domingo, 30 de mayo de 2021

George Steiner - Tigres en el espejo (Acerca de Jorge Luis Borges)

Inevitablemente, la actual fama mundial de Jorge Luis Borges acarreará para algunos una sensación de pérdida íntima. Como cuando una vista hace largo tiempo atesorada (la masa de sombra de la Silla de Arturo en Edimburgo, contemplada, de manera única, desde la parte de atrás del número 60 de The Pleasance, o la calle 51 en ángulo con un distante desfiladero broncíneo merced al truco de la elevación y la luz, desde la ventana de mi dentista), una pieza de coleccionista de y para la mirada interior, se convierte en un espectáculo panóptico para la horda de turistas. Durante mucho tiempo, el esplendor de Borges fue clandestino, destinado a los muy pocos, intercambiado en voz baja y en mutuos reconocimientos. ¿Cuántos sabían de su primera obra, un compendio de mitos griegos, escrita en inglés en Buenos Aires cuando el autor tenía siete años? ¿O del opus 2, fechado en 1907 y claramente premonitorio: una traducción al español de El príncipe feliz de Oscar Wilde? Afirmar hoy que «Pierre Menard, autor del Quijote» es una de las maravillas absolutas de la inventiva humana, que las diversas facetas del tímido genio de Borges están casi en su totalidad cristalizadas en esa fábula, es un lugar común. Pero ¿cuántos tienen la editio princeps de El jardín de senderos que se bifurcan (Buenos Aires 1941), donde apareció el relato? Hace solo diez años era marca de arcana erudición saber que H. Bustos Domecq era el seudónimo común de Borges y su estrecho colaborador, Adolfo Bioy Casares, y que el Borges que, junto con Delia Ingenieros, publicó una docta monografía sobre la literatura germánica y anglosajona antigua (México 1951) era en realidad el maestro. Tales informaciones se guardaban celosamente, se dispensaban con parsimonia, a menudo eran casi imposibles de obtener, como lo eran los poemas, relatos y artículos de Borges, igualmente dispersos, agotados, escritos bajo seudónimos. Recuerdo a un temprano entendido, en la amplia y tenebrosa trastienda de una librería de Lisboa, que me enseñó —fue a comienzos de los años cincuenta— la traducción de Borges del Orlando de Virginia Woolf, su prefacio a una edición bonaerense de la Metamorfosis de Kafka, su artículo clave sobre el lenguaje artificial inventado por el obispo John Wilkins, artículo publicado en La Nación en 1942 y (el más raro de los raros). El tamaño de mi esperanza, una recopilación de textos breves publicada en 1926 pero, por deseo de Borges, nunca reeditada. Estos pequeños objetos me fueron mostrados con un aire de maniática condescendencia. Y con razón. Yo había llegado tarde al lugar secreto.

 

El momento decisivo llegó en 1961. Se concedió a Beckett y a Borges el premio Formentor. Un año después aparecieron en inglés los Laberintos y las Ficciones de Borges. Le llovieron los honores. El gobierno italiano nombró Commendatore a Borges. A sugerencia de Malraux, De Gaulle le confirió a su ilustre colega escritor y maestro de mitos el título de comendador de la Ordre des Lettres et des Arts. La repentina celebridad se encontró dando conferencias en Madrid, París, Ginebra, Londres, Oxford, Edimburgo, Harvard, Texas. «A una edad madura», cavila Borges, «empecé a ver que había mucha gente interesada por mi obra en todo el mundo. Parecía raro: muchos de mis escritos habían sido traducidos al inglés, al sueco, al francés, al italiano, al alemán, al portugués, a algunas lenguas eslavas, al danés. Y esto era siempre una gran sorpresa para mí, pues recordaba que había publicado un libro —debió de ser en 1932, creo— ¡y al acabar el año me encontré con que se habían vendido nada menos que treinta y siete ejemplares!». Una parquedad que ha tenido compensaciones: «Esas personas son reales, quiero decir que cada una de ellas tiene un rostro, una familia, vive en una calle determinada. Vamos, que si uno vende, por ejemplo, dos mil ejemplares, es lo mismo que si no hubiera vendido nada en absoluto, porque dos mil es demasiado… quiero decir, para que la imaginación lo capte… Quizá diecisiete hubiera sido mejor, o incluso siete». Cada uno de estos números tiene un papel simbólico, y en las fábulas de Borges también lo tiene la serie cabalística que disminuye progresivamente.

