El nombre es
arquetipo de la cosa
I de II
Sucesivos y numerosos lectores, ocultos en las catacumbas de
la recalentada aldea global (y de distintos idiomas), acceden por primera vez a
El Golem (“en hebreo significa terrón de tierra, así como Adán quiere decir
arcilla”) —legendaria novela del vienés Gustav Meyrink (1868-1932) escrita en
alemán y editada en 1915, en Leipzig, por Kurt Wolff, en un libro ilustrado con
ocho litografías de Hugo Steiner-Prag— inducidos por las breves y dispersas
alusiones que de tal obra hace el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) y al
unísono sobre la antigua y epónima leyenda popular judeocabalística.
Por ejemplo, en
uno de los textos breves del célebre Manual de zoología fantástica (FCE,
México, 1957), urdido con la inasible y evanescente Margot: Margarita Guerrero;
en su poema “El Golem”, fechado en 1958 e incluido en El otro, el mismo (Emecé,
Buenos Aires, 1964); en su conferencia “La cábala”, de Siete noches (FCE,
México, 1980), en cuya transcripción y corrección participó el periodista y
diplomático argentino Roy Bartholomew; en su prólogo a El cardenal Napellus,
narraciones de Gustav Meyrink (La Biblioteca de Babel núm. 3, Siruela, Madrid,
1984); en dos brevísimas notas publicadas en la revista de señoras elegantes El
Hogar, es decir, en un par de los llamados Textos cautivos (Tusquets,
Barcelona, 1986) por Emir Rodríguez Monegal y Enrique Sacerio-Garí: la reseña,
del “16 de octubre de 1936”, sobre El ángel de la ventana occidental, novela de
Gustav Meyrink, de 1920, que Borges leyó en alemán, y la biografía sintética
que le dedicó el “29 de abril de 1938”. Y en un minúsculo comentario dicho por
Borges que se puede oír en todo el globo terráqueo en YouTube y en Borges por
él mismo, disco compacto editado con un libro en 1999, en Madrid, con el número
128 de la Colección Visor de Poesía, Serie El poeta en Su Voz; grabación hecha
originalmente a través de “un convenio entre la Universidad Autónoma de México y
AMB Discográfica de Buenos Aires”, que cierta élite asentada en la capital
mexicana otrora pudo escuchar, pues en 1968 el Departamento de Voz Viva, de
Difusión Cultural de la UNAM, la publicó con el número 13 de la serie Voz Viva
de América Latina —la segunda y última edición data de 1982—, cuyo elepé
incluye un cuaderno adjunto con los comentarios, prosas y versos que el poeta
ciego de Buenos Aires dijo de memoria, más un prólogo que Salvador Elizondo
firmó en “Oberengadin, Suiza, 15 de febrero, 1968”.
Tal comentario de Borges, al parecer
improvisado, precede a su recitación de “El Golem” y dice a la letra: “El
primer libro que leí en alemán, que descifré en alemán, mejor dicho, fue la
novela Der Golem de Gustav Meyrink. El tema, el tema de un hombre fabricado por
los cabalistas, me impresionó. Después leí el libro de [Gershom] Scholem, al
cual hago alusión en el texto y el libro de Frachtenberg [Abraham von
Franckenberg] sobre supersticiones
judías. Mi amigo Adolfo Bioy Casares dice que este poema es el mejor de los
muchos, de los demasiados poemas que he perpetrado. Creo que tiene razón, ya
que este poema, si no me engaña la vanidad, se aúnan lo patético y lo
humorístico. El Golem es al rabino que lo creó, lo que el hombre es a Dios y es
también lo que el poema es al poeta.”
