Trechos seleccionados del film GALERÍA DE ESCRITORES Y ARTISTAS DE 1928 A 1959. Enrique Amorim (Uruguay, 1928-1959). Restaurado por la Filmoteca del Institut Valencià de Cultura en 2004.
Fuente: You Tube
Trechos seleccionados del film GALERÍA DE ESCRITORES Y ARTISTAS DE 1928 A 1959. Enrique Amorim (Uruguay, 1928-1959). Restaurado por la Filmoteca del Institut Valencià de Cultura en 2004.
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Por Pablo Melicchio | Ilustración: Matías De Brasi
Volví a ver, como quien relee un libro, las conferencias que Ricardo Piglia dictó sobre Borges para la Tv Pública, y me detuve donde antes había pasado de largo. En una de las charlas recomienda lo que para él es la mejor biografía escrita sobre Borges, la de Estela Canto: Borges a contraluz. Hice una pausa. Fui hasta mi biblioteca, y en el largo estante de madera, tierra donde se erige la ciudad borgeana, allí estaba, callado, nunca leído, la biografía, como uno más de los tantos libros deshabitados de lectura, pendientes para el incierto mañana.
Según Piglia, es Estela Canto quien le recomienda ir al psicoanalista. Y Borges, en el año 46, empieza una suerte de terapia. “Y qué pasó, lo que pasa con el psicoanálisis, Borges no resolvió el problema al que iba, pero perdió la timidez y pudo dar conferencias. A mí me pasó igual, yo empecé a analizarme en 1970, sigo con los mismos problemas, pero aprendí a bailar el tango como nadie”, dice Piglia, y la audiencia ríe. Pero a mí no me causó risa, como tampoco reí la primera vez que lo escuché. Entiendo que es una simpática ironía del escritor de Respiración artificial. Pero no me dio risa porque me quedé recalculando; vicio de psicoanalista. Se sabe, desde la práctica del psicoanálisis, que el motivo de consulta no siempre es por lo que verdaderamente se inicia una terapia; se va por una cosa, pero en el curso del análisis terminan saliendo otras.
Dejé la conferencia de Piglia en pausa, y empecé a esbozar algunas ideas y preguntas sobre un papel gastado, como un científico loco que busca encontrar la fórmula de la inmortalidad. ¿Borges en terapia? ¿Cómo saber qué lo llevó a consultar a un psicoanalista? ¿Qué pretendía ver, profundizar, entender? ¿Qué era un problema para Borges; que asumiera Perón; su incipiente ceguera; la timidez; las mujeres que le dolían en todo el cuerpo? ¿Su fallido debut sexual apurado por su padre, como señalan en algunas de sus biografías? ¿Pero importa de verdad conocer los motivos que lo llevaron a consultar a un psicoanalista? ¿No es acaso morboso, habladurías baratas, puterío de intelectuales, meterse en el baño, en la intimidad, en el diván de Borges? Lo cierto es que me entusiasmé sabiendo que Borges quiso psicoanalizarse, y más allá de lo que dijo o calló en ese consultorio, lo significativo es que estuvo allí, tratando de hacer algo con su neurosis, suponiéndole el saber de sus padecimientos a un profesional que tuvo la aventura única de entrar en el verdadero laberinto de Borges.