 

Hoy, los treinta y siete libros secretos han dado lugar a una industria. Comentarios críticos sobre Borges, entrevistas con él, recuerdos relativos a él, números especiales de revistas trimestrales dedicados a él, ediciones de sus obras, todo pulula. La compilación exegética, biográfica y bibliográfica de quinientas veinte páginas publicada en París por L’Herne en 1964 está ya obsoleta. La atmósfera está cargada de tesis sobre «Borges y Beowulf», sobre «La influencia de Occidente en el ritmo narrativo del Borges tardío», sobre «El enigmático interés de Borges por West Side Story» («la he visto muchas veces»), sobre «El verdadero origen de las palabras Tlön y Uqbar en los relatos de Borges», sobre «Borges y el Zohar». Ha habido fines de semana Borges en Austin, seminarios en Widener, un congreso a gran escala en la Universidad de Oklahoma, en el que estuvo presente el propio Borges, contemplando la docta santificación de su otro yo, o, como él dice, «Borges y yo». Se va a fundar un diario de estudios borgesianos. Su primer número tratará de la función del espejo y del laberinto en el arte de Borges y de los tigres soñados que aguardan detrás del espejo, o, mejor dicho, en su silencioso laberinto de cristal. Con el circo académico han venido los mimos. El estilo de Borges está siendo ampliamente imitado. Hay giros mágicos que muchos escritores, e incluso estudiantes dotados de oído perspicaz, pueden simular: la desviación Hoy, los treinta y siete libros secretos han dado lugar a una industria. Comentarios críticos sobre Borges, entrevistas con él, recuerdos relativos a él, números especiales de revistas trimestrales dedicados a él, ediciones de sus obras, todo pulula. La compilación exegética, biográfica y bibliográfica de quinientas veinte páginas publicada en París por L’Herne en 1964 está ya obsoleta. La atmósfera está cargada de tesis sobre «Borges y Beowulf», sobre «La influencia de Occidente en el ritmo narrativo del Borges tardío», sobre «El enigmático interés de Borges por West Side Story» («la he visto muchas veces»), sobre «El verdadero origen de las palabras Tlön y Uqbar en los relatos de Borges», sobre «Borges y el Zohar». Ha habido fines de semana Borges en Austin, seminarios en Widener, un congreso a gran escala en la Universidad de Oklahoma, en el que estuvo presente el propio Borges, contemplando la docta santificación de su otro yo, o, como él dice, «Borges y yo». Se va a fundar un diario de estudios borgesianos. Su primer número tratará de la función del espejo y del laberinto en el arte de Borges y de los tigres soñados que aguardan detrás del espejo, o, mejor dicho, en su silencioso laberinto de cristal. Con el circo académico han venido los mimos. El estilo de Borges está siendo ampliamente imitado. Hay giros mágicos que muchos escritores, e incluso estudiantes dotados de oído perspicaz, pueden simular: la desviación autodesaprobadora que hay en el tono de Borges, el oculto fantaseo de referencias literarias e históricas que salpican sus narraciones, la alternancia de afirmación directa y pelada con sinuosa evasión. Las imágenes clave y los marcadores heráldicos del mundo de Borges han adquirido amplia difusión. «Me he cansado de laberintos y de espejos y de tigres y de todas esas cosas. Sobre todo cuando las están usando otros… Eso es lo que tienen de bueno los imitadores. Lo curan a uno de sus males literarios. Porque uno piensa: hay mucha gente haciendo esas cosas ahora, no hace falta que yo las siga haciendo. Ahora que las hagan otros, y buen viaje». Pero lo importante no es el seudo-Borges.