Esto remite al
hecho (esbozado por todos los biógrafos habidos y por haber) de que los Borges
vivieron en Ginebra entre 1914 y 1918 (los aciagos años de la Gran Guerra), y
que durante tal período, en 1916, el joven Georgie empezó a enseñarse a sí
mismo el germano con el auxilio de un diccionario alemán-inglés y “los primeros
poemas de Heine, el Lyrisches Intermezzo”. Esto también lo menciona el propio
Borges en su parcial y polémico Autobiographical Essay, escrito en inglés con
el norteamericano Norman Thomas di Giovanni de amanuense, publicado el 19 de
septiembre de 1970 en la revista The New Yorker, e incluido en el libro
antológico The Aleph and other stories, 1933-1969 (Dutton, New York, 1970);
Ensayo autobiográfico póstumamente prologado y traducido al español por Aníbal
González, precisamente para la edición conmemorativa del centenario del
nacimiento del argentino, impresa en España, en 1999, por Galaxia Gutenberg,
Círculo de lectores y Emecé, con un epílogo de María Kodama y numerosas fotos
en blanco y negro. Allí, en la página 40 dice Borges: “Poco a poco, y dado el
sencillo vocabulario de Heine, descubrí que podría prescindir del diccionario.
Pronto me abrí camino entre los encantos de ese idioma. También conseguí leer
El Golem, la novela de Meyrink. (En 1969, estando yo en Israel, hablé sobre la
leyenda bohemia del Golem con Gershom Scholem, destacado erudito del misticismo
judío, cuyo apellido utilicé dos veces como única rima adecuada en mi poema
sobre el Golem.)” Vale recordar, entre paréntesis, que en Israel, el 19 de
abril de 1971, Borges recibió la cuarta entrega del “Premio Jerusalén, dotado
de 2.000 dólares”.
Curiosamente,
en la página 174 de La cábala y su simbolismo (impreso en alemán en 1960, traducido
al español por Juan Antonio Pardo y desde 1978 sucesivamente reeditado en
México por Siglo XXI), Gershom Scholem —cuyo libro más célebre es Las grandes
corrientes de la mística judía (FCE, México, 1993), cuya primera edición en
inglés data de 1941— transcribe una versión tardía de la antigua leyenda
judaica, “tal como la describió con visión penetrante Jakob Grimm [uno de los
celebérrimos Hermanos Grimm] en el romántico Periódico para eremitas, del año
1808 [‘Según Rosenfeld’].”
“Los judíos
polacos modelan, después de recitar ciertas oraciones y de guardar unos días de
ayuno, la figura de un hombre de arcilla y cola, y una vez pronunciado el šem
hameforáš [‘el nombre divino’] maravilloso sobre él, éste ha de cobrar vida.
Cierto que no puede hablar, pero entiende bastante lo que se habla o se le
ordena. Le dan el nombre de Gólem, y lo emplean como una especie de doméstico
para ejecutar toda clase de trabajos caseros. Sin embargo, no debe salir nunca
de casa. En su frente se encuentra escrito emet [‘verdad’], va engordando de
día en día y se hace enseguida más grande y fuerte que todos los demás
habitantes de la casa, a pesar de lo pequeño que era al principio. De ahí que,
por miedo de él, éstos borren la primera letra, de forma que queda sólo met
[‘está muerto’], y entonces el muñeco se deshace y se convierte en arcilla.
Pero hubo una vez uno que, por un descuido, dejó crecer tanto a su Gólem que ya
no podía llegarle a su frente. Movido por un gran miedo, ordenó a su criado que
le quitase las botas, pensando que, al doblarse, le podría llegar a la frente.
Ocurrió tal como pensaba el dueño, y éste pudo felizmente borrar la primera
letra, pero toda la carga de arcilla cayó sobre el judío y lo aplastó.”
