Por Omar López Mato
La Verde
El 26 de noviembre de 1874, en el contexto de la revolución
mitrista contra la elección de Avellaneda, tropezaron las fuerzas insurgentes
contra el gobierno conducido por el coronel Arias. El coronel Francisco Borges,
luciendo un poncho blanco y montando un caballo del mismo color, condujo con
"coraje inútil" (como diría su nieto) a las fuerzas rebeldes de Mitre
y terminó muriendo por una causa que se ha diluido con los años.
El 26 de noviembre, temprano por la mañana, el ejército
constitucional se puso en marcha en tres columnas hacia la estancia La Verde
(Provincia de Buenos Aires).
Hay un momento en que la pampa está a punto de hablar a
través del mudo grito de miles de hombres dispuestos a derrochar coraje por una
causa que muchos podrían no entender. El cielo, el sol y las nubes eran
testigos de ese desafío al destino.
A los flancos marchaba la caballería, por el centro los
batallones de infantería, y a la cabeza cabalgaba Mitre al frente de su Estado
Mayor. Con las primeras luces del día podía verse claramente la arboleda de la
estancia, cortada por el brillo de las bayonetas y el humo de los fogones.
A medida que avanzaban, los edecanes de Mitre partían a todo
galope a impartir instrucciones. La tropa fue tomando su puesto de combate. A
la derecha estaba Segovia, frente al escuadrón Tuyú de Don Manuel Ramos. En el
centro de la línea, el coronel Matías Ramos Mejía con Borges a la cabeza,
dispuesto a exhibir, más allá de toda duda, que él era hombre de la revolución.
A la izquierda había quedado Don José Vidal con sus
voluntarios. De allí en más se extendía la línea comandado por el coronel
Murga.
Desde el casco de la estancia, Arias contemplaba la
extensión de la línea. Cinco mil hombres desplegados en el campo eran un
espectáculo intimidatorio pero el hombre, a pesar de su corta edad, se había
visto en peores circunstancias. Arias se abrochó el cuello de su guerrera y
revisó que su revólver estuviese cargado. Sin pensarlo, se acarició la oreja
cercenada.
Una partida de cuarenta hombres montando tordillos partió al
galope desde la línea rebelde. El coronel Borges llevaba una bandera blanca.
Arias y seis ayudantes le salieron al encuentro. Al verse, Arias y Borges se
estrecharon en un abrazo. El afecto primó sobre las ideologías. Hacía tiempo
que no se veían; hablaron de la familia, los amigos, los días pasados. El cielo
y el sol se detuvieron. La pampa fue silencio, mientras ellos cultivaban una
vieja tradición argentina. Quizás la más antigua, la amistad.
Habrá pasado media hora cuando el general Rivas se
impacientó y galopó hacia el grupo. En ese momento el coronel Borges volvió a
su encuentro después de parlamentar con Arias. Su gesto todo lo decía. Los
argumentos para evitar el derrame de sangre entre hermanos habían sido en vano.
“No acata la orden de rendición”, fue el escueto mensaje con el que Borges
informó a Rivas el final de las tratativas. Ahora las palabras debían dar lugar
a las armas.
Rivas quedó en silencio por un instante. En el fondo sabía
que la confrontación era inevitable. ¿Acaso estaba escrito en las estrellas?
¿era esto lo que llamaban destino? No había forma ni era momento para saberlo.
Su caballo corcoveó y salió disparado mientras rugía
órdenes: “Comandante Palacios, prepare su batallón”. “Comandante Rebución
prepare su batallón”. Sí señor. Sí señor.
Latían los corazones, los cuerpos vibraban, las gargantas se
secaban. La batalla iba a comenzar.
Desde las casas se escuchó un “¡Hurra!”. Arias arengaba a
sus hombres apresándolos para el combate. Al pasar frente a la 4ta compañía en
la que había servido de subteniente, le preguntó al Sargento Antenor Pérez:
“¿Tendrá algo que recomendar a esta, mi compañía?” Y el sargento Pérez, con el
que Arias había compartido los peligros en el Paraguay y en Corrientes, contra
la indiada, contestó: “Nada, mi comandante”. “Nada”, repitieron los soldados.