Mientras Borges recorría su análisis personal, entre el 46 y el 48, se puede suponer que estaba escribiendo varios cuentos que integrarían el libro El Aleph, publicado en 1949. En el cuento El Aleph, anticipado en la Revista Sur en 1945, Borges es Borges, es el narrador protagonista. Hay un relato en primera persona, y una muerte, la de la amada Beatriz Viterbo. Finitud, desdicha y amor no correspondido, ¿con lo que se confrontaría en su terapia? Y ante el olvido, que todo lo devora, el recuerdo como única forma de vencer a la muerte. Y desde luego, el encuentro con el famoso Aleph, la posibilidad de lo infinito, de lo ilimitado, de verlo todo, lo opuesto a la castración que implica el hecho mismo de estar vivos. El Aleph es literatura fantástica, pero como sucede en la experiencia psicoanalítica, el libro pone en jaque a los saberes adquiridos, abre grietas entre la realidad y la ficción, entre la conciencia y el inconsciente, para que emerja otra verdad: la verdad oculta del sujeto. ¿No somos acaso una ficción cuando nos describimos, cuando decimos “yo soy”? El psicoanálisis ayuda a liberar la propia voz, repensar el pasado y ponerlo en palabras, por lo tanto reinventarlo. Ficción proviene del latín fingere, que es fingir, pero también modelar, dar forma. Cuando contamos nuestra historia, ¿acaso no armamos una ficción construyendo nuestro ser en un relato?
Lo cierto es que antes de la terapia, Borges no daba conferencias, sentía terror a lo público, al público. Parece que el análisis le sirvió para resolver esa angustia y de algún modo encontrar una forma de hablar, de tomar la palabra y llevarla más allá de lo escrito. Borges se adueñó de una narración oral articulada entre sus lecturas y su vida porque hizo una relectura de su vida. Borges, inventor de ficciones, quizá encontró en el espacio de la terapia un oyente, el psicoanalista, que le devolvió sus propias palabras para que el escritor fundara una nueva manera de narrar. Si hubo un trauma en el pasado, y quedó reprimido, logró que su sufrimiento no retornara como inhibición, como síntoma o angustia, y que se liberara como energía vital para la creación. Borges se reinventó. La perfecta economía de su escritura encontrará, en la oralidad y en la asociación libre, un despliegue extraordinario, un discurrir pausado en complicidad con la audiencia, nunca subestimada. Borges conferencista, como un google de carne y hueso, extraía de la galera de recuerdos, citas y poemas en sus idiomas originales, e inmediatamente los traducía al español. Le hablaba al público, al que dejará de ver, producto de su ceguera, pero al que le seguirá hablando como un analizado recostado sobre el diván. La multitud entonces será una mancha difusa, como un test proyectivo donde Borges hablará para hablarse a sí mismo también. Fue convirtiéndose en un conferencista excelente, sin inhibiciones, a pesar de su tartamudez de infinitos saberes que se le atoraban en la garganta. Borges se quedará ciego a los 55 años, en su madurez como artista, y cambiará las reglas de su hacer para reconvertirse desde la sombra.
Borges, al momento de la consulta al médico psicoanalista, sabe que su destino cercano será ser ciego. Al inicio de la década del 50 se va acelerando ese largo crepúsculo de la ceguera. Otras inquisiciones, publicado en 1952, es su mejor testamento, tal vez la despedida del escritor clásico que escribe mirando la hoja y que va pariendo palabras sobre reglones. De la ceguera en adelante empezará a dictar lo que quiera escribir; otros y otras serán sus ojos. De alguna manera su escritura será en la hoja de la memoria y su tinta la palabra oral.
¿Quién era su “psicólogo”? Así lo nombra Borges, según Estela Canto, su biógrafa. Se llamaba Miguel Cohen Miller. Comencé a buscar más información por internet, pero no hallé certezas, sino más bien contradicciones, como sucede con la vida misma. Son inciertos los motivos de la consulta y los resultados del tratamiento también. Parece que el doctor Miller ya había analizado al escritor Manuel Peyrou y a la escritora española Rosa Chacel, exiliada de la guerra civil. Un doctor que incorpora el pensamiento freudiano, pero que con Borges queda más en la línea del médico consejero, que incluso se autoriza y cita a Estela Canto, o al menos ella relata eso en su libro. ¿Qué lugar tiene una prometida en el espacio analítico? Qué se jugó en esa sesión, como en las otras, lo saben sus protagonistas, que hoy solo viven en la memoria finita de los que quedamos haciéndonos preguntas. Como toda biografía, en Borges a contraluz se desnuda y humaniza al escritor, pero por sobre todo sobran datos innecesarios, propios de la intimidad que se abrió en el espacio de la confianza y que luego es traicionada por los que se cuelgan de las tetas del famoso. Como su supuesto amigo Adolfo Bioy Casares, que anotaba hasta cuándo, dónde y qué comía con Borges y cómo le quedaba la nueva dentadura postiza; ¿era necesario saber eso? Sí, para llenar esa suerte de diario exageradamente poblado de insignificancias.
