Por Luisa Valenzuela
"A este texto que estoy ahora escribiendo me
habría gustado ponerle de título Borges y Yo, pero me temo que la
ironía podría pasarse por alto", escribe la escritora Luisa Valenzuela en
esta nota que da cuenta de un Borges que ríe, que se anima a
cuartetas disparatadas, como aquellas que ideaba con Luisa Mercedes
Levinson y que decían: “En la plaza de Belgrano/ pero un poco más abajo/
hay un letrero que dice/ mierda la puta carajo". Estampas personales de
una mujer que lo conoció en la época en que aún era Georgie.
Hay unos
versos de Borges que muchos suelen repetir como si lo pintaran de cuerpo
entero, como si no hubiese sido, como todo, el reflejo de un sentimiento que
habría de diluirse con los años:
He
cometido el peor de los pecados/ que un hombre puede cometer. No he sido/
feliz. (…) para
concluir “Me legaron valor. No fui valiente./ No me abandona. Siempre está a
mi lado/ La sombra de haber sido un desdichado”.
Soneto
éste, “El Remordimiento”, que me temo inspiró aquél burdo poema apócrifo que en
distintas versiones tantos lectores tomaron por cierto, quizá porque el genio
se lamentaba de no haber hecho lo que hacemos los simples mortales sin talento.
Comer más dulce de leche, por ejemplo, frase que me recuerda cierta pequeña
reunión cuando, hablando de los placeres del paladar, Borges preguntó si
realmente el dulce de leche era rico, “pero rico rico, como el arroz blanco” y
todos reímos, y él también.
Como
reían ellos dos, Lisa y Georgie, al regresar de unos paseos estrambóticos y
nocturnos por los puentes de Constitución, lugar que le fascinaba a aquel
Borges aún medianamente vidente y siempre muy sensible a su entorno. Y
volvían, ellos dos, no describiendo los sórdidos lugares que habían recorrido,
sino riendo por las cuartetas idiotas que se les habían ido ocurriendo en el
camino.
A este
texto que estoy ahora escribiendo, rememorando, me habría gustado ponerle de
título "Borges y Yo", pero me temo que la ironía podría pasarse
por alto.
Son sin
embargo estampas personales.
¡Tantísimos
años transcurridos, tantas memorias!
La imagen
que conservo de aquél a quien solíamos llamar Georgie es la del pícaro que se
divierte con sus dichos, no siempre del todo inofensivos pero siempre
brillantes y queribles.
La
impresión me viene de lejos, puedo hoy contarla sin fatuidad y sin censuras.
Porque el tal Georgie frecuentaba mi casa de infancia cuando sus colegas más
elocuentes creían que él nunca sería reconocido por el público en
general, que era un “escritor para escritores”. Se sentían privilegiados de
apreciar su genio, los colegas, y lo acompañaban a sus escasas conferencias y
temblaban –fui testigo—cuando Borges caía en un largo silencio. Ellos temían
que, en su pánico de hablar en público, el amigo había quedado con la mente en
blanco cuando en realidad estaba buscando la palabra exacta, la misma que al
ser por fin pronunciada deslumbraba a todos.
Testigo
de tanta cosas, fui. Y a veces víctima. Más de una vez mi madre, Luisa Mercedes
Levinson, que todos conocían ya por Lisa, me reprochó que Borges opinaba
que yo era capaz de matar a mi madre por un juego de palabras. Borges no lo
habría dicho de envidia, todo lo contrario, porque nunca fueron juegos de
palabras lo que le faltaron, aunque eso de meterse con la madre…
En fin,
especulaciones actuales al correr del teclado. Eso sí, reíamos mucho.
