lunes, 28 de mayo de 2018

Las versiones homéricas en Borges



Carlos Surghi

 Tal vez la ficción mas antigua de la literatura sea aquella que indaga los rostros detrás del rostro, los tonos diversos detrás de la voz imprecisa, la común experiencia de todos los hombres en todos los días y la experiencia única e irrepetible que puede nombrarse como Áyax, Funes, el divino Héctor, Shakespeare, Homero o alguien que se llamó Borges.

¿Se trata entonces de un símbolo, un mensaje cifrado, el testimonio del que no alcanza a dar cuenta el lenguaje, el poder de lo imaginario como forma posible para hacer que vida y literatura sean una misma cosa en un solo instante: ese objeto que se nombra como volumen, texto, obra; o en verdad el autor es la dicción que pronuncian sus personajes y las acciones de estos lo que no pudo ser vivido por sus autores y entonces estamos más allá de la literatura y próximos a una revelación íntima? Como podemos apreciar, en aquella antigua ficción sin nombre ni autoría, se trata de ver –en las relaciones entre eso que conocemos como el autor y su obra– no un problema crítico sino más bien una posibilidad estética, un crecimiento de la ficción, una posibilidad del artificio que se teje como una telaraña atrapando los nombres de Homero y Borges hasta entregarnos tal vez una simple fábula.

¿Cuándo comienza entonces la historia de la importancia de la autoría que a fin de cuentas sería el principio de la relación entre literatura y cultura, filología interpretativa y escritura deconstructiva? Si tenemos en cuenta la importancia de nociones como genio, espíritu, sentimiento de época –abstracciones de fines del siglo XVIII que el Romanticismo terminó de consolidar– y su aspecto desencantado para nuestro pasado siglo XX, podemos apreciar que la literatura o lo literario se remite exclusivamente a los aspectos aparentemente observables, como si en el cuerpo de la letra descansara o se ocultara el fantasma de la voz y no su rostro. La reducción de los estudios críticos que parecerían ser una especie de puesta al día de la filología clásica, parecen proponer una noción de  texto que para nada contempla esa especie de valor irreducible que hace de lo literario una tradición; su realización, atendiendo a las décadas del variable juicio crítico, responde a motivaciones intimistas de la subjetividad, a acercamientos intencionados de una especie de lector demiurgo, o a fuerzas simbólicas que se disputan el centro de un campo imaginario de representaciones sociales, antropológicas o políticas. En resumidas palabras, todo es un juego de fuerzas, un instante que responde a telúricas condiciones de producción o insospechadas demandas de la intencionalidad enunciativa.

Así en tanto que lo literario no está allí, pues todo ese complejo sistema de conceptos autoreferenciales sólo explica el después de la experiencia que llamamos literatura, parecería que para el valor de lo literario –su posibilidad de ser– solo se radica en la perseverancia de la lectura solitaria, distante y silenciosa. Sin embargo, si pensamos el valor literario que la autoría no ha perdido en tanto que posibilidad imaginaria, ¿es un despropósito construir justamente la modernidad de la literatura apelando a la tradición clásica, al eufemismo decimonónico en el terreno impresionista del ensayo o a la reescritura de coordenadas, contraseñas y afinidades interpretativas que participan de nociones tan contradictorias como genio, autor, filología, escritura, texto, obra o lectura inmanente?

Parecería entonces que la idea de versión, que deberíamos entenderla como el conjunto de todos los textos que se cotejan sobre una misma experiencia, al ser una práctica menor, o aun más, al ser vista como un propósito didáctico de veneración, en realidad termina siendo la cara visible de un término mayor que engloba la posibilidad de la literatura en tanto que ésta es un poder. Nos referimos a la idea de poética –como práctica consiente o como ejercicio azaroso del ensueño– en su más amplio significado, es decir como una forma y una estructura en la expresión sensible; pero también, como una abierta intencionalidad que determina lo imitable en cuanto a una tradición que se sostiene en el tiempo, como así también lo innovador que vuelve a leer esa tradición para perpetuarla construyendo sus futuras versiones.

 Más allá de las idas y vueltas de la historia de la estética o los caprichos del gusto, resulta imposible pensar la literatura sin esa pausa prolongada que es la reflexión sobre los predecesores y sus precursores. En cada uno de ellos hay una versión a corroborar, refutar o discutir. Pero en muchos otros casos, las versiones de una poética, son parte íntegra de la obra; los juicios que aportan, las representaciones que persiguen, son en realidad lo que impulsa la ficción, lo que determina el tono, la elevación y hasta la gracia de la escritura futura que es una apuesta por la corrección. Como vemos, la anterioridad de la lectura, no es gratuita, los ejemplos sobran para entender que el reverso de lo escrito se acomoda o se distancia de ello sólo en tanto logra conformar un reflejo de quien atiende e indaga en ese momento y en ese espacio original que es el comienzo de toda práctica literaria.

Un primer Borges ensayista que tal vez buscó más la polémica apresurada que otra cosa, ya destacaba por sobre todo esa necesidad de los argumentos válidos en la opinión fundada y la observación hábil e inteligente que busca construir una tradición acorde al tamaño de la propia esperanza. Configurada por el deseo de la melancolía constante, en una especie de adaptación más que nada fervorosa de cierta mitología por primera vez pensada para el futuro, pero con una deuda con el pasado, entre ejercicios de metafísica adaptados no sólo para destacar su rigor de belleza sino también para impresionar a la pereza de la lectura nacional; el pensamiento de Borges sobre su propia obra –la que está gestando, la que está por venir y hasta me arriesgaría a decir la que va a ser mal leída tanto como por demás festejada– se inicia en el primer autor que, al mismo tiempo, es el último; aquel que en un solo movimiento fija de una vez y para siempre el ritmo del carácter épico y dramático, y hasta la discusión sobre su existencia que no es ni más ni menos que una discusión sobre la genialidad romántica en tanto que rigor compositivo del más acabado sentimiento clásico; pero, por sobre todo, que entrega a occidente la más acabada forma de la experiencia humana en el imaginario que luego será una apropiación borgeana: el culto del valor en unos hombres que se entregan a la guerra y la desdicha del exilio de quien una vez fue nadie, como lo desea su autor.

