Fuente: Revista
Crisis, Mayo de 1974, págs. 40-47.
Reportaje por María
Ester Gilio
Jorge Luis Borges desayunaba. Había un rutilante mantel
individual, con el diseño de la bandera inglesa, bajo el café. Su madre, una
mujer frágil y pálida, lo contemplaba con expresión ensimismada o ausente.
Borges se puso de pie y me extendió su mano, que pasivamente
se dejó apretar.
«Tener que vivir 97 años, no se lo deseo a nadie», dijo la
madre.
-A mí me gustaría vivir muchos años.
-Cuando uno depende de otros para vivir, vivir no es
agradable. Es un gran sacrificio, dijo, y se encaminó hacia el balcón con
pequeños pasos vacilantes. «Me dicen que camine, yo no quiero caminar; no
quiero caminar más.»
«Vaya ahora al balcón, madre», dijo Borges, y se sentó.
Tenía la expresión vagamente feliz que le conozco ya de otros reportajes y que
podría sintetizarse: «No me incomoda hablar, más bien me divierte».
Desde la calle, entre voces, chirriar de frenos y bocinas,
subía discontinua la melodía de un tango. «No se puede vivir aquí con tanto
ruido.»
-¿No le gusta el tango?
-Detesto el tango -dijo enfáticamente-. Tan sentimental.
Cuando pienso en los orígenes infames del tango, inventado en los prostíbulos
de la calle Junín del año ochenta, o quizás en los prostíbulos de la calle
Yerbal en Montevideo, en la misma fecha. Tiene un origen infame que se nota.
-El origen de las cosas … ¿quién piensa en eso? Además poco
tiene que ver este tango con aquél.
-Este es peor que aquél.
-¿Piazzolla no le gusta?
-¡Oh Piazzolla! Piazzolla qué tiene de tango, es lo último
que puede haber… Bueno, en realidad, yo he tenido problemas con él.
-¿Qué le pasó?, ¿le hizo alguna letra suya?
-Sí, desgraciadamente le puso música a una milonga, pero de
milonga no tiene nada.
-Cuénteme de su infancia.
-Bueno -dijo, y quedó pensativo-. Recuerdo mis largos
veraneos de entonces. Algunos en la quinta de mi tío Francisco Haedo en
Montevideo en el Paso del Molino, en la calle Lucas Obes, sobre un arroyo que
se llamaba Quitacalzones. Mis veraneos en las estancias. Cuando chico era
bastante jinete, bueno como todo el mundo.
-Como todo el mundo que pertenece a su clase.
-¿Ser jinete?
-Seguro, los chicos no son jinetes salvo que sean del campo
o de clase alta. Los chicos de la ciudad juegan al fútbol.
-Eso es verdad, pero cuando yo era chico la palabra fútbol
era desconocida salvo en los colegios ingleses. En cambio a casi todo el mundo
le gustaban las riñas de gallos.
-¿Veía, de niño, riñas de gallo?
-Niños y mujeres no iban a las riñas. Vi más tarde.
Mientras habla se pellizca las manos, se aprieta los dedos
en un gesto que repite interminable, inevitablemente. Son los gestos que
corresponderían a un nervioso. Sin embargo están realizados con una tal
lentitud y hay tanta desconexión entre ellos y la expresión serena, un poco
ajena a todo, de su rostro, que manos y rostro parecen pertenecer a personas
diferentes.
-¡Qué manos tan chicas tiene! -dije acercando las mías. Con
un gesto sobresaltado retiró las suyas.
-Sí. sí… chicas. Y de golpe:
-Me gusta el campo.
-¿Recuerda con placer, verdad?
-Sí. Me gustaba nadar. Aprendí en el arroyo Ramallo. Mis
recuerdos … bueno, tengo esos recuerdos comunes a todo chico. Las vacaciones en
el campo, los peones.
-¿Estaba con ellos, escuchaba sus conversaciones?
-Los peones son muy parcos. Posiblemente porque se sienten
distintos -dijo, y quedó pensando.
-Era un niño feliz.
-Si, tal vez. El otro recuerdo importante para mí es la
biblioteca de mi padre. Una gran biblioteca con una mayoría de libros ingleses
porque su madre era inglesa. Él me dejaba leer cualquier cosa.
-¿Veía bien de niño?
-Veía mal, pero los miopes ven lo que está cerca. Acercaba
bien los libros y leía -dijo, y acercó las manos a la cara como si se tratara
de un libro-. Yo me he educado en la biblioteca de mi padre. Como dijo Bernard
Shaw: «Mi educación fue interrumpida por mis años escolares». Tal vez la
educación de todos los niños es interrumpida por los años escolares, ¿no?
-Otra vez debo recordarle su clase.
-¿Usted cree? ¿Por qué?
-Porque a las escuelas van los hijos de todo el mundo. En la
mayoría de los casos el maestro está en mejor situación para educar un niño que
sus padres.
-Me parece horrible aplazar a alguien.
-¿Por qué pensó en eso?
-No sé. Yo soy profesor de literatura inglesa y en veinte
años sólo reprobé a dos alumnos.
-¿Sería en definitiva el sentimiento de que uno no puede ser
juez de otro?
-Sí… puede ser eso.
-¿O es el dolor que le da producir dolor a otro?
-Es, tal vez, la sensación de que cada uno debe salvarse a
sí mismo, y aquí vuelvo a Bernard Shaw. Cuando él oía decir que Jesucristo era
Dios que había tomado forma humana y se había hecho crucificar, decía: «Un
caballero no puede aceptar la salvación que le ofrece otro, tiene que salvarse
él mismo» -dijo y se tentó, con esa risa que nunca es mucho más que un
proyecto, que muere apenas nacida-. Disculpe si la estoy escandalizando. Yo no
creo en el cielo ni en el infierno, y no creo que un hecho ajeno pueda salvarme
o condenarme, porque si fuera así yo sería culpable de todos los crímenes que
se cometen también. Volviendo a mi infancia, esos son mis recuerdos
fundamentales, la biblioteca de mi padre … Nosotros vivíamos en ese entonces en
un arrabal: Palermo. El de los cuchilleros y payadores.
