Borges propuso varias
teorías del todo. El universo puede ser, por ejemplo, un laberinto.
Por: Thierry Ways
Alguna vez, por algún motivo específico, quise conocer
Ginebra. Pero, ahora que un azar me había traído hasta acá, no recordaba el
motivo, ni siquiera el hecho de haberla querido conocer. Como tantas veces en la vida, cuando uno por fin obtiene lo que
quería, ya no recuerda para qué lo quería o por qué.
Fue mi esposa quien, involuntariamente, hizo que lo
recordara, al mencionar en una conversación que aquí está enterrado Borges. La tumba de Borges, en efecto: era eso lo que,
hacía años, había querido visitar. Lo que había olvidado.
A la tumba de Borges se llega en tranvía y luego a través de
un jardín de senderos que no se bifurcan, sino que son simétricos y
rectilíneos, como corresponde a un camposanto suizo. La única bifurcación que
existe en el Cimetière de Plainpalais es entre el más allá y el más acá.
Siguiendo por el sendero del más acá se llega al sitio donde
descansa el escritor. Está marcado por una lápida de piedra tallada, en cuyo
frente hay siete guerreros ancestrales con sus armas en alto y una inscripción
en inglés antiguo, “…and ne forhtedon ná”, que en castellano significa: “…y que
no temieran”. Es un verso de un viejo poema anglosajón. Si hemos de encarar la
muerte, parece decirnos, que sea sin miedo, enarbolando las espadas.
Tal vez no haya mejor lugar para haber enterrado a Borges
que cerca del sitio en donde, por medio de heroicos esfuerzos, se intenta
explicar el universo. Él también quiso explicarlo.
Al día siguiente fui
a satisfacer una curiosidad más reciente: conocer la sede de la Organización
Europea para la Investigación Nuclear, el Cern, por sus siglas en francés.
Allí, científicos de todas las nacionalidades hurgan en las entrañas de la
materia, valiéndose para ello del colisionador de partículas más grande del
mundo: un aro de 27 km enterrado a cien metros bajo tierra en la frontera entre
Francia y Suiza. Es la máquina más colosal jamás construida por la humanidad. Su propósito es estudiar las partículas
elementales que componen el universo: quarks, neutrinos, bosones, electrones,
etc. En 2012, el Cern halló una partícula que podría ser el ‘bosón de
Higgs’, una pieza tan fundamental en nuestro modelo del cosmos que la prensa lo
llamó (para horror de los físicos) ‘la partícula de Dios’.
Tal vez no haya mejor lugar para haber enterrado a Borges
que cerca del sitio en donde, por medio de heroicos esfuerzos, se intenta
explicar el universo. Él también quiso explicarlo. Pero, a diferencia de los
físicos, que persiguen una escurridiza ‘teoría del todo’ que reduzca todo lo
conocido a un conjunto de ecuaciones y constantes, Borges propuso no una, sino
varias teorías del todo. El universo puede ser, por ejemplo, un laberinto. Una
biblioteca. Un mapa. O, mi teoría preferida, una lotería.
Solo que, entonces, ni Borges agotaría el asunto, pues
tendríamos que plantear, y explicar, un universo mayor aún, el universo que
pudiera contener los universos de Borges. ¿Será ese el universo de los
investigadores del Cern?
Alguna vez leí en un libro de física teórica cuyo nombre y
autor he olvidado (también) que una de
las cosas más desconcertantes de la física moderna es que parecería que Dios
nos estuviera mamando gallo. Un teórico, por medio de ecuaciones
impenetrables, postulaba la existencia –no, la necesidad– de alguna partícula
exótica. Luego, años después, investigadores descubrían la susodicha partícula
en un laboratorio. ¿Son así de clarividentes los teóricos? ¿O –como sugería el
autor, entre la broma y el espanto– estará Dios jugando con nosotros, dejando
que confirmemos con nuestros instrumentos cuanta teoría disparatada sale de
nuestra imaginación?
Se me antoja que al maestro no le desagradaría encontrarse
en el más allá con una deidad así, traviesa y sutil, dada a crear un cosmos de
juguete y sembrado de sorpresas, como huevos de Pascua, para consolar a los
hombres en su pequeñez. Quizá el universo sí sea borgesiano, después de todo.
Fuente: El Tiempo
No hay comentarios:
Publicar un comentario