En 1932 Borges publica “Las versiones homéricas” en un volumen de ensayos titulado Discusión que parece ser una apresurada corrección de sus primeros y siempre olvidados capricho nacionalistas. [1] En otros ensayos se puede ver el carácter misceláneo del libro: desde los temas nacionales como la tradición en la literatura argentina o la particularidad de la poesía gauchesca, hasta ejercicios de extrañeza en los que se aprecia la credulidad de la duración del infierno, el sentido mitológico y herético de dioses fabulosos que son excusas para tramar ideas sobre las sorpresas que depara la lectura, sin olvidar los queridos autores en lengua inglesa como así también un ajuste de cuentas a Flaubert y esa forma que Borges jamás se permitirá: la novela moderna. En cada uno de ellos –más allá de cierta prisa, ingenuidad y hasta un abuso por demás de la arbitrariedad– hay una clara voluntad de definir entorno a qué y por quién escribe Borges.

Para el autor de El aleph ciertos problemas de la literatura, que pueden importar o no a la moda, o que pueden suscitar polémica o desinterés, derivan de otro que parecería ser el más anacrónico: la importancia del autor. Para Borges, Homero es el inicio y la solución de ese problema ya que en un mismo nombre se encuentran la certeza de la tradición y la inestabilidad sensible de la modernidad, la experiencia y el lenguaje, lo divino y lo patético, el escepticismo y el nihilismo exacerbados. Homero en una primera instancia es una serie de circunstancias problemáticas, las cuales, tienen que ver no sólo con su existencia como literatura, sino también con sus traducciones, las discusiones que estas generan y lo que en ellas se ha leído que podrían llegar a entenderse como versiones de una descendencia homérica que lo contamina todo. El Homero que cada siglo ha construido es lo que preocupa o divierte a Borges, que sin decirlo, ve en sus resultados adversos o diversos, un ejercicio de vanidad de esa otra forma de apropiación de una tradición que es toda traducción. De ahí que en un primer momento Homero sea para Borges las versiones que otros escritores han hecho de él: “¿Qué son las muchas versiones de la Ilíada de Chapman a Magnien sino diversas perspectivas de un hecho móvil, sino un largo sorteo experimental de omisiones y de énfasis?” [2] Sin embargo en este caso quienes homologan la traducción a una forma universal de la infamia o la estafa, son desestimados por Borges; para él, el texto definitivo pertenecería a “la religión o el cansancio”. Y no es éste un dato menor, pues con él parecería ser que se enmienda una tardía superstición que ahora se equipara al aceptable imperativo que se formula como la obligatoria relectura de los clásicos.

¿Existiría entonces una lengua universal, que estaría mas allá de las traducciones pero que sólo a través de ellas se podría evidenciar, cuyo tema y culto serían las versiones en torno al énfasis puesto sobre lo que el mundo en su totalidad le deparó a Homero como autor y como literatura, como nombre y como ausencia? Evidentemente, esa lengua podría ser Homero. La respuesta borgeana para nada se hace esperar: “El Quijote, debido a mi ejercicio congénito del español, es un monumento uniforme, sin otras variaciones que las deparadas por el editor, el encuadernador y el cajista; la Odisea, gracias a mi oportuno desconocimiento del griego, es una librería internacional de obras en prosa y verso…” (1998; 131) A riesgo de cierta sorpresa, la devoción de Borges construye en este ensayo no sólo una elusiva vindicación de los clásicos, sino también una especie de texto fundamental –la Ilíada y la Odisea como una materia uniforme y diversa– en el cual las leyes de la autoría y las leyes de la lectura conviven armónicamente. Casi tan extensa como el mar, la totalidad de versiones homéricas en lengua inglesa no son para nada un objeto “principalmente imputable a la evolución del inglés o a la mera longitud del original o a los desvíos o diversa capacidad de los traductores, sino a esta circunstancia, que debe ser privativa de Homero: la dificultad categórica de saber lo que pertenece al poeta y lo que pertenece al lenguaje. A esa dificultad feliz debemos la posibilidad de tantas versiones, todas sinceras, genuinas y divergentes.” (1998; 132)

En el exceso de estas afirmaciones, en la rapidez con que la inteligencia de Borges sitúa la discusión y en la deliberada voluntad para negar las limitaciones bajo la forma de la gracia y la ironía, está presente el perfil imposible de separar de quien admira profundamente hasta el plagio con el que se profana la gloria de otros. ¿Acaso esta discusión sobre la veracidad, siempre falible de las versiones homéricas, no oculta lo que verdaderamente importa a Borges más allá de todo tecnicismo en la corrección de los matices de la lengua? Homero –y el sentimiento de lo clásico– no es entonces la lengua de un momento de la historia; para Borges, Homero es cierta posibilidad imaginaria que atraviesa la historia sin una forma que lo reduzca a los límites de una lengua. Desestimando a Pope y a Gourmont sobre la discusión alrededor de los epítetos como formas fijas –que Borges llamará proposiciones obligatorias, modestos sonidos–, podemos ver cómo se afirma esa admiración que no teme ver en el vate griego un idioma inmediato, inseparable de la experiencia y sobre todo por encima del manejo del artificio: “El rapsoda sabía que lo correcto era adjetivar divino Patroclo. En caso alguno, habría un propósito estético. Doy sin entusiasmo estas conjeturas; lo único cierto es la imposibilidad de apartar lo que pertenece al escritor de lo que pertenece al lenguaje.” (1998; 133)

