Por Sergio Zabalza
26 de enero
de 2023
“el señor
Jorge Luis Borges, en su obra tan armónica con el phylum de nuestro discurso”
Jacques Lacan[1]
Antes de
partir hacia la clandestinidad, Emanuel Zunz jura que el responsable del
desfalco por el cual su vida se ha malogrado es el gerente de la empresa que
hasta entonces lo había empleado. Su hija, que sin reservas decide creerle,
guardará el secreto con odio contumaz. Así, a partir de este y otros
pormenores, Borges construye Emma Zunz[2], el relato cuya homónima protagonista
animará al concebir un temerario plan con que vengar la muerte (para ella
suicidio) de su padre, acaecida años después de aquella revelación
determinante. En efecto, con el pretexto de brindar detalles sobre una huelga,
Emma conviene una entrevista con Aarón Loewenthal, el gerente sindicado como
autor del delito, pero ahora devenido dueño de la empresa en que ella misma
trabaja. Previamente, y a pesar del “ temor casi patológico” [3] que el sexo le
inspira, la joven se vende por unos pesos a un rudo marinero del puerto, para
luego con la huella de la ignominia aún en su cuerpo, acudir a la cita
previamente concertada.
Desde la
madrugada anterior, Emma Zunz ha esperado el momento en que, revolver en mano,
le hará confesar al infame el delito que sellara la suerte de su padre. Pero
una vez frente al patrón, la muchacha es invadida por el odio que la reciente
humillación le ha provocado --esa “cosa horrible”[4] que su papá le hacía a su
mamá, tal como coligió durante el sórdido encuentro con el marinero--, y así,
omitiendo toda mención a su finado progenitor, descerraja al empresario dos
tiros para tumbarlo primero y uno para rematarlo después. Lo demás ya estaba
cantado: la muchacha denuncia el extremo proceder al que un presunto abuso del
hombre la habría obligado. Emma queda libre de culpa y cargo. El narrador de
Borges concluye:
“La historia
era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era
cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el
odio. Verdadero también el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las
circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”[5]
No hay
cuerpo sin filiación
Ahora bien,
al destacar la identificación de Emma con su madre, Beatriz Sarlo[6] conjetura
que: “En el momento en que Emma llega a enfrentarse con Loewenthal el cuerpo
puede más que la filialidad y es por el ultraje padecido que ella no puede no
matarlo” [7] .
Aquí es
donde cierto análisis literario y el psicoanálisis dividen sus aguas, ya que
para este último se trata exactamente de lo contrario, a saber: Porque no hay
cuerpo sin filiación, Emma consuma en ese objeto actualizado y contingente
llamado Loewenthal, la venganza de una trama tanto más trágica cuanto más
originaria. Ciertamente aquí está convocada la dimensión más oscura y
traumática del Edipo: la relación que ambos géneros sostienen con la mujer en
tanto alteridad radical. En efecto, la mención del pudor junto con la del
nombre propio que aparece en el remate del texto más arriba citado demuestra
que Borges --siempre fiel a la letra-- estaba bien orientado. Por lo pronto, la
etimología de la palabra que hemos utilizado al mencionar el mancillado cuerpo
de Emma --ignominia-- literalmente significa perder el nombre. Y,
efectivamente: ¿en qué otro lugar se alberga el honor y el pudor de un sujeto
si no es en su buen nombre? De allí que también la maniobra de Emma no sea sin
riesgos subjetivos, porque en el enroque patronímico que su coartada fabrica (
Zunz-anónimo marinero-Loewentahl) , se agita la condición de objeto que, por
ser hablante, toda mujer soporta: esa dimensión de la femineidad a la que
ningún nombre llega y que el padre --en tanto instancia y función que dona el
símbolo-- es responsable de velar.
¿De quien se
venga Emma entonces? ¿A quién mata?
Es que
después del acto sexual, el sujeto femenino pide palabras, dulces y justas
palabras para coser el cuerpo que un goce innombrable le fragmentó en pedazos.
Palabras que la hagan una. Y palabras que la vistan como única. Palabras
tiernas, palabras del pudor. De eso se trata cuando Lacan, en sus fórmulas de
la sexuación[8] que tan poco honor rinden a la anatomía, indica que lo femenino
apunta al vacío y también al falo. Porque no se trata del pene, sino de esos
significantes capaces de humanizar la inquietante satisfacción en que una mujer
no se reconoce. Pero los hombres --Borges incluido si algún alivio esto nos
supone--, somos torpes por estructura y no siempre estamos a la altura de
aquella demanda. Sobre todo si la dama en cuestión, como en el caso de Emma, no
pudo oportunamente contar con los significantes que velaran eso que el papá le
hacía a la mamá. De nuevo: ¿De quién se venga Emma entonces? ¿A quién mata?