La argentina
María Esther Vázquez, colaboradora de Borges en Introducción a la literatura
inglesa (Columba, Buenos Aires, 1965) y en Literaturas germánicas medievales
(Falbo, Buenos Aires, 1965) y autora de la biografía Borges. Esplendor y
derrota (Tusquets, Barcelona, 1996) y, entre otros libros, de las entrevistas
Borges, sus días y su tiempo (Punto de lectura, Madrid, 2001), colaboró con él
en La Biblioteca di Babele, serie de 33 libros de literatura fantástica que
Borges dirigió y prologó (en su mayoría) a petición de Franco Maria Ricci,
adinerado y exquisito editor europeo que la publicó en italiano, en Parma y
Milán, entre 1975 y 1985; la cual, entre 1983 y 1988 apareció en español
editada en Madrid por Ediciones Siruela —la editorial fundada por el adinerado
y exquisito Conde de Siruela—, precedida por los seis títulos de la colección
editados en Buenos Aires, entre 1978 y 1979, por Ediciones Librería de la
Ciudad. En el citado prefacio a El cardenal Napellus —número 3 en Siruela
(Madrid, 1984) y número 4 en Ediciones Librería de la Ciudad (Buenos Aires,
1979)—, que además del relato que le da título al librito incluye los cuentos
“J.H. Obereit visita el país de los devoradores del tiempo” y “Los cuatro
hermanos de la luna. Un documento” (trilogía traducida del germano por María Esther
Vázquez), Borges, al inicio, vuelve a recordar su aprendizaje del alemán en
Ginebra, en 1916, y su descubrimiento de El Golem, y más adelante dice: “Hacia
1929 yo vertí al español el primer texto de este volumen, que procede del libro
de relatos Fledermäuse, y lo publiqué en un diario de Buenos Aires, que envié a
Meyrink. Éste me contestó con una carta en la que, a través del desconocimiento
de nuestro idioma, ponderaba mi traducción. Me envió a sí mismo su retrato. No
olvidaré los finos rasgos del rostro envejecido y doliente, el bigote caído y
el vago parecido con nuestro Macedonio Fernández. En Austria, su patria, los
muchos acontecimientos de la literatura y de la política casi han borrado su
memoria.”
Y bueno, otra
indeleble referencia que Borges hizo sobre el Golem y la novela homónima de
Gustav Meyrink, es el prólogo que escribió (dictando y corrigiendo de oído)
cuando incluyó a ésta en el número 41 de la serie Biblioteca Personal de Jorge
Luis Borges, que él pergeñó y codirigió con María Kodama (quien era su
secretaria, lazarilla y amanuense), libro impreso por Hyspamérica Ediciones, en
1985, en Madrid. (Vale observar que tal colección de 75 números, tres de ellos
sin prólogo de Borges, editados por Hyspamérica entre 1985 y 1986, tuvo la
particularidad de que se distribuyó a través de estanquillos de periódicos de
España y América Latina). En tal prólogo dice Borges:
“Los
discípulos de Paracelso acometieron la creación de un homúnculo por obra de la
alquimia; los cabalistas, por obra del secreto nombre de Dios, pronunciado con
sabia lentitud sobre una figura de barro. Ese hijo de una palabra recibió el
apodo de Golem, que vale por el polvo, que es la materia de que Adán fue
creado. Arnim y Hoffmann conocieron esa leyenda. En el año 1915, el austríaco
Gustav Meyrink la renovó para la escritura de esta novela. Harta de sonoras
noticias militares, Alemania acogió con gratitud sus fabulosas páginas, que le
permiten olvidar el presente. Meyrink hizo del Golem una figura que aparece cada
treinta y tres años en la inaccesible ventana de un cuarto circular que no
tiene puertas, en el ghetto de Praga. Esa figura es a la vez el otro yo del
narrador y un símbolo incorpóreo de las generaciones de la secular judería.
Todo en este libro es extraño, hasta los monosílabos del índice: Prag, Punsch,
Nacht, Spuk, Licht. Como en el caso de Lewis Caroll, la ficción está hecha de
sueños que encierran otros sueños. Hacia esa fecha, Meyrink había dejado la fe
cristiana por la doctrina del Buddha.
“Antes de ser
un buen terrorista de la literatura fantástica, Meyrink fue un buen poeta
satírico. Su Cornucopia del burgués alemán data de 1904. En 1916 Meyrink
publicó El rostro verde, cuyo protagonista es el Judío Errante, que en alemán
se llama Judío Eterno; en 1917 La noche de Walpurgis; en 1920 una novela que
hermosamente se titula El ángel de la ventana occidental. La acción ocurre en
Inglaterra, los personajes son alquimistas. Gustav Meyrink, cuyo prosaico
nombre era Meyer, nació en Viena en 1868 y murió en Starnberg, Baviera, en
1932.”
II de II
Pero si seducido e inducido por las fragmentarias
referencias borgeseanas (no exentas de crítica y de algún yerro), el novicio
lector de las catacumbas de la recalentada aldea global piensa que en la novela
de Gustav Meyrink accederá a los desvelos y afanes de un erudito rabino
empeñado en dar vida a un Golem de barro mediante el dominio de los secretos de
la supuesta mística judía, es decir, de la cábala; y más aún: que será testigo
del destino del Golem, de sus torpezas en la sinagoga al ejecutar las rudas
labores domésticas para las que fue creado, de su incapacidad para hablar y
comprender más allá de su frente y nariz (quizá a imagen y semejanza del Herman
Monster televisivo o del Frankenstein cinematográfico corporificado por Boris
Karloff), de su constante y descomunal crecimiento, y de algunos otros meollos
que según la antigua tradición suscita, como aplastar y despanzurrar al rabino
en el instante en que éste determine su fin, hay que decirle que el asunto no
va por allí, y que ante el trazo, reescritura y transformación que hizo Gustav
Meyrink, Gershom Scholem, en el citado libro La cábala y su simbolismo (Siglo
XXI, México, 1978), antes de iniciar el análisis de “La idea del Gólem en sus
relaciones telúricas y mágicas”, dice, entre otras cosas, que en El Gólem de
Meyrink “queda poco de la tradición judía”; que en su “cabalística hipotética
[...] se presentan unas ideas de salvación más de corte hindú que judaico”; y
que pese a “su desordenada y caótica confusión”, los “elementos de una
profundidad —e incluso grandeza— incontrolable se confunden con una extraña
facilidad para la charlatanería mística y para el épater le bourgeis”, lo cual,
dado que en la lengua de Cervantes significa “espantar al burgués”, quizá pudo
haber regocijado al joven Georgie, en Ginebra, quien en tanto alumno del
Colegio Calvino (el Collège de Gèneve fundado por Juan Calvino en 1559), donde
estuvo inscrito entre 1914 y 1917 (“su última experiencia académica como
alumno”), con su condiscípulo y amigo judío Simon Jichlinski hacía largas
caminatas y excursiones, mientras que con Maurice Abramowicz, su otro amigo
judío, a quien al parecer conoció en
1917 —el año en que Borges empezó a escribir sonetos en francés e inglés, pero
no en español—, compartía también el descubrimiento filosófico y literario (los
simbolistas franceses, el expresionismo alemán, Henri Barbusse, Romain Rolland,
Johannes Becher, Walt Whitman, Gustav Meyrink, etc.), andanzas nocturnas y
tabernarias, y recitaciones de poemas frente al Ródano (Les fleurs du mal de
Baudelaire y Le bateau ivre de Rimbaud, etc.), e incluso se tiraban clavados y
nadaban a brazo batiente, más una óptica antibelicista, antimilitar,
anticapitalista, revolucionaria, maximalista y pro bolchevique.
En la novela
de Gustav Meyrink —cuya primera edición por entregas apareció en diciembre de
1913, en Leipzig, en Die Weissen Blätter, revista del expresionismo alemán,
donde en octubre de 1915 se editó La metamorfosis de Franz Kafka (que Kurt
Wolff llamaba la historia de la chinche)—, Zwakh, un viejo marionetista y
cuentero ambulante, narra pormenores de la leyenda oral del Golem, la cual,
según él, se gestó en el siglo XVI en la calle de la Antigua Escuela del añejo
gueto de Praga, sitio donde viven y dialogan los personajes en un tiempo
onírico ubicado a fines del siglo XIX o a principios del XX. Desde entonces,
cada 33 años (la edad de Cristo) aparece el Golem, homúnculo que súbitamente se
suele ver en las callejas del gueto o en un alto cuarto de la Antigua Escuela:
aquel cuyo único acceso es una ventana enrejada que da a la calle.