En el extenso análisis de las diversas traducciones de un pasaje de la Odisea, Borges concluye adelantándonos que, como la memoria de Shakespeare, la de Homero, será imposible de recuperar para los hombres que hayan elegido el camino de las letras y vayan así tras ella; la fidelidad a un nombre es el último atributo de la literatura y más que ella parecería importar el sentimiento que en esas páginas se demora como la eternidad. Ese sentimiento es ni más ni menos “el sentimiento general de que Homero ya había agotado la poesía o, en todo caso, había descubierto la forma cabal de la poesía, el poema heroico.” [3] Pero esta última cita, que rescata la forma épica en Homero, es un argumento residual en otro ensayo borgeano: “Flaubert y su destino ejemplar”; ¿qué es entonces lo que une a uno y otro autor?, para Borges el deseo de Laotsé: “vivir secretamente y no tener nombre.” La negativa de Flaubert a estar en sus libros, su deseo de permanencia invisible casi como una divinidad; pero también su obra que es al fin y al cabo el mismo Flaubert aplicado a su trabajosa elaboración, permiten pensar en la necesidad de ser el primer autor, el primer hombre, tanto aquel que inventa lo heroico como forma, como aquel otro que se deja vivir por una intención deliberada: ser “el hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir.” (1998; 182). [4] Tanto Homero como Flaubert para Borges –más allá de las mediaciones de los periodos, las épocas y las estéticas– parecen  conformar el autor ideal para sus ficciones; ya que en uno encuentra el valor, el coraje, la nostalgia de un tiempo en que nada importa salvo el arrojo; y en el otro, la perfección de la entrega a las letras, la supresión de la personalidad en tanto que hay una imposibilidad para prescindir de ella. Con el mismo recelo con que Flaubert condenó la modernidad como una pesadilla del mal gusto y la torpeza, Borges entenderá la nostalgia que sólo llega con el manejo del idioma, el motivo justo, la palabra laboriosa; pero al mismo tiempo, como Homero construye esas impresiones duraderas que hasta hoy sobreviven bajo el nombre de Aquiles y Héctor presurosos por dar batalla, el autor de Ficciones, se dejará ganar por ese instante en el que la expresión no renuncia a la forma de lo clásico aun cuando se desee ser el autor más moderno.

En la confrontación de ideas, en sus búsquedas de argumentos congregando dos autores disímiles, distantes, pero efectivos por su poder de artificio, en Discusión se propone la lectura no sólo de los gustos literarios de Borges sino también de los fundamentos formales sobre los que descansa su obra como objeto estético. A la disputa del registro en la narración corresponde la siguiente afirmación: “El clásico no desconfía del lenguaje, cree en la suficiente virtud de cada uno de sus signos.” En tanto que a la relación entre invención y lectura, ficción y recepción, la siguiente serie de argumentos: “El autor nos propone un juego de símbolos, organizados rigurosamente sin dudas, pero cuya animación eventual queda a cargo nuestro. No es realmente expresivo: se limita a registrar una realidad, no a representarla […] Dicho con mejor precisión: no escribe los primeros contactos de la realidad, sino su elaboración final en conceptos.” La intención en estos pasajes es arribar a la síntesis de una estética sumamente particular que se sustrae a la historia, las particularidades y los eventuales momentos en los cuales se vuelve concreta y apreciable en ejemplos: “Para el concepto clásico, la pluralidad de los hombres y de los tiempos es accesoria, la literatura es siempre una sola.” [5] Así las opiniones de Borges podrían resumirse a dos consideraciones generales; por un lado la inmanencia de lo literario como acontecimiento del lenguaje; pero por otro lado también la posibilidad en ello de una ascendencia mayor al encontrar un autor que es ese idioma hablado por los años, los recursos, los temas que en su reiteración hacen al curso de la variación en diversas versiones. Qué autor más clásico entonces que el moderno Flaubert, o qué literatura más actual que aquella que gira entorno a la figura de Homero como el origen de todos los autores.

Pero estas opiniones vertidas por Borges pueden llevar fácilmente a confusión. Hay algo previo y posterior al sentimiento del lenguaje, hay una soledad esencial compartida por el hombre y su experiencia, el autor y la lengua que le toca en suerte, que no debe ser excluida de lo literario. Esa sensación de ser el primer hombre en el mundo, cara a toda la metafísica borgeana casi desde sus primeros libros de versos, es en definitiva lo que este conjunto de ensayos pretende defender, resolver y avalar o fundamentar en el momento en que se origina la literatura en esas dos obras que son una misma materia: la partida para la pronta guerra y el regreso del ansiado exilio. Porque entre el universo de la letra y la sensación de cercanía con el mundo, la escritura borgeana se entrecruza también con lo que el poeta Yves Bonnefoy denomina como trascendencia. En una conferencia dictada tras la muerte del poeta argentino, Bonnefoy se interroga sobre si las tan consabidas relaciones entre su literatura y “la filosofía del lenguaje que ha marcado el pensamiento francés desde hace una o dos generaciones” pueden ser tan certeras ante la sospecha de ciertas exageraciones que postulan a Borges como “¿un partidario de la subversión, de la desconstrucción, de la fisión del discurso por el trabajo literario?” [6] En realidad Bonnefoy no hace más que leer un mismo aspecto de la poética borgeana, esa que no sólo postula la realidad infinita en el laberinto de las representaciones, sino que también, desde ese laberinto que sería su signo de modernidad, postula una especie de verdad sin nombre o sin rostro, únicamente verificable en la página “que trastorna todo sueño de mímesis, que arruina toda pretensión mental al conocimiento absoluto.” (2007; 59) Para Bonnefoy la tan postulada “poética de la escritura plural” atentaría contra la urgencia, la pronta necesidad de dar vida a la poesía de lo que se vive o se ha vivido como un “deseo de dotar de una cualidad trascendental […] al Yo que nace de la vida vivida” En otras palabras, volver a dar al nombre su posibilidad de ser, pues “lo que es trasciende toda ficción.” (2007; 61-62).

