaros. Eran apenas "gríngaros".
S.: -El portugués es un idioma deshuesado. Las consonantes
fuertes han ido desapareciendo, y parece que le faltaran huesos. En cambio, el
alemán es fuerte. Los carteles de prohibición, en los trenes, gritan:
"¡Verboten!". Así, entre signos de admiración, como diciendo:
"Cuidado que aquí atrás está el gobierno!". Los italianos son más
ceremoniosos, más explicativos.
B.: -¿Estamos en Parque Lezama?
S.: -Sí. Me gustaba más antes, cuando no estaba tan
endurecido por las veredas, cuando los caminos eran de tierra.
B.: -El Parque Lezama me trae muchos recuerdos… ¿Hay
escalones ahora?
S.: -Los peores. Hay escalones que no parecen escalones…
B.: -Es lo que sucede en la oscuridad.
S.: -¿Cuál es la mejor traducción que usted conoce, Borges?
La mejor traducción de cualquier cosa.
B.: -Es difícil…
S.: -Dicen que la Biblia es una gran traducción. Y Proust al
inglés, también.
B.: -Es posible. Sin embargo, el traductor de Proust empezó
mal. En busca del tiempo perdido no responde al original. Es una cita de
Shakespeare.
S.: -Es cierto. Suena un poco absurdo.
B.: -Hace un instante alguien me recordó que yo escribí en
un prólogo que la única cifra que recordaba del catálogo de Bruselas (un
catálogo para bibliotecarios) es el número 213, que corresponde a Dios. Ya
había olvidado ese número, en realidad…
S.: -Doscientos trece. Es un número bastante cabalístico,
sin embargo. La suma es seis. Está formada por los tres primeros números (uno,
dos, tres). Empieza por el par, que es la dualidad del mundo. Termina con el
tres, que es la Trinidad. En fin, la cosa no está tan mal. Para principiante de
bibliotecario le fue bastante bien, Borges.
B.: -Hablamos el otro día de sabiduría popular. De adagios…
S.: -Los adagios aciertan siempre. Uno dice: "Al que
madruga Dios lo ayuda". Y otro: "No por mucho madrugar amanece más
temprano". Claro, así es fácil. Si no acierta por un lado, acierta por el
otro.
B.: -Es el caso de "Más vale pájaro en mano que ciento
volando" y "Más vale buena esperanza que ruin posesión", que es
lo contrario.
S.: -Claro, adagio y contraadagio. La sabiduría de los
adagios es una especie de perogrullada. Además, algunos son siniestros,
canallescos. Por ejemplo: "La caridad bien entendida empieza por
casa". Hablar de sabiduría de un pueblo sobre bases semejantes es una
iniquidad…
B.: -Me acuerdo de una frase feliz de Paul Groussac. Decía
que Sarmiento sabía el latín y sospechaba el griego…
S.: -Suele decirse: "Fulano domina varias
lenguas". Generalmente, uno no domina ni la de uno.
B.: -Más bien está dominado por ellas…
S.: -Es que hay lenguas insospechables. Algunos lectores,
aunque no se conozca el idioma, pueden sospecharse. Pero en Hungría, por
ejemplo, uno nunca sabe si el cartel dice "Caballeros" o
"Prohibida la entrada". El húngaro es terrible…
B.: -Podríamos tomar una caña…
S.: -Bueno. Enfrente hay un almacén.
B.: -¿En qué esquina?
S.: -Defensa y Humberto Primo.
B.: -¡Ah! Muy cerca. Recuerdo que hay una iglesia danesa que
parece de juguete. Y también una iglesia rusa.
S.: -Recién, cuando estuvimos sentados en la plaza Dorrego,
Serra dijo que ese momento le parecía histórico…
B.: -Bueno, todos los hechos son históricos.
S.: -¿Le parece? Yo creo que si un hombre se acerca y dice:
"Buenos días, caballeros. ¿Me permiten venderles unos tapices?", no
está protagonizando un hecho histórico.
B.: -Es posible. ¿Tomamos esa caña, entonces? ¿Por dónde
estamos?
S.: -Por el Obelisco.
B.: -¿Y cuándo nos conocimos nosotros? A ver… Yo he perdido
la cuenta de los años. Pero creo que fue en la casa de Bioy Casares, en la
época de Uno y el universo, ¿no?
S.: -No, ese libro es de 1945. Creo que nos conocimos antes.
Sí, en casa de Bioy, pero un poco antes, a raíz de un trabajo que publiqué en
Sur sobre La invención de Morel. O sea… debe de haber sido por el 40. ¡Qué
barbaridad! Entonces hace treinta y cinco años.
