Bernat Castany Prado
(Universidad de
Barcelona)
RESUMEN: En este artículo analizo las afinidades existentes
entre la “tradición inglesa”, en sus expresiones filosóficas y literarias, y la
obra de Borges, quien llegó a considerarse “escritor inglés en lengua
española”. En la primera parte estudio la enorme simpatía filosófica y estética
que Borges sentía por el pragmatismo de William James. En la segunda parte
trato de mostrar que dicha simpatía no se detenía en el autor de Pragmatism
sino que se extendía a toda la “tradición inglesa”. Ciertamente, lo que podemos
considerar las características generales de la tradición inglesa –escepticismo,
nominalismo, antisistematismo, librepensamiento y un determinado sentido del
humor-, forman un temperamento filosófico-literario enormemente afín al que
constatamos en la obra de Jorge Luis Borges. En la tercera y última parte
analizo cómo dicho “espíritu” filosófico no forma parte de una supuesta
idiosincrasia nacional, concebida en términos esencialistas, sino de un
determinado proceso histórico que hizo que permitió que en Inglaterra
perdurasen ciertos valores del humanismo mientras que en el resto de Europa el
racionalismo arramblaba con ellos. De este modo, tanto el temperamento
filosófico de Borges como el de la tradición inglesa se remiten a una tradición
humanística que supuso, a su vez, en el siglo XVI, el renacimiento de una
milenaria tradición escéptica que había sido arrinconada por el dogmatismo de
la era medieval.
1.- BORGES Y WILLIAM
JAMES
El filósofo norteamericano William James (1842-1910) fue,
junto a Peirce, el fundador de la escuela filosófica pragmática o pragmatista,
que tanta influencia ejerció sobre Jorge Guillermo Borges, padre de Jorge Luis
Borges. El autor de Ficciones solía comentar que su padre tenía, como lector,
dos intereses: “los libros de metafísica y los de psicología; leía a
Berkeley, a Hume, a William James y luego a
los autores que trataban de civilizaciones orientales.”[1] Por su parte,
Adriano del Valle recuerda a Jorge Guillermo Borges hablando “de sus
especulaciones filosóficas sobre pragmatismo y lógica matemática.”[2] Cabe
añadir que el autor de La voluntad de creer mantuvo también correspondencia con
Macedonio Fernández, del que Borges dirá “que no sufrió de otros imitadores que
yo.”[3]
Teniendo en cuenta el enorme influjo que William James
ejerció en dos de las personas de las que Borges heredó gran parte de sus
intereses y perspectivas, así como la enorme relación existente entre la
filosofía pragmatista y el escepticismo, me parece justificado analizar las
relaciones entre el pensamiento de ambos autores.
Dice el autor de El Aleph, citando a Samuel Taylor Coleridge
(1772-1834), en “De las alegorías a las novelas”, que “todos los hombres nacen
aristotélicos o platónicos.”[4] Cuatro años antes Borges había iniciado su
“Nota preliminar”[5] a la edición española de Pragmatismo[6] de William James,
con esta misma cita. Para Zulma Mateos la división de Coleridge distingue entre
nominalistas y realistas, es decir, entre aquellos que afirman la primacía o
única existencia de lo individual, lo particular, y aquellos que afirman la
primacía o única existencia de lo universal, lo general: “La división se
justifica porque el tema es uno de los centrales de la filosofía y estar parado
en una u otra concepción significa haberse definido prácticamente en casi todos
los ámbitos de esta disciplina.”[7]
Lo cierto es que, en la primera de las cinco conferencias
recogidas en Pragmatismo, James propone una distinción muy similar a la de
Coleridge, en virtud de la cual los filósofos se dividen en espíritus rudos y
espíritus delicados. Los primeros son empiristas, sensualistas, materialistas,
pesimistas, irregiliosos, fatalistas, pluralistas y escépticos; los segundos
son racionalistas, idealistas, intelectualistas, optimistas, religiosos,
indeterministas, monistas y dogmáticos[8].
A primera vista, esta división, que desborda la distinción
de Mateos entre nominalistas y realistas, parece un tanto arbitraria porque hay
escépticos no materialistas –los budistas son idealistas-, escépticos no
irreligiosos –Montaigne es fideísta- y escépticos no deterministas –el
existencialismo se funda en el libre albedrío-. La contradicción desaparece
cuando notamos que dicha división no tiene en cuenta el contenido de las
doctrinas en cuestión sino lo que William James llamó temperamentos y Borges
“maneras de intuir la realidad.”[9]
Asimismo, el hecho de que el subtítulo de Pragmatismo sea
“Un nuevo nombre para algunas viejas maneras de pensar” coincide plenamente con
el hecho de que, para Borges, todos los filósofos parecen pertenecer a uno u
otro grupo: “A través de las latitudes y de las épocas, los dos antagonistas
inmortales cambian de dialecto y de nombre: uno es Parménides, Platón, Spinoza,
Kant, Francis Bradley; el otro, Heráclito, Aristóteles, Locke, Hume, William
James.”[10]
En el fondo
de estas afirmaciones podemos constatar una preeminencia de lo psicológico
sobre lo lógico. Esta preeminencia sólo puede surgir de la profunda convicción
de que la fuerza de la razón es limitada. Lo que nos hace sospechar que, frente
a estas dos intuiciones de la realidad, que Coleridge, James y Borges proponen,
hay una tercera posición, de raíz escéptica, que trata de distanciarse de las
dos primeras. James afirma que la mayoría de los hombres aspira a las buenas
cosas de uno y otro lado, de ahí que el pragmatismo se presente como “un
sistema que combine ambas cosas.”[11]
Por esta
razón considero que, aunque Borges finalice la enumeración de los aristotélicos
con el nombre del autor de Pragmatismo, lo cierto es que el mismo James se
desmarca de dicha filiación temperamental, siendo su sistema, como su nombre
indica, pragmático. Una respuesta constructiva, mitigadora, de un escepticismo
esencial para el que todas las verdades no son más que “construcciones verbales
que se almacenan y se hallan disponibles para todos”[12], idea que parece
compartir Borges al afirmar que “es aventurado pensar que una coordinación de