Si lo que es trasciende toda ficción, entonces la ficción que busca dar nuevamente el poder a las sensaciones, los objetos, los nombres del mundo, aspira a ser, más que un artificio, una invención que testimonia la presencia de la literatura como posibilidad de trascender; en ello radican todo su poder. La operación literaria de Borges que más se relaciona con este deseo, es aquella en la que se construye la biografía de Homero –que poco tiene de literaria– por medio de sus impresiones de lectura, hasta llegar a crear ese autor imaginario que es espejo de la propia obra. No por nada este tema abre dos volúmenes sumamente importantes en la obra de Borges: El aleph de 1949 y El hacedor de 1960. En ellos se afirma que quien escribe lleva consigo un mundo, salva la memoria y supera la indiferencia del olvido; pero también se confunde con sus criaturas que en un punto sueñan a su soñador hasta arrojarlo a la certeza de ser nadie, cuando la obra, simplemente es. Este es el tema que Borges construye desde la figura de Homero en sus dos ficciones sobre la pervivencia de la autoría; pero también es la negación de un destino personal, es en cierta medida, la paradoja de quien solo puede escribe para negar la importancia de escribir.

En “El inmortal” Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma, emprende la búsqueda de la ciudad de los inmortales. Vagando por el desierto, perdiendo poco a poco su condición de hombre civilizado ante la agonía de la sed, el delirio y la soledad de una pesadilla entretejida por fábulas innombrables, accede al último rincón del mundo donde la realidad ya no puede ser el producto del juicio de los hombres sino del  capricho de unos dioses bajo una forma aberrante que se materializa en la impresión de una sucesión ambigua, interminable, atroz e insensata: “Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz.” [7] Sin embargo en esa ciudad que se confunde con los días ya que nadie la habita, aguarda una sorpresa aún mayor; entre sus antiguos habitantes que Flaminio desprecia como bestias insensibles, uno profiere estas palabras ante las mínimas referencias a lo que sabe sobre pasajes aislados de la Odisea: “Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil años desde que la inventé.” (1998; 21). Para sorpresa de Rufo, Homero es uno de los trogloditas que rodean la ciudad; sus días, que transcurren entre lo inalterable del tiempo indistinto y el olvido que trae ese ascetismo del desinterés, lo muestran ante Marco como “un dios que creara el cosmos y luego el caos”, pero que en ello hallara la más rotunda insignificancia pues “sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas.” (1998; 23) De este modo el perfil de Homero como el primer hombre sobre el mundo –lo que seria otorgado por la fama de cantar la gloria de otros hombres– se define por la indiferencia que da la inmortalidad, la cual, para nada es literaria, sino más bien inmediata, cercana, pronta a ser gastada bajo diversas formas que luego se volverán fábulas de los libros: “Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.” (1998; 24). Sin embargo la revelación que aguarda al tribuno militar es aún mayor: “La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos.” Lo que prueba este hecho hasta el escalofrío es la revisión de las constantes locuciones homéricas a pasajes de la Ilíada y la Odisea pronunciadas por Rufo que descubre de este modo, que “ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa…” en sus obras (1998; 28). Homero entonces se identifica consigo mismo por medio de sus palabras, su persona es lo que puede haber dicho sobre otros hombres que asolaron ciudades o navegaron mares; es más, lo único que aún perdura de sus recuerdos son las mismas palabras que lo transforman en un personaje simbólico, lo único que conforma su persona es aquello que sobrevivirá al inminente fin: “Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.”(1998; 30) [8]

En un verso del poema “Robert Browning resuelve ser poeta”, Borges ha sintetizado ese momento en el cual la vida mortal concluye para dar paso a lo que podríamos llamar el volumen imaginario de los días hecho de símbolos y contraseñas que conforman la aventura de las letras. El poeta inglés en un momento de su monólogo por las calles de Londres da con la siguiente revelación: “Viviré de olvidarme.” ¿Qué es entonces el deseo de la obra más que una sucesión de nostalgias que vuelven bajo la forma posible de la literatura, pero que piden o requieren de una renuncia, un nombre vacío, el alivio paradójico de dejar de ser? Para el hacedor, sea Homero, Shakespeare o el mismo Borges, el destino de las letras no es más que: “Máscaras, agonías, resurrecciones,” en las cuales se “destejerán y tejerán mi suerte / y alguna vez seré Robert Browning.” (1998; 17). Así la paradoja del poeta es que para ser todos los hombres, necesita ser nadie,  siendo el poder de lo divino un castigo que en un momento, como el señalado por Bonnefoy, lo devuelve a quien verdaderamente es: nadie. [9]

De este modo la versión homérica de Borges es mortal en su anterioridad; esta va desde la sorpresa que le depara el mundo en cada momento: “En los mercados populosos o al pie de una montaña de cumbre incierta […] había escuchado complicadas historias, que recibió como recibía la realidad, sin indagar si eran verdaderas o falsas”; hasta los hechos más íntimos como puede ser transitar el mundo entre sombras: “Ya no veré (sintió) ni el cielo lleno de pavor mitológico, ni esta cara que los años transformarán”; hasta una afrenta por valor: “El sabor preciso de aquel momento era lo que ahora buscaba; no le importaba lo demás: las afrentas del desafío, el torpe combate, el regreso con la hoja sangrienta.” [10] Pero lo heredado por azar recuerda el momento en el cual el mundo se justifica en una obra, y esa obra termina siendo el reflejo de su autor, un conjunto de símbolos que son definitivamente el poder de lo literario como memoria de la humanidad: “Con grave asombro comprendió. En esta noche de sus ojos mortales, a la que ahora descendía, lo aguardaban también el amor y el riesgo. Ares y Afrodita, porque ya adivinaba (porque ya lo cercaba) un rumor de gloria y de hexámetros, un rumor de hombres que defienden un templo que los dioses no salvarán y de bajeles negros que buscan por el mar una isla querida, el rumor de las Odiseas e Ilíadas que era su destino cantar y dejar resonando en la cóncava memoria humana.”(1998; 12)

Gilbert Highet en La tradición clásica  menciona tres principios básicos sobre los cuales pueden interpretarse los mitos: como hechos históricos determinados, como símbolos de verdades filosóficas y como procesos naturales que una y otra vez son recurridos por la imaginación de los hombres. [11] Tal vez a esta interpretación habría que agregar una cuarta forma propia de la modernidad, que desde Joyce, Faulkner, Gide y el mismo Borges –por sólo mencionar algunos casos–, encuentra en ellos la particularidad de postular la cara personal de una estética que requiere de cierta tradición universal para mostrar su desencanto individual; acto propio de esa voluntad desheredada que vivirá en un conjunto de palabras y que ya ni siquiera sabemos si responde a la figura de un autor. De un modo un tanto más directo, esta idea sobre la autoría imaginaria que postula la escritura literaria, esta mitología personal, es presentada por Borges en el “Epílogo” de El hacedor: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.” (1998; 127-128) ¿Qué extraño poder hay detrás de ese deseo, qué forma impulsa esa entrega a un mundo de palabras que ya no pertenecen al hombre que perplejo las ha experimentado; hasta qué punto podemos saber si ese dibujo, ese laberinto de símbolos, es impersonal o íntimo?