-¿Ese mundo de cuchilleros y payadores usted lo veía, lo
imaginaba, o era una cosa sobre la que oía?
-No, no, no. Todo eso estaba muy cerca, y por demasiado
cerca no me interesaba. Evaristo Carriego era amigo nuestro y venía a casa
todos los domingos, pero a mí no me interesaba su poesía, me interesaban más
los cuentos de Stevenson o Las mil y una noches.
-¿Qué edad tenía cuando empezó a leer?
-Yo no me acuerdo de mí mismo cuando no sabía leer. No
podría decirle cuándo empecé a leer. Si no supiera que a los tres años no pude
haber leído diría que siempre leí. Tanto en inglés como en español porque …
¿posiblemente estoy aburriéndola? Yo tenía una abuela criolla.
-De origen español.
-No, no, de origen criollo, a los españoles no podía verlos.
Los llamaba «los godos». Y tenía también una abuela inglesa. Yo sabía que tenía
que hablar de dos modos diferentes. De cierto modo con mi abuela criolla y de
otro con mi abuela inglesa. Al cabo de un tiempo me fue revelado que esos dos
modos de hablar, entera o casi enteramente distintos, eran la lengua castellana
y la lengua inglesa. Mi abuela criolla sabía la Biblia de memoria.
-¿Fue educado en alguna religión?
-Voy a explicarle. Mi madre era católica como todas las
señoras argentinas, es decir, sin entender absolutamente nada de religión. Mi
padre era libre pensador, como todos los señores argentinos también. Como
Spencer. Mi abuela paterna era muy religiosa, protestante. Cuando llegó el
momento de la primera comunión, mi padre me dijo: «Mira, para mí es una
ceremonia absurda, pero para tu madre es muy importante. ¿Querés hacer la
primera comunión o querés esperar a haber llegado a alguna conclusión sobre
estos hechos? Mi hermana eligió hacer la primera comunión y es católica, yo
elegí no hacerla y soy libre pensador todavía, aunque eso parezca anticuado.
-¿Considera que hay algún hecho en su infancia que lo ha
marcado de alguna manera a usted o a su literatura?
-Muchas cosas. Las espadas de mis abuelos por ejemplo.
-¿En qué sentido?
-Provocaban mi fantasía. También el retrato de mi bisabuelo,
el coronel Suárez, me impresionaba mucho. El ganó la batalla de Junín. Salió de
Buenos Aires con San Martín a los dieciséis años. Cuando volvió a los
veintisiete la familia no lo conocía. Y mi abuelo Borges que inició su carrera
militar defendiendo la plaza sitiada de Montevideo, la plaza sitiada por los
blancos de Oribe, y tenía en ese momento catorce años. Luego tomó parte en la
batalla de Caseros, en la división oriental de César Díaz, y tenía dieciséis
años. Después ya vino una larga carrera militar: dos balas en la guerra del
Paraguay, las campañas con …
-Usted tiene una gran añoranza de todo eso. ¿Le hubiera
gustado?
-Sí, sí, sí. Pero no sé si hubiera servido.
-Aparte de que hubiera servido o no. Tal vez su añoranza es
también de no haber servido. Se ve en sus cuentos, en Sur por ejemplo. Ese
personaje es usted mismo.
-Sí, sí. Ese es un cuento autobiográfico, en parte.
-Ahí está eligiendo su muerte. Preferiría morir acuchillado
en la llanura que morir en un quirófano.
-Sí. Matar o ser muerto acaso no sea peor que envejecer,
morir en la cama o sufrir la noche, dije alguna vez.
-Sufrir la noche. ¿Sufre realmente la noche? Porque
leyéndolo, a veces, uno tiene la sensación de que usted siente cierta felicidad
no viendo, de que eso no le pesa, e incluso al contrario. En el cuento sobre
Homero, el héroe descubre que ha dejado de ver. Usted dice: «Sintió como quien
reconoce una música o una voz», y luego: «Lo había encarado con temor, pero
también con júbilo, esperanza y curiosidad».
-No, una cierta felicidad no. Pero yo nunca viví en un mundo
visual. Por ejemplo… -dijo, y quedó callado por tan largo rato que pensé que se
había olvidado de mí.
-¿Qué quiere decir con que nunca vivió en un mundo visual?
-Por ejemplo, yo sé que tengo, lo ha asegurado mi madre que
no me engaña, dos corbatas. En otras épocas habré tenido más, pero nunca he
sabido cuántas.
-Me parece que eso tiene más que ver con otras
características suyas. Usted dice: «Nunca viví en un mundo visual». Tampoco
táctil. Usted no sabe cuántas corbatas tiene porque no le interesan las
corbatas, simplemente.
-Yo no sé cuál es el color de la ropa que llevo. Por ejemplo
me ha sucedido de estar enamorado de una mujer, muy enamorado, este… este… y no
poder imaginármela bien.
-Explíqueme qué quiere decir exactamente.
-Imagino el ambiente de ella, la felicidad de estar con
ella. Eso sí lo imagino. Pero si me preguntan el color de sus ojos, la forma de
la nariz o de su boca, yo no sabría contestar.
-¿Entonces lo que le llega de una mujer qué es? ¿Su manera
de hablar por ejemplo?
-¡Ah, no! pero… pero…
Otra vez volvió a distraerse. Le dije:
-Estábamos hablando de las mujeres. De las mujeres que lo
enamoran.
-No, pero es que yo creo que hay algo misterioso ahí, aun en
el tema de la inteligencia. Uno va a una reunión, uno conversa con varias
personas. Entre esas personas hay una que hace observaciones agudas y hay otra
que no dice nada o que dice trivialidades. Al salir uno piensa: fulana de tal
es una imbécil y la otra es inteligente.