B.: -Esas reuniones… Recuerdo que podíamos estar toda la
noche hablando sobre literatura o filosofía. Era un mundo diferente. Ahora, me
dicen, se habla mucho de política. Pero a la gente le interesan los políticos.
La política abstracta no. Nuestras preocupaciones eran otras…
S.: -Yo más bien diría que en aquellos encuentros hablábamos
de nuestra pasión: la literatura, la vida… Pero no porque no nos preocupara la
política; a mí, al menos.
B.: -Es que no se hacía ninguna referencia a los diarios, a
las noticias cotidianas, fugaces…
S.: -Sí. Tocábamos temas permanentes. La noticia cotidiana
se la lleva el viento. Lo más nuevo que hay es el diario, y es lo más viejo al
día siguiente.
B.: -Claro, eso está escrito para ser olvidado. Nadie piensa
que deba recordarse lo que está escrito en un diario. Ellos mismos se encargan
de borrarlo al día siguiente. Eso no puede ser muy importante, ¿no? Un diario,
digo, se escribe para el olvido, deliberadamente para el olvido.
S.: -Dígame si no sería mejor publicar un diario cada año,
cada siglo tal vez. Quiero decir: cuando sucede algo verdaderamente importante,
nuevo. ¿Cómo se puede pensar que haya hechos trascendentes todos los días?
B.: -Es que no se sabe de antemano cuáles son. La
crucifixión de Cristo fue importante después, no cuando ocurrió.
S.: -Imaginemos un título a toda página: "EL SEÑOR
CRISTOBAL COLON ACABA DE DESCUBRIR AMERICA".
B.: -Como yo nunca he leído un diario, siguiendo el consejo
de Emerson…
S.: -¿Quién? Ah… Emerson. Yo casi no los leo. Apenas cuando
considero que algo es importante.
B.: -Ese tiempo parece muy lejano. Sí, claro,
cronológicamente es lejano. Sin embargo, pienso en aquello como si fuera
contemporáneo…
S.: -El tiempo no existe, claro… ¿Se acuerda, Borges, que
aparte de la literatura y la filosofía, usted y Bioy sentían una gran
curiosidad por las matemáticas? La Cuarta Dimensión, el Tiempo… aquellas
discusiones sobre Dunne y el Universo Serial…
B.: -¡Caramba! Claro. Los números transfinitos, Kantor…
S.: -Y el Eterno Retorno, Nietzsche, Blanqui…
B.: -¡Y los pitagóricos!
S.: -Las aporías, Aquiles y la Tortuga… Nos divertíamos
mucho, sí. Recuerdo cuando Adolfito leía los cuentos de Bustos Domecq recién
salidos del horno. Pero a Silvina Ocampo no le gustaban, permanecía muy seria,
¿no?
B.: -Silvina solía leer esos textos con indulgencia, casi
con gesto maternal.
S.: -¿Le parece? Yo creo que sentía fastidio. A veces se iba
a otra parte a escuchar a Brahms.
B.: -A mí, sin embargo, los cuentos de Bustos Domecq me
causaban gracia, a pesar de que esa gracia después no fuera compartida por
nadie.
S.: -Vamos, Borges, no embrome. Y también se hablaba mucho
de Stevenson. Eso de los silencios de Stevenson. Lo que calla a veces es más
significativo que lo que expresa.
B.: -Claro, los silencios de Stevenson… Y también
Chesterton, Henry James… Se hablaba menos.
En el corazón del barrio de San Telmo, frente a la Plaza
Dorrego, compartieron un café Sábato y Borges
En el corazón del barrio de San Telmo, frente a la Plaza
Dorrego, compartieron un café Sábato y Borges
S.: -Al que le interesaba mucho era a Pepe Bianco.
B.: -Sí. El había traducido The Turn of the Screw. Mejoró el
título, es cierto. ¿Otra vuelta de tuerca es superior a La vuelta de tuerca,
no?
S.: -Representa con más calidad la idea de la obra. Al revés
que con ese libro de Saint-Exupéry llamado Terre des homes, traducido como
Tierra de hombres. Como quien dice Tierra de machos, cuando lo que en realidad
quiere significar (además lo dice literalmente) es Tierra de los hombres, la
tierra de estos pobres diablos que viven en este planeta. No sólo ese traductor
no sabe francés sino que no entendió nada de Saint-Exupéry.
B.: -La enormidad de las traducciones… Hay un filme inglés
cuyo título original, The Imperfect Lady, lo tradujeron aquí como La cortesana.
Perdió toda la gracia, naturalmente…
S.: -¿Y qué me dice de La mujerzuela respetuosa? ¡A lo que
puede llegar la cursilería!
B.: -Mujerzuela… una palabra que ya nadie usa.
S.: -La misma mojigatería con la obra de John Ford: Lástima
que sea una perdida. ¿Se imagina? Nada menos que un autor como Ford, un tipo de
esa época de piratas.