palabras (otra cosa no son las filosofías) pueda parecerse al universo.”[13]
No deberíamos
precipitarnos, pues, en emparentar a James y a Borges con el espíritu rudo o el
delicado sino con un tercer espíritu que, después de conocido el subtítulo de
Pragmatismo, no puede ser considerado creación personal de James sino eslabón
de una tradición milenaria que bautizaremos provisionalmente con el nombre de
escéptica. Borges sugiere esta tríada de temperamentos o espíritus en el cierre
mismo de la “Nota preliminar” a Pragmatismo: “El universo de los materialistas
sugiere una infinita fábrica insomne; el de los hegelianos, un laberinto
circular de vanos espejos, cárcel de una persona que cree ser muchas, o de
muchas que creen ser una; el de James, un río. El incesante e irrecuperable río
de Heráclito.”[14]
En esta cita
los “materialistas” son los “aristotélicos” de Coleridge o los “espíritus
rudos” de James, los “hegelianos” son los “platónicos” del primero o los
“espíritus delicados” del segundo y la tercera opción es la del “espíritu
escéptico”, que no trata de simplificar el universo y se resigna a no
conocerlo. Esta tercera vía defiende
“hipótesis tranquilas”[15], “soluciones medias”[16], no busca la simetría
perfecta de los sistemas filosóficos, los epigramas o los relatos policiales
sino que “más bien recuerda a la populosa novela o al multánime
Shakespeare.”[17]
Borges
apuesta por la tolerancia a la pluralidad, a la ambigüedad y su consiguiente
falta de certeza. Claro está que la simpatía filosófica que Borges siente por
la obra de James es el resultado de que el pragmatismo sea la sistematización
de ese escepticismo mitigado que recorre toda la tradición inglesa y que
responde a uno de esos tres espíritus o temperamentos que, a su vez, recorren
toda la historia del pensamiento. No se trata, pues, de una simpatía personal
sino espiritual, temperamental, de modo que no debemos detenernos en William
James sino ir más allá.
Antes de
pasar al siguiente apartado veré qué influencia tuvo en el quehacer literario
de Borges el método pragmático. Es importante tener en cuenta que Borges elogia
la “tercera vía” filosófica de James no por su superioridad estética sino
ética: “Para un criterio estético, los universos de otras filosofías pueden ser
superiores (el mismo James, en la cuarta conferencia de este volumen, habla de
la “música del monismo”); éticamente, es superior el de William James.”[18]
El hecho de
que Borges afirme que los universos resultantes de los sistemas “radicales” son
estéticamente superiores al de William James es muy significativo porque, por
un lado, nos permite sospechar que la relación que establece Borges entre
filosofía y estética puede no ser gratuita y puede ser vindicada desde otro
lugar que el del nihilismo esteticista y, por otro lado, nos indica que ese
otro lugar, si bien no puede identificarse plenamente con el pragmatismo de
James, sí puede ser desenhebrado a partir de él.
Para James el pragmatismo “no tiene dogmas ni doctrinas,
excepto su método”[19], un método consistente en extraer las consecuencias
últimas tanto de “las recetas racionalistas”[20] como de las del mecanicismo
materialista. Vemos, pues, que el método pragmatista no es más que la
extracción de inferencias de ciertas premisas abstractas hasta dar con un
absurdo, es decir, hasta poner de manifiesto una carencia de acuerdo y nexo
entre nuestras nociones, fijadas por simples palabras, y nuestro conocimiento
real, derivado de la percepción. Apreciamos, pues, que en su momento
gnoseológico el pragmatismo trata de deshacer ese “tejido de absurdas
suposiciones”[21] utilizando la milenaria prueba indirecta o reductio ad
absurdum que William James hereda de un Hume que desarrolló “hasta el fin la
línea de pensamiento iniciada por Locke.”[22]
Borges parece tomar el relevo aceptando que toda función de
la filosofía debería consistir en hallar qué diferencias existirían, en
determinados instantes de nuestra vida, si fuera cierta esta o aquella fórmula
acerca del mundo.[23] Teniendo esto en cuenta, podemos entender gran parte de
la obra de Borges –tanto narrativa como ensayística- como la creación de esos
universos imposibles que surgen de las recetas ya racionalistas ya materialistas.
Borges colaboraría en un milenario trabajo colectivo de desbrozamiento
filosófico que utiliza como principal herramienta la reducción al absurdo
puesto que esos universos –resultado o conclusión de ciertas premisas- son
distintos del nuestro, es decir, falsos, ya que la definición intuitiva de
verdad es la correspondencia entre el contenido de una proposición y la
realidad. Resulta que algunos de los relatos de Borges son argumentos, del
mismo modo que ciertos argumentos filosóficos ya son cuentos o vectores de
cuentos. Notemos cómo ya Schopenhauer afirmaba que el filósofo, “esclavo del
principio de la razón suficiente, se ve forzado, en vez de lograr su objetivo,
a narrar cuentos.”[24]
Dichos cuentos podrían ser denominados “demiúrgicos”, puesto
que el autor crea un mundo. Jaime Alazraki afirma, a su vez, que cuentos como
“Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y “La casa de Asterión” son “metáforas
epistemológicas”[25], ya que ilustran las posibilidades epistemológicas del
hombre en relación con el mundo. Lo
cierto es que el hombre acaba habitando el mundo que él mismo crea al
investigar el mundo y así muchos de los relatos de Borges acaban mostrando a
hombres viviendo en los mundos que ellos mismos han construido o heredado de su
tradición. Tal es el Asterión, filósofo escéptico, tal y como afirma
Alazraki[26], que vive en un laberinto, es decir, en un mundo concebido como un
laberinto, como algo indescifrable; tales son los bibliotecarios de “La
biblioteca de Babel”, filósofos dogmáticos que creen poder descifrar el
universo que han concebido como un cosmos, es decir, como un todo ordenado. La
unión de las tres interpretaciones –el cuento como refutación, como metáfora
epistemológica y como narrativización de las cosmovisiones humanas- enriquece
la obra de Borges.