-¿Cuál es la inteligente, la que dijo las cosas agudas o la
otra?
-No, la que no dijo nada. Uno ha sentido la inteligencia de
un modo misterioso. En cambio una persona puede decir cosas inteligentes y
dejar la impresión final de que es idiota. Posiblemente eso ocurra porque una
persona brillante es fácilmente una persona vanidosa, entonces uno siente
antipatía por ella, ¿no? ¿Qué le parece si dejamos?
-¿Así de golpe?, ¿por qué?
-Me parece que estoy hablando demasiado.
-A mí me gusta oírlo. Lo que usted no quiera que diga no voy
a decirlo.
¿Quiere que borre todo lo que acaba de decir sobre las
mujeres?
Muy fastidiado:
-Usted puede decir lo que quiera.
-Bueno. ¿Quiere seguir?
-¿Usted prefiere?
-Por supuesto.
-Siga entonces.
-Me decía que no podría describir físicamente a la mujer que
ama.
-Sí. Eso es todo.
-Veamos algunas de las constantes de su literatura: las
bibliotecas. Usted ha vivido la mayor parte de su vida entre bibliotecas, la de
su padre, la Nacional… ¿en qué momento escribió esas historias de bibliotecas?
-Mientras trabajaba en la de Almagro. En la Nacional
comprobé que estaba rodeado de novecientos mil libros, un paraíso de libros que
me estaba negado porque no podía leer. Sólo leía las carátulas, los títulos.
Ahora ni eso. Lo único que veo son sombras, bultos, luces, el color blanco y el
color amarillo.
-¿Cómo se sintió cuando se dio cuenta que no podía leer más?
-Cuando sentí eso fue allí, en la biblioteca. Un día me di
cuenta de que sólo veía las letras muy muy grandes. Entonces recordé una frase
del filósofo alemán Steiner: «Cuando algo concluye -no sé, una mujer lo deja a
uno, o lo que sea, o se pierde la vista- uno debe pensar que empieza algo
nuevo». Claro que ese consejo es un poco inútil porque uno sabe lo que ha
perdido y no sabe lo que comienza. Con todo, yo dije: «Aquí va a empezar
«algo».
-¿En el momento en que sintió que había perdido la vista?
-Sí.
-Usted lo relata en el cuento de que le hablaba: «Una terca
neblina le borró las líneas de la mano, la noche se despobló de estrellas»
-Sí, hablando de Homero. Entonces volví estudiar
anglo-sajón, inglés antiguo. Más tarde comencé a escribir con una amiga un
libro sobre Spinoza y además, ahora, estoy corrigiendo mi obra que Emecé
publicará completa. Tengo 74 años y mis facultades imaginativas e inventivas
están mermando.
-Usted siente eso. ¿O lo dicen sus críticos?
-No, no. No sé. Tal vez lo dicen mis críticos. Yo siento
eso. Bueno, voy a hacer algo que no requiera esas facultades.
-¿Qué entiende por corregir sus obras?
-Lo que en general se entiende por corregir. Además pienso
dejar caer ciertas cosas que no me gustan.
-¿Qué cosas? Cosas enteras no.
-Sí, cosas enteras sí. Estoy tratando de hacer un libro que
me desagrade menos que los anteriores. Hay ciertas composiciones que voy a
dejar caer del todo porque me parecen muy sensibleras, muy tontas.
-¿Qué por ejemplo?
-No, no es cuestión de hacerles propaganda. Libros enteros
voy a dejar caer, porque no me gustan, me parecen ridículos.
-¿Será un buen crítico de usted mismo?
-No sé, pero soy el único crítico de que dispongo.
-Por lo menos con un criterio que usted respeta…
-Bueno, después de todo yo escribí esas cosas con mi
criterio también. Suponga que yo estoy escribiendo y se me ocurre hacer alguna
modificación. ¿Por qué no voy a usar ese mismo criterio dos años después? Eso
es propiedad mía y yo mismo no me voy a hacer ningún pleito.
-¿Cómo se siente cuando piensa que dejará una obra tan
vasta?
-De esa obra se encargarán el polvo y el olvido.
-¿Está seguro que va a ser olvidado?
-Estoy totalmente seguro.
-¿En serio?
-Pero si lo que yo he escrito no vale nada -dijo, y su
afirmación tuvo el acento de la sinceridad y la humildad no fingida.
-¿Pero usted está hablando en serio? Impaciente:
-A mí no me gusta lo que yo escribo. Tendré algunos cuentos
que son buenos porque habrá algún eco de Kipling, por ejemplo.
-Pero, ¿por qué no le gusta lo que escribe? ¿Nunca le gustó
o ahora mira para atrás y no le gusta?
-No sé, uno escribe lo que puede y no lo que quiere. Uno no
toma la decisión de ser Shakespeare.
-Pero toma la decisión de ser Borges, y hay toda una
generación que lo aplaude en varios idiomas. Una generación de críticos, de
lectores.
-Ese es un criterio estadístico.
-Sí, es un criterio estadístico, pero me parece válido. No
conozco un solo crítico que lo impugne. Para manejarnos hoy no tenemos muchas
otras pautas objetivas.
-Con ese criterio tendríamos que aceptar todos los gobiernos
que se eligen por mayoría.
-Usted, como liberal, tiene que aceptarlos.
-¿Quién dice que soy liberal? -dijo con aire quisquilloso y
por un largo rato quedó callado.
No le pregunté nada. Esperé silenciosa a ver qué sacaba del
ignoto pozo de su memoria. Y cuando habló lamenté largamente no haber podido
seguirlo a través de sus singulares asociaciones.
Dijo:
-Estoy seguro de que no hay nada después de la muerte. Esté
segura de que no hay; puede estar tranquila.
