Gonzalo Lizardo
Nada es menos obvio que algunas preguntas obvias, como la
que Michel Foucault exploró en su conferencia del 22 de febrero de 1969,
dictada ante la
Sociedad Francesa de Filosofía. En esa ocasión el filósofo
francés se interrogó «¿Qué es un autor?» para analizar de qué manera el nombre
de quien escribe condiciona nuestra interpretación de lo que se escribe: aunque
haya o no existido una persona «real» que se llamara, por ejemplo, Miguel de
Cervantes, o Vernon Sullivan, o Hermes Trimegisto, tanto los nombres como los
pseudónimos de los autores cumplen con una función clasificatoria que nos
permite, a los lectores «reales», agrupar ciertos textos mediante relaciones
«de homogeneidad o de filiación, o de autentificación de unos por los otros, o
de explicación recíproca, o de utilización concomitante» [1]. Gracias a esta
función, el nombre «Michel Foucault» nos autoriza a confrontar lo que se
plantea en Las palabras y las cosas, con lo que se afirma en El nacimiento de
la clínica, de tal modo que lo leído en una obra nos prepara para lo que
leeremos en la otra, y nos ayuda a percibir concordancias o contradicciones de
diversa intensidad o jerarquía.
Puede suponerse que, a semejanza de otras nociones, la de
autor varía con el devenir de la
Historia: cada cultura y cada época le otorga a la figura
autoral un significado distinto con respecto al que le otorga a sus propios
sujetos. En la antigüedad, los únicos libros que debían leerse eran divinos: se
leían las palabras de Moisés o de Homero como si las hubieran dictado los
dioses. Aristóteles y Platón conservaron un prestigio semidivino durante
siglos, hasta que el Renacimiento y la Ilustración los redujeron a una estatura humana.
En la actualidad, apenas se espera de un autor algo mejor de lo que se espera
de cualquier ser humano: cuando mucho, que sea talentoso o trabajador,
inteligente o ingenioso, emotivo o emocionante, universal y único. La confianza
de que un nombre puede autentificar distintos textos, proviene de una
superstición: la de pensar que cada nombre designa a un individuo idéntico,
indivisible e inmutable, siendo que las personas reales son casi siempre
mutables, escindidas y heterogéneas —tal como lo manifiestan las biografías,
las ideas y las obras de Maupassant, Ducasse o Pessoa, por mencionar los casos
más descarados.
Si en la modernidad la evolución del autor depende de la
genealogía del sujeto, parece obvio que la fragmentación de la subjetividad
moderna ha generado una fragmentación de la identidad autoral, la cual debe
ahora discernirse conjuntando las escurridizas definiciones de Autor Modelo,
Autor Real y Autor Liminal. Pero así como las divisiones entre mente y cuerpo,
alma y carne, consciente e inconsciente no han obviado el problema de examinar
la identidad, cada vez más compleja, de la persona humana, estas nociones
subrayan la importancia de esclarecer la intención del autor (intentio
auctoris) como un paso indispensable antes de determinar la intención de la
obra (intentio operis), tal como intenta ejemplificarlo Umberto Eco, en Los
límites de la interpretación:
Una vez Borges
sugirió que se podría y debería leer el De Imitatione Christi como si hubiera
sido escrito por Céline. Espléndida sugerencia para un juego que incline al uso
fantasioso y fantástico de los textos. Pero la hipótesis no puede ser sostenida
por la intentio operis. Yo he intentado seguir la sugerencia borgesiana y he
encontrado en Tomás de Kempis páginas que podrían haber sido escritas por el
autor del Voyage au bout de la nuit […]. Pero lo que no funciona en esta lectura
es que no se pueden leer con la misma óptica otros pasos del De Imitatione [2].
Un argumento intachable, al igual que su corolario: si un
texto que la tradición atribuye a un autor determinado lo atribuimos a otro, se
modifica no sólo el sentido del texto original, sino también el de las obras
que solemos atribuir a sus hipotéticos autores. Pero el párrafo citado tiene la
paralela virtud de estimular nuestra suspicacia: la sospecha de que Umberto
Eco, falazmente, le ha achacado al autor argentino una afirmación que éste
jamás sostuvo. Se explicaría así que omitiera referirnos en qué página planteó
Borges ese juego «fantasioso y fantástico» con los textos… a menos que Eco
supusiera que el lector evocaría por sí mismo a «Pierre Menard, autor del
Quijote». Como se recordará, esta ficción ensayística de Borges —compilada en
su libro Ficciones, de 1941— nos reseña el esfuerzo que invirtió un ficticio
escritor francés para escribir por él mismo el Quijote de Cervantes. Por
supuesto, Pierre Menard no se propuso elucubrar, a la manera de Avellaneda o
Flaubert, otra versión del Quijote más o menos transformada. Su «admirable
ambición», por el contrario, consistía en «producir unas páginas que
coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de
Cervantes» [3].
Nada es menos obvio que algunos proyectos obvios, como el de
Pierre Menard: un proyecto secreto y banal que no buscaba revolver nuestras
maneras de escribir el mundo, sino multiplicar nuestras formas de leerlo. La
premisa es simplísima: cuando la suponemos escrita por dos plumas distintas,
una misma página genera dos interpretaciones irreconciliables. Según la
perspectiva habitual, el Quijote es un relato costumbrista que un soldado
español escribió en el siglo XVII como parodia de las novelas caballerescas. Si
lo suponemos escrito por un poeta francés —un lector de Nietzsche y de Válery
que propagaba «ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él»—
entonces ocurre la magia y el Quijote se transforma, sin modificar una sola letra,
en una novela histórica, una minuciosa reconstrucción literaria de nuestro
pasado, al estilo de Ivanhoe o de Salammbó. En consecuencia,
Menard (acaso sin
quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y
rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las
atribuciones erróneas. Esta técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer
la Odisea como
si fuera posterior a la Eneida
y el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de
Madame Henri Bachelier. Esta técnica puebla de aventura los libros más
calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no
es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales? [3]
Si las leemos con atención —y con ironía—, estas palabras
demuestran que Jorge Luis Borges —en contra de lo que piensa Umberto Eco— no
recomienda «leer el De Imitatione Christi como si hubiera sido escrito por
Céline». Ciertamente, eso se afirma literalmente en un libro que le atribuimos
a Jorge Luis Borges —el más «fantasioso y fantástico» de los fabuladores—, pero
se trata de un libro que no reúne reflexiones teóricas, sino un hatajo de
alegorías llamado Ficciones. Confundido por la jerga ensayística del texto, Eco
olvida (acaso sin quererlo) que estas palabras, aunque fueron transcritas por
el autor argentino, provienen de un narrador ficticio: un personaje sin nombre
que convivía en Nimes con poetisas y baronesas y que mantenía correspondencia
con literatos imaginarios mientras despotricaba contra los diarios protestantes
y sus deplorables lectores —«si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no
masones y circuncisos»—; en fin, un autor lleno de prejuicios ideológicos y
literarios que Borges ha inventado para que escribiera en su nombre un
fementido ensayo sobre Pierre Menard… en el cual se propagan, precisamente,
aquellas ideas que representan «el estricto reverso de las preferidas por él».
Tal hipótesis podría refutarse, con facilidad, si se
argumenta que muchos escritores usan a sus personajes como muñecos de
ventrílocuo: como monigotes de papel y tinta que no repiten sino las
convicciones y las dudas de sus creadores. Así les ocurrió, en desigual grado,
a Cervantes y a su Quijote, a Papini y a su Gog, a Bolaño y a su Belano, a
Montaigne y a su Montaigne. Es posible, por tanto, que Borges haya bifurcado su
voz para amplificar sus teorías personales sobre el autor y sus personajes.
Pero podemos, igualmente, sostener que el narrador del texto no es el reflejo
sino la némesis del autor. Esta doble conjetura no sólo evidencia cuán
complicado resulta leer las ficciones de Borges como si el mismo Borges las
hubiera escrito. Demuestra también que la noción moderna de autor se ha
bifurcado una y otra vez, multiplicándose por los senderos de la página, para
compensar de algún modo el histórico menoscabo de su prestigio… o para
reproducir mejor la fractura del sujeto moderno: esos hombres y esas mujeres
que viven y medran, vacilando a cada instante entre el alma y la piel, la
vigilia y el sueño, el interdicto y la transgresión, el saber y el placer, la
libertad y la tranquilidad, lo real y sus ficciones, el Yo y el Otro.
NOTAS:
1. FOUCAULT, Michel, «¿Qué es un autor?», en Entre filosofía
y literatura. Obras esenciales, volumen 1, Paidós, Barcelona 1999, p. 338.
2. ECO, Umberto, Los límites de la interpretación, Lumen, 2ª
edición, Barcelona 1998, p. 40.
3. BORGES, Jorge Luis, «Pierre Menard, autor del Quijote»,
en Ficciones, Alianza, Madrid 1971, p. 59.
Fuente : Ficcionario de Teoría Literaria