Según Estela Canto, la idea del psiquiatra “…era que, al ayudar a Borges a emerger de su “infierno”, la literatura argentina se iba a ver beneficiada”. Si el infierno son los otros, como señaló Sarte, quizá Borges haya aprendido a entrar y salir del averno exorcizando a la audiencia, a sus lectoras y lectores, con el brebaje de palabras maceradas en infinitas bibliotecas. ¿Quién sabe qué buscaba ese médico desde el psicoanálisis y qué buscaba Borges con ese psicoanalista? ¿Quién sabe qué encontraron sin buscar? ¿Qué ficción se habrá tejido entre los dos? Tal vez yo, el que escribe, y vos, que estás leyendo, seamos parte de un sueño que Borges le está contando a su psicoanalista. Pero por hoy dejamos aquí.
Fuente: Agencia Paco Urondo
https://www.agenciapacourondo.com.ar
Hace unos meses me sorprendí de manera muy grata al conocer que Javier Lara, un amigo mío, poeta ecuatoriano, a quien conocí hace un par de años en Chile en un encuentro organizado por el también poeta Héctor Hernández Montesinos, estaba editando un libro sobre la visita de Jorge Luis Borges a Ecuador, en 1978.
Esta visita, desconocida por muchos, ha quedado plasmada ahora en Un Espejo en el tiempo: Borges en Ecuador, que se presentó la semana pasada en Quito, en una ceremonia que recuerda los 120 años del nacimiento del autor de Los senderos que se bifurcan.
Pues bien, lo interesante de esto es que este hermoso volumen se basa en las fotografías de un amigo de mi padre, el argentino Jorge Aravena, a quien conocí de niño y quien era un gran guitarrero (le puso música de zamba argentina a un poema de mi viejo, que Savia Nueva remusicalizaría años después) y un gran anfitrión, dueño del Fortín Gaucho que quedaba en la avenida Colón de la capital ecuatoriana, una churrasquería a la que asistía gran parte de la escena literaria de esos años, entre ellos gente entrañable como Euler Granda, Marco Antonio Rodríguez, el maestro Nilo Yépez (pintor) y, claro, mi padre, Eliodoro Aillón, que trabajó en El Comercio durante más de 20 años.
Lo que no sabía Javier, y no lo registró su libro, era que mi padre fue uno de los que entrevistó a Jorge Luis Borges en Ecuador. La foto que acompaña esta pequeña memoria, muestra a Don Eliodoro de un brazo del escritor argentino, y del otro a María Kodama, caminando en el antiguo aeropuerto. Mi padre publicó esa entrevista años después en varios periódicos de Bolivia y yo guardo el casete con la voz de Borges, recitando, como muchos saben, de memoria, Peregrina paloma imaginaria, de Ricardo Jaimes Freyre, el boliviano modernista que él tanto admiraba.
Mi padre comenzó en El Comercio, en una pequeñísima columna que se llamaba Desde el aeropuerto; su fotógrafo se llamaba Vicente Mena, y fue quien tomó estas fotos y quien luego llegó a ser un gran amigo de la familia y graficó nuestro crecimiento en el exilio quiteño.
Mena habría sido de los primeros en retratar a Borges allá. ¿Qué habrá sido de don Vicente? Seguro ya ha muerto, la última vez que lo vi, fue en 1995, seguía trabajando en el aeropuerto, ya viejo, cansado y enfermo, y me tomó una foto, cuando regresaba de haber hecho mi investigación de tesis en Ciespal.