B.: -¡Sí! Precisamente altera el título, que es donde más ha
trabajado el autor. Cuando eligió uno es porque lo ha pensado mucho. Nadie, ni
el traductor, debe creerse con derecho a cambiarlo.
S.: -¿Y acaso el título no es la metáfora esencial del
libro? Del título podría decirse lo que se ha afirmado de los sistemas
filosóficos, que casi siempre son desarrollo de una metáfora central: El río de
Heráclito, La esfera de Parménides…
B.: -Claro, suponiendo que los títulos no sean causales…
Bien, se supone que los libros no son causales…
S.: -Con optimismo a veces… A propósito, pienso en las
editoriales y las comparo con los bancos. Son instituciones paradójicas. El
banco le presta dinero al señor que no lo necesita. El editor le publica al
escritor que todos se disputan. Eso hace difícil cualquier comienzo. Sin
embargo, es extraño, uno ve los estantes de las librerías y es como una
invasión de títulos. Debe de haber más autores que lectores, creo. Y otro
fenómeno: el de los quioscos. Desbordan libros. Antes, por el año 35, solamente
Arlt se vendía en los quioscos…
B.: -¿Libros en los quioscos…?
S.: -Sí, El Aleph, Ficciones y también los clásicos. Sí,
Borges, y me parece bien que sus libros estén allí en la calle, casi al paso de
cada lector. Se han multiplicado las posibilidades de acercarnos.
B.: -Pero… Es que antes no era así, claro…
S.: -Pero mucho antes, ¿recuerda que los almacenes de campo,
cuando hacían sus pedidos a Buenos Aires, junto a las bolsas de yerba y a los
aperos, pedían algún ejemplar del Martín Fierro?
B.: -Martín Fierro no es precisamente un personaje
admirable, sino admirable el poema como arte. No, Martín Fierro no es un
ejemplo, claro…
S.: -Para usted es una especie de antihéroe, creo…
B.: -Un desertor que deleita a los militares. Porque el
Martín Fierro es la historia de un desertor. Pero si usted le dice eso a un
hombre de armas, se indigna. Hasta Ricardo Rojas, en la Historia de la
literatura argentina, lo defiende con argumentos inexistentes. Alega que en el
libro se ve la conquista del desierto, la fundación de ciudades. Francamente no
he leído una sola palabra de eso, ¿no?
S.: -Es que Fierro es un iracundo, un rebelde ante muchas de
las injusticias de su tiempo…
B.: -Mi abuela, en 1872, vio a los soldados en el cepo.
Hernández no conoció nada de eso. Se documentó, se basó mucho en el libro de su
amigo Mansilla. Pero no aceptó que Martín Fierro fuera un mensaje de protesta
social; es más bien un alegato contra el Ministerio de la Guerra, como lo
llamaban entonces. No creo, no, que Hernández ansiara un nuevo orden social.
Además era rosista, y jordanista después…
S.: -Importa sí el significado del canto. Pienso que el
poema es el exilio de los gauchos, un canto para los pobres en su propia
patria. No sé cuál habrá sido el propósito deliberado de Hernández al escribirlo,
y eso no importa. Usted sabe que los propósitos siempre son superados por la
obra cuando se trata del arte. ¿Quién recuerda en qué acceso de patriotismo
Dostoievski se propuso escribir un libro titulado Los borrachos, contra el
abuso del alcohol en Rusia? Le salió Crimen y castigo…
B.: -Si El Quijote fuera simplemente una sátira contra los
libros de caballería, no sería El Quijote. Si al final, cuando termina la obra,
el autor piensa que hizo lo que se propuso, la obra no vale nada.
S.: -Volviendo a lo de Martín Fierro, lo que usted dijo
antes lo comparto en algo: no se lo debe valorar como testimonio de protesta. O
diría, mejor, por el solo hecho de ser un libro de protesta, porque en este
caso, cualesquiera que sean sus valores morales, no alcanzaría a ser una obra
de arte. Pienso que si Martín Fierro vale es porque a partir de esa rebeldía
accede a esos altos niveles y expresa los grandes problemas espirituales del
hombre, de cualquier hombre y en cualquier época: la soledad y la muerte, la
injusticia, la esperanza y el tiempo.
B.: -Además, Fierro es un personaje viviente, que, como pasa
con las personas reales, puede ser juzgado muy diversamente, según se lo mire…
S.: -De allí las interpretaciones que permite. Sociológicas,
metafísicas…
B.: -Yo no he dicho una palabra contra el Martín Fierro…
S.: -Es que ha habido reportajes, no siempre responsables,
donde usted aparece diciendo otras cosas… Me parece útil que se aclare.