Como en la reescritura borgeana del canto XXIII de la Odisea –en el cual Ulises vuelve a ser quien era–, la duda que retorna sobre el héroe vuelve como la duda que aqueja al autor sobre su nombre y su rostro vacío: “¿dónde está aquel hombre // que en los días y noches del destierro / erraba por el mundo como un perro / y decía que Nadie era su nombre?” [12]  En esa posibilidad de ser nadie, la tarea literaria se vuelve una larga reescritura de la tradición; pero en un sentido acaso más profundo donde –como ese hombre que dibuja el mundo, y el otro que se vale del lenguaje para encontrar su destino– lo que verdaderamente importa es la sensación de lo vivido, las versiones del sentimiento literario, esa extraña forma de contarnos los hechos del mundo que en Homero y en Borges ha encontrado las siguientes palabras: con el verso he de labrar mi insípido universo.


Notas al pie    (>> volver al texto)

1-    Recordemos que en 1930 Borges publica su Evaristo Carriego, culminación de cierta indagación en los aspectos regionales del criollismo y la defensa del lenguaje ante los barroquismos españoles que desde Inquisiciones (1924), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928) venia desarrollando.>>
 2-   Alianza Editorial, Bs. As., 1998, pág. 130. (Desde este momento las referencias se indicarán por año y número de página en el cuerpo central del texto.)>>
3-    En Borges este sentimiento de lo poético tomará formas por demás conocidas: la mitología menor de una historia entretejida en el duelo de cuchillos, el culto del coraje en la memoria de los antepasados comprometidos con las armas; y la queja, el remordimiento, el reproche de una privación de esas experiencias que se reducen a ser vividas por otros para luego ser contadas dejando de este modo el testimonio de la desdicha de quien es los otros y no es nadie.>>
4-    Sirva a modo de ejemplo los pasajes futuros de ese deseo: “Soy el que ve las proas desde el puerto; / soy los contados libros, los contados / grabados por el tiempo fatigados; / soy el que envidia a los que ya se han muerto. / Más raro es ser el hombre que entrelaza / palabras en un cuarto de su casa.” En La rosa profunda. Y esto otro en el cual lo patético gana por demás nuestra atención “Mis padres me engendraron para el juego / arriesgado y hermoso de la vida / para la tierra, el agua, el aire, el fuego. / Los defraudé. No fui feliz. Cumplida / no fue su joven voluntad. Mi mente / se aplicó a las simétricas porfías / del arte, que entreteje naderías. / Me legaron valor. No fui valiente.” En La monedad y hierro. Obra Poética III, Alianza Editorial, Bs. As., 1998, pág. 13 y 95. >>
5-    “La postulación de la realidad”, Op. Cit., pág. 86-89.>>
6-    “Jorge Luis Borges” en El banquete, No 5 año X, Alción, Córdoba, pág. 58, 2007.>>
7-    El aleph, Alianza Editorial, Bs. As., 1998, pág. 17.>>
8-    Esta es la interpretación que Borges oculta a lo largo de todo el relato y que sólo la explicita por boca de otro y en el ámbito marginal de una nota a pié de pagina: “Ernesto Sábato sugiere que el “Giambattista” que discutió la formación de la Ilíada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles” (1998; 29). >>
9-    En el relato “Everything and nothing”, Shakespeare participa también de esta especie de impersonalidad creativa en la cual “la identidad fundamental de existir, soñar y representar le inspiró pasajes famosos”, la biografía imaginaria del poeta concluye con un diálogo en el cual el sueño reza el siguiente pasaje: “La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a dios y le dijo: “Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo.” La voz de Dios le contestó desde un torbellino: “Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie.” En El hacedor, Alianza Editorial, Bs. As., 1998, pág. 54-55. >>
10-     El hacedor, Alianza Editorial, Bs. As., 1998, pág 10-11.>>
11-    Tomo II, Fondo de Cultura Económica, México, 1954, pág. 331.>>
 12-   Obra Poética II, Alianza Editora, Bs. As., 1998, pág. 124.>>

Fuente: Hablar de Poesía



domingo, 27 de mayo de 2018

Juan Camilo Rincón: “Nada de lo que se diga sobre Borges es demasiado”


 
Santiago Díaz Benavides

Jorge Luis Borges visitó Colombia en varias ocasiones y llegó a tomarle un aprecio enorme y profundo al país y a su gente. El periodista bogotano, Juan Camilo Rincón, investiga las relaciones del narrador argentino con nuestro país en el libro Ser colombiano es un acto de fe.


“Borges es uno de los escritores más importantes de la literatura latinoamericana, y su creación ha sido reconocida internacionalmente, asunto que es bien sabido por todos. Borges, con su estilo inconfundible, no busca comunicar más que el elogio a la literatura y al conocimiento. Su labor como escritor no se entrega a temas comunes como el género o la política, y sus palabras están llenas de un profundo valor histórico”. Así comienza el primer capítulo de este libro en el que Juan Camilo Rincón Bermúdez, periodista egresado de la Universidad Externado de Colombia, se da a la tarea de investigar las relaciones que el argentino logró establecer con nuestro país, sus intelectuales, sus paisajes y sus letras.