-¿Qué lo llevó a pensar eso ahora?
-Oh.
-¿Usted piensa que si hubiera otra vida caería en el
infierno?
-No, ¡cómo voy a caer en el infierno! Ni en el infierno ni
en el cielo. Yo no merezco ni castigo ni recompensa. He vivido como he podido.
Tratando de ser una persona justa, razonablemente justa. Hay tantas cosas en el
sentido contrario que yo no entiendo… Por ejemplo, la venganza no la entiendo.
-Sin embargo usted en sus cuentos suele referirse a la
venganza y es posible pensar que le causa placer.
-Sí… mis cuentos… pero si una persona que me ha hecho una
injuria y yo tengo motivos de resentimiento la olvido casi enseguida, de modo
que yo no estoy peleado con nadie, no le deseo mal a nadie. A nadie.
-Esa es una forma de despreciar al otro…
-Ah, puede ser, pero… pero…
-Es más útil. ¿Le parece más útil? ¿Socialmente más útil?
-¡NO!, ¡qué socialmente! Porque si usted está pensando en
una persona, odiándola -todo esto está escrito, estoy plagiándome a mí mismo-
usted depende de la otra, es un poco esclavo de la otra. Es su sirviente. Como
un hombre cuando una mujer lo deja, lo único que puede hacer es olvidarla,
porque si no se condena a sí mismo a la desdicha. Sobre todo si se vuelve
sensiblero, si busca encontrarse con ella, si vuelve al barrio en que ella
vive. Todo eso es molesto para la otra persona que lo sabe y desdichado para
uno. Desde luego, el valor no es tan fácil. Pero cuando pasa el tiempo, el
valor llega, ¿no?, porque llega el olvido. Porque la vida trae otras cosas. La
realidad es muy inventiva, la realidad le trae a uno intereses nuevos y
personas nuevas. Claro que para una persona a mi edad es bastante difícil; a
los 74 años no es fácil esperar novedades, entonces uno tiene que inventarlas.
En el 55 yo inventé el estudio del anglo-sajón y después del escandinavo
antiguo.
-¿Para leer qué?
Vacila, masculla, dice dos o tres palabras ininteligibles.
-Esa pregunta no le gustó, ya veo.
-No, no, no. Sí, me gusta. Desgraciadamente de todas las
naciones germánicas de la Edad Media la que produjo una literatura más rica es
la escandinava. La literatura anglo-sajona, la inglesa, es rica. Pero no sabían
escribir en prosa. Cuando llegué a Islandia se me llenaron los ojos de
lágrimas. Me sentía tan conmovido de pensar que estaba en Islandia.
-¡Qué extraño! ¿Por qué lo conmovía tanto Islandia?
-Hablan la lengua como hace siete siglos. Desprecian a los
noruegos y a los suecos porque su lengua se ha deformado. Fui en otoño, el sol
estaba muy bajo en el horizonte. La luz era la que correspondería a nuestro
atardecer. Además es un país de clase media. No hay ni grandes miserias ni
grandes fortunas. Para mí la clase media es una clase superior. La aristocracia
es muy parecida al pueblo.
-¿Sí?
-En todos los países.
-¿En qué se parecen?
-Son muy nacionalistas y el pueblo también lo es. Les da por
las mismas cosas. Les interesa el lujo, las carreras.
-¿De veras? Pero, ¿qué es lo que le encuentra de bueno a la
clase media? Es la clase que tiene más miedo a los cambios. La que está más
llena de trabas, la más conservadora.
-¡Y está bien que sea conservadora! Cuando me invitaron a
México -dijo, y cayó en la distracción más total.
Al cabo de treinta o cuarenta segundos volvió a hablar.
-Yo… si pudiera irme…
-¿A dónde? Cambiando la voz:
-No sé… para otra parte.
-¿Le gustaría irse a vivir a otro lado? Muy pensativo:
-No, me gusta Buenos Aires, porque viajar… para un ciego…
-Pero querría irse.
-Yo creo que voy a terminar quedándome aquí.
-¿Sí?
-Sí, yo quiero mucho a Buenos Aires, aunque es una ciudad
tan fea.
-Buenos Aires no es fea; es muy parecida a París.
-París es muy fea y Buenos Aires también. Mire Florida, con
esas tinas que le han puesto en el medio. En México, por ejemplo, la gente es
mucho más educada que aquí.
-Esa debe ser una impresión de viajero.
-En México nadie levanta la voz. En una reunión había una
señora que hablaba a gritos, me acerqué: argentina. Noticias policiales casi no
hay.
-Pero, ¿cómo me va a decir eso?
-Además, ¿usted cree que allá se comen picantes?
-Sí.
-No, ellos comen a la manera americana -dijo, y otra vez se
distrajo. Finalmente:
-Me acuerdo del reto que me dio mi padre el día que le conté
que había estado en el mercado del Abasto y había comido chinchulines y
parrillada. Me dijo: «¡Pero no te da vergüenza a vos?, ¡un criollo comiendo
esas cosas! Esas cosas se reservan para los mendigos y para los negros. Ningún
señor come esas cosas». La verdad es que son inmundas. Son las vísceras de los
animales, la parte más innoble.
-Es muy interesante lo que decía su padre. Conocer a los
padres de alguien puede a veces aproximarlo a uno a explicaciones de cosas que
parecían incomprensibles.
-Bueno, pero estamos apartándonos del tema, ¿en qué
estábamos?
-Usted me contaba de cuando dejó de ver.
-Yo era un buen latinista, y siento haber perdido el latín,
es una lástima, un idioma tan lindo, y actualmente no lo sé. Sin embargo
debería insistir, ¿no? -murmura algo ininteligible y dice «¿Qué estamos
haciendo? Estamos hablando una especie de cocoliche del latín, el idioma
español es una especie de cocoliche del latín».
-Pero a esta altura nuestra lengua ya tomó su camino.