Quiero por intermedio de esta nota, pues, honrar también a este obrero desconocido de la memoria. Cuando le comenté esto a Javier, se emocionó, generosamente me pidió que le mandara la foto, cosa que no he hecho hasta el momento (me disculpo por ello) y me ofreció, como el caballero que es, incluirla en caso de que hubiera otra edición del libro que acaban de presentar. Ahora mismo, hace una mención muy generosa en las redes sociales, sobre lo que en estos párrafos les refiero. Muchas gracias, Javier.
Mi padre, en ese tiempo, entrevistó a muchos escritores, artistas y personalidades cuando apenas pisaban tierra ecuatoriana. Sus despachos, sin embargo, eran pequeños párrafos que acompañaban las fotografías de los visitantes. Mi padre guardó muchas de estas entrevistas y quizás la que más amaba, fue la hecha a JLB, que para él, en ese entonces y creo que a lo largo de toda su vida, consideró poco menos que un dios.
Mi recuento quizás terminaría aquí de no ser porque una mañana, muchos años después, en Washington, me levantó la llamada del editor de Tiempos del Mundo, José Emilio Castellanos, un venezolano que no hacía mucho, mejor dicho no hacía nada, pero le encantaba la buena comida, el buen trago y era especialista en el bolero cubano y amigo de Olga Guillot, para decirme que debía ir a cubrir a la OEA la inauguración del Festival de Cine Latinoamericano, y que el invitado de honor de ese año, era nada menos que Anthony Quinn. Él y una señora a la que no conocía.
Ya solo con la promesa de que iba a conocer a Zorba, el griego, me paré emocionado y me largué a la OEA. Tengo fijo el recuerdo de la llegada de Quinn, todo un machote, enorme el tipo. Todos se abalanzaron a él, apenas salió de su limusina, pero nadie notó a la señora que bajó del otro automóvil, y que pasó por su lado, como una muñeca frágil, casi de porcelana. Era María Kodama.
La segunda invitada era ella y nadie, o casi nadie la conocía. Corrí tras ella y le pedí una entrevista. Me dijo que los únicos que se la habían pedido eran los del Washington Post y que si la esperaba, luego del acto y de que charlara con ellos, pues conversaba conmigo.
Lo que ocurrió en la conferencia de prensa es materia de otro cuento, pero recuerdo que luego de ella estuvimos media hora solos, en la sala de grabación en el sótano oscuro de la OEA, organismo donde nadie, o casi nadie, hace nada. Hace 20 años fue el centenario de Borges y Kodama me contó esa mañana que el acto que más le gustó fue el que realizó un cuentacuentos en la plaza central de Marrakesh, que era un relato que hablaba de él que contaba un cuento de Borges que a la vez era contado por Borges.
Al finalizar mi entrevista le recordé que mi padre lo había entrevistado en Quito. Ah, sí –me dijo–, un señor muy simpático y educado. ¿Qué fue de él, me preguntó. Se lo conté, y me dijo con mucha simpatía, –Ah, mirá, cómo venimos a encontrarnos aquí, después de tanto tiempo, eso también es borgiano–, terminó, y se despidió con una sonrisa muy Kodama, la misma que le habrá regalado al Maestro tantas veces, pensé.
Ahí termina la historia. He pensado mucho en si ponerme borgiano al final de esta pequeña crónica. Pero como él mismo diría, ya pasada cierta edad, todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo.
Me levanto de mi escritorio, miro esta ciudad, como un laberinto roto. Observo en mi tarco un pájaro que es a su modo todos los pájaros. Pienso en mi padre que se fue hace incontables lunas, igual que Borges, y me consuela saber que se fueron en su momento, pues dilatar la vida de los hombres es dilatar su agonía y el número de sus muertes.
