viernes, 28 de enero de 2011
Jorge Luis BorgesBorges y su relación con la cultura judía
Conferencia
Borges fue un trabajador de las palabras. Borges habitó el lenguaje de los libros. En muchos sitios Borges repitió, una y otra vez, que en verdad nunca había salido de la biblioteca de la vieja casa paterna de Palermo, que su vida se había desplegado en el interior de esa lectura interminable, perpetua y que estaban allí, en esos volúmenes, guardados en esas bibliotecas donde pudo escrutar el Universo.
Para Borges el universo tiene la forma de una biblioteca, el universo es un libro que tiene mil lectores, mil interpretaciones. Es como el laberinto en donde a veces uno entra, a veces se pierde y otras veces se encuentra. En este sentido, Borges es hijo de la tradición del Libro, y como hijo de la tradición del Libro no puede sino encontrarse ante aquello que hicieron del Libro su patria, los judíos. Si pensamos que durante 2000 años el judaísmo habitó en un libro, que durante 2000 años, fuera de la tierra, fuera del Estado, exiliados en el mundo, en errancia permanente, el lugar donde se recogían, el lugar en donde se veían a sí mismos, el lugar donde habitaban era un libro, la correspondencia entre lo judío como escritura, como lectura, como interpretación, generación tras generación en la que los judíos volvían a leer, volvían a interpretar, volvían a discutir y volvían, de algún modo, a trabajar sobre esas letras, si pensamos que, entonces, un libro es la patria del judío, Borges podía ser perfectamente un judío. Porque, en última instancia, para él, el mundo podía ser reducido a la experiencia maravillosa de la literatura. El mundo era la literatura, el mundo es una tarea cifrada y la tarea del escritor es intentar descifrar la escritura que está ahí guardada. Por eso a Borges le preocupaba la escritura más que la lectura. Él era un ferviente lector y tiene una frase que dice: "Sólo hay que leer aquellos libros que han pasado la prueba de los cien años". Irónicamente, se condenaba a sí mismo, a no ser leído hasta pasado los cien años de su literatura.
Con esto quería decir que, en verdad, la tarea esencial es la tarea del lector. El lector se introduce en el libro, multiplica el sentido del libro, siente que allí hay no solamente un mundo, sino una serie de mundos; que el mundo es también una enorme ficción. Para Borges, las palabras son la materia prima a partir de la cual el mundo se nos presenta, se nos representa y existe para nosotros.
Hay un cuento extraordinario que está en su libro Ficciones, titulado La Biblioteca de Babel, donde el personaje es la biblioteca y donde la biblioteca es infinita; son infinitos los libros, infinitos los anaqueles, infinitos los pasadizos, infinitas las posibilidades que se abren para quien pasea por una biblioteca. Porque para Borges la biblioteca era como millones de ventanas, cada libro una ventana que abriéndola uno podía ver, literalmente, los mil rostros de la vida, de la historia, de las pasiones, del dolor, de los sufrimientos, de las épicas.
El libro era una travesía. Por lo tanto, una biblioteca no es algo estanco, algo que está allí para que lo veamos de lejos, sino que es la aventura de lanzarse a la experiencia de la vida. La vida y la biblioteca, la vida como ficción, la vida como escritura. Y esto también remite a lo judaico, allí donde en la tradición del misticismo judío la palabra es creadora del mundo. A través del verbo Dios teje lo real, crea la vida, despliega la existencia. Allí, Borges, descubre un enorme manantial, una tradición que reconoce en el lenguaje, en las palabras, el acto creador en sí mismo, el acto demiúrgico.
Borges amó algunos judíos en particular. Pero sobre todo amó un judío que, para ser honestos, fue maltratado por los judíos de su tiempo: el filósofo Baruj Spinoza. Sobre él tiene dos poemas donde precisamente trae esta figura. Ve en Spinoza el hombre libre, el hombre de la aventura intelectual, el hombre de la herejía, de la creación, el hombre que atraviesa y destruye los dogmatismos y puede pensar desde el Libro y contra el Libro, sabiendo que una tradición sólo se la habita cuando somos capaces de expandirla, de multiplicarla, pero también de leerla sin complacencia.
Una tradición se muere cuando tiene sólo lectores complacientes o escribas que repiten siempre las mismas palabras, año tras año. A una tradición para que siga viva hay que exigirle, atravesarla con los ojos de la crítica, con esos lentes pulidos del trabajo spinoziano —Spinoza era un pulidor de lentes— que permiten leer lo que está detrás de la palabra y perseguir el sentido detrás del sentido. Porque lo evidente, lo obvio, lo que parece demasiado claro, tiene detrás otro sentido, hasta una infinita posibilidad de interpretaciones. Uno podría pensar, desde una doble perspectiva, la escritura borgeana junto a la lectura infinita que el místico judío hizo de la Torá. Para el místico judío, la Torá encierra cifrada la palabra misteriosa de Dios, el nombre secreto de Dios. Y la tarea es una tarea a veces imposible, pero esencial. Seguir laboriosamente los laberintos del texto, las pistas para descubrir el misterio del nombre que, en última instancia, me permite entender el misterio de Dios.