Es bien sabido que conocía los versos de José Asunción Silva y defendía la contundencia narrativa de Jorge Isaacs con María (1867), pero no todo el mundo sabe que fue gran amigo de Juan Gustavo Cobo Borda y Álvaro Castaño Castillo, quien le hiciera una de las entrevistas más recordadas por los colombianos. Tampoco se tiene muy presente que fue declarado ciudadano meritorio por parte de la Alcaldía de Bogotá, en el año 1978, y que recibió las llaves de la ciudad, o que mantuvo una correspondencia con Jorge Gaitán Durán y le hizo llegar, de manera anticipada, una de las primeras páginas de Historia de la eternidad (1936). Alrededor de Borges se hallan enigmas, preguntas sin responder, poemas inventados y otros que escribió él sin siquiera saberlo. Hay quienes creen que no era humano sino marciano, y que todo lo tenía dispuesto de antemano. Quienes lo leemos con fervor, defendemos la idea de que no era marciano, ni humano, sino todo lo contrario, él era borgiano.

En Ser colombiano es un acto de fe (2014), título publicado por la Fundación Libros & Letras, y recientemente incluido por el mismísimo Alberto Manguel en la base de datos de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno de Argentina, el lector podrá encontrar un buen número de anécdotas y datos que develan el profundo cariño que Borges llegó a tomarle a nuestro país. Cuando uno ha nacido después de la época del Boom, como es mi caso, este tipo de textos son sumamente valiosos, pues permiten reconstruir aquellos días en que Cortázar se animaba a mostrarle uno de sus cuentos a un hombre de cabello cano y mirada serena como la brisa, para después convertirse en el gran escritor que fue; cuando García Márquez hablaba con Álvaro Mutis acerca de Kafka y Juan Rulfo; cuando Carlos Fuentes sorprendía narrando lo que nadie había querido en La región más transparente (1958); cuando Vargas Llosa escribía La casa verde (1966) y José Donoso sorprendía a los españoles en su tierra; cuando la literatura latinoamericana extendió las fronteras y dejó de ser nuestra para comenzar a ser de todos.

El acierto de Rincón al escribir este libro es más que preciso. El trabajo de investigación que hay detrás refleja muy bien la pasión que el periodista le tiene a la literatura del argentino y es una muestra del buen periodismo narrativo que se ejerce en el país. Si me lo preguntan, creo yo que este libro hará parte de aquellos pequeños tesoros que la literatura colombiana ha engendrado a lo largo de los años, pues lo que aquí se lee no es más que un homenaje a los borgianos, al ser colombiano, al acto de fe que todos representamos y que Borges en vida logró capturar en su tinta. Pasarán los días y el argentino seguirá vivo, y nuestras letras seguirán altivas mientras exista gente que escriba y que recuerde lo maravilloso de saberse vivo.

¿De qué manera surge su interés por el estudio de la literatura latinoamericana, y especialmente, por la obra de Jorge Luis Borges?

Mi amor por la literatura latinoamericana viene desde muy pequeño; las primeras lecturas de Cortázar, Sábato y García Márquez me permitieron ver de forma diferente nuestra cultura y nuestras realidades, describiendo otros aspectos de su belleza que me maravillaron y me sorprendieron. Borges me mostró que esa literatura que veía tan lejana, de un continente antiquísimo que no conocía, también podía narrarnos de alguna manera, y estaba presente en este lado del océano. Hay muchos elementos que no son exclusivos de Grecia o Roma, también lo son, a su manera, de Buenos Aires y, ¿por qué no?, de Bogotá. Desde muy joven entraba en las casas viejas y caminaba hasta los sótanos esperando encontrar mi propio Aleph.

Siendo bogotano y colombiano, siendo lector, ¿cuál cree que es la importancia de la obra del argentino para la literatura latinoamericana?

Borges, Rulfo y otros más son los antecesores del Boom latinoamericano. Desde Cortázar hasta García Márquez, pasando por muchos otros autores, todos reconocen que su maestro en lengua propia fue Borges. Él fue ese escritor que habló desde Suramérica en un lenguaje casi universal y revolucionó la forma de escribir cuentos. Los textos más importantes de nuestro continente de los últimos setenta años no habrían sido escritos y no tendrían tal importancia para la lengua española y para occidente sin la obra del autor de Ficciones. Cada escritor sobresaliente de las últimas décadas reconoce su maestría y el valor de su influencia. Él fue de los primeros escritores no estadounidense o europeo que nos dio ese soplo de vida que nos conectó con otros hemisferios y nos vinculó a la historia y la literatura universales.

Para las nuevas generaciones, ¿cuál sería la clave para leer a Borges?

Borges quedó ciego a la mitad de su madurez; su obra anterior a este infortunio es maravillosa pero compleja. Al perder la vista, se vio obligado a cambiar su forma de narrar y eso permitió que su obra tomara matices más cercanos. Entre otras cosas, se entregó a la oralidad para seguir ejerciendo su pasión y, de paso, tener algunos ingresos. Por eso hay un buen número de libros que recuperan sus conferencias y entrevistas, permitiéndole al lector entender los elementos que rodean su obra, los antecesores a quienes leyó y que determinaron su forma de pensar y de escribir, la carpintería de su literatura y su forma de maravillarnos con tanto conocimiento. Siempre sugiero que el primer lector de Borges se acerque a estos libros, que tienen un origen más oral, antes de embarcarse en su literatura; esto le dará herramientas y nociones que le permitirán incursionar mejor y acercarse de otra forma a su espectacular obra.

¿Por qué escribir sobre él? ¿No se ha dicho mucho ya acerca del escritor nacido en Buenos Aires?

Borges, al igual que su obra, es inconmensurable. Para mí él es un libro de arena con páginas infinitas. Cuando un hombre de este calibre genera una revolución vital no solo para nuestra lengua y nuestras letras, impacta nuestra forma de pensar, se hace apremiante la necesidad de seguir investigando sobre él. Aún falta mucho por descubrir. Mi libro Ser colombiano es un acto de fe. Historias de Jorge Luis Borges y Colombia muestra de una forma sintetizada y cercana al lector el enorme impacto de la obra borgiana en nuestra literatura. También evidencia la importancia de sus visitas a nuestro país para un grupo de intelectuales que estaba en aquel entonces en la cúspide de la producción de sus obras, hecho que les permitió ver otras cosas, otros elementos para sus creaciones, y comprender que en la literatura siempre pueden recorrerse otros caminos. Al igual que ocurre con Cervantes, nada de lo que se diga sobre Borges es demasiado; siempre habrá algo más que contar, otra forma de analizarlo, de leerlo, de entenderlo. Eso es lo más rico de su legado: siempre nos dará de qué hablar.