Y doy gracias, al incesante y vasto universo, por Borges, por mi padre, por esta memoria que, a su tiempo, como todas las cosas, también será olvido.
Fuente: Pagina Siete
https://www.paginasiete.bo/letrasiete/2019/9/22/borges-dos-veces-231512.html
SAÚL SOSNOWSKI, Profesor de literatura latinoamericana de la Universidad de Maryland (USA)
DANIEL GOLDMAN, Grupo investigador/Clacso - Rabino
Auspicia: AMIGOS ARGENTINOS DE LA UNIVERSIDAD BEN GURION DEL NEGUEV
Fuente: You Tube
Sería un error atribuir, en una especie de simetría de la enemistad, su francofobia a su anglofilia, pero es inocultable que Jorge Luis Borges y la literatura francesa no se llevaban muy bien, o en todo caso que Borges no se llevaba bien con la literatura francesa, puesto que esta última se encargó de llevarlo a la consagración y, con ella, módica venganza, a la vulgarización. Para Borges Francia era literariamente el país de los manifiestos, los cenáculos y las polémicas; es decir, de todo aquello que él aborrecía. Esa tendencia francesa, evidentemente, se acentuó tras la revolución de 1789, y es digno de notarse que casi todos los poetas mayores del siglo XIX (basta Baudelaire para probarlo) reaccionaron contra los principios presuntamente incuestionables de esa revolución. Como sea, son pocos los nombres que Borges salva: Paul Verlaine, apenas, Voltaire quizás, Gustave Flaubert, sin reticencias.
El ciclo de conferencias que dictó en 1952 en el Colegio Libre de Estudios Superiores con el título de "La obra de Flaubert", recogido ahora por primera vez en el reciente volumen Ensayos (Borges Center/University of Pittsburgh) que compilaron y anotaron Daniel Balderston y María Celeste Martín, traen de vuelta esa relación, no ya con Francia, sino con Flaubert. Dos de las secciones de ese curso eran conocidas porque Borges las había publicado primero en el diario LA NACION y después en la reedición de 1957 de Discusión como "Vindicación de 'Bouvard et Pécuchet'" y "Flaubert y su destino ejemplar". Sin embargo, el conjunto, incluso en su condición de apunte (un apunte muy adecentado) da que pensar: a ningún otro escritor, excepto quizás a Evaristo Carriego, le dedicó Borges una atención monográfica semejante. Es claro que la predilección por Flaubert (una predilección más apasionada que otras suyas) no fue episódica ni pasajera. Para darse una idea, en los diálogos con Osvaldo Ferrari de mediados de la década de 1980, Borges decía, con completa sencillez: "Y bueno, yo lo quiero mucho a Flaubert".
Fragmento de la primera página manuscrita del curso que Borges dictó sobre Flaubert
Lo que podría preguntarse es qué era aquello que Borges quería de Flaubert, ¿al estilo o al hombre? La pregunta es un poco menos inocente de lo que parece y trae consigo ramificaciones. Una respuesta inicial y aproximativa se lee en uno de los pasajes de esos cursos hasta ahora inéditos en el que se refiere, aunque sólo en primera instancia, a Frédéric Moreau, el personaje de La educación sentimental: "El egoísmo de Flaubert es el egoísmo necesario de un hombre que vive para un fin, la literatura; el de Frédéric es injustificado y frívolo. Sólo los seres muy simples están reducidos a su vida privada o a la vida pública de su tiempo, a la historia contemporánea; de mi puedo decir que en momentos en que me creía entregado a una desesperación o a una felicidad, he descubierto con escándalo que también la leyenda de Pitágoras me importaba o el problema del tiempo".