Como
reían ellos dos, Lisa y Georgie, al regresar de unos paseos estrambóticos y
nocturnos por los puentes de Constitución, lugar que le fascinaba a aquel
Borges aún medianamente vidente y siempre muy sensible a su entorno. Y
volvían, ellos dos, no describiendo los sórdidos lugares que habían recorrido, sino
riendo por las cuartetas idiotas que se les habían ido ocurriendo en el camino:
“En la
plaza de Belgrano/ pero un poco más abajo/ hay un letrero que dice/ mierda la
puta carajo.” Por ejemplo.
O bien:
“En el
medio de la plaza/del pueblo de Pehuajó/ hay un letrero que dice/ la puta que
te parió.”
La
preadolescente que era yo en aquel entonces se sentía abochornada por tamaño
infantilismo. Mi propia madre y el admirable “escritor de escritores”, ¡por
favor!
Georgie y
Lisa emprendieron la aventura de escribir un cuento en colaboración. Esas
tardes se aislaban en el comedor de nuestra casa en Belgrano y yo sólo podía
oír las carcajadas. Cuando emergían, muy circunspectos, consultaban a la
adolescente sabihonda que andaba rondando por ahí cuando podía. ¿Los
apellidos Zunino y Zungri te parecen lo suficientemente ridículos?, me
preguntaban.
Pasaron
años antes que yo pudiera retrucar con una cuarteta a la altura, nada apreciado
por el Escritor:
“En el
barrio de San Telmo/ Biblioteca Nacional/ hay un letrero que dice/ hacete un
lavaje anal”.
Es cierto
que admiraba la biblioteca, pero no me resultaba fácil rimar con Nacional.
Vicente Varela y otros colegas me felicitaron, sin embargo, y yo me sentía en
la gloria.
Las cosas
eran así y de otra maneras, por fortuna.
Alrededor
de 1952 Georgie y Lisa emprendieron la aventura de escribir un cuento en
colaboración. Esas tardes se aislaban en el comedor de nuestra casa en Belgrano
y yo sólo podía oír las carcajadas. Cuando emergían, muy circunspectos,
consultaban a la adolescente sabihonda que andaba rondando por ahí cuando
podía. ¿Los apellidos Zunino y Zungri te parecen lo suficientemente
ridículos?, me preguntaban. Y yo no sabía qué decir, Zunino y Zungri eran
los dueños de la destapadora de cloacas a la que estábamos abonados –ésas eran
las épocas—benemérita empresa que tenía el poético nombre de "La Flor de
la Primavera".
Peor era
cuando me consultaban, por ejemplo, si no resultaba demasiado exagerado que el
pretencioso arquitecto protagonista del cuento, para hacerlo gastar, le
propusiese a su cliente “un jardín con bustos ecuestres”. Ante tamaños
disparates, que los ahogaban de risa, yo no podía menos que recalcar lo
ridículo de la idea. Cedieron, no ante mi crítica sino ante un dejo de razón, y
por fin optaron por poner “cabezas yacentes de emperadores”.
La
temprana adolescente de entonces solía ser muy puntillosa. Pero igual me
llenaba de orgullo cuando Borges me hablaba de igual a igual, y me decía muy
orondo que ese día habían trabajado mucho: habían completado toda una línea.
El
cuento, titulado “La hermana de Eloísa”, apareció por fin en 1955 publicado por
la Editorial ENE, en un delgado volumen con otros dos cuentos de cada uno de
los autores.
Borges y Luisa Valenzuela en Nueva York,
1969.
De mi
anécdota favorita de aquella época ya no quedan rastros, por suerte, sólo el
recuerdo que tiene del asunto María Esther Vázquez. Porque a los pocos años de
haber sido nombrado, en 1955, director de la Biblioteca Nacional, quien casi ya
no era Georgie, apelativo cariñoso que iría cayendo en desuso hasta para los
íntimos, ideó un estupendo y memorable ciclo de conferencias los sábados,
invitando a escritores y escritoras de la época a hablar sobre el tema siempre
vigente, “Por qué y cómo escribo”.
Hoy corresponde
reconocer que Borges fue un precursor en el uso de la Biblioteca Nacional como
espacio para la difusión de la cultura.