Fuente: El Espectador  -  Colombia


Borges en Cuba y entre los cubanos




 Alfredo Alonso Estenoz en la Biblioteca Municipal Miguel Cané, Buenos Aires, donde Borges trabajó de 1938 a 1946.

Antonio José Ponte

 Alfredo Alonso Estenoz, catedrático cubano en Luther College (Iowa), acaba de recoger en un libro sus investigaciones sobre la presencia en Cuba de Jorge Luis Borges. Entre los escritores cubanos, el argentino ha sido apreciado como uno de los más grandes (si no el más grande) de los autores latinoamericanos, pero también ha sido repudiado por sus ideas políticas.

Borges no estuvo nunca en Cuba, a pesar de haber recibido al menos un par de invitaciones de instituciones oficiales después de 1959. Y en Cuba han faltado también sus libros.

Conversamos aquí con el autor de Borges en Cuba. Estudio de su recepción (Borges Center, University of Pittsburgh, Pittsburgh, 2017).

Alfredo, hablar de este tema es hablar de cómo ha sido leída la obra de Borges en Cuba y, principalmente, de cómo no ha podido ser leída. Es hablar de la censura política sobre la obra de Jorge Luis Borges. ¿Cuándo comenzó esta censura?

Es difícil establecer el momento exacto en que comenzó la censura de Borges en Cuba. Todavía en 1967 Borges aparece como referencia positiva en un artículo de Rogelio Llopis sobre la literatura fantástica cubana, publicado en la revista Casa de las Américas. Para Llopis, Borges es uno de los modelos que siguen los autores cubanos que se dedican a ese género. Sin embargo, al año siguiente, en su antología Cuentos fantásticos, añade un colofón a la nota biográfica sobre Borges (cuyo cuento "Las ruinas circulares" incluye) en la que denuncia su "vergonzosa, reaccionaria posición política".

Hay que tener en cuenta que ya para entonces Borges había expresado opiniones contrarias a la revolución cubana. En 1961, por ejemplo, firmó un manifiesto de apoyo a los cubanos "contrarios a Castro", en referencia a los que desembarcaron por Bahía de Cochinos.

En 1971, en su famoso ensayo "Calibán", Roberto Fernández Retamar le reprocha la firma de ese manifiesto —seguramente olvidado por entonces—y otras actitudes contrarias a la idea de una revolución continental.

Como se sabe, 1971 marcó un antes y un después en la política cultura cubana y en la relación de los intelectuales latinoamericanos con la Isla. De modo que puede decirse que no fueron tanto las opiniones políticas de Borges lo que determinaron su suerte en Cuba, sino la radicalización de la política cultural cubana. Las opiniones de Borges se conocían desde principio de los años 60, pero aún había espacio en Cuba para pensar que tales opiniones no impedían apreciar la obra de un autor.

Sin embargo, al parecer la obra de Borges no constituyó una prioridad para la Colección de Literatura Latinoamericana de la editorial Casa de las Américas. Ignoro si se hizo alguna gestión para publicarla entonces. Lo que sí es cierto es que Antón Arrufat invitó a Borges a ser jurado del Premio Casa de las Américas en 1960 y este declinó la oferta.

Hablemos entonces de cómo Borges ha sido leído en Cuba.

El Diario de la Marina publica sus primeros textos, por el interés que despierta su poesía entre los vanguardistas cubanos. A mediados de los años 40, el grupo Orígenes ofrece visiones opuestas de su obra: Cintio Vitier lo sitúa como un modelo de síntesis entre herencia europea y literatura nacional o latinoamericana; Virgilio Piñera ve en Borges el paradigma del escritor latinoamericano, que lo observa todo a través del prisma europeo y no sabe cómo representar (ni le interesa) su contexto inmediato.

A mediados de los años 50 Retamar retoma y expande la postura de Vitier: habla de la manera irreverente en que Borges trata la cultural occidental como una forma provechosa de superar la dicotomía de todo escritor latinoamericano.

En 1959, Lunes de Revolución le dedica un homenaje a Borges y lo llama el escritor vivo más importante de la lengua española.

Y en 1971, Borges se convierte, en el ensayo de Retamar, en el símbolo del escritor colonial por excelencia y en representante de una clase social en decadencia: la burguesía latinoamericana.

Luego será el propio Fernández Retamar quien se encargará de publicar a Borges en Cuba.

En 1985, Retamar logra entrevistarse con Borges en Buenos Aires y este le da permiso para publicar una antología de su obra en Cuba. En el prólogo, Retamar reconoce el lado político, controversial de Borges (no solo para Cuba, sino para toda la izquierda latinoamericana), pero afirma que ello no invalida su obra.

De alguna manera, esta postura —que resolvió al dilema cubano sobre qué hacer con el escritor latinoamericano más influyente del siglo XX—, era la misma con que Borges solía defenderse ante acusaciones de esta naturaleza. Creía que las opiniones políticas de un escritor son triviales o constituyen solo un estímulo inicial, pero que si un escritor es genuino, si es fiel a su visión, la obra puede superar sus prejuicios y motivaciones originales.

¿Cómo calificarías los vaivenes del juicio de Fernández Retamar sobre Borges? ¿Son los vaivenes que ocasiona en cualquier lector la relectura de una obra, o se trata de oportunismo político?

Sin duda, las opiniones cambiantes de Fernández Retamar se debieron a las posturas críticas de Borges hacia la Revolución Cubana. Retamar lo ha reconocido explícitamente, por ejemplo, en su artículo "Cómo yo amé mi Borges", de 1999, e incluso antes de la muerte de Borges, en "Caliban revisitado".