 

El enigma es este: que una táctica de sentimiento tan especializada, tan intrincadamente enredada con una sensibilidad que es en extremo personal, tuviera un eco así de amplio y de natural. Como Lewis Carroll, Borges ha convertido unos sueños autistas —cuya naturaleza privada es exótica y personalísima en grado considerable— en imágenes, en llamamientos discretos pero exigentes, que los lectores de todo el mundo están descubriendo con la sensación de reconocerlos plenamente. Nuestras calles y jardines, un lagarto apuntando como una flecha en la cálida luz, nuestras bibliotecas y nuestras estanterías circulares están empezando a tener exactamente el aspecto con que Borges los imaginó, aunque las fuentes de su visión siguen siendo irreductiblemente singulares, herméticas, en algunos momentos casi lunáticas. El proceso por el que un modelo del mundo que es fantásticamente privado salta al otro lado del muro de espejos en el que ha sido creado, y llega a cambiar el paisaje general de la conciencia, es inconfundible, pero resulta extraordinariamente difícil hablar de él (cuántos de los numerosos trabajos críticos sobre Kafka son charlatanería ilustrada). Está claro que la entrada de Borges en el escenario, más amplio, de la imaginación fue precedida de un punto de vista local de extremado rigor y oficio lingüístico. Pero eso no nos llevará muy lejos. El hecho es que hasta las traducciones flojas transmiten gran parte de su hechizo. El mensaje —puesto en un código cabalístico, escrito, por así decirlo, en tinta invisible, lanzado, con la orgullosa informalidad de una profunda modestia, en la más frágil de las botellas— ha cruzado los siete mares (hay, por supuesto, muchos más en el atlas de Borges, y son múltiplos de siete), para llegar a todo tipo de costas. Hasta aquellos que no saben nada de sus maestros y primeros compañeros —Lugones, Macedonio Fernández, Evaristo Carriego—, aquellos para quienes el barrio bonaerense de Palermo y la tradición de las baladas de los gauchos son poco más que nombres han encontrado la manera de acceder a las Ficciones de Borges. En cierto sentido, el director de la Biblioteca Nacional de Argentina es ahora el más original de los escritores angloamericanos.

 

Esta extraterritorialidad es tal vez una clave. Borges es un universalista. En parte, esto es cuestión de educación; obedece a que pasó los años de 1914 a 1921 en Suiza, Italia, España. Y se debe al prodigioso talento de Borges como lingüista. Habla con fluidez inglés, francés, alemán, italiano, portugués, anglosajón y noruego antiguo, además de español, que es constantemente atravesado por elementos argentinos. Como otros escritores que han perdido la vista, Borges se mueve con seguridad felina por el mundo sonoro de muchas lenguas. Es memorable lo que dice en «Al inicio del estudio de la gramática anglosajona»:

 

Al cabo de cincuenta generaciones

(tales abismos nos depara a todos el tiempo)

Vuelvo en la margen ulterior de un gran río

Que no alcanzaron los dragones del vikingo

A las ásperas y laboriosas palabras

Que, con una boca hecha polvo,

Usé en los días de Northumbria y de Mercia,

Antes de ser Haslam o Borges

Alabada sea la infinita

Urdimbre de los efectos y de las causas

Que antes de mostrarme el espejo

En que no veré a nadie o veré a otro

Me concede esta pura contemplación

De un lenguaje del alba.

 