Los
periodistas de entonces eran asiduos a esas manifestaciones, la gente de letras
eran considerados referentes importantes del quehacer nacional. No así los
propios periodistas, al menos a los ojos de Borges, razón por la cual me
contrató a mí –ad horem, claro—para que entrevistara a los/las conferenciantes
antes de entrar. Durante la exposición, con cuatro dedos y muchos carbónicos,
debía tipear el resumen de las conferencias, cosa de entregárselo a los nobles
representares de la prensa, que según Borges sospechaba acudían a los bellos
salones de la calle México a echarse un sueñito. Y los diarios de la época, me
temo, publicaban mi resumen y no quiero ni saber qué habría resumido yo allí, a
mis escasos 17 años.
Pero una
se va formando a los golpes. Y con todo descaro.
Así
pasaron años y años y más años, encuentros y desencuentros con el Maestro.
Indignaciones de mi parte al enterarme de que había comentado por ahí que mi
primera novela era una novela pornográfica, años de tragar saliva hasta que me
despabilé y supe que una de las definiciones de pornografía es “lo que atañe a
la vida de las prostitutas” y entonces sí, Hay que sonreír que este año
cumple temibles 50, es una novela pornográfica, si bien expresamente cándida.
Años
también de alegrías festejando los retruécanos que el maestro repartía a troche
y moche, siempre dejando traslucir su faz lúdica, su a veces punzante sentido
del humor.
Y años
más sólo frecuentando a Borges en la reiterada y siempre reveladora lectura de
su obra, hasta cierto mediodía de primavera neoyorquina de 1985. Las marcas de
ese día, imborrables para mí, se resumen en una imagen y una frase.
La imagen:
dos figuras vestidas de blanco marfilino, nimbadas por la luz del sol.
La frase:
“isn’t it a pity?”.
Fue en un
restaurante italiano del West Village neoyorquino, una especie de bodegón cuya
único atractivo era un jardín al fondo más allá de las cocinas, con lindas
mesas bajo los árboles. Estábamos allí almorzando con un amigo cuando contra la
puerta de las cocinas se dibujaron esas dos figuras más que fantasmales,
feéricas. ¡Borges y María Kodama!, me sorprendí. No puede ser. Pero eran. Y los
invitamos a nuestra mesa y Borges contó que María tenía un olfato especial para
los lugares y los temas más insólitos y maravillosos, que acababan de llegar,
dichosos, de su viaje en globo sobre el valle de Napa en California, que
se iban al día siguiente de regreso a Buenos Aires, y isn’t it a pity?.
Así, en inglés en medio de la charla en nuestro idioma. Isn’t it a pity?,
reiteró más de una vez, esto de tener que dejar New York… tras o cual corrí al
teléfono, llamé al Instituto de Humanidades al que yo pertenecía, volví con una
invitación para ambos el semestre siguiente. Lo que Borges quisiera. Por
supuesto. Ya no era más, en absoluto, un escritor sólo para escritores. Era el
escritor de todos.
No era
nada sencillo sostener lo que Borges proponía en esos tiempos: armar la
presentación con forma de entrevista, ya que se negaba a dar una conferencia de
corrido. Hacerle preguntas públicas a Borges era casi suicida, bien lo sabía yo
que había asistido a muchos sufrimientos ajenos. Imposible salir airosa ante
esa mente lucidísima, de un brillo casi ultraterreno. Irónica por demás.
Y volvió,
Borges acompañado por María Kodama. Y yo tuve que pagar mi arranque siendo la
interlocutora en su presentación multitudinaria en NYU, la Universidad de Nueva
York, la misma que había tenido la osadía de contratarme como profesora.