-Yo pertenezco a la Academia y es muy malo eso de amontonar
palabras. Cuanto menos palabras tenga un idioma mejor.
-¿Ah sí?
-¿Qué ventaja puede haber en que tenga muchas palabras?
-Las palabras dan matices.
-Es que no dan matices.
-¿Cómo que no?
-Solamente acumulan nomás. En América tenemos una ventaja y
es que, fuera del Brasil, hablamos el mismo idioma. Lo que debería hacer la
Academia es eliminar diferencias: no incluir ni americanismos ni andalucismos.
-¿De qué serviría? A la lengua no le importa la Academia.
-Los que están echando a perder el idioma son los diarios.
Hablan de una misma persona y la llaman de un modo diferente: el señor fulano
en una línea, el primer mandatario en otra, el señor presidente en otra. Si la
persona no ha cambiado, por qué hacerse el genio nombrándola de maneras
diferentes. Yo estuve en México y no tuve ninguna dificultad de entenderme con
nadie. Hablaba con todo el mundo, todo el mundo me entendía. En cuanto a todo
eso de «chamaco, mira tú» está sólo en las películas. Sin embargo la Academia
se pasa incorporando argentinismos y americanismos. Una vez le echaron en cara
a Roberto Arlt su ignorancia total del lunfardo. Bueno, dijo él, yo me he
criado en Villa Luro, allá en los arrabales, junto a la gente pobre, entre
malevos, y no he tenido tiempo de estudiar el lunfardo. Imagínese que alguien
en la conversación dijera: «Fulana era un mosaico diquero» o «La rantifusa
milonguera». Yo he sido amigo de muchos orilleros, hasta de cuchilleros también,
y jamás les he oído decir una palabra en lunfardo.
De pronto como con un golpe de impaciencia:
-Bueno, ¿qué otra cosa quiere saber?
-Cómo se da la situación de escribir entre dos. No le
pregunto por libretos, porque me parece más fácil. Digo un libro serio.
-La única manera de hacerlo es olvidar que son dos.
-¿Cómo puede ser eso, cómo puede olvidarse?
-Si uno tiene amistad con la otra persona, acepta la idea
del otro cuando es mejor y no quiere imponer la propia por vanidad. Uno piensa
simplemente en la otra idea. Si usted me pregunta a mí cuál frase de los libros
hechos con Bioy es mía o de él, yo no sé. Él tampoco sabe.
-Pero en la práctica, ¿cómo ocurre eso?
-En la práctica dedicamos dos o tres noches a estudiar el
argumento.
-¿Nunca va saliendo a medida que escriben?
-Ah, no, no.
-¿Y cuando el cuento lo escribe solo?
-Cuando yo escribo un cuento solo, sé muy bien cuál es el
principio y cuál es el final, lo que ocurre en el medio me va siendo revelado a
medida que escribo.
-Usted siempre utiliza la palabra revelado. «Me fue
revelado», como si una voz ajena a usted le dictara.
-No, es como si el cuento ya existiera y yo fuera viéndolo
cada vez más cerca. Al principio lo que veo es una forma general vaga, con más
claridad en las dos puntas.
-Onetti me dijo una vez: «Sé lo que va a pasar, no sé cómo
va a pasar».
-Viene a ser lo mismo. A veces me ha ocurrido con un cuento
que he escrito dos páginas y de golpe me doy cuenta de que las cosas no
sucedieron así. Entonces las borro y vuelvo para atrás.
-¿Cuánto le lleva escribir un cuento?
-Mucho, mucho. Escribo muy lentamente. De un tirón hice uno
que se llamaba… espere … espere… El cuento de un hombre que sueña con otro…
-«Ruinas circulares».
-Sí, ese cuento lo hice en una semana, lo cual para mí es
una gran velocidad.
-¿Qué le pasa con la poesía?
-La poesía la trabajo mucho. Cuando termino un cuento o un
poema lo dejo, no los nueve años que recomendaba Horacio, pero sí nueve días. A
mí me cuesta mucho escribir.
-¿Nunca se propuso escribir novela?
-Novela no, no. No; sé que es un esfuerzo inútil, pues antes
del capítulo cuarto la abandonaría. No se pueden escribir trescientas páginas
valiosas. La novela terminará por desaparecer. La mejor novela tiene largas
parrafadas inútiles, destinadas simplemente a servir de puente entre un
episodio y otro, verdadero relleno.
-¿Usted cree que el problema de su vista ha influido en sus
temas?
-No en la elección. Ha influido en otros sentidos. Ha
influido en la mayor sencillez con que escribo. Hay palabras que uno se atreve
a escribir y no se atreve a dictar porque las considera rebuscadas. Yo creo
escribir ahora de un modo más sencillo. Con una sintaxis que se parece más al
lenguaje oral. Claro que eso cambia según las personas. En el caso de Henry
James, él se acostumbró a dictar y como era un conversador brillante se le
ocurrían frases larguísimas.
-Su problema determinó en definitiva modificaciones de tipo
formal.
-Sí. Yo soy una persona muy torpe para la expresión oral,
por eso tengo tendencia a abreviar, en cambio Henry James no. Era un hombre que
hablaba muy pomposo, entonces cuando caminando de una punta a la otra de la
pieza se sentía…
-Genial.
-Sí, genial, le salían párrafos de media página.
-Nunca pensé que una circunstancia exterior pudiera
modificar un estilo. Cuando yo le hice la pregunta me refería más bien a su
visión del mundo que se refleja en sus obras. Pensé que sus obsesiones
literarias eran las de alguien a quien se le fue cerrando uno de los accesos al
exterior.
-No, no.
– Recuerdo una conferencia suya; usted dijo: «Las casas son
para mí laberintos»…
– Sí…pero siempre fueron laberintos, no sólo cuando dejé de
ver.
– Su mundo literario con espejos, tigres…
-Cuchillos.
-…cuchillos, ¿no es el específico mundo que recrea alguien
que sólo ve luces, sombras … ?
-No, no, no. ¿Usted sabe? Actualmente trato de huir de ese
mundo para no parecerme demasiado a Borges; cuando hago una frase muy
característica mía la tacho.
-¿Por qué?
-Para que no digan: acá está Borges, repitiéndose a sí
mismo.
-También pueden decir: «Acá está Borges en la búsqueda de
algo nuevo que no puede compararse, evidentemente, con lo anterior».
-Bueno, eso no me importa. Se han escrito no sé si cuarenta
o cincuenta libros sobre mí. De esos cuarenta o cincuenta libros yo he leído
uno solo.
-¿Realmente no le importa lo que dicen de usted?
-No me importa.
-¿Así que este reportaje no lo va a leer?
-No lo voy a leer, dijo y me preguntó si podía volver al día
siguiente, pues eran ya las dos de la tarde.
-Sí, puedo, pero mañana es Navidad.
-¿Pero puede venir?
-Puedo, sí.
-Entonces venga.
Cuando llegué, al día siguiente, Borges se despedía de un
amigo. Mientras esperaba, recorrí lentamente los muebles construidos con viejas
maderas ya casi desconocidas u olvidadas: raíz de caoba, nogal, haya.
Porcelanas, seguramente inglesas, ocupaban su sitio en los estantes, parecía
que desde siempre y para siempre. Su madre, como una sombra indecisa, caminaba
en uno y otro sentido por el corredor. Una irredimible melancolía, que no
aventaban el sol ni los ruidos alegres del verano, llenaba la casa hasta todos
los rincones.
El amigo se fue y yo me senté. Así recomenzó la absurda
ceremonia.
-¿En cuál de sus historias le parece que usted está más
presente de una manera consciente? Ya me lo contestó, pero quizás, quiera
extenderse.
-En todas ellas. Aun en las fantásticas porque en ellas me
siento más cómodo. Estoy narrando una historia que sucede en otra época, en
otro país, puedo soltarme. El lector no tiene por qué suponer que hay allí nada
personal. En cambio si estoy hablando de un hombre de ahora y lo describo
parecido a mí, el lector puede rastrearme a mí mismo y yo me inhibo.
-Es decir que a través de lo fantástico usted puede dar
rienda suelta a lo que quiere decir.
-Sí, yo creo que en definitiva todo lo que uno escribe es finalmente
autobiográfico. Sólo que eso puede ser dicho, «nací en tal año, en tal lugar» o
«había un rey que tenía tres hijos».
-En varios de sus cuentos, en El ajedrez o en El condenado a
muerte, aparecen pesadillas e insomnios. ¿Tiene eso relación con su vida
concreta?
-Sí, yo tengo ahora pesadillas casi todas las noches.
-¿Pesadillas? ¿Usted tiene pesadillas?
-Usted me acaba de preguntar por las pesadillas, ¿de qué se
sorprende?
-Pensé que me iba a decir: «nunca he tenido pesadillas».
-No era lógico.
-¿Cómo son esas pesadillas?
-Contadas no son horribles, pero soñadas sí lo son.
-Cuénteme.
-Noches pasadas soñé con un señor alto, rubio, muy paquete,
a la manera del siglo XIX. Y yo sabía que él era inglés, como uno sabe las
cosas en los sueños. Ese señor tenía melena y una cara que era casi la de un
león. Un semicírculo de personas que tenían un poco cara de leones, aunque
menos que él, lo rodeaban.
-A mí me parece un sueño bien extraño.
-Y él vacilaba. Todo eso estaba fotografiado en un gran cuadro
y abajo decía: «Leones». Y había otro señor, de espaldas a mí, que gesticulaba
y daba testimonio de todo lo que pasaba en el cuadro. Él era judío y yo lo
sabía, como uno sabe las cosas en los sueños, sin que se las digan. Ese señor
estaba en el medio, así, enamorado.
-¿Enamorado?
-Sí, y alrededor de él ese semicírculo de personas todas
vestidas como él, con melenas y barbas. Algunos, yo me di cuenta, casi no
tenían cara de leones. Simplemente buscaban ese puesto y se habían
caracterizado. Eso contado no tiene nada de particular.
-¿Y qué será lo que lo angustia tanto, entonces?
-Bueno, eso es lo que yo no sé, pero me desperté temblando.
-¿No le buscó una explicación?
-Como usted ve, en sí ese sueño, es disparatado, pero no
terrible. A mí no me amenazaban esas figuras. ¿Cómo? ¿Cómo?
-No, nada. Yo no dije nada. Quisiera saber qué es lo que le
resultaba tan terrorífico. ¿Qué interpretación le daría usted al sueño?
-¿Yo? Ninguna. Yo creo en lo que decía Coleridge, el poeta
inglés, que en la realidad los hechos producen emociones. Por ejemplo, si entra
aquí un león uno siente miedo, o si se le apoya un animal en el vientre, siente
opresión. Pero en los sueños uno empieza por una emoción, luego de un modo
dramático inventa una explicación.
-Que es el sueño.
-Sí. Es decir que yo dormido por alguna razón sentí miedo o
sentí horror, y entonces inventé esa explicación disparatada.
-El sueño sería una explicación a su miedo.
-Sí.
-Que usted mismo se da.
-Sí, yo le podría contar muchos otros sueños.
-Cuénteme, entonces.
-No, no, no. He elegido éste porque precisamente, en sí
mismo no es terrorífico, es disparatado. Imagínese el desatino de una persona
que tiene cara de león y busca un acompañante parecido a él.
-La verdad es que yo no lo encuentro tan inocente, lo
encuentro bastante terrorífico.
-No, no es terrorífico. Simplemente es raro. Posiblemente si
uno viera un cuadro…
-Esos tipos, con caras de leones vestidos de personas …
-¡Es que eran personas! Lo único que tenían de leones era la
cara. Y este señor tenía un bastón muy lindo, estaba vestido de negro, creo que
de frac, no estoy seguro de ese detalle. Este sueño en sí no es horrible, sin
embargo cuando lo soñé era una pesadilla, y cuando desperté estuve unos minutos
aterrado, hasta que pensé que ante todo el sueño no era terrible, que además
era un sueño. En cuanto me di cuenta de eso me quedé dormido a los cinco
minutos
-¿No sufre de Insomnio?
-He sufrido mucho de insomnio y he escrito un cuento que
refleja eso.
-Por eso le preguntaba. Pensaba en Funes el memorioso.
-Ese cuento … voy a contarle un detalle que quizás pueda
interesarle. Yo padecía mucho de insomnio. Me acostaba y empezaba a imaginar.
Me imaginaba la pieza, los libros en los estantes, los muebles, los patios. El
jardín de la quinta de Adrogué, esto era en Adrogué. Imaginaba los eucaliptus,
la verja, las diversas casas del pueblo, mi cuerpo tendido en la oscuridad. Y
no podía dormir. De allí salió la idea de un individuo que tuviera una memoria
infinita, que estuviera abrumado por su memoria, no pudiera olvidarse de nada y
por consiguiente no pudiera dormirse. Pienso en una frase común: «recordarse»,
que es porque uno se olvidó de uno mismo y al despertarse se recuerda. Y ahora
viene un detalle casi psicoanalítico: cuando yo escribí ese cuento se me acabó
el insomnio. Como si hubiera encontrado un símbolo adecuado para el insomnio y
me liberara de él mediante ese cuento.
-Como si escribir el cuento hubiera tenido una consecuencia
terapéutica.
-Sí.
-¿Qué soporta mejor, su oscuridad de antes o su situación de
ahora con medallas, honores, los periodistas que lo acosan?
-Recuerdo que cuando yo era chico mi padre me regaló El
hombre invisible de Wells y me dijo: «Aquí tenés este libro que es muy bueno.
Yo querría ser el hombre invisible».
-¿Dijo él?
-Sí, y además lo soy, dijo, porque nadie me conoce. Yo
siento eso.
-¿Qué es lo que siente?
-El deseo de ser el hombre invisible.
-¿Le molesta la fama entonces?
-Sí… Yo he vivido diez días en Escocia. Uno de los países
que más quiero. Viví en casa de un poeta amigo mío. Entonces yo conocí a sus
amigos. Salimos a caminar a la orilla del mar. Uno sabe que del otro lado del
mar está Noruega. De algún modo fui un ciudadano escocés. Pero estando una
semana en México he participado en mesas redondas, en reuniones de periodistas,
en conversaciones con políticos, y a mí no me interesa la política …, no sé
hasta dónde puedo decir ahora que conozco México. Probablemente no lo conozco
nada, además estando ciego… México es un país muy culto donde nadie alza la
voz. Y en Montevideo, ¿usted ha observado que cuando habla por teléfono y
pregunta: «¿Hablo con la familia tal?», le contestan: «Es verdad».
-Sí.
-Porque decir sí les parece demasiado brusco, breve. ¿Usted
no ha visto que entre paisanos o entre malevos, la manera de negar algo, y eso
ya es bastante fuerte, es «Usted lo dice»?
-Como diciendo …
-Usted lo dice, yo no me responsabilizo. Parte por cortesía
y parte por el deseo de no decir cosas violentas.
-Sí, seguramente. En su literatura hay psicologías muy bien
relatadas que se refieren a personajes fantásticos.
-Usted lo dice.
-Yo lo digo. Pero cuando se trata del hombre real la
descripción es más somera, ¿a qué atribuye eso? Es como si el hombre real
siguiera siendo una invención.
-No sé, puede ser, no sé. No había pensado en eso. Tiene
cierta lógica eso. Es natural que sea así. Yo le digo a usted: Fulana de tal
caminaba por la calle Chacabuco. No precisa que se la detalle porque usted
conoce la calle Chacabuco. Si yo elijo hacer una escena fantástica preciso ser
un poco detallado.
-Bueno, fíjese que al contestarme eso está corroborando
indirectamente lo que acabo de decirle. Yo le hablaba de personas, no de cosas.
-Puede ser, pero en todo caso es inconsciente.
-¿No habrá alguna forma de lejanía entre usted y sus
contemporáneos? ¿Alguna incapacidad de acercamiento?
-No, yo no creo. Soy un hombre que tiene muchos amigos.
-Yo no dudo de eso, pero es muy claro que usted está
realmente ajeno a los problemas de la sociedad en que vive.
-No tengo la vanidad de creer que puedo resolver los
problemas de mis contemporáneos.
-Esa vanidad le crearía obligaciones que seguramente no
desea asumir.
-Mi escepticismo me impide crearme tales obligaciones. Usted
debería ya saber que soy un escéptico; un escéptico no se propone vaguedades
tales como salvar a sus contemporáneos. ¿Qué otra cosa quiere saber?
-¿Usted se ha dado cuenta de que en su obra hay una gran
ausencia de mujeres?
-Será porque he pensado tanto en ellas, en realidad.
-Quiere decir entonces que no se debe a una actitud de
misoginia.
-Noooo, yo le doy demasiada importancia a las mujeres,
demasiada.
-¿Sí?
-No, a ellas no. A ella, a una en particular.
-A una cuyos ojos no puede describir. Una niñita que acaba
de llegar atraviesa la terraza y se detiene en la puerta del living.
-Ahí tiene un lindo ejemplar de cuatro años.
-No la veo. ¿Dónde?
-En el balcón.
-No la veo, no la veo.
-Casi no hay mujeres en sus cuentos.
-Les he escrito cientos de poemas.