«Antes de ser Borges». Hay en su penetración en diferentes culturas un secreto de metamorfosis literal. En «Deutsches Requiem», el narrador deviene —es— Otto Dietrich zur Linde, criminal de guerra nazi condenado. La confesión de Vincent Moon, «La forma de la espada», es un clásico en la abundante literatura de las tribulaciones irlandesas. En otros lugares, Borges adopta la máscara del doctor Yu Tsun, antiguo profesor de inglés en la Hochschule de Tsingtao, o de Averroes, el gran comentador islámico de Aristóteles. Cada una de estas creaciones de transformista trae consigo su propia aura persuasiva, pero todas son Borges. Se deleita en extender este sentido de lo que no tiene casa, de lo misteriosamente conglomerado, a su propio pasado: «Puede que tenga antepasados judíos, pero no lo sé. El apellido de mi madre es Acevedo. Puede que Acevedo sea un apellido judío portugués, pero también puede que no… La palabra acevedo, por supuesto, significa un tipo de árbol; no es una palabra especialmente judía, aunque muchos judíos se llaman Acevedo. No lo sé». Tal como Borges lo ve, es posible que otros maestros extraigan su fuerza de una similar postura de ajenidad: «No sé por qué, pero siempre percibo algo de italiano, algo de judío en Shakespeare, y tal vez los ingleses lo admiren por eso, por ser tan diferente de ellos». No es la duda ni el fantaseo concretos lo que cuentan. Es la idea básica del escritor como invitado, como un ser humano cuyo trabajo es seguir siendo vulnerable a múltiples presencias extrañas, que deben mantener abiertas a todos los vientos las puertas de su momentáneo alojamiento:

Nada o muy poco sé de mis mayores

portugueses, los Borges: vaga gente

que prosigue en mi carne, oscuramente,

sus hábitos, rigores y temores.

Tenues como si nunca hubieran sido

y ajenos a los trámites del arte,

indescifrablemente forman parte

del tiempo, de la tierra y del olvido.

Esta universalidad y este desdén por lo establecido se reflejan directamente en la fabulosa erudición de Borges. Sea cierto o no que esté «puesto ahí simplemente como una especie de broma privada», el tejido de alusiones bibliográficas, etiquetas filosóficas, citas literarias, referencias cabalísticas, acrósticos matemáticos y filológicos que pueblan los relatos y poemas de Borges es evidentemente crucial para su manera de experimentar la realidad. Un sagaz crítico francés, Roger Caillois, ha argumentado que en una época de creciente incapacidad para leer, cuando hasta los educados tienen solamente un rudimento de conocimientos clásicos o teológicos, la erudición en sí misma es un tipo de fantasía, un constructo surrealista. Cuando pasa, con callada omnisciencia, de unos fragmentos heréticos del siglo XI al álgebra barroca y a unas oeuvres victorianas en varios tomos sobre la fauna en el mar de Aral, Borges construye un antimundo, un espacio del todo coherente en el que su mente puede hacer conjuros a voluntad. El hecho de que la supuesta fuente material y mosaica de sus alusiones sea en buena medida pura invención —un recurso que Borges comparte con Nabokov y que ambos deben quizás a Bouvard y Pécuchet de Flaubert— refuerza paradójicamente la impresión de solidez que da. Pierre Menard está ante nosotros, instantáneamente sustancial e inverosímil, a través del inventado catálogo de sus «obras visibles»; a su vez, cada arcana pieza del catálogo apunta al significado de la parábola. ¿Y quién dudaría de la veracidad de las «Tres versiones de Judas» una vez que Borges nos ha asegurado que Nils Runeberg —obsérvese la runa en el nombre— publicó Den Hemlige Frälsaren en 1909 pero no conocía un libro de Euclides da Cunha (Rebelión en Tierra Negra, exclama el incauto lector) en el que se afirmaba que para el «hereje de Canudos, António Conselheiro, la virtud es “casi una impiedad”»? Es innegable aquí el humor de este montaje erudito. Y hay, como en Pound, un deliberado empeño de remembranza total, una recapitulación gráfica de la civilización clásica y occidental en una época en la que esta última se ha olvidado o vulgarizado en buena medida. Borges es, en el fondo, un conservador, un atesorador de nimiedades, un clasificador de antiguas verdades y conjeturas que abarrotan el desván de la historia. Todo este archisaber tiene sus lados cómicos y levemente histriónicos. Pero también tiene un significado mucho más profundo. Borges sostiene, o, mejor dicho, se vale imaginativamente, con toda precisión, de una imagen cabalística del mundo, una metáfora maestra de la existencia, con la que tal vez se familiarizó ya en 1914, en Ginebra, cuando leyó la novela de Gustav Meyrink El Golem y cuando estaba en estrecho contacto con el estudioso Maurice Abramowicz. La metáfora es algo parecido a esto: el Universo es un gran Libro; cada fenómeno natural y mental que tiene lugar en él posee un significado. El mundo es un inmenso alfabeto. La realidad física, los hechos de la historia, todas las cosas creadas por los hombres son, como si dijéramos, sílabas de un mensaje constante. Estamos rodeados de una red ilimitada de significación, cada uno de cuyos hilos tiene una palpitación de existencia y conduce, en última instancia, a lo que Borges, en un enigmático relato de gran fuerza, denomina el Aleph. El narrador ve este inexpresable eje del cosmos en un polvoriento rincón del sótano de la casa de Carlos Argentino, en la calle Garay, una tarde de octubre. Es el espacio de todos los espacios, la esfera cabalística cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia no está en ninguna; es la rueda de la visión de Ezequiel pero también el pequeño pájaro silencioso del misticismo sufí, que en cierto modo contiene todos los pájaros: «Y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo». Desde el punto de vista del escritor, «el universo que otros llaman la Biblioteca» tiene varios rasgos notables. Abarca todos los libros, no solo los que ya se han escrito sino también todas las páginas de todos los tomos que se escribirán y, lo que es más importante, que se pueda imaginar que se escriban. Reagrupadas, las letras de todas las escrituras y alfabetos conocidos, tal como aparecen en los volúmenes existentes, pueden producir todo el pensamiento humano concebible, todos los versos y todos los párrafos en prosa hasta los límites del universo. La Biblioteca contiene asimismo no solo todas las lenguas sino también aquellas lenguas que han perecido o todavía han de venir. Está claro que a Borges le fascina el concepto, tan relevante en las especulaciones lingüísticas de la Cábala y de Jakob Böhme, de que una secreta habla primordial, una Ursprache de antes de Babel, subyace a la multitud de las lenguas humanas. Si, como saben hacer los poetas ciegos, pasamos los dedos por el borde viviente de las palabras —palabras españolas, palabras rusas, palabras arameas, las sílabas de un cantante en Catay— sentiremos en ellas el latido sutil de una gran corriente que brota palpitante de un centro común, la palabra final, compuesta por todas las letras de todas las lenguas, una palabra que es el nombre de Dios.