Ahora, también creo que su relectura se inserta dentro de un contexto mayor de revaluación de la obra de Borges. Uno de los ejemplos más curiosos es cómo este pasa de ser el escritor colonial por excelencia a representar la literatura poscolonial, como lo demuestran varios libros sobre este tema.

Una de las preguntas centrales que planteó Retamar en su crítica de Borges, y que planteó la revolución cubana sobre toda literatura, sigue sin responderse: ¿qué relación existe entre la ideología de un autor y su obra? ¿Qué se debe hacer cuando la ideología de un autor (o su postura sobre los temas más diversos) nos provoque rechazo?

En tu libro te detienes en el caso de Luis Rogelio Nogueras...

Con Luis Rogelio Nogueras, y con otros escritores vinculados al primer Caimán Barbudo, ocurrió una dinámica típica de los años de mayor extremismo en la cultura: aunque públicamente negaran o fingieran ignorar la obra de autores políticamente disonantes, en secreto la leían e incluso se dejaban influir por ella.

El crítico Osmar Sánchez fue el primero en analizar detalladamente la influencia de Borges en Nogueras y el silencio de este. Es como si hubiera hecho un operación de tachadura que solo puede explicarse políticamente. ¿Cómo es posible que un autor profundamente interesado en el texto apócrifo, los heterónimos, la traducción, el policial, las mutaciones y el enriquecimiento de un texto cuando pasa de una cultura y una época a otras, haya ignorado al escritor latinoamericano que convirtió algunas de estas prácticas en la base de tu literatura?

Por eso siempre me ha parecido que la novela Las palabras perdidas, de Jesús Díaz, funciona como el relato de lo reprimido para esa generación, de lo que estaba ocurriendo en el plano personal y en los grupos formadas por la amistad y los intereses comunes de escritores, y en ese relato Borges ocupa un lugar central.

Pasemos a las lecturas cubanas que pudo haber hecho Jorge Luis Borges. Por un par de citas suyas, es evidente que deploraba al Martí escritor, a quien llamó "superstición antillana". Pero, ¿leyó a Carpentier? ¿Leyó a Lezama Lima?

Es poco probable que Borges haya conocido la literatura cubana más allá de unos pocos autores u obras. Sobre lo de Martí como superstición antillana, ¿lo dijo realmente alguna vez? Sí se refirió a Horacio Quiroga como "superstición uruguaya", y también he escuchado (aunque nunca verificado) que lo dijo de Gabriela Mistral: "superstición chilena".

¿Será que los cubanos nos hemos inventado esa frase? Si Borges la repitió aplicada a otros autores, es obvio que era una de las tantas fórmulas suyas...

Recuerdo haberla incluido en un ensayo que escribí en 1995 sobre José Martí, en "El abrigo de aire", y estoy seguro de no haber utilizado a Borges para inventármela. Pero déjame ver si encuentro la referencia exacta...

No hay ninguna mención a Lezama Lima ni a Carpentier en su obra literaria ni en el Diario de Adolfo Bioy Casares. En el Diario aparece una mención a Enrique Labrador Ruiz y otra a Guillermo Cabrera Infante.

Del primero, Borges ni siquiera abrió una carta en la que este le pedía intercambio bibliotecario décadas antes. Del segundo, menciona su encuentro en Londres, y que era un hombre inteligente, excepto "cuando habla de cine". ¿Quiere decir esto que había leído sus crónicas de cine o que conversaron de cine en esa ocasión?

También aparece Severo Sarduy. Manuel Puig le recomienda a Bioy que le lea fragmentos de Cobra a Borges, y Bioy anota que es "la historia de una maricón; Borges no aguantaría la lectura".

Hay que tener en cuenta que, en 1955, Borges se había quedado ciego y que leía (o le leían) muy pocos autores contemporáneos. Una de las formas en que se mantenía actualizado, sobre todo con la literatura argentina, era mediante su participación como jurado en numerosos concursos literarios.

En todo caso, es difícil saber lo que Borges leía y no leía. De cuando podía leer sin ayuda, tenemos un registro excelente: Borges, libros y lecturas, compilado por Laura Rosa y Germán Álvarez, que contiene una selección de los libros que Borges leía y anotaba y que luego donó a la Biblioteca Nacional. De la etapa posterior, tenemos el Diario de Bioy y los testimonios de varias de las personas que le leían.

Y, aunque tendría que verificar esto, creo que en los dos casos hay muy pocas menciones –o casi ninguna– a libros latinoamericanos.

Queda aparte el caso de Virgilio Piñera, a quien Borges antologó y conoció personalmente. Piñera aparece en alguna de las cenas del Diario de Bioy Casares. Pero, ¿cuánto de lo escrito por Piñera llegó a conocer Borges?

Lo más probable es que su conocimiento de la obra de Piñera se haya debido sobre todo a la cercanía entre ellos, durante la época en que Piñera vivió en Buenos Aires. Sus cuentos sí los leyó, sobre todo los que se publicaron en revistas. Pero no sabemos si leyó La carne de René o, posteriormente, El que vino a salvarme.

Es obvio que respetaba a Piñera como escritor e intelectual, aunque discrepara de él estéticamente en algunos puntos, como en la búsqueda de la sorpresa expresiva.

Me ha sorprendido encontrar después de terminar el libro que en una nota de 1960, a raíz de un conversatorio en la Casa de las Américas sobre la novela social, Piñera defienda la literatura de Borges y considere que sus referencias babilónicas ya no son exóticas sino una de mejores representaciones de la ciudad de Buenos Aires.

Tengo que reconocer que, terminando ya esta entrevista, no he podido encontrar la página donde Borges trata a Martí de superstición antillana. Lo cual me hace pensar que debió de soltarlo en alguna de sus muchísimas entrevistas. Alfredo, ¿cuánto es leído Borges hoy en Cuba?



A partir de la publicación de las Páginas escogidas de Jorge Luis Borges (Casa de las Américas, La Habana, 1988) su nombre ya no es tabú, pero el conocimiento de su obra sigue estando limitado, en gran parte por la carencia de sus libros. Ha habido otras dos reimpresiones de la antología, pero en este momento se encuentra agotada.

Fuente: Diario de Cuba