Regresando a
la relación de Borges con el método pragmático, no debería extrañarnos que
Borges afirme que cierta filosofía es literatura fantástica ni debemos
interpretar sus palabras como resultado de un nihilismo esteticista o como una
boutade sino, más bien, como una adscripción a una tradición refutadora, a un
“temperamento” o “espíritu escéptico”, que parece compartir con William James.
Para concluir
este apartado recordemos que para Borges los platónicos son “Parménides, Platón,
Anselmo, Leibnitz, Kant, Francis Bradley[27]” mientras que los aristotélicos
son “Heráclito, Aristóteles, Roscelín, Locke, Hume, William James.[28]” Me
parece muy significativo que los tres últimos de los aristotélicos sean
ingleses –considero la filosofía norteamericana de finales del XIX y principios
del XX como idéntica a la inglesa en espíritu y tradición- mientras que sólo el
último de los platónicos lo sea. Creemos que este hecho no se debe ni a
casualidades de la memoria ni a afinidades personales sino que corresponde a
una realidad: la tradición filosófica inglesa es de espíritu escéptico. Podemos
dar, tanto para Locke como para Hume, las mismas razones que más arriba dimos
para suponer a William James y a Borges como pertenecientes a esa tercera
posición filosófica o temperamental que dimos en llamar escéptica.
Creemos que
bastará con decir que los más importantes filósofos ingleses, si bien han
tenido un primer momento –no hablo tanto en términos cronológicos como lógicos-
materialista, aristotélico, siempre acaban sus reflexiones con una palinodia
final de talante escéptico. Éste es el caso de Locke cuando afirma que, aunque
“Dios ha hecho algunas cosas a la plena luz del día[29]”, tanto en la ciencia
de la naturaleza como en muchas otras cuestiones tenemos sólo “el crepúsculo de
la probabilidad[30]”; y el caso de Hume quien tras diagnosticar las causas de
su propio fracaso en el tercer volumen de su Treatise renuncia a todas sus
pretensiones iniciales: “En cuanto a mí, me reservo el privilegio del escéptico
y confieso que esta dificultad es demasiado grande para mi entendimiento.”
2.- LA TRADICIÓN
INGLESA
Decíamos en el apartado anterior que la simpatía filosófica
y estilística que Borges sentía por William James no se detenía en él sino que,
a través de ella, veíamos una relación profunda entre Borges y la filosofía
inglesa. James y Borges son dos puntos que nos sugieren una línea que se
prolonga hasta Bacon, pasando por Occam, Francis Bacon, Locke, Berkeley y Hume.
No deberíamos olvidar, sin embargo, que la tradición filosófica de un país no
puede desgajarse de la tradición literaria sino que ambas se complementan y
reverberan, de modo que muchos de los escritores ingleses y norteamericanos que
Borges admiró compartían esa simpatía con un espíritu humanístico, escéptico,
liberal que no fue en absoluto monopolio de los filósofos.
Borges no sólo recuerda con especial agrado “la biblioteca
inglesa de su padre”[31] sino también el hecho de que en su juventud la mayor
parte de sus lecturas privadas “las hacía en inglés.”[32] Durante su estancia
en Suiza leyó, entre otros, a Thomas de Quincey, a Chesterton, a Stevenson, a
Kipling y a Whitman. Dice Borges que la poesía le llegó “en inglés, a través de
Shelley, Keats, Fitzgerald y Swinburne”[33] y llegará a afirmar que Inglaterra
es “el más literario de los países.”[34]
La discusión de Marina Martín acerca de la mayor importancia
de Hume o Berkeley sobre Borges –oponiéndose a la tendencia de Ana María
Barrenechea, Martin Stabb y Ronald Christ que parecen concedérsela a Berkeley-
no es relevante si una vez admitida “la familiaridad de Borges con la tradición
filosófica británica”[35], admitimos también la existencia de un temperamento
común a toda la tradición filosófica y literaria en lengua inglesa. No me
parece acertado que Marina Martín hable de filosofía británica puesto que la
filosofía irlandesa, escocesa o norteamericana pertenecen a esta misma
tradición.
La tradición anglosajona, que contiene a William James,
posee el espíritu o temperamento escéptico del que hablamos en el apartado
anterior. Dicho escepticismo va íntimamente ligado a otras actitudes o
características que también hallamos en Borges y que a continuación intentaré
analizar.
a.- Actitud anti-metafísica
Los paralelismos de situación entre Borges y la tradición
inglesa son abundantes. Del mismo modo que Bacon se encontró “con una
escolástica ridiculizada y en plena decadencia”[36], Borges se encontrará, por
un lado, con los rescoldos de esa misma tradición y, por el otro, con una
metafísica moribunda que, después de los esfuerzos de Kant por instaurar una
filosofía crítica y contenida, había intentado volver a alzar el vuelo de la
filosofía especulativa.
La escolástica con la que se enfrentó Bacon creía, con Tomás
de Aquino, que la filosofía era esclava de la teología -philosophia ancilla
theologiae-, lo que significa que los primeros principios son dogmas
intangibles, de modo que la filosofía no puede planteárselos de una forma
radical puesto que, para pensar una tesis, incluso para demostrarla, hay que
tener presente la antítesis, es decir, negar el dogma. Eso no era posible, con
lo que el método filosófico que aplicaban a su estudio era una especie de
entretenimiento mental, búsqueda de razones para algo que se consideraba
previamente fuera de toda duda.
Este hecho debe hacernos pensar que ya en la época medieval
la filosofía especulativa -no existía otra- fue vista si no como género
fantástico, sí como mero “entretenimiento mental”[37], de modo que el uso
esteticista que Borges hace de la filosofía especulativa no puede ser sólo el
fruto de la débacle de la filosofía moderna ni de su consiguiente nihilismo,
sino también, y más bien, la recuperación de una tradición filosófica
pre-moderna y en estrecha relación con el escepticismo de la teología negativa.
Si los primeros principios son dogmas intangibles, la
filosofía es superflua, esclava, puesto que no tiene la libertad de repensar,
es decir, de dudar los fundamentos de la realidad. De ahí la importancia
religiosa, léase también política, de introducir una duda real, poniendo así el
dogma al alcance de la filosofía. Y es justamente en esta polémica donde “los
espíritus más notablemente despiertos y divergentes que notamos en la
escolástica son precisamente de origen inglés.”[38]
Vemos, pues, que, desde un principio, la filosofía inglesa
se constituye como una reacción contra la especulación metafísica y teológica.
Este punto de partida va a marcar toda su trayectoria y llegará hasta Borges
quien, en una de las entrevistas concedidas a Osvaldo Ferrari, ridiculizará a
Santo Tomás como muy bien pudieron hacerlo siglos antes Scoto, Occam o Bacon:
“Sí (la Summa es laberíntica, confusa), y lo que es extraordinario es que esto
no está hecho para ser laberíntico, sino para ser explicativo.”[39]
La reacción
contra las oscuridades escolásticas y metafísicas hará que la tradición inglesa
se manifieste contraria a un intelectualismo en el que todo parece previsto y
ordenado. Ya Duns Scoto en el siglo XIV iniciará una tradición
anti-intelectualista al introducir la voluntad como factor decisivo en toda
operación mental. Esta tradición llegará hasta el temperamento de William
James, pasando por Hume, quien afirmó que “la razón es esclava de las
pasiones.” Esto nos indica que la importancia que la tradición anglosajona le
confiere a lo irracional tiene también una explicación ideológica: la secular
reacción de los pensadores ingleses contra el determinismo escolástico (Duns
Scoto) o racionalista (David Hume) o positivista (William James). El objetivo
es, pues, defender la libertad individual, otra de las obsesiones de la
tradición inglesa que Borges heredará.
b.- Librepensamiento
La total libertad y
autonomía de pensamiento regresa –desde la filosofía griega- con Hume y marca
el inicio de una tradición librepensadora sin la cual no es posible comprender
a Borges. Los freethinkers no quieren ser ni generadores de superestructuras ni
apologetas ni esclavos de la inercia espiritual ni de la ley del menor esfuerzo
mental. Es en este contexto que debemos comprender el elogio de Borges a
Flaubert y a Swift por haber luchado contra el prejuicio y la estupidez: “Ambos
odiaron con ferocidad minuciosa la estupidez humana; ambos documentaron ese
odio, compilando a lo largo de los años frases triviales y opiniones
idiotas.”[40]
Junto a este
odio compartido contra el prejuicio, está el odio contra el pensamiento
apologético, que Borges ridiculizará en su relato “Los teólogos”. Este odio por
el prejuicio no es, claro está, monopolio de la tradición inglesa pero sí es
cierto que ha sido uno de los rasgos más característicos e influyentes de dicha
tradición. Recordemos, a modo de ejemplo, que es la defensa apasionada de la
libertad de pensamiento realizada por Locke la que inspirará a los Ilustrados
franceses y que el mismo Kant reconocerá que fue Hume quien lo despertó de su
sueño dogmático.
Una filosofía sin compromiso exige determinadas condiciones
políticas para poder ser realmente ejercida, condiciones que, a raíz de un
turbulento siglo XVII, se dieron en Inglaterra mucho antes que en el resto de
Europa. La libertad, sin embargo, es tanto una cuestión política como
espiritual y es por eso que el hombre libre también necesita ciertas
condiciones metafísicas. Importa constatar que los ingleses siempre estuvieron
del lado de la libertad individual: Scoto y su preeminencia de la voluntad
sobre la razón; Locke y su defensa de la libertad como ley básica que debe
gobernar al hombre; Berkeley y su fundamentación metafísica del libre albedrío;
Hume y su libertad hipotética; Stuart Mill y su derecho individual de
protección contra dirigentes y gobernantes políticos; William James y su
defensa pragmática del libre albedrío.
Cabe recordar que, en el nacimiento del liberalismo inglés,
contribuyeron las luchas intelectuales y políticas que los puritanos se vieron
obligados a sostener para lograr su reconocimiento y así aunque, en un
principio, su finalidad era esencialmente religiosa, “al librar al hombre de
las imposiciones en el orden íntimo espiritual, lo prepararon para extender esta
modalidad a lo político y filosófico.”[41] Podríamos añadir que todo hereje, al
menos en su primer momento, se ve obligado a defender la libertad de
pensamiento y expresión, y que todo defensor de la libertad de pensamiento y
expresión debe, a su vez, sentirse obligado a defender a todo hereje, quizás no
en el contenido de sus afirmaciones, pero sí en su derecho a expresarlas.
Este hecho es una posible explicación de la simpatía que
tanto Borges como la tradición inglesa sienten por los heterodoxos, los marginales
y los periféricos, lo que puede comprobarse tanto en ensayos como “Una
vindicación de la cábala”[42], “Una vindicación del Falso Basílides”[43], en
relatos como “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”[44], “Tres versiones de Judas”[45]
como en su defensa de los judíos en una época de profundo antisemitismo y su
interés por culturas no hegemónicas como la escandinava o budista.
No es aventurado afirmar que esta defensa o vindicación de
la minoría tiene su contrapartida y complemento en un ataque o inquisición de
las doctrinas mayoritarias que Borges llevará a cabo no sólo en la reducción al
absurdo de grandes sistemas filosóficos que realiza en cuentos como “La
biblioteca de Babel” o “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, sino también en los
ensayos de Discusión, Historia de la eternidad y Otras inquisiciones. Parece
que hay una cohesión articulada entre los diversos hábitos del pensamiento
borgeano -vindicación de las ideas minoritarias, inquisición de las
mayoritarias- y una relación de dichos hábitos con la defensa de la libertad de
pensamiento y expresión heredados, en parte, de la tradición inglesa.
c.- Nominalismo
Borges cita frecuentemente a Guillermo de Occam, considerado
como perteneciente a la tradición inglesa a pesar de que todavía escribió en latín,
considerado culminador del nominalismo medieval de Roscelino y Pedro Abelardo.
Esta fidelidad referencial le ha valido a Borges ganarse el título de
nominalista. Efectivamente, Jaime Rest afirma que Borges se adscribió a la
tradición nominalista que va desde Aristóteles hasta el idealismo nominalista,
pasando por el nominalismo medieval.[46] Zulma Mateos coincide con Rest al
afirmar que si a una doctrina filosófica tradicional puede acercarse a Borges
“es al nominalismo y en menor medida al idealismo de George Berkeley.”[47]
Deberíamos tener en cuenta, sin embargo, que el mismo Borges
negaría su nominalismo con un argumento nominalista parecido al que utilizó
para criticar el modo francés de hacer historia de la literatura inglesa y que
consistía en afirmar que tanto la filosofía como la literatura inglesa “es
menos un debate de escuelas que una vasta multitud de individuos.”[48] También
puede esgrimirse contra la afirmación de Zulma Mateos el hecho de que el mismo
Borges conceda una continuidad esencial entre Occam y Berkeley: “El nominalismo
inglés del siglo XIV resurge en el escrupuloso idealismo inglés del siglo
XVIII; la economía de la fórmula de Occam, entia non sunt multiplicanda praeter
necessitatem, permite o prefigura el no menos taxativo esse est percipi.”[49]
Lo que nos interesa, sin embargo, es ver ese flujo continuo
de ideas que, siguiendo el lecho de la tradición inglesa llega hasta Borges. La
característica esencial del nominalismo inglés es un apego a lo individual que
“le impide traficar en abstracciones, como los alemanes.”[50] Este impedimento
influirá en la literatura en lengua inglesa desde muy temprana fecha. En “De la
alegoría a las novelas” Borges verá en Geoffrey Chaucer el inicio del
importantísimo cambio mental que supone, en literatura, “el pasaje de alegoría
a novela, de especies a individuos, de realismo a nominalismo.”[51]
El inglés “rechaza lo genérico porque siente que lo
individual es irreductible, inasimilable e impar.”[52] Este rechazo le impedirá
al pensador de espíritu inglés comprender el poema Oda a un ruiseñor en el que
Keats habla del ruiseñor genérico, haciendo abstracción de los ruiseñores
particulares, en el más puro estilo platónico. Borges considera esa
incomprensión no como una carencia sino como un don; recordemos cómo el autor
de Ficciones afirma que al “inglés” “esa valiosa incomprensión le permite ser
Locke[53], ser Berkeley y ser Hume.”[54]
Borges, sin embargo, parece sentir una auténtica pasión por las ideas
abstractas. Este hecho ha llevado a Juan Nuño a ver en Borges un tributario del
platonismo[55]. Creo más acertada la opinión de Jaime Alazraki, que afirma que
Borges ilumina en casi todos sus cuentos lo concreto con la perspectiva de lo
genérico, confiriéndole así “una intensidad que no tiene como ente
individual.”[56] Nuño inscribe a Borges en una doctrina filosófica dogmática
siendo Borges, como él mismo afirma, escéptico; Alazraki ve cómo Borges utiliza
la tendencia generalizadora de dicha doctrina para usos literarios: elevar a
símbolo una anécdota o personaje logrando de este modo “una intensidad
desacostumbrada”[57]. Sin embargo, Borges no quiere que lo individual se
deshaga en símbolo porque “el arte, siempre, opta por lo individual, lo
concreto; el arte no es platónico.”[58]
No deberíamos ver como un anacronismo el interés de Borges
por el nominalismo puesto que, para el mismo Borges, Wells es “buen heredero de
los nominalistas británicos”[59] -juicio que repetirá al hablar de Aldous
Huxley[60]-. En la actualidad el problema no se trata en los mismos términos
medievales de Occam sino en los de Bertrand Russell o el segundo Wittgenstein.
Hay, sin embargo, un nexo común y es la crisis de confianza en la capacidad de
representación del lenguaje, tema esencial en la obra de Jorge Luis Borges.
En Ficciones de una crisis, Cuesta Abad ve en dicha crisis
la causa de que la poética de Borges sea “neobarroca”. Este término implica
para Cuesta Abad un repliegue reflexivo del lenguaje sobre sí mismo, un
“ensimismamiento del texto dentro del flujo constante de la textualidad
literaria.”[61] Efectivamente, cuando el filósofo o el escritor pierde la
confianza en su capacidad para describir el mundo, se ve obligado a tomar como
objeto de su discurso su propia tradición o la invención de nuevos mundos. Asimismo,
Jaime Alazraki afirma que la tendencia a estimar las ideas religiosas o
filosóficas por su valor estético, que Borges expresa en el “Epílogo” a Otras
inquisiciones, es el síntoma de que “las limitaciones cognoscitivas han hecho
del hombre no un descubridor, sino un inventor; no un percibidor de realidades,
sino un creador de mitos.”[62]
d.- Anti-sistematismo
La filosofía anglosajona se desmarca de la filosofía moderna
–francesa y alemana- en su resistencia a elaborar sistemas. Como la tradición
moderna, no podía renunciar a filósofos tan importantes como Locke, Berkeley y
Hume, los historiadores los han modernizado, es decir, adaptado, traducido,
traicionado, a la tradición moderna. Recordemos cómo W. R. Sorley acusa a los
historiadores “modernos” de la filosofía de no respetar el espíritu de los
filósofos ingleses “cuando a la fuerza sistematizan las ideas de los demás y
las describen mediante algún término general.”[63]
Lo cierto es que la mayoría de los grandes pensadores
ingleses se caracterizan por la vastedad de sus intereses y no tuvieron un
concepto estrecho, o rígidamente profesional, de los límites de la
filosofía.[64] Borges es consciente de este espíritu antisistemático –en
estrecha relación con el nominalismo (cfr. 2.2.3) así como con la reacción
contra la metafísica (cfr. 2.2.1)- y lo
opone a la filosofía alemana, sistemática, constructora de enormes edificios
dialécticos en los que “la buena simetría de los sistemas constituye su afán,
no su eventual correspondencia con el universo impuro y desordenado.”[65]
La filosofía inglesa no buscará simplificar el universo sino
recorrerlo en inevitable desorden. De esta actitud se seguirá una variedad de
intereses que Borges aprecia y
practica.
e.- Legibilidad
Otra de las características más apreciadas por Borges de la
tradición inglesa es la legibilidad, la accesibilidad, de sus textos.