 

Así, el universalismo de Borges es una estrategia imaginativa hondamente sentida, una maniobra para estar en contacto con los grandes vientos cuyo soplo viene del corazón de las cosas. Cuando cita títulos ficticios, referencias imaginarias, infolios y autores que nunca han existido, Borges no hace otra cosa que reagrupar elementos de la realidad en la forma de otros mundos posibles. Cuando pasa, por medio del juego de palabras y del eco, de una lengua a otra, está haciendo girar el calidoscopio, proyectando luz sobre otro trozo de la pared. Como Emerson, al que cita incansablemente, Borges está seguro de que la visión de un universo simbólico, totalmente entrelazado, es una alegría: «Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra». Para Borges, como para los transcendentalistas, no hay cosa viva o sonido que no contenga una cifra de todos.

 

Este sistema de sueños —Borges nos pregunta con frecuencia si a nosotros mismos, incluyendo nuestros sueños, no nos están soñando desde fuera— ha generado algunos de los relatos breves más ingeniosos y asombrosamente originales de la literatura occidental. «Pierre Menard», «La biblioteca de Babel», «Las ruinas circulares», «El Aleph», «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», «La búsqueda de Averroes» son lacónicas obras maestras. Su concisa perfección, como la de un buen poema, construye un mundo que es a la vez cerrado, con el lector inevitablemente dentro de él, y sin embargo abierto a la más amplia resonancia. Algunas de las parábolas, de apenas una página de extensión, como «Ragnarök», «Everything and nothing» y «Borges y yo» se sitúan al lado de las de Kafka como únicos logros en esta forma notoriamente frágil. Si no hubiera producido nada más que las Ficciones, Borges estaría entre los pocos soñadores nuevos que ha habido desde Poe y Baudelaire. Ha profundizado —y esta es la marca de un artista verdaderamente grande— el paisaje de nuestros recuerdos.

 

Sin embargo, a pesar de su universalidad formal y de las anchuras vertiginosas de su abanico de alusiones, el edificio del arte de Borges tiene graves grietas. Solo una vez, en el relato «Emma Zunz», ha creado Borges una mujer creíble. En la totalidad del resto de su obra, las mujeres son los desdibujados objetos de las fantasías o los recuerdos de los hombres. Aun entre los hombres, las líneas de la fuerza de la imaginación en una obra narrativa de Borges están rigurosamente simplificadas. La ecuación fundamental es la de un duelo. Los encuentros pacíficos son presentados a la manera de una colisión entre el «yo» del narrador y la sombra, más o menos importuna, del «otro». Cuando aparece una tercera persona, será casi invariablemente, indirectamente, una presencia a la que se ha aludido o que se recuerda o percibe, con vacilación, en el borde mismo de la retina. El espacio de acción en el que se mueve la figura borgiana es mítico y nunca social. Cuando se inmiscuye un escenario cuyas circunstancias son locales o históricas, lo hace a base de impactos que flotan libremente, exactamente igual que en un sueño. De ahí el frío y extraño vacío que exhalan muchos relatos de Borges, como una ventana abierta de repente en la noche. Son estas lagunas, estas intensas especializaciones de la conciencia, las que explican, a mi juicio, los recelos de Borges hacia la novela. El autor vuelve a menudo sobre la cuestión. Dice que un escritor a quien la vista debilitada obliga a componer mentalmente y, por decirlo de algún modo, de un tirón, tiene que ceñirse a relatos muy cortos. Y es verdad que las primeras Ficciones importantes siguen de forma inmediata al grave accidente que sufrió Borges en diciembre de 1938. Él piensa también que la novela, como antes que ella la epopeya en verso, es una forma transitoria: «La novela es una forma que tal vez pase, sin duda pasará, pero no creo que pase el relato… Es mucho más antiguo». Es el que cuenta cuentos por el camino real, el skald, el raconteur de las pampas, unos hombres cuya ceguera es frecuentemente una afirmación de lo luminosa y abarrotada que ha sido la vida que han experimentado, el que mejor encarna la concepción que tiene Borges del escritor. Muchas veces se evoca a Homero como talismán. Concedido. Pero es igualmente probable que la novela represente precisamente las principales dimensiones que faltan en Borges. La redondeada presencia de las mujeres, sus relaciones con los hombres, son esenciales en la literatura narrativa de envergadura. Lo mismo que una matriz de sociedad. La teoría de los números y la lógica matemática hechizan a Borges (véanse sus Avatares de la tortuga). En una novela hay mucho de simple ingeniería.

 

La concentrada rareza del repertorio de Borges contribuye a un cierto preciosismo, a una elaboración rococó que puede ser cautivadora pero también asfixiante. Más de una vez, las pálidas luces y las formas marfileñas de su invención se alejan del activo desaliño de la vida. Según ha declarado, Borges considera que la literatura inglesa, incluyendo a la americana, es «con mucho la más rica del mundo». Se encuentra admirablemente a sus anchas en ella. Pero su propia antología de obras inglesas resulta curiosa. Los escritores que más significan para él, que le sirven poco menos que de máscaras alternas para su propia persona, son De Quincey, Stevenson, Chesterton y Kipling. Indudablemente, son maestros, pero de un tipo tangencial. Borges tiene toda la razón al recordarnos la prosa de De Quincey, que tiene la sonoridad de un órgano, y el puro control y economía de la recitación en Stevenson y Kipling. Chesterton es una elección muy inusitada, aunque de nuevo se puede comprobar que El hombre que fue jueves ha contribuido al amor de Borges por la charada y por la alta bufonada intelectual. Pero ninguno de estos escritores figura entre las fuentes naturales de energía de la lengua o la historia del sentimiento. Y cuando Borges asevera —tal vez socarronamente— que Samuel Johnson «era un escritor mucho más inglés que Shakespeare», nuestra sensación de hallarnