A modo de epígrafe:
“Entonces, ¿qué es estar enamorado? Estar enamorado es
percibir lo que de único hay en Revista Quimera cada persona, eso único que no
puede comunicarse…”
Jorge Luis Borges
EL VIEJO TOPO, revista española nacida en 1974 durante el
franquismo fue: “… una revista política, en el sentido de estar dedicada al
combate contra un régimen que agonizaba, pero sin dejar de interrogarse al
mismo tiempo por la validez y la vigencia de lo que se pretendía alternativo.”
Así afirma el editor Miguel Riera, de la revista de literatura QUIMERA Nº
103-104, también española, que es la que por azar llegó a mis manos y en la que
se realizó un homenaje a aquella otra, eligiendo una cantidad y calidad de
artículos publicados en aquella época, de los cuales pocos formaron parte de algún
libro.
Entre tantos textos maravillosos que hay en la revista
dentro de la revista, extraigo estos párrafos de una conferencia que diera
Jorge Luis Borges una tarde en Buenos Aires, ante un pequeño grupo de
participantes y que gracias a la transcripción de Américo Cristófalo, comparto
estas palabras dichas por ese otro, Borges, sobre la escritura de uno de sus
cuentos: El Zahir (no sé qué llegó primero a mí, si el cuento o el relato de
cómo fuera hecho aquel; pero en cualquiera de los casos, ambos han sido
disfrutables... Al blog llegó primero el cuento). Ojala dispongan de algún
tiempo para dejarse llevar por esa misma invención de la palabra, de lo
inolvidable en juego y lo que en ese encuentro produce y desliza y sucede;
proceso que involucra su escritura… como otro cuento:
“Acaban de informarme que voy a hablar sobre mis cuentos.
Ustedes quizás los conozcan mejor que yo, ya que yo los he escrito una vez y he
tratado de olvidarlos, para no desanimarme he pasado a otros; en cambio tal vez
alguno de ustedes haya leído algún cuento mío, digamos, un par de veces, cosa
que no me ha ocurrido a mí.”
“… yo no creo, contrariamente a la teoría de Edgar Allan
Poe, que el arte, la operación de escribir sea una operación intelectual. Yo
creo que es mejor que el escritor intervenga lo menos posible en su obra.”
“Voy a tratar entonces de recordar un cuento mío. Estaba
dudando mientras me traían y me acordé de un cuento que no sé si ustedes han
leído; se llama El Zahir.”
Quien lee un cuento sabe o espera leer algo que lo distraiga
de su vida cotidiana, que lo haga entrar en un mundo no diré fantástico –muy
ambiciosa es la palabra- pero sí ligeramente distinto del mundo de las
experiencias comunes.
Ahora llego a El Zahir y, ya que estamos entre amigos, voy a
contarles cómo se me ocurrió ese cuento.
No recuerdo la fecha en la que escribí ese cuento, sé que yo
era director de la
Biblioteca Nacional, que está situada en el sur de Buenos
Aires, cerca de la iglesia de La
Concepción; conozco bien ese barrio. Mi punto de partida fue
una palabra, una palabra que usamos casi todos los días sin darnos cuenta de lo
misterioso que hay en ella (salvo que todas las palabras son misteriosas):
pensé en la palabra inolvidable, unforgeable en inglés. Me detuve, no sé por
qué, ya que había oído esa palabra miles de veces, casi no pasa un día en que
no la oiga; pensé qué raro sería si hubiera algo que realmente no pudiéramos
olvidar. Qué raro sería si hubiera, en lo que llamamos realidad, una cosa, un
objeto -¿por qué, no?- que fuera realmente inolvidable.
Ese fue mi punto de partida, bastante abstracto y pobre;
pensar en el posible sentido de esa palabra oída, leída, literalmente
in-olvidable, unforgeable, unvergasselich, inouviable. Es una consideración
bastante pobre, como ustedes han visto. En seguida pensé que si hay algo
inolvidable, ese algo debe ser común, ya que si tuviéramos una quimera por
ejemplo, un monstruo con tres cabezas, (una cabeza creo que de cabra, otra de
serpiente, otra creo que de perro, no estoy seguro), lo recordaríamos
ciertamente. De modo que no habría ninguna gracia en un cuento con un
minotauro, con una quimera, con un unicornio inolvidables; no, tenía que ser
algo muy común. Al pensar en ese algo común, pensé, creo que inmediatamente, en
una moneda, ya que se acuñan miles y miles de monedas todas exactamente
iguales. Todas con la efigie de la libertad, o con un escudo o con ciertas
palabras convencionales. Qué raro sería si hubiera una moneda, una moneda
perdida entre esos millones de monedas, que fuera inolvidable. Y pensé en una
moneda que ahora ha desaparecido, una moneda de veinte centavos, una moneda
igual a las otras, igual a la moneda de cinco o a la de diez, un poco más
grande; qué raro si entre millones, literalmente, de monedas acuñadas por el
Estado, por uno de los centenares de Estados, hubiera una que fuera
inolvidable. De ahí surgió la idea: una inolvidable moneda de veinte centavos.
No sé si existe aun, si los numismáticos las coleccionan, si tienen algún
valor, pero en fin, no pensé en eso en aquel tiempo. Pensé en una moneda que
para los fines de mi cuento tenía que ser inolvidable; es decir: una persona
que la viera no podría pensar en otra cosa.