Recordemos cómo Borges elogia en la Nota preliminar a Pragmatismo de William
James no sólo su tolerancia hacia lo múltiple y lo no sistemático sino también
su legibilidad (“...mucho más legible [que los hegelianos Bradley y
Royce].”[66]) y su calidad literaria (“James fue un escritor admirable”[67]).
Hablará también de las “muy legibles páginas”[68] de H. G. Wells. Al recordar a
su predecesor al frente de la Biblioteca Nacional, elogiará
la virtud de la legibilidad con la tradición
inglesa: “la continua legibilidad de Groussac, la condición que se llama
readableness en inglés.”[69] Asimismo, en una de sus reseñas publicadas en la
revista “El Hogar”, Borges habló de la “excelencia del oral style o estilo
conversado de los prosistas de habla inglesa.”[70]
Borges tiene fama de escritor difícil, pero lo cierto es que
si bien su lectura puede ser laboriosa, nunca será oscura –Alazraki llegará a hablar
de “voluntad de “anti-estilo””[71]-. La economía de la prosa borgeana no llega
a ser conceptista. Toda dificultad proviene de la profundidad de la idea, no de
la insuficiencia de su expresión, así como
toda facilidad en la lectura no implica simplicidad de lo representado
sino la existencia de un límite en lo mentalmente representable.
Este prurito de claridad no proviene únicamente de la
tradición inglesa sino que es también fruto de la reacción que, según
Alazraki[72], Borges encabezó en Hispanoamérica contra la estética del
modernismo y que le hizo excluir de sus obras completas los “olvidables y
olvidados” Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza y El idioma de los
argentinos.
f.- Humor
Si bien es cierto que el humor no es patrimonio de ninguna
cultura, nadie puede negar que cada cultura parece presentar ciertas
particularidades. Resulta lógico afirmar que si Borges recibió una influencia
estructural de la filosofía y la literatura inglesa, también la recibiese a la
hora de conformar su tono humorístico. El autor de “La esfera de Pascal” afirma
que “Inglaterra es la patria del understatement, de la reticencia bien
educada”[73] así como de los epigramas de de Quincey, Shaw o Wilde y en “El arte
de injuriar” constatamos que la mayoría de sus estrategias denigrativas son
oblicuas, indirectas, irónicas, apenas perceptibles[74]. Como indica René de
Costa dichas características son típicas del humor inglés. Si recordamos las
técnicas descritas en “El arte de injuriar” veremos que la mayoría no
corresponden ni al humor escatológico mediterránea ni al ingenio francés ni
siquiera a la “ruptura de sistema” común a todos los chistes sino más bien a
las finas ironías de sociedad propias de Wilde:
1.- “El título señor, de omisión imprudente o irregular en
el comercio oral de los hombres, es denigrativo cuando lo estampan.”[75];
2.- usar verbos burocráticos para hablar de obras
literarias: “despachar, dar curso, expender”[76] un soneto o un libro;
3.-“la inversión incondicional de los términos”[77];
4.- “las exageraciones burlescas, las falsas caridades, las
concesiones traicioneras y el paciente desdén”[78];
5.- “reírse de los pocos interesados que puede congregar un
escrito y de su pausada elaboración.”[79].
Es tan innegable como poco estudiado el
componente humorístico en la obra de Borges. Confirma René de Costa que el lado
humorístico de Borges recorre toda su obra “sin que por el momento la crítica
le haya prestado mucha
atención”[80] y nos ofrece en 1999 una monografía sobre El humor en Borges en la
que se describen los métodos y sujetos contra los que se ejerce dicho humor,
pero no se habla de las influencias que Borges pudo haber recibido a la hora de
formar su idiosincrasia humorística.
Si bien es cierto que el humor de Borges recibirá también
otras influencias –él mismo hablará de “la sonriente mística de Macedonio
Fernández”[81] y de Costa insistirá en la familiaridad humorística de Borges y
Kafka[82]-, el tono es típicamente inglés y está, como veremos más adelante, en
íntima relación con el escepticismo que recorre su tradición filosófica y
literaria.
3.- LA TRADICIÓN
INGLESA Y EL HUMANISMO
Las características señaladas forman un sistema
temperamental común a la gran mayoría de los filósofos y literatos en lengua
inglesa así como a un Borges que parece ser un pensador inglés en lengua
española. Sin embargo, dicho espíritu escéptico –asistemático, librepensador,
misceláneo, nominalista, humorístico- parece no ser tanto idiosincrasia
nacional como herencia humanística.
Recordemos que para W. R. Sorley la filosofía inglesa es uno
de los resultados de ese despertar del espíritu europeo conocido con el nombre
de Renacimiento.[83] A lo que añade Luis Farré –que por la fecha, lugar y tema
de esta publicación seguramente fue leído por Borges- que “la cultura
humanística ha marcado la formación y el desarrollo de una filosofía con
caracteres que se destacan como propios.”[84] Tanto es así que, después de un
primer influjo cartesiano, siguió un curso independiente: Spinoza y Leibniz
apenas despertaron su interés[85]. Aunque esa indiferencia hacia estos grandes
pensadores pudo significar en un primer momento una pérdida lo cierto es que
acabó dando “libre curso a los trabajos originales”[86] y convirtió la
tradición inglesa en refugio de un espíritu humanista, pluralista y escéptico,
que la modernidad eliminó.
El conocido filósofo de la ciencia, Stephen Toulmin, narra
en su libro Cosmópolis. El Trasfondo de la Modernidad, el proceso de
agotamiento del espíritu humanístico por parte de la Filosofía moderna. Es en
cuatro aspectos fundamentales que los filósofos del siglo XVII arramblaron con
las viejas preocupaciones del humanismo renacentista:
1.- De lo oral a lo escrito: “la retórica deja paso a la
lógica formal.”[87]
2.- De lo particular a lo universal: se produjo un cambio en
el alcance de la filosofía. “Los casos concretos dejaron paso a los principios
generales”[88]. Se proscribió de la filosofía la casuística y la pragmática.