El sargento Antenor Pérez moriría momento más tarde, destrozado su pecho por
una bala rebelde.
En el llano retumbó un ¡Viva la Revolución! Gorros colorados
bailaron sobre las puntas de las tacuaras y las bayonetas. Las trompetas
llamaron a formar filas. Por todos lados se escuchaba “¡Viva el general Mitre!
¡Viva el general!”
Las guerrillas rompieron la línea del ejército rebelde y se
dispersaron por el campo tentando suerte. Había que hallar un punto donde
quebrar la defensa alrededor de la Verde.
“No se escondan, si son tan hombres” gritaban los soldados
sublevados a las tropas de Arias parapetadas en la estancia. Antes habían
peleado hombro contra hombro, hoy les tocaba luchar en bandos enfrentados.
Las guerras y revoluciones que asolaron al país les darían
otra oportunidad de venganza o redención. Habría más oportunidades para juntar
fuerzas o matarse.
Francisco Borges avanzó al frente de los civiles agrupados
en el batallón “24 de Septiembre”, donde servía don Domingo Rebución, cuñado
del general Rivas, lujosamente ataviado con su chaqueta azul y de dorados
brillando al sol. Una bala le atravesó la pierna, pero no se movió de su
puesto.
Cada metro de terreno ganado por los hombres de Mitre se
cubría de cadáveres bajo la tormenta de plomo que escupían los Remington. Las
tropas de Arias, apostadas en un foso y parapetadas tras sus monturas, disparaban
a repetición. “Fuego, Fuego”, repetía Arias recorriendo el perímetro de La
Verde. La cadencia del fuego no debía caer para mantener a raya a los rebeldes.
Los hombres del “24 de Septiembre” buscaban un resquicio
para avanzar, pero una cortina de fuego impedía todo acercamiento… Borges,
siempre frente a los suyos, tentaba la suerte montando un caballo blanco, y
luciendo un poncho blanco, como invitando a la muerte. De allí en más nadie
podría poner en duda su coraje y su lealtad como hombre de la Revolución.
Combatía como siempre lo había hecho: era un temerario tentando a la suerte.
Sin descanso arengaba a sus hombres con vehemencia, predicando con el ejemplo,
corriendo de un lado al otro, sable en mano. “¡Avancen! ¡Avancen!”, gritaba una
y otra vez, buscando una brecha en la línea enemiga.
A escasos metros de la arboleda adivina un punto donde
centra su atención; ese puede ser el camino a la victoria. Espolea a su caballo
dispuesto a atacar cuando, bruscamente, un golpe lo paraliza. Por un momento se
siente ciego, sordo y mudo, pero no siente dolor, solo un cansancio infinito.
Instintivamente se lleva la mano al abdomen y la ve teñida de sangre. Ese
poncho blanco que lucía desafiante se impregna de rojo. Aturdido por el impacto
ve a sus hombres caer a su alrededor. Aún tiene fuerzas para apearse del
caballo y queda tendido en el campo mientras recuerda cuando fue herido en
Paraguay. Recuerda los ojos de su esposa y sus caricias. Recuerda las calles de
Montevideo. El tiempo se alarga ante sus ojos. Somos de ayer… Todo parece
transcurrir con una pasmosa lentitud mientras sus hombres siguen luchando.
Algunos tienen la suerte de morir al instante, otros se revuelcan doloridos,
pero nadie retrocede. El abanderado es atravesado por una bala. El pabellón del
“24 de Septiembre” cae al barro. “Levanten la bandera”, grita y enseguida el
estandarte se alza manchado de sangre y barro… Borges solo atina a sostener la
herida por donde se le escapa la vida, cuando un nuevo disparo atraviesa su
costado. Su cuerpo se estremece, una sed espantosa seca su boca. Sabe que es el
final. Ya no ve su mano, ya no escucha el rugido de la batalla, solo siente la
sangre caliente corriendo sobre su piel. Piensa entonces en su vida, ese
torbellino arrastrado por las guerras. Piensa en su esposa y sus hijos… Podrá
arrepentirse de muchas cosas, de errores, de excesos, de faltas y desvíos, pero
jamás podrá arrepentirse de haber sido lo que fue, un valiente.