Así, las
premoniciones oníricas y los presagios en la vida cotidiana se suceden y
anuncian la inminente aparición del Golem. Por ejemplo, Zwakh, quien habla con
otros tres alrededor del ponche (Prokob, músico; Vrieslander, pintor; y
Pernath, tallador de piedras preciosas), dice que supo del Golem hace 66 años,
en su infancia, cuando sus rasgos faciales aparecieron al fundir plomo; y hace
33, cuando inesperadamente tropezó con él en una calle del gueto.
En este
sentido, en el ojo del huracán de la cabalística fecha y de tal atmósfera
premonitoria y propiciatoria, casi al concluir la charla, Pernath y Zwakh ven
que los rasgos del Golem se esbozan por sí mismos en la cabeza de la marioneta
que Vrieslander talla en madera, los cuales Zwakh había reconocido en los
rasgos de un tipo que Pernath vio en un sueño, ámbito donde al parecer le
entregó el libro de Ibbur que, oh paradoja, posee en la supuesta realidad.
Athanasius
Pernath, el protagonista, sujeto de señales y presagios que anuncian la
aparición del Golem, se introduce, desde su cuarto y sin proponérselo, en un
oscuro laberinto subterráneo bajo el gueto que lo conduce a la alta habitación
que sólo tiene una ventana enrejada, donde halla la túnica medieval que
identifica al Golem y un juego del tarot (que dentro de la superstición de la
novela significa lo mismo que la Torá, la ley judaica), cuyos 22 arcanos
mayores son el mismo número de las letras del alfabeto hebreo; es decir, según
la novela se trata de una especie de libro donde está cifrada la cábala, la
mística judía para concebir al Golem. Pero Pernath —quien habla alemán, ignora
el hebreo y el significado de los arcanos del tarot— sólo extrae y guarda en su
bolsillo la carta del fou (el loco), tras sufrir una pesadillesca y recíproca
magnetización ante tal imagen; la cual se enfatiza aún más si se piensa que el
fou representa su alter ego y a sí mismo, puesto que estuvo en el manicomio, no
recuerda su pasado ni cómo aprendió su oficio de tallista de piedras preciosas;
y en el gueto, pese a su fama de hacedor de rutilantes gemas, lo tildan de
loco.
En tales
circunstancias, dos veces encarna el fantasma del Golem, dos posibles
vaticinios de su verdadera aparición en el gueto de Praga: cuando unas ancianas
lo oyen y lo ven gritar encerrado en lo alto del cuarto sin acceso; y cuando en
la calle, todavía ataviado con la túnica medieval, suscita pánico entre quienes
creen ver al auténtico, horrorosísimo y espeluznante Golem.
Shemajah
Hillel, archivero en el ayuntamiento y en la sinagoga Altneus (cercana a la
Antigua Escuela) donde se guarda la “figura de barro de la época del emperador
Rodolfo” (los restos de un Golem, dicen algunos), es un individuo bondadoso y
desprendido que inspira respeto y que mediante la hipnosis conjura la
catalepsia que ataca al angustiado, fóbico y amnésico de Pernath. Por sus
conocimientos del hebreo, del tarot, de la cábala y por ende del Libro del
Esplendor o Zohar—la obra central de la mística judía o tradición de las cosas
divinas, urdida en el siglo XIII por Moisés de León (quien se la atribuye a
Shimon bar Yojai)—, pese a que no es un rabino (de hecho en la novela no actúa
ninguno), podría ser el que ante un montón de arcilla moldeada con la figura de
un hombre convocara el surgimiento del Golem tras escribir en su frente la
palabra emet (verdad) y al pronunciar la cifra divina: “el Nombre que es la
Clave” (concebido al combinar y permutar “las letras de los inefables nombres
de Dios”); es decir, el que día a día, mientras el Golem engorda y crece, lo
activara colocándole detrás de los dientes la secreta inscripción que atrae
“las libres fuerzas siderales del universo”; y el que pudiera dictar su
necesario e irremediable fin tras borrar la primera letra de la citada palabra,
de modo que quedaría met (muerto).
Sin embargo,
el Golem nunca aparece corporificado en una figura de barro, sino sólo aludido
como un terrorífico fantasma acuñado por la tradición y el inconsciente
colectivo, ante el cual, cuando alguien se encontrara con él, según rezan las
anécdotas sin que ocurra ningún caso que lo compruebe, sentiría el vértigo y la
certeza de hallarse frente a sí mismo, ante su propia alma, frente a un doble
que es él y todos los individuos a la vez.
En su citado
prólogo a El Golem, Borges dice que se trata de una novela onírica: “Como en el
caso de Lewis Carroll, la ficción está hecha de sueños que encierran otros
sueños”. Es cierto. La obra inicia con una serie de sueños y pesadillas que
pertenecen a Athanasius Pernath (imágenes repletas de símbolos que denotan la
pagana y abigarrada afición del vienés Gustav Meyrink por la fantasía hermética
y esotérica, por las antiguas religiones, por la videncia onírica, y por la
moda del subconsciente, del psicoanálisis y de la interpretación de los
sueños).
Pero sólo al
término se sabe que el total de lo soñado y vivido por el bueno de Athanasius
Pernath (incluidas las videncias y confluencias oníricas y lo evocado, vivido,
leído, escrito y soñado por los otros personajes) en realidad ha sido soñado en
el lapso de una hora por un hombre que por equivocación tomó, en la catedral de
Hadschrim, el sombrero de Pernath, el cual suscitó tooooooodo el sueño (que es
todos los sueños) y le reveló las pistas que lo guían para devolvérselo a éste,
quien aún vive, pese a que el viejo gueto del sueño ya no existe como tal.
Ahora que si
el sombrero de Athanasius Pernath es una especie de objeto mágico, sosias o
doble del protagonista, cabe añadir que la novela de Gustav Meyrink es, además,
una apología y deificación de las supuestas virtudes trascendentales y cósmicas
del amor, dado que Pernath y Miriam (quien en su pobreza esperaba milagros)
encarnan la fusión místico-erótica de la dualidad (el retorno a la dualidad
primigenia), la rosa sin por qué que para ellos —“espejos de Dios”, “profetas”—
es representada por la imagen de un semidiós hermafrodita, dizque del antiguo
culto egipcio a Osiris, no como “una meta final”, sino “como principio de un
nuevo camino, eterno... sin fin”.
De ahí que los
detalles de tal culto se encuentren plasmados a lo largo de los mosaicos azul
turquesa con frascos dorados que cubren toda la muralla del jardín de la casona
de ambos, y que la gran puerta de ésta, como si fuera el grueso y alto portón
de un antiguo templo sagrado, esté adornada con el regio y barroco
hermafrodita: una hoja es la figura femenina y la otra es la masculina.
***
Nota bene: Recién he leído la edición de El gólem (Letras
Populares núm. 11, Ediciones Cátedra, Madrid, 2013), traducida del alemán,
anotada y prologada por Isabel Hernández (quizá la mejor entre las distintas
versiones que circulan en el mercado del idioma español), donde, entre las
previsibles variantes de la traducción, descuella el hecho de que cuando
Athanasius Pernath se introduce en el cuarto (sin puertas y con una sola
ventana enrejada) donde la leyenda reza que aparece el gólem cada 33 años, la
primera carta del tarot que observa y que al salir de allí guarda en su
bolsillo, no es la del fou (el loco), como sucesivamente se lee en la
traducción de Celia y Alfonso Ungría, sino la del mago, lo cual implica otro
sentido y las subsiguientes repeticiones, acepciones y consonancias.
Fuente : Las mil notas y una nota
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