B.: -He dicho, sí, que proponer a Martín Fierro como
personaje ejemplar es un error. Es como si se propusiera a Macbeth como buen
modelo de ciudadano británico, ¿no? Como tragedia me parece admirable; como
personaje de valores morales no lo es…
S.: -Prueba que un gran escritor no tiene por qué crear
buenas personas.
B.: -Qué extraño. Ahora recuerdo que Macedonio Fernández
tenía una teoria que yo creo errónea. El decía que todo personaje de novela
tenía que ser moralmente perfecto. Desde esa perspectiva, sin conflictos,
resultaría difícil escribir algo…
S.: -Parecería un chiste de Macedonio, realmente…
B.: -No, no. Era en serio. Bueno, sería como anular la
novela, ¿no?
S.: -Basta mirar los grandes protagonistas de las novelas.
Siempre marginados, tipos casi siempre fuera de la ley…
B.: -Hay una frase que Kipling escribió al final de su vida.
Dice: "A un gran escritor puede estarle permitido inventar una fábula,
pero no la moraleja". El ejemplo que eligió para sostener su teoría fue el
de Swift, que intentó hacer un alegato para el género humano y terminó haciendo
Gulliver, un libro para chicos. Es decir: el libro vivió, pero no con el
propósito del autor.
S.: -Es lo bastante complejo para ser un espantoso alegato y
un libro de aventuras para chicos. Esa ambigüedad es frecuente en el arte.
B.: -Se me ocurre algo. Supongamos que Esopo existió y que
escribió sus fábulas. Pero posiblemente le divertía más la idea de animales que
hablaban como hombrecitos, que las moralejas, ¿no? Esas moralejas se agregaron
después.
S.: -Ninguna obra de arte es moralizadora en el sentido
edificante de la palabra. Sirven al hombre en un sentido más profundo, como
sirven los sueños, que casi siempre son terribles… Sarmiento se propuso
escribir un libro contra la barbarie y la conclusión fue un libro bárbaro.
Facundo expresa lo que hay en el fondo del corazón de Sarmiento: un bárbaro.
B.: -Sí, sí. Es verdad.
S.: -Lo admirable del Facundo es la fuerza de sus pasiones.
Está lleno de afectos sociológicos e históricos. Es un libro mentiroso. Y una
gran novela…
B.: -Sólo cuando una obra no vale, cumple los propósitos del
autor.
S.: -El artista es por excelencia un rebelde. Por eso en las
revoluciones nunca le va bien, y mucho menos a los novelistas.
B.: -En Rusia, hicieron dos filmes de Iván el Terrible: uno,
al comienzo, era contra el zarismo; el otro, cuando Stalin se había convertido
en un nuevo zar, en favor del zarismo…
S.: -El artista sólo puede hacer arte grande en absoluta
libertad. Lo otro es el sometimiento, arte convencional, y por lo tanto falso.
Y por lo tanto no sirve al hombre. Los sueños son útiles porque son libres.
El Bar Plaza Dorrego recuerda cuando los célebres escritores
se sentaron a charlar en los años setenta
El Bar Plaza Dorrego recuerda cuando los célebres escritores
se sentaron a charlar en los años setenta
Verano de 1975:
Epílogo, ¿o prólogo?
Dejaron atrás las rejas, los adoquines antiguos, la certeza
del río cercano. Como diría Borges, salieron del territorio de los arrabales y
la desdicha y entraron en la mañana del centro y la serenidad. Se despidieron
con pocas palabras. Borges cerró la puerta del ascensor. Sabato se metió
rápidamente en un auto. Una hora más tarde, estaría otra vez en su jardín de
Santos Lugares.
En un café casi vacío escuché la grabación. Al llegar al
final, entendí que no se habían propuesto urdir una charla memorable, ávida del
mármol o del bronce. Simplemente, se habían dejado arrastrar por palabras
amistosas, por recuerdos, por sucesos desordenados, por algunos nombres
propios. Sin embargo, casi sin testigos, junto a un aljibe silencioso en la
mesa de un almacén, habían hablado de la vida y la muerte, de la eternidad, de
Dios, de reyes y de poetas, de lenguas remotas y de noticias urgentes.
En la larga cinta marrón, dentro de un grabador parecido a
todos los grabadores, quedaba un cosmos. Y ahora, al final de la nota, la
tentación también es grande. Yo podría armar un final con laberintos, espejos,
senderos que se bifurcan, ángeles exterminadores, Alejandras, ciegos. Mezclar
la matemática y el caos. Pero no: callar exactamente aquí es rendir un homenaje
a Borges, a Sabato. Es pedir con fervor que este epílogo sea apenas un prólogo.
Es esperar que estos dos hombres hablen hasta el fin de los tiempos.
Fuente : Infobae