A escasos metros los soldados de la reserva contemplan
impotentes la suerte de sus camaradas. Los caballos, nerviosos por las balas y
esquirlas que los impactan, bufan y relinchan contenidos por sus jinetes.
Algunos caen heridos de sus cabalgaduras. En el momento en que el coronel
Matías Ramos Mejía se da vuelta para impartir una orden, un proyectil atraviesa
su pierna. Su hijo José María, un aventajado estudiante de medicina, se acerca
para asistirlo cuando otra bala impacta el muslo. El viejo coronel se ha puesto
pálido. Lo ayudan a apearse, mientras el portaestandarte del regimiento agita
la bandera perforada por las balas.
El General Mitre está en todas partes. Cruza el campo en su
alazán seguro de que todavía no se fundió la bala que habría de matarlo… Lo
sigue atrás su Estado Mayor con menos suerte que su jefe. Eduardo Rodríguez y Germán
Elizalde quedan postrados en el campo.
“No hace falta exponer a los demás”, dice el general. Y se
queda solo con Rivas, dos ayudantes y un trompa para impartir las órdenes.
La vanguardia busca el lugar exacto donde penetrar el
perímetro. Intentan costear posiciones hasta el ángulo izquierdo del casco,
resueltos a penetrar el reducto defensivo, pero son rechazados por el fuego de
los defensores. A pesar de las pérdidas tantean el terreno, hasta que llegan a
la entrada del establecimiento. Sale a recibirlos un grupo de soldados leales
al mando del teniente José Diez Arenas, dispuestos a arrebatarles el
estandarte. Las tropas sublevadas deben retirarse ante el nutrido fuego que los
recibe desde el casco. Arenas cae herido.
Al otro lado de las casas, un contingente de gauchos de
Ayacucho apeándose a doscientos metros del foso avanzan, facón en mano, a pie
firme, dispuestos a enfrentar las balas. Por un instante los defensores dudan
de lo que están viendo. A facón desnudo enfrentan a los Remington. Llegan casi
hasta la fosa, los hombres de Arias contemplan incrédulos ese desperdicio de
coraje, ese desafío temerario, ese desprecio a la muerte. Los gauchos caen
acribillados y los pocos que aún están de pie, vuelven a sus líneas. Los
hombres de Arias dejan de disparar para permitir que esos valientes se retiren.
Merecen todo su respeto.
Los atacantes van quedándose sin municiones y, sin embargo,
no atinan a retroceder. “Unas balitas por amor de Dios”, ruegan los soldados
que sienten que están a poco de lograr la hazaña. Solo un poco más, unas balas
y …
El ruido de los disparos ahoga el grito de los heridos. Los
muertos se acumulan sobre la pampa roja. La tropa de la retaguardia grita
furiosa. Se sienten humillados, impotentes. Mitre contempla la batalla como ese
día de Curupaytí. Ha llegado el momento de reconocerlo: “No hay nada que hacer…
No derramemos más sangre de valientes”. Rivas asiente. El trompa toca a
retirada.
Fue entonces cuando los ciudadanos que habían abandonado las
comodidades del hogar, sus comercios, sus trabajos, y sus fortunas. Fue entonces
cuando estos hombres que habían marchado por días solo con lo puesto sin un
quejido y esos oficiales que se jugaban su carrera en esta patriada, se vieron
obligados a abandonar el terreno tan duramente conquistado. Y aun así, los
soldados rebeldes se retiraban gritando “¡Viva la Revolución! ¡Viva el general
Mitre!”
A algunos hubo que forzarlos a abandonar su posición.
La derrota tiene una dignidad que la victoria muchas veces
no conoce.
Los hombres de la vanguardia mitrista aparecen tras una nube
de polvo y humo. Balas no les quedan. Sí tienen furia, decepción y aún mucho
coraje. Caminan, arrastrando a sus heridos. Mitre marcha a su encuentro.
“Gracias, gracias”, murmura el general emocionado. Algunos derraman lágrimas de
impotencia.
Arias ordena no disparar. No tiene sentido matar a los
vencidos que han derrochado coraje. Y hay que ahorrar municiones… ¿Con qué
detenerlos si vuelven a atacar? ¿Cuántas balas les quedan a sus hombres? Pocas,
muy pocas, pero eso no lo sabe aún Mitre y por tal razón La Verde se convertirá
en la batalla en la que “un cadete le gana a un general”. Mitre recién lo sabrá
una noche de diciembre, cuando ya era prisionero de Arias y comparten una taza
de café frente a un fogón. Entonces Arias le confesará que estaba a minutos de
quedarse sin municiones; por instantes apenas se perdió la batalla y la
revolución, por segundos se le escapó la victoria.
Mitre solo guardó silencio, bebió un gran trago de café
amargo y contempló las estrellas en las que quizás estaba escrita esa jugada
del destino. El general nunca más fue presidente de la Nación ni volvió a
encabezar una revolución.
Antes de las diez de la mañana el ejército constitucional
caído y maltrecho se retira al tranco de los campos de La Verde.
El peso de la derrota
Mitre marcha entre sus hombres. Nadie habla, el peso de la
derrota los enmudece. Solo el general pregunta: “¿Y usted qué tiene, mi
amigo?”. “Aquí tengo una bala, mi general”. “Una negra me ha mordido entre las
piernas”. “Me han hecho una operación en cada codo”. El general mira con sus
ojos grises, cansados de tanta muerte. “Ya va a mejorar”. “Ya va estar mejor”.
¿Qué más puede decir? Su presentimiento se había hecho realidad. Se habían
cumplido sus peores expectativas. Quizás su falta de convicción, sus dudas ,
los había conducido a la derrota.
A doce cuadras del campo de batalla se improvisó un hospital
de campaña. Allí los valientes yacían sobre el pasto, quejándose del dolor de
sus heridas. Entre ellos estaba coronel Francisco Borges, con dos balas en el
abdomen. No había mucho para hacer y, resignado se dejó morir, no sin antes
decirles a los presentes:
‘‘Amigos, háganle saber al general Mitre que muero
apreciándolo como lo he apreciado siempre; y que mi mayor consuelo es morir
cumpliendo con mis convicciones…”.
Su nieto dirá que los hombres estamos hechos de tiempo y el
tiempo del coronel Francisco Borges había llegado a su fin por propia elección.
El mismo 26 de noviembre, el coronel Arias le envía una
carta el general Mitre. “Desde el momento en que vuestra excelencia emprendió
la retirada me he ocupado de recoger a sus heridos y atenderlos lo mejor
posible. Entre ellos está el Mayor Sierra del 4to de línea y otros oficiales, a
los cuales hemos cedido nuestras pobres camas. Vuestra excelencia habrá notado
que desde el momento en que creí innecesario el hacer fuego, he permitido a sus
soldados venir al campo en busca de sus compañeros, habiendo podido impedirlo. Soy
atento amigo SS de VE.
José Ignacio Arias
PD: Si V.E. Puede hacerme saber de Borges, se lo agradecería
en el alma.
Esa misma tarde Mitre se reunió con Arias. Durante la
entrevista expresó su intención de poner término la sublevación y, en
consecuencia, enviar como comisionado ante el Presidente Avellaneda, al Sr.
Juan José Lanusse.
A pesar de la claudicación, Arias le aconsejó al general que
emprendiese la retirada, porque tenía orden de perseguirlo y hostigarlo. Él
estaba imposibilitado de moverse, pero en uno o dos días pondría a su tropa
lista para darle alcance y batirlo. Mitre lo contempló por un instante.
“Mire comandante, aún me quedan tres mil hombres para vencer
o morir peleando”. El general se puso de pie y se calzó su chambergo. Ya estaba
por estribar cuando Arias le pregunta:
“Perdón, mi general, ¿Qué sabe del coronel Borges?”.
Mitre se detiene y sin levantar la mirada, contesta: “Borges
ha muerto”.
Y sin más partió hacia el campamento al trote cansado.
Fuente: Historia Hoy