Para Borges la escritura, sus cuentos, sus poemas, sus ensayos, son el trabajoso proceso a partir del cual la complejidad del mundo nunca se reduce a una fórmula cerrada, sino que la complejidad del mundo se nos abre, se nos multiplica ante los ojos, se vuelve ficción de ficción, fábula de fábula y narración infinita.
Hay un cuento suyo que se llama "El Libro de Arena", y que, de algún modo, sintetiza este espíritu. Es un libro que abriéndolo en cualquier página siempre me ofrece una página distinta, con una numeración distinta y una historia diferente. No sé dónde empieza y dónde termina, porque no tiene comienzo ni final. Es como si el libro fuese el secreto de la infinitud del universo, y cada lector encontrase en ese libro una parte del universo, de ese infinito intangible que está siempre delante nuestro, pero que siempre se nos está sustrayendo. Borges ve, en este sentido, de una manera profundamente judaica. Ve en la escritura el misterio de una revelación que está siempre revelándose, y que la tarea de cada hombre y de cada generación es purgar en ese texto, es interrogar en ese texto, exigirle a ese texto multiplicando su sentido. No hay una palabra última, no hay una verdad revelada que en forma dogmática nos permita tranquilizar nuestro espíritu, sino que, de algún modo, la escritura y el libro son como la vida: fluyen, tienen contradicciones, se estancan, van y vienen y, permanentemente, se nos manifiestan como pluralidad.
Desde este lugar, entonces, la reflexión borgeana sobre la escritura se vuelve paralela y cercana a la tradición judaica. Pero, también, cuando a Borges le preguntan por lo judío dice: ¿Cómo pensarnos en tanto occidentales sin los dos componentes esenciales que han pigmentado nuestra visión del mundo, nuestra sensibilidad, nuestro lenguaje, nuestra gramática, nuestros sentimientos? Por un lado, lo griego. Y por otro lado, lo judío. Diferentes y al mismo tiempo encontrados, marchan cada uno por su propia senda, pero que coagulan en nuestra visión del mundo. No podríamos imaginar lo cristiano sin estos dos ríos que en un punto confluyen. La escritura, la interpretación, la memoria judía se unen a la interpretación y al filosofar griego para inventar esto extraordinario que denominamos occidente. Por lo tanto, preguntarme por lo judío es preguntarme por la mitad de mí mismo. ¿Cómo preguntarme por la mitad de mí mismo y negar que una mitad de mi habla es absolutamente deudora de la saga de Abraham?
¿Cómo pensar que puedo pensar y escribir sin ésa mitad? ¿Cómo no imaginar que ése pueblo exiliado que fue capaz de trajinar tierras y lenguas, que pudo no solamente habitar una lengua sagrada y extraordinaria como el hebreo, sino que pudo cobijarse y enamorarse de otras lenguas, de mí lengua? Porque los judíos se enamoraron, también, del español. Y el maestro de Borges, en España se llamó Casinos Asens, que fue uno de los intelectuales centrales del mundo español de los primeros cincuenta años de éste siglo. Un gran traductor del Talmud, un cristiano que descubrió sus raíces judías, un andaluz, un sevillano que construyó en la España todavía cerrada del clericalismo, una luz, una ventana judía.
¿Cómo pensar que ése pueblo cosmopolita, que amó lenguas, transgresor de todas las fronteras, crítico de todos los nacionalismos, habitante de la libertad de las lenguas, no tiene que ver conmigo, que de algún modo soy hijo del lugar donde nací, pero, sobre todo, soy hijo de una biblioteca? Y en una biblioteca no hay una nación, una verdad o una ideología. En una biblioteca están las cosas mezcladas. En una biblioteca están el inglés con el alemán, el español con el francés, el francés con el japonés. Y atrás de todo eso, la maravilla de Las Mil y unas Noches. Ahí está, en una biblioteca, el mundo. Y el judío habitó el mundo, como si fuera una biblioteca. Se apropió de las lenguas, que son el secreto de la vida humana. Porque los hombres son palabra. La palabra crea al mundo, crea la cultura, construye la sensibilidad. Y los judíos fueron maestros de palabras, maestros de lenguas. Y en este sentido pensaba Borges: yo soy heredero de esa tradición. Cuando él piensa, en ese juego de morbosa humildad, si algún poema mío sobrevive, quizás, ese poema, sea el Golem, que es un poema absolutamente judío.
