sábado, 23 de abril de 2016

Un viaje a la intimidad de Jorge Luis Borges




Cartas, primeras ediciones, fotos y recuerdos familiares; más de 300 piezas se exhiben en Madrid

Martín Rodríguez Yebra

La noche de Halloween de 1983 sorprendió a Jorge Luis Borges en Wisconsin, a donde había viajado a dar unas conferencias. Por no ser descortés aceptó la invitación a una fiesta de disfraces, se gastó dos dólares en una máscara de lobo, se la puso y al llegar le contaron que Raúl Alfonsín había derrotado al peronismo.

Entró a la sala aullando y gritó: "El hombre es un lobo para el hombre". La máscara volvió con él a Buenos Aires como el recuerdo de "un suceso extraordinario". Pocos días después, Claudio Pérez Míguez, un muchacho que había fundado un círculo borgeano en su escuela, lo visitó en el departamento de Maipú al 900, se enteró de la anécdota y le preguntó a Borges si podía tomarle una foto con el disfraz. La imagen -de un humor innegable- cuelga de una de las paredes de la exposición "El infinito Borges", en la Casa América de Madrid y que tiene como uno de sus comisarios a Pérez Míguez, encargado en la capital española del Museo del Escritor.

Pasear por sus salas es un viaje a la intimidad del autor de Ficciones, de cuya muerte se cumplen 30 años en junio. Cartas, primeras ediciones, fotos, artículos de prensa, videos de sus conferencias, recuerdos familiares: más de 300 piezas, muchas de ellas nunca antes expuestas, que cuentan la vida, la trayectoria literaria y hasta pequeños secretos de un personaje siempre inabarcable.

"Intentamos dar una imagen lo más completa posible de su carrera. Una visión cabal, documentada, que permita entender las distintas, infinitas, facetas de Borges", explica Pérez Míguez. "Lo hicimos a la antigua: con objetos originales, expuestos tal cual son", añade Raúl Manrique, el otro responsable de la muestra.

Al visitante lo reciben las páginas inmensas y amarillentas de un suplemento literario de LA NACION de fines de los 40 con textos de Borges en la tapa. En la pared de enfrente, un retrato que Hermenegildo Sábat pintó para la exposición. Los tesoros se suceden. Se exhibe el tomo original de la primera enciclopedia que contiene una entrada con su apellido: la Espasa Calpe de 1931. El artículo lleva una pequeña foto del autor, emergente a los 31 años con pelo oscuro y bigote.

Para ese entonces había editado tres libros de poesía y cuatro de ensayos. Se pueden ver todas las ediciones originales de esas obras de los años 20, de las que Borges renegaría el resto de su vida.

La faceta familiar incluye rarezas como el ejemplar de un manual de derecho que prologó el padre del escritor y el único libro que escribió, El caudillo, más un retrato que le hizo su otra hija, Norah. Se puede ver una foto de Fanny Haslam, la abuela inglesa del autor, con una dedicatoria manuscrita de 1915.

No falta una sola de las ediciones originales de Borges. Se luce la primera traducción de una de sus obras -Ficciones, en francés-, está El Aleph que tenía Julio Cortázar en su biblioteca, un tomo de su narrativa completa con las páginas despegadas de tanto uso que perteneció a Juan Carlos Onetti y la edición hebrea de El libro de arena, el único ejemplar de su autoría que Borges tenía en su casa.

Hay traducciones hechas por él (William Faulkner, Virginia Woolf) y libros que prologó, como El paso de los libres (1933), de Arturo Jauretche, mucho antes de que el peronismo los separara. La letra de Borges aparece aquí y allá. Solía poner en la primera página de los libros que leía su nombre, el año y el lugar donde se encontraba. En las vitrinas de la exposición se puede distinguir cómo el trazo se hace más errático con el paso de los años y la pérdida de la vista.

Ricardo Piglia solía decir que lo mejor de Borges estaba en sus conferencias. Una pantalla reproduce una de sus célebres Siete noches del teatro Coliseo, en 1977. Hay espacio para su participación en el cine, pinceladas de su relación con la política, coqueteos con el tango. Sorprende una página de un suplemento de Clarín en la que Borges afirma que a Gardel no le gustaba el tango. "Es una muestra de que Borges decía lo que pensaba siempre", cuenta Pérez Míguez. "Solía decir que Gardel había amariconado el tango."

Pueden verse los ejemplares de la revista Destiempo, que fundó con Bioy Casares en 1936. Salieron sólo tres números; en la tapa figuraba como "secretario" un tal Ernesto Pissavini, el portero del edificio de Bioy.

La muestra se cierra con memorabilia póstuma -estampillas, monedas- y unos tesoros personales de Pérez Míguez de cuando consiguió en los 80 que Borges fuera a su escuela de Quilmes a hablar con los alumnos: el vaso en el que le sirvieron agua y una birome Sylvapen azul con que firmó aquel día decenas de libros.

Fuente : La Nacion

Fuente Foto : Clarin

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