3.- De lo local a lo general: así como los humanistas del
siglo XVI encontraban una importante fuente de material en la etnografía, la
geografía y la historia, disciplinas en las que el método de análisis
geométrico no tiene demasiado predicamento y así “la diversidad concreta dejó
paso a axiomas abstractos.”[89]
4.-De lo temporal a lo atemporal: el ideal humanístico de
sabiduría era práctico, sus modelos eran la medicina y el derecho. Para estas
disciplinas el tiempo es esencial para
el estudio de cada caso que debe ser dilucidado, como decía Aristóteles, pros
ton kairon, es decir, según lo exija la ocasión. Sin embargo “a partir de la época
de Descartes, la atención se centra en principios atemporales que rigen para
todas las épocas por igual, de manera que lo transitorio deja paso a lo
permanente.”[90]
Así pues, se abandonaron las características más destacables
del humanismo renacentista: la tolerancia a la pluralidad, ambigüedad y falta
de certeza resultantes. Justamente este respeto de los humanistas a la
complejidad y diversidad había llevado a muchos de estos “filósofos” a adoptar
actitudes de puro escepticismo. El ejemplo paradigmático de dicha actitud es el
Montaigne de la Apología de Raimundo Sabunde. No deberíamos, sin embargo,
intentar reducir a una sola fórmula el escepticismo humanístico del siglo XVI
ya que éstos nunca pretendieron rechazar posturas filosóficas rivales, pues,
según ellos, éstas no se dejaban ni probar ni refutar: “Se trataba, más bien,
de ofrecer una nueva manera de comprender la vida y los motivos humanos: al
igual que Sócrates mucho tiempo atrás, y que Wittgenstein en nuestra época,
enseñaron a los lectores la lección de que las teorías filosóficas superan los
límites de la racionalidad humana.”[91]
Lo cierto es que la tradición filosófica inglesa conservó,
de algún modo, dicho espíritu humanístico mientras que la tradición,
llamémosla, continental se hizo racionalista, propiamente moderna. Borges es, a
través de su herencia inglesa, uno de los eslabones ocultos de la tradición
humanística y escéptica a la que, según Toulmin, pretende regresar la
posmodernidad.
Son muchos los estudios que relacionan a Borges con la
posmodernidad pero no hay ninguno que trate de explicar de dónde hereda Borges
esas características que le son tan atractivas a la posmodernidad. En Ficciones
de una crisis, José M. Cuesta Abad ve la obra de Borges como la expresión de
una crisis lingüístico-filosófica que parece haber tenido lugar sólo en el
siglo XX. En el capítulo “Genealogía premoderna de la posmodernidad” no se
hallan, como era de esperar, las raíces de la posmodernidad borgeana en la
famosa crisis lingüístico-filosófica del siglo XVI conocida como la “crisis pirrónica”[92]
sino en las doctrinas herméticas, esotéricas, judeo-cristianas, barrocas “o en
las formas renacentistas y hasta ilustradas de pensamiento hermético
underground”[93]
Me parece más
acertado decir que Borges pertenece a una milenaria tradición escéptica que
renació en el humanismo del XVI y que, tras ser arrinconada en el continente
por la modernidad, perduró en el espíritu de una filosofía inglesa que él
siente como suya. Siendo la posmodernidad una reacción contra ciertos excesos
del racionalismo matematizante moderno resulta evidente que sus armas hayan de
ser escépticas: duda, paradoja, deconstrucción[94] etc. Borges les ofrece a los
escritores posmodernos todo un arsenal de argumentos escépticos que lo van a
convertir en centro de referencia tal y como le sucedió a Montaigne con los
pirrónicos del XVII y a Sexto Empírico con los pirrónicos del XVI.
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Barcelona, Tusquets, 1996,
[1] María Esther Vázquez, Borges. Esplendor y derrota,
Barcelona, Tusquets, 1996, pág. 30
[2] Marcos-Ricardo Barnatán, Biografía total, Madrid,
Ediciones Temas de Hoy, 1995, pág. 130
[3] Jorge Luis Borges, “Las “nuevas generaciones”
literarias”, en Textos cautivos, en Obras Completas, Buenos Aires, Emecé, 1999,
t. IV, pág. 263
[4] Jorge Luis Borges, “De las alegorías a las novelas”, en
Otras inquisiciones (1952), en íbid., t. II, pág. 123
[5] Jorge Luis Borges, “Nota preliminar”, en Textos
recobrados (1931-1955), Barcelona, Emecé, 2001, pág. 219
[6] La edición que prologó Borges es la de Emecé Editores
(Buenos Aires, 1945), la que nosotros consultaremos es la de Ediciones Folio,
Barcelona, 2000
[7] Zulma Mateos, La filosofía en la obra de Jorge Luis
Borges, Buenos Aires, Biblos, 1998, pág. 44
[8] William James, Pragmatismo, Barcelona, Ediciones Folio,
2000 [orig. 1907], pág. 27
[9] Jorge Luis Borges, “De las alegorías a las novelas”, en
Otras inquisiciones (1945), en op. cit., 1999, T. II, pág. 124
[10] Ibíd., T. II, pág. 123
[11] William James, op. cit., pág. 31
[12] Ibíd., pág. 138
[13] Jorge Luis Borges, “Avatares de la tortuga”, en
Discusión (1932), en op. cit., 1999, T. I, pág. 258
[14] Jorge Luis Borges, op. cit., 2001, pág. 221
[15] Ibíd., pág. 220
[16] Ibíd., pág. 220