El rabino de Praga quiere imitar la obra de Dios, quiere encontrar el secreto a partir del que es posible construir lo que Dios construyó: un hombre. Y lo que descubre el rabino de Praga es que ese hombre, creado por su sabiduría o por su soberbia, es imperfecto. No sólo porque no habla, no alcanza la palabra, y no alcanza la palabra porque la palabra es el misterio de lo humano. En el Génesis está escrito que Yavéh le otorgó a Adán la facultad de ponerle el justo nombre a las criaturas de la tierra, del cielo y del mar. Es decir, le dio el don de la palabra. Y la palabra no es nada más ni nada menos que el modo, sólo humano, a través del cual podemos anticipar lo que todavía no existe, podemos construir ficciones, metáforas, dibujar el mundo, decir el mundo, aunque todavía no esté en el mundo lo que estamos dibujando con palabras. Entonces, el rabino de Praga descubre que su creación está fallida, que su creación es perversa, que hay algo que no cierra. Y el final de la historia es que el propio Dios mira acongojado a su propia creación. Esto tiene algo extraño y extraordinario, al mismo tiempo: ¿Puede Dios equivocarse, del mismo modo como se equivocó el rabino de Praga? ¡Es el Dios de Abraham, el Dios de Job! Quizás, sí. Quizás la fastuosidad de la existencia, quizás la maravilla de la vida, no sea la perfección de la creación de Dios, sino que la vida como maravilla radique en las fallas de la creación. Si no hubiera habido fallas en la creación no estaríamos aquí, seguiríamos en el paraíso. Como no estamos en el paraíso porque, gracias a Dios, la mujer tentó al hombre y nos lanzó a la historia, como no estamos en el paraíso sino que atravesamos el tiempo, nos confrontamos con nuestra propia muerte, podríamos preguntar y preguntarnos si "la perfección de Dios no sea precisamente haber construido una obra imperfecta". De haber construido una obra perfecta, no habría cultores de Dios. Porque el hombre no hubiera hablado de Dios, porque no hubiera tenido palabras para pronunciar el nombre de Dios.
El lenguaje es una herramienta maravillosa que le permite al hombre, a veces, decir algunas verdades, y la mayoría de las veces es ese mundo que le muestra todas sus oscuridades y contradicciones.
El poeta, porque de eso se trata –Borges fue un poeta–, sabe que las palabras nunca son un gesto arbitrario del hablante, sino que las palabras viven más allá de los hablantes, que las palabras nos atraviesan, que nos hablan, que nos habitan, que nos lanzan al mundo, que las palabras siempre provienen de los labios de una madre y nunca del padre, que siempre pronuncia palabras de ley, mientras que la madre pronuncia aquellas palabras no dichas en el sentido de la ley, sino pronunciadas desde una perspectiva mucho más profunda que es la del lenguaje como creador de mundo, como creador de vida. La palabra de la ley es la cerca que tendemos para que la vida no nos ahogue. Por eso, a veces, hay que alejarse un poco de la palabra de la madre y, también, por supuesto, pelearse con la palabra del padre. Quizás, el problema de nuestro tiempo es que la palabra de la madre y la palabra del padre se parecen a la del hijo. Es decir, de algún modo, en la escritura poética, en la escritura de Borges, en la escritura judía, cada palabra tiene su sentido. Pero el sentido de cada palabra no puede ser reducido a un solo sentido. Es la paradoja del lenguaje. Es que estamos demasiado acostumbrados a la lógica. ¿Qué dice la lógica? Borges decía, por una parte, que somos griegos. Y si somos griegos tenemos que decir que Aristóteles fue el fundador de la lógica, el que le dio forma a la ciencia de la lógica. ¿Qué dice Aristóteles?: Que lo que es A, no puede ser al mismo tiempo B. Principio de no contradicción y de tercero excluido. ¿Qué dice el poeta? : Que lo que es A puede ser no B. Porque la vida es al mismo tiempo lógica y ruptura de toda lógica. Y que el texto lo que encierra, precisamente, es el laberinto de una lógica donde la verdad se estrella contra la amplitud de la existencia. Por eso, el texto es siempre un desafío, es siempre una artesanía de ida y vuelta.
El libro, a diferencia de la imagen, es siempre un territorio de una plástica y movible formación de ideas, conceptos y símbolos. Y ahí, Borges vuelve a ser radicalmente judío.
* Síntesis de una conferencia dictada por el filósofo Ricardo Forster sobre Jorge Luis Borges y su relación con la cultura judía.
Compilado por Marcos Doño.
Fuente ; TZAVTA – Centro Comunitario
Dr. Ricardo Forster
Ricardo Forster es Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Ha cursado estudios de Historia y Filosofía en la Universidad Autónoma de México, en la Universidad del Salvador (Argentina) y en FLACSO. Es profesor titular de grado y posgrado de numerosas universidades argentinas e internacionales: U.B.A., Universidad Nacional del Gral. San Martín, Universidad Nacional de Rosario, Universidad Nacional de Comahue, Universidad de Princeton (EE.UU.), Universidad Hebrea de Jerusalem, Instituto Tecnológico de Monterrey, entre otras. Entre sus ensayos se cuentan W. Benjamin - Th. W. Adorno, el ensayo como filosofía (Ediciones Nueva Visión, 1991), Itinerarios de la modernidad (Eudeba, 1996), El exilio de la palabra (Eudeba,1999), Walter Benjamin y el problema del mal (Altamira, 2001).
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