domingo, 27 de julio de 2014

Schwob: una forma de la felicidad



Durante años se creó una suerte de hito no tanto en torno a Marcel Schwob y su obra —reconocida en su momento finisecular del XIX y luego desde mediados de los años veinte del siglo pasado por escritores y lectores, sobre todo hispanoamericanos—, sino en torno a su regateado reconocimiento en los medios literarios y a un aparente olvido o desdén hacia su figura, estrella destellante al cambiar el siglo pero luego opacada o sepultada, se insiste, por acontecimientos históricos radicales: desde la Gran Guerra y las transformaciones ideológicas, sociales y políticas que generó, hasta la explosión formal y estilística de las vanguardias pictóricas y literarias de los años veinte.

En realidad el conocimiento de Schwob y de los alcances de su obra: novela, cuento, historia, biografía, se dieron como una especie de clave secreta. Sus libros, especialmente Vidas Imaginarias, obra de arte mayor, eran apreciados como un tesoro clandestino cuyo conocimiento pasaba de mano en mano, de lectura en lectura y de boca en boca, entre los escritores que recibían la influencia del indudable maestro de manera ajena al alarde y la ostentación, casi de la forma natural como la raíz profunda se nutre y alimenta. Sería un ejercicio amplio y enriquecedor —ha señalado José Emilio Pacheco— rastrear la influencia de Schwob en tantos autores del siglo XX, empezando por el mismo Borges y, ya en nuestros lares literarios —como ha escrito a su vez Marco Antonio Campos— distinguir su influencia en Alfonso Reyes, Juan José Arreola, Julio Jiménez Rueda y Ermilo Abreu Gómez, sólo para empezar.

En 2005, las celebraciones francesas a cien años del fallecimiento del historiador, escritor, biógrafo y artista pleno se cumplieron en Seville, departamento de Seine-et-Oise, su villa natal, donde hubo encuentros, discusiones, mesas redondas y conferencias. También una precisa puntualización bibliográfica de la totalidad de su obra y su revaloración amplia y justa tuvieron lugar en una ceremonia en París, ciudad donde el autor falleció de tuberculosis en 1905, luego de pasar una temporada en Samoa, en los Mares del Sur, isla adonde se trasladó en busca de una mejoría en su salud. Ahí, al igual que su par Robert Louis Stevenson, los isleños lo consideraron un “honorable contador de historias”, un tusitala.

En ese centenario de su fallecimiento se reavivó también la curiosidad y el afán de exactitud en torno a la fecha de su muerte, pues en la mayoría de sus obras —así como en los prólogos a las mismas— editadas en los países hispanoamericanos, se apuntaba el 26 de febrero como la fecha trágica. Ahora se ha esparcido ya la certeza de que nació el 23 de agosto de 1867 y murió el 12 de febrero de 1905, a la edad de 37 años.

La espléndida edición mexicana de Porrúa de Vidas imaginarias y La cruzada de los niños (número 603 de la apreciada colección Sepan cuántos, México, 1991) prologada por José Emilio Pacheco, incluye además una breve introducción de Rémy de Gourmount y el prefacio original del propio Schwob. Las traducciones de las 22 Vidas Imaginarias corresponden, las primeras once, al poeta mexicano Rafael Cabrera (1884-1943), y fueron publicadas por primera vez en 1922. Las once restantes fueron logradas por José Emilio Pacheco, al igual que el preciso e informativo prólogo ya referido, donde hace un breve retrato de Schwob y analiza las Vidas Imaginarias con la aptitud y destreza que distinguen sus investigaciones literarias, pero sobre todo con genuino amor por la literatura, don irrefutable del poeta mexicano vivo más importante e influyente.

Tenemos así estos 22 arcanos (el término es del mismo Schwob), 22 historias individuales acaso menores o historias de los sin historia, contrastadas con las historias y las biografías de los famosos y reconocidos protagonistas centrales de los acontecimientos. Qué juego literario más pleno relatar la vida imaginaria de uno de los verdugos de Juana de Arco, qué sutil manera tangencial de acercarse al acontecimiento histórico a través de un testigo menor, aparentemente intrascendente, pero cuya biografía en manos de Schwob cobra el destello de lo posible. Así como en los arcanos del Tarot de Marsella cada trazo, cada línea, cada coloración y cada símbolo tienen una interpretación y un significado, en la escritura de estas biografías posibles recreadas por Schwob, cada detalle, cada descripción, cada señal en la escritura conlleva significados y conocimientos históricos profundos.