No era
nada sencillo sostener lo que Borges proponía en esos tiempos: armar la
presentación con forma de entrevista, ya que se negaba a dar una conferencia de
corrido. Hacerle preguntas públicas a Borges era casi suicida, bien lo sabía yo
que había asistido a muchos sufrimientos ajenos. Imposible salir airosa ante
esa mente lucidísima, de un brillo casi ultraterreno. Irónica por demás. Porque
si una le hacía una pregunta tonta o sencilla, queda al descubierto. Y si la
pregunta era compleja, o molesta, él le contestaría –como me respondió a mí- en
aquella conferencia sobre La Metáfora. Ya un poco cansada del juego pero
haciendo todo tipo de circunloquios a manera de disculpa, improvisando le
pregunté si tenía en cuenta la simbología freudiana del falo cuando escribía
sobre cuchillos y cuchilleros.
“Usted es
una joven escritora moderna”, me contesto sin contestar, “y yo soy un pobre
viejo ciego”.
Y ahí me
dejó. Boqueando en el vacío.
Hasta la
mañana siguiente, cuando desde el Village atravesábamos todo Manhattan en el
coche del poeta Daniel Halpern para llegar a la Universidad de Columbia donde
seguirán sus charlas y mis preguntas, pero sólo para estudiantes, menos mal.
Esa
mañana Borges se giró levemente la cabeza y me enfrentó:
“ Usted
anoche mencionó el falo…”
“ Sí,
Borges, pero hablando de los cuchillos, como metáfora”, intenté
disculparme. “Conozco una metáfora mejor”, me contestó; “El dedo de
Dios”.
“¿No le
parece un tanto pretenciosa?”, me asombré.
“Y sí”,
reconoció Borges muy a su pesar; “Creo que es de Victor Hugo”.
En aquel
memorable último viaje a Nueva York de Borges y María Kodama pasamos toda
la semana juntos con él, y a lo largo de esos días y después de los encuentros
matinales en la Universidad de Columbia, el supuestamente frágil Escritor de
escritores pedía más: una vuelta por Central Park en mateo, escuchar jazz en
algún sitio emblemático del Village. Todo mientras iba desgranando sus
hilarantes aventura de viaje con María, al punto que propuse hacerle una nota
al respecto para la revista Vogue norteamericana, que apareció en el número de
marzo de 1986, poco antes de su fallecimiento en Suiza.
Dicha
nota es un canto a la felicidad de esa pareja tan despareja y a la vez tan
absolutamente solidaria y armoniosa que formaban María Kodama y Jorge Luis
Borges.
“Estoy
cerca de él desde hace más de veinte años. Si me piden que defina nuestra
relación”, aclaró ella, aún no se habían casado, “diré que somos como
compañeros de colegio, cómplices” .
Y Borges:
“María no pudo hacerme mejor regalo que este gusto por los viajes. Hasta
estamos pensando en ir a vivir al Japón. ¿No está mal, no, para un hombre que abordó
su primer avión a los 50 años? Pero había un recién nacido que lloró todo
el tiempo y le quitó la dimensión épica al vuelo”.
Acababa
de aparecer Atlas, el libro de Borges con fotos de María, pero muchas
anécdotas compartidas habían quedado en el tintero. Como la de la dama que le
cantó a Borges sus milongas al oído:
“Qué
raro”, contó él que le había comentado a María, “mientras ella cantaba yo
sentía telarañas en la cara…” “Es que la señora era muy elegante”, rió María,
“¡lo que usted sintió eran las largas plumas aigrettes de su sombrero!”
Y fue así
como, dispuesta a hacerles la entrevista, compré un pequeño grabador y me
dirigí al hotel Uptown donde estaban hospedados. Nos reunimos en la gran
habitación del maestro, y mi imagen favorita es la de nosotros tres, Borges,
María y yo, cómodamente instalados en la gigantesca cama mientras ellos
desgraban sus insólitas historias de viajes y reíamos a carcajadas. Carcajadas
discretas, sí, pero no menos felices. Pero esa es otra historia, para citar a
uno de los autores favoritos del Maestro.
Fuente:
Revista Haroldo
https://revistaharoldo.com.ar/nota.php?id=148