Además, si
el pudor es el resguardo de una nada, el diálogo de una mujer con el espejo
consiste en la tramitación de “esa cosa horrible” imposible de ver para el
sentido común. (No en vano al describir el pasaje por el puerto, Borges dice:
“Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada
por luces y desnudada...”[9])
Por eso: ¡ay!
del hombre --o de la mujer-- que,
refugiándose en la cómoda mezquindad de lo obvio, pronuncia una torpeza en el
momento en que la feroz y exigente imagen de la Otra vacila en el cristal.
Pocas cosas son tan ofensivas para una mujer: habremos fallado como mediadores.
Y aquí aparece el registro que la literatura (a excepción de Borges y algunos
otros) no considera en forma positiva y explícita: el resto irreductible de lo
real. En efecto, mal que le pese a nuestra frágil impostura machista, el hombre
está antes que nada convocado para facilitar a su compañera la relación con esa
Otra que toda mujer arrastra en sí misma; tal como Freud coligió cuando,
desechando toda complementariedad sexual, ubicó a la madre como el objeto
primordial para ambos sexos[10].
Al promediar
el relato, Borges escribe: “Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de
vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No
podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra” [11]. Si por un instante
consideramos una disimetría en la doble negación que esta última frase enuncia,
aceptaremos que un resto de ese padre que Emma mataba en Loewenthal permanece
vivo (¿un resto irreductible?)
A su manera,
Borges lo corrobora cuando expresa: “...la muerte de su padre era lo único que
había sucedido en el mundo y seguiría sucediendo sin fin”[12]. Ese hueso
irreductible que ningún asesinato o negación pueden suprimir constituye el
carozo de la diferencia subjetiva, nuestra singularidad; tal como bien Freud
señalaba en El Yo y el Ello: “Al comienzo de todo (...) es imposible distinguir
entre investidura de objeto e identificación”[13]. (Como si la fusión entre
madre y padre estuviera incorporada a la manera de una primordial referencia)
En otros
términos: es imposible erradicar la filiación cuando hay un cuerpo. (En este
punto, la psicosis es nuestra mejor abogada: seres que por no apropiarse de la
demanda del Otro primordial, no alcanzan a negar --léase reprimir-- a través de
lo simbólico la negatividad mortificante ínsita en el lenguaje. En efecto, el
esquizofrénico sufre la ignominia en la carne: su imagen corporal se deshace,
l-i-t-e-r-a-l-m-e-n-t-e.)
Ahora bien,
esta singularidad ominosa --lo familiar que se vuelve extraño-- que en el
psicótico aparece a cielo abierto, es el mismo objeto que el artificio estético
vela en su saber hacer con la tela, la cámara, el sonido o la letra. Freud
llamó sublimación a este mecanismo psíquico que diluye el padecimiento al
tiempo que respeta la diferencia subjetiva. Por esta misma razón, Lacan afirmó
que el psicoanálisis aprende del arte un saber hacer allí con la irreductible
singularidad del síntoma. No deja de resultar interesante, entonces, observar
que Borges desconfía de los abstractos arquetipos cuando, para situar el
dominio específico del arte, expresa: “El arte, siempre, opta por lo individual,
lo concreto; el arte no es platónico”[14].
Sergio
Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología de la Universidad de Buenos
Aires.
Publicado
originalmente en Aesthethika, Revista Internacional de Estudio e Investigación
del Departamento de Ética, Política, y Tecnología, Instituto de
Investigaciones, Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires.
Notas:
[1] Jacques
Lacan ( 1966) , “El Seminario sobre La Carta Robada”, en Escritos 1, Buenos
Aires, Paidós.
[2] Jorge
Luis Borges, Emma Zunz en Obras Completas I, María Kodama y Emecé Editores,
Barcelona, 1989, pag. 564.
[3] Op.
Cit., pag. 565
[4] Op. cit.
pag. 566.
[5] Op. cit.
, pag. 568.
[6] Beatriz
Sarlo, El saber del cuerpo. A propósito de Emma Zunz Hiperinterpretación,
accesible en
http://borges.uiowa.edu/vb7/sarlo.pdf
[7] Beatriz
Sarlo, El saber del cuerpo. A propósito de Emma Zunz. Conocimiento del cuerpo.
http://borges.uiowa.edu/vb7/sarlo.pdf, pag. 238.
[8] Jacques
Lacan, El Seminario: Libro 20, Aún, clase del 13 de marzo de 1973, Una carta de
almor.
[9] Borges,
Op. cit. pag. 565.
[10] Ver
Sigmund Freud, Presentación autobiográfica en A. E. volumen 20.
[11] Borges,
Op. cit. pag. 567.
[12] Borges,
op. cit. pag. 564.
[13] Sigmund
Freud, El Yo y el Ello, A. E. XIX, pag. 31.
[14] Jorge
Luis Borges, Discusión, en Obras completas I , op. cit., pag. 180
Fuente:
Pagina 12
https://www.pagina12.com.ar/518561-emma-zunz-cuerpo-y-filiacion