El poeta Lucrecio, el incendiario Eróstrato, Crates el cínico, el mismo Paolo Uccelo, la Pocahontas, el poeta trágico Torneur, el inolvidables puñado de piratas o los asesinos Burke y Hare, cobran más vida, más presencia, más humanidad en estos relatos de Schwob que los personajes reales, planos y contundentes, los cuales aparecen como de bulto y evaden las sutilezas y los detalles, los dobleces de sus existencias y humanidades, ese ausente conjunto de características que los harían tan innegablemente humanos y que en cambio sí distinguen, perfilan, retratan y dan vida literaria a los personajes de Schwob.

En el tupido entramado de la rica y vasta tapicería de la historia, el relato biográfico imaginado y relatado por Schwob es un hilo enhebrado con destreza y maestría entre los miles de hilos reales que conforman el tapiz.

Schowb inserta estas imaginadas vidas en los complejos pliegues de la Historia con mayúscula, la cual conoce, estudia y reconstruye con exactitud. Sus personajes cobran así vida y relieve sobre el tapiz de diferentes épocas y costumbres: la Grecia antigua, el Imperio Romano, el viejo Egipto, el África del Rey Salomón, la Italia medieval y renacentista, la Francia de las cruzadas, la del siglo XV y la dieciochesca, la Inglaterra del XIX, la fundacional historia de la América de Pocahontas, la mítica y marinera Boston de los emigrados, las navegaciones piratas del capitán Kid casi al inicio del siglo XVIII y las del mayor Stede Bonnete pocos años después, la fantasmal Edimburgo del siglo siguiente. Todo con sus detalles más nimios y reveladores esparcidos a lo largo de la narración, y con el conocimiento histórico verídico —y las claves para descifrarlo— que sólo un historiador acucioso podría lograr.

A ello se añade el estilo de Schwob, sus brevísimas vidas imaginarias son universos perfectos en cuatro páginas, mundos completos en quince párrafos exactos, vidas sintetizadas con la efectividad del retratista consumado que va a percibir y resaltar los rasgos únicos, las diferencias y no las unanimidades: “El arte está en oposición con las ideas generales, no describe sino la individual, no desea sino lo único. No clasifica, desclasifica”, dice Schwob, y de ahí la excepcionalidad también de su literatura, su maestría para el cuento y las historias, su oficio de contar las mil y una vidas imaginarias. ¿No es la creación de personajes que vivan, actúen y realicen sus vidas en el papel un genuino logro literario?

Abrevia Schwob a Crates, el cínico extremado y discípulo de Diógenes:
«Al llegar a Atenas, vagó por las calles, descansó las espaldas contra las murallas, entre los excrementos. Puso en práctica cuanto aconsejaba Diógenes. Su tonel le pareció superfluo. En opinión de Crates el hombre no era un caracol ni un paguro. Permaneció completamente desnudo en la inmundicia y recogió las cortezas de pan, las aceitunas podridas y las raspas de pescado seco para llenar su alforja. Decía que esta alforja era una ciudad amplia y opulenta en la que no se encontraban ni parásitos ni cortesanas, y que producía para su rey bastante ajo, tomillo, higos y pan. De este modo Crates llevaba su patria a la espalda y se alimentaba.»

La literatura sirve para la felicidad, decía Borges. Conocer varias literaturas es entonces conocer felicidades diversas, y si somos los libros que nos han mejorado, como quería el ciego bibliotecario, también somos los libros que nos han hecho felices. Las Vidas Imaginarias de Schwob son una forma de la felicidad, porque al recuperar artísticamente el valor de las vidas singulares en la trama de la historia, nos reafirman también el valor estético de toda vida individual, incluso el fulgor modesto de nuestra única, irrepetible vida personal.


Fuente : Astucias Literarias

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