El vuelco a la primera persona ofrece una insinuación: lo que Borges quiere de Flaubert no son tanto sus libros como la disposición que los hizo posibles. En sus palabras: "Fue el primer Adán de una especie nueva: la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir". Estas condiciones no son intercambiables, pero se iluminan mutuamente: para celebrar el "oficio sagrado" de las letras hace falta retirarse de la historia, que es lo mismo que retirarse del mundo. Exactamente lo que Borges estimaba que era el deber de un escritor y exactamente lo que los escritores de su época y de la nuestra no hacen jamás. Fue posiblemente Borges quien entendió más a fondo la lección de Flaubert; la lección de Borges, por su lado, persiste incomprendida.
Flaubert tenía una visión ascética de la escrituraFlaubert tenía una visión ascética de la escritura
Afortunadamente para él y para nosotros, Borges no era un académico, y por eso su manipulación de la bibliografía es enteramente discrecional. Balderston, con la colaboración en este caso de Mariana Di Ció, registran minuciosamente las fuentes de la conferencia. Pero antes que nada hay que decir que la evidencia de ese "primer Adán de una especie nueva" no proviene de las ficciones sino la correspondencia flaubertiana. Borges no podía no rendirse frente a la confesión programática que Flaubert le hizo a Louise Colet el 13 de diciembre de 1846: "Hay que leer, meditar mucho, cuidar siempre el estilo y escribir lo menos que se pueda, únicamente para calmar la irritación de la idea que pide tomar una forma y que se revuelve dentro de nosotros hasta que le hayamos encontrado una exacta, precisa y adecuada a ella".
En este punto hay una ramificación. Entre las citas de autoridad, Borges recurre, previsiblemente, a Albert Thibaudet, pero también, en dos ocasiones, a Marcel Proust. Recordemos el ensayo de Proust en cuestión, "A propósito del 'estilo' de Flaubert", era una réplica a "Una querella literaria sobre el estilo de Flaubert", precisamente de Thibaudet. Proust impugna resueltamente el interés documental y aun estético del estilo epistolar, y lo hace en los términos más inclementes: "Lo que asombra en un talento semejante es la mediocridad de su correspondencia". Mientras que, para Proust, un escritor menos dotado saca ventaja de la renuncia al imperativo del virtuosismo en el abandono improvisado de la carta, Flaubert, insólitamente, registra una baja: "Nos es imposible reconocer, con Thibaudet, 'las ideas de un cerebro de primer orden' y esta vez no es por el artículo de Thibaudet sino por la Correspondencia de Flaubert que quedamos desconcertados".
Borges se identificaba con el escritor francésBorges se identificaba con el escritor francés
Borges no puede aceptar la posición de Proust; si lo hiciera, todo "su" Flaubert, el Adán, se caería a pedazos. Por eso dice en su curso: "Marcel Proust juzga excesiva la importancia que Thibaudet atribuye al epistolario de Flaubert; olvida que el Flaubert legendario es obra de las cartas". Ese Flaubert legendario es el espejo torturado en el que Borges busca su reflejo.
Entendámonos: no es que Borges desdeñe, como un penoso lector adolescente, la obra a favor de la vida. Hay por ejemplo una observación que prefigura "el efecto de realidad" que Roland Barthes le atribuirá también a Flaubert. A propósito de "Herodías", uno de los Tres cuentos, dice: "Lo fantástico (esto lo sintió Dante muy bien y, en nuestros días, Wells) tiene que ser preciso; Flaubert describirá con precisión hechos milagrosos y, antes, describe con igual precisión hechos naturales, para que todo sea homogéneo".
Pero las agudezas no menoscaban la leyenda del escritor, superior aun al nombre propio. Algunos se sorprendieron de que, al preparar en los años ochenta la colección Biblioteca Personal, eligiera Las tentaciones de San Antonio, un escrito aparentemente menor. No lo era. "San Antonio es también Gustave Flaubert", anota en el prólogo. En ese monje, Borges entrevé una alegoría sacrificial, una renuncia feliz que quería fuera la suya propia.
Fuente: La Nación
https://www.lanacion.com.ar/cultura/borges-espejo-torturado-flaubert-nid2348504