-Escribirles poemas serviría para negar su misoginia, pero
no su particular visión de las mujeres. Son muy pocas, y cuando las hay,
cumplen roles adjudicados regularmente a los hombres. Estoy pensando, por ejemplo,
en la mujer que va a matar a su patrón.
-Ese cuento me lo dio Cecilia Ingenieros, ella inventó el
argumento y yo lo escribí. Aunque a mí no me gustan las historias de venganzas
porque la venganza me parece horrible. La venganza es un error, no sirve de
nada la venganza. El pasado no se modifica, y entonces ¿para qué? Los hombres
vengativos para mí tienen algo de femenino. La gente vengativa no es gente
fuerte. El olvido es lo único, y el olvido al mismo tiempo es una forma de
perdón, porque si se perdona y se recuerda no se perdona del todo. Si usted le
perdona a una persona algo y está pensando todo el tiempo en la ofensa, no es
verdad que perdonó.
-Los problemas del perdón y la venganza le preocupan mucho.
Ya me habló, por lo menos, dos o tres veces del tema.
– Hum…
-Ahora, creo que siempre se refiere al perdón y la venganza
en una relación de amor.
-Hum.
Sube desde la calle un ruido de campanillas de Navidad
mezclado con gritos y bocinas. Por un momento quedamos en silencio.
-Queensy dijo que la Navidad es un día particularmente
triste porque obliga a la gente a simular alegría. Ahora, ¿por qué le hacen
caso a la Navidad? no sé. Con el tiempo quizás desaparezca.
-¿Por qué le atrae tanto la novela policial?
-Actualmente ya no me atrae.
-¿No le atrae porque decayó o porque usted personalmente no
se siente interesado?
-No, no, no. Porque no me siento interesado en los problemas
de la novela policial. Porque no puedo sentirme interesado.
-¿Qué es lo que le atraía antes, entonces?
-Lo que me atraía de la novela policial era que de alguna
manera estaba defendiendo lo clásico, el orden. Mientras que la literatura de
cierta época y quizás también la de ahora tienden al caos. Piense que Ionesco
es considerado un gran dramaturgo. En una novela policial el autor no puede
permitirse juegos con el tiempo, incoherencias, o contar dos historias
simultáneamente. Como Faulkner en Las palmeras salvajes. ¿Qué es lo que él
consigue con este inocente juego?
-No sé, creo que busca alguna forma de paralelismo.
-No sé si existirá alguna forma de paralelismo. Si eso es lo
que buscaba lo hecho de una forma más sutil que jugando con un medio
tipográfico. Volviendo a la novela policial, ésta estaba a su modo, salvando
ciertas reglas clásicas. Ahora cualquier persona escribe una novela diciendo:
«Fulano de Tal se levantó, se sentía un poco triste. No sabía por qué. De
pronta recordó: era por lo que había ocurrido entre él y Fulana en la víspera».
Después, por ejemplo, lo hacen encontrarse con amigos. Describen dos o tres
meses. Al cabo de un tiempo hay uno de ellos que hace una caminata por la
ciudad. Otros han tenido conversaciones sobre temas políticos con los amigos y
¡hasta puede haberse suicidado alguno! Y de ahí sale una novela. Una novela que
no sirve para nada, un mamarracho. En cambio en una novela policial todo está
ordenado. De cualquier modo, luego empecé a sentir lo que dice Stevenson, que
la novela policial deja la impresión de un mecanismo, que puede ser ingenioso
pero que, al fin de todo tiene algo muerto. Y lo único posible es salvarla
mediante los caracteres, pero entonces de la novela policial se pasa a lo
psicológico y se pierde el género. Actualmente creo que ya no toleraría una
novela policial. Porque ocurre, entre otras cosas, que hace un tiempo fundamos
con Bioy Casares el Séptimo Círculo. Con ese motivo tuvimos que elegir los cien
primeros volúmenes y para eso leímos una cantidad enorme de novelas policiales.
Bueno, hasta que se dieron cuenta de que no nos precisaban. Yo le había dicho a
Adolfito: «Mira, el día que se den cuenta de que el «Tíme’s Literary Suplement»
tiene una sección dedicada a la novela policial, que no tienen más que buscar
allí a los autores que ya han publicado para encontrar material, nos van a
echar. Y eso fue lo que sucedió. Ellos han seguido haciéndolo y lo han hecho
muy bien. Aunque ahora está sustituido por la ciencia-ficción.
-¿Le interesa la ciencia-ficción?
-Sí, pero lo mejor creo que es lo más viejo.
-¿Bradbury?
-No. Wells. Los primeros hombres en la luna, La máquina del
tiempo. El hombre invisible, La isla del doctor Moreau.
-¿Conoce a Bradbury?
-No solamente lo he leído, sino que prologué la traducción
de su novela Crónicas marcianas. En Bradbury lo más importante como invención
mágica es su tristeza. El tedio, la melancolía, la inutilidad. Bueno, pero en
general yo creo que sucede con todo. Pienso en Wells. Wells era un pobre
muchacho desconocido, tuberculoso, de familia muy humilde. Y tuvo la sensación
de que no estaba rodeado de seres humanos sino de fieras. Eso lo llevó a la
invención de la novela. Es decir que la invención fantástica deriva de su
experiencia personal. Yo creo que, en general, cualquier forma literaria,
cualquier cuento tiene su parte imaginativa, pero siempre es una proyección de
estados de alma.
-Toda obra de arte sería, en definitiva, una confesión.
-Claro, ahora es mejor que no se note y que sea aceptado
como una invención. Es decir que si uno en un poema romántico dice que se
siente solo y que la humanidad es feroz, eso es…
-Una lata.
-Sí. En cambio inventando toda esa idea de un individuo que
llega a una isla y nota algo raro en los hombres y descubre finalmente que esos
hombres han sido animales transformados en hombres, eso ya tiene otro valor.
¿No estoy hablando mucho.
Fuente: El Historiador