Luego me encontré ante la segunda o tercera dificultad… he
perdido la cuenta. ¿Por qué esa moneda iba a ser inolvidable? El lector no
acepta la idea, yo tenía que preparar la inolvidabilidad de mi moneda y para
eso convenía suponer un estado emocional en quien la ve, había que insinuar la
locura, ya que el tema de mi cuento es un tema que se parece a la locura o a la
obsesión. Entonces pensé, como pensó Edgar Allan Poe cuando escribió su
justamente famoso poema El Cuervo, en la muerte hermosa. Poe se preguntó a
quién podía impresionar la muerte de esa mujer, y dedujo que tenía que
impresionarle a alguien que estuviese enamorado de ella. De ahí llegué a la
idea de una mujer, de quien yo estoy enamorado, que muere, y yo estoy
desesperado.
En ese punto hubiera sido fácil, quizás demasiado fácil, que
esa mujer fuera como la perdida Leonor de Poe. Pero no decidí mostrar a esa
mujer de un modo satírico, mostrar el amor de quien no olvidará la moneda de
veinte centavos como un poco ridículo; todos los amores lo son para quien los
ve desde afuera.
Entonces, en lugar de hablar de la belleza del love
splendor, la convertí en una mujer bastante trivial, un poco ridícula, venida a
menos, tampoco demasiado linda. Imaginé esa situación que se da muchas veces:
un hombre enamorado de una mujer, que sabe por un lado que no puede vivir sin
ella y al mismo tiempo sabe que esa mujer no es especialmente memorable,
digamos, para su madre, para sus primas, para la mucama, para la costurera,
para las amigas; sin embargo, para él, esa persona es única.
Eso me lleva a otra idea, la idea de que quizás toda persona
sea única, y que nosotros no veamos lo único de esa persona habla a favor de
ella. Yo he penado alguna vez que esto: se da en todo, si no fijémonos que en la Naturaleza, o en Dios
(Deus sirve Natura, decía Spinoza) lo importante es la cantidad y no la
calidad. Por qué no suponer entonces que hay algo, no sólo en cada ser humano
sino en cada hoja, en cada hormiga, único, que por eso Dios o la Naturaleza crea
millones de hormigas; aunque decir millones de hormigas es falso, no hay
millones de hormigas, hay millones de seres diferentes, pero la diferencia es
tan sutil que nosotros los vemos como iguales.
Entonces, ¿qué es estar enamorado? Estar enamorado es
percibir lo que de único hay en cada persona, eso único que no puede
comunicarse salvo por medio de hipérboles o de metáforas. Entonces por qué no
suponer que esa mujer, un poco ridícula para todos, poco ridícula para quien
está enamorado de ella, esa mujer muere. Y luego tenemos el velorio. Yo elegí
el lugar del velorio, elegí la esquina, pensé en la Iglesia de la Concepción, una iglesia
no demasiado famosa ni demasiado patética, y luego al hombre que después del
velorio va a tomar un guindado a un almacén. Paga, en el cambio le dan una
moneda y él distingue en seguida que hay algo en ella –hice que fuera rayada
para distinguirla de las otras. Él ve la moneda, está muy emocionado por la
muerte de la mujer, pero al verla ya empieza a olvidarse de ella, empieza a
pensar en la moneda. Ya tenemos el objeto mágico para el cuento. Luego vienen
los subterfugios del narrador paa librarse de esa que él sabe que es una
obsesión. Hay diversos subterfugios: uno de ellos es perder la moneda. La
lleva, entonces, a otro almacén que queda un poco lejos, la entrega en el
cambio, trata de no fijarse en qué esquina está ese almacén, pero eso no sirve para
nada porque él sigue pensando en la moneda.
Luego llega a extremos un poco absurdos. Por ejemplo, compra
una Libra Esterlina con San Jorge y el dragón, la examina con una lupa, trata
de pensar en ella y olvidarse de la moneda de veinte centavos ya perdida para
siempre, pero no logra hacerlo. Hacia el final del cuento el hombre va
enloqueciendo pero piensa que esa misma obsesión puede salvarlo. Es decir,
habrá un momento en el cual ya el universo habrá desaparecido, el universo será
esa moneda de veinte centavos. Entonces él –aquí produje un pequeño efecto
literario- él, Borges, estará loco, no sabrá que es Borges. Ya no será otra
cosa que el espectador de esa perdida moneda inolvidable. Y concluí con esta
frase debidamente literaria, es decir, falsa: ‘Quizás detrás de la moneda esté
Dios’. Es decir, si uno ve una sola cosa, esa cosa única es absoluta. Hay otros
episodios que he olvidado, quizás alguno de ustedes los recuerde. Al final, él
no puede dormir, sueña con la moneda, no puede leer, la moneda se interpone
entre el texto y él casi no puede hablar sino de un modo mecánico, porque
realmente está pensando en la moneda, así concluye el cuento."
Extraído de: Revista Quimera 103-104, Ed. Montesinos Editor
S.A.1991, págs.7-9
Ref. del cuento: El Zahir: En: El Aleph. Ed. Emecé, 1957,
52º edic.,1994. Buenos Aires.
Fuente : Cartografiasdesplegadas
14nov2007
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