[17] Ibíd., pág. 221
[18] Ibíd., pág. 221
[19] William James, op. cit., pág. 50
[20] Ibíd., pág. 36
[21] Ibíd., pág. 154
[22] W. R. Sorley, Historia de la filosofía inglesa, Buenos
Aires, Losada, 1951, pág. 192
[23] William James, op. cit., pág. 48
[24] Ibíd., pág. 83
[25] Jaime Alazraki, La prosa narrativa de Jorge Luis
Borges, Gredos, Madrid, 1983 [orig. 1968], pág. 284
[26] Ibíd., pág. 300
[27] Ibíd., pág. 219
[28] Ibíd., pág. 219
[29] John Locke, Essay concerning Human Understanding, IV,
xii, 1
[30] Ibíd., IV, xii, 1
[31] Marcos-Ricardo Barnatán, Biografía total, Madrid, Temas
de Hoy, 1995, pág. 82
[32] Ibíd., pág. 74
[33] Ibíd., pág. 98
[34] Jorge Luis Borges, “Los escritores argentinos y Buenos
Aires”, en Textos cautivos (1986), op. cit., 1999, T. IV, pág. 255
[35] Marina Martín, “J. L. Borges y D. Hume: hacia un
agnosticismo heterodoxo”, Anthropos, n. 142-143, 1993, pág. 148
[36] Luis Farré, Espíritu de la filosofía inglesa, Buenos
Aires, Losada, 1952, pág. 14
[37] Ibíd., pág. 14
[38] Ibíd., pág. 15
[39] Jorge Luis Borges, Osvaldo Ferrari, Reencuentro. Buenos
Aires, ed. Sudamericana Señales, 1999, pág. 75
[40] Jorge Luis Borges, “Vindicación de Bouvard et
Pécuchet”, en Discusión (1932), en op. cit., 1999, T. I, pág. 261
[41] Luis Farré, op. cit., pág. 35
[42] Jorge Luis Borges, “Una vindicación de la cábala”, en
Discusión (1932), en op. cit., 1999, T. I, págs. 209-212
[43] Jorge Luis Borges, “Una vindicación del falso
Basílides”, en Discusión (1932), en op. cit., 1999, T. I, págs. 213-216
[44] Jorge Luis Borges, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, en
Ficciones (1944), en op. cit., 1999, T. I, págs. 431-443
[45] Jorge Luis Borges, “Tres versiones de Judas”, en
Ficciones (1944), en op. cit., 1999, T. I, págs. 514-517
[46] Jaime Rest, El laberinto del universo, Borges y el
pensamiento nominalista, Buenos Aires, Librerías Fausto, 1976, pág. 55
[47] Zulma Mateos, op. cit., pág. 43
[48] Jorge Luis Borges, “The Georgian Literary Scene, de
Frank Swinnerton”, en Textos cautivos (1986), op, cit., 1999, T. IV, pág. 389
[49] Jorge Luis Borges, “El ruiseñor de Keats”, en Otras
inquisiciones (1952), op. cit., 1999, T. II, pág. 97
[50] Íbid., T. II, pág. 97
[51] Jorge Luis Borges, “De las alegorías a las novelas”, en
Otras inquisiciones, op. cit., 1999, T. II, pág. 124
[52] Íbid., T. II, pág. 97
[53] Con el Advancement of Learning (1605) de Francis Bacon
el idioma inglés se convierte en vehículo de literatura filosófica.
[54] id. T. II, pág. 97
[55] Juan Nuño, La filosofía de Borges, México, FCE, 1985,
pág. 52
[56] Jaime Alazraki, op. cit., pág. 29
[57] Íbid., pág. 31
[58] Jorge Luis Borges, “La poesía gauchesca”, en Discusión
(1932), op. cit., 1999, T. I, pág. 180
[59] Jorge Luis Borges, “El primer Wells”, en Otras
inquisiciones, íbid., T. II, pág. 76
[60] Jorge Luis Borges, “El tiempo y J. W. Dunne”, en Otras
inquisiciones, íbid., 1999, T. II, pág. 25
[61] José Cuesta Abad, Ficciones de una crisis, Gredos,
Madrid, 1995, pág. 247
[62] Jaime Alazraki,
op. cit., pág. 284
[63] W, R. Sorley, op. cit., pág. 326
[64] Íbid., pág. 327
[65] Jorge Luis Borges, “Oswald Spengler”, en Textos
cautivos (1986), op. cit., 1999, T. IV, pág. 237
[66] Jorge Luis Borges, op. cit., 2001, pág. 220
[67] Íbid., pág. 220
[68] Jorge Luis Borges, “Dos libros”, en Otras inquisiciones
(1952), op. cit., 1999, T. II, pág. 101
[69] Jorge Luis Borges, “Paul Groussac”, en Discusión
(1932), íbid., T. I, pág. 233
[70] Jorge Luis Borges, “Private Opinion, de Alan
Pryce-Jones”, en Textos cautivos (1986), íbid., T. IV, pág. 221
[71] Jaime Alazraki, op. cit., pág. 163
[72] Íbid., pág. 151
[73] Jorge Luis Borges, “William Shakespeare. Macbeth.”, en
Prólogos con un prólogo de prólogos (1975), op. cit., 1999, T. IV, pág. 136
[74] René de Costa, El humor en Borges, Madrid, Cátedra,
1999, pág. 16
[75] Jorge Luis Borges, “Arte de injuriar”, en Historia de
la eternidad (1936), op. cit., 1999, T. I, pág. 419
[76] Íbid, T. I, pág. 420
[77] Íbid., T. I, pág. 420
[78] Íbid., T. I, pág. 420
[79] Íbid, T. I, pág. 421
[80] René de Costa, op. cit., pág. 27
[81] Jorge Luis Borges, “Prólogo de prólogos”, en Prólogos
con un prólogo de prólogos (1975), op. cit., 1999, T. IV, pág. 13
[82] René de Costa, op. cit., pág. 9
[83] W. R. Sorley, op. cit., pág. 324
[84] Luis Farré, op. cit., pág. 132
[85]W. R. Sorley, op. cit., pág. 325
[86] Íbid., pág. 325
[87] Stephen Toulmin, Cosmópolis, Barcelona, Península,
2001, pág. 61
[88] Íbid., pág. 62
[89] Íbid., pág. 63
[90] Íbid., pág. 65
[91] Íbid., p.59
[92] Richard H. Popkins, La historia del escepticismo desde Erasmo
hasta Spinoza, FCE, México D. F., 1983
[93] José M Cuesta Abad, op. cit., pág. 236
[94] La deconstrucción recuerda a la “prueba indirecta” o
“reducción al absurdo”, tan usada por Borges, consistente en extraer
inferencias de una de las afirmaciones de una afirmación o texto hasta llegar a
una contradicción interna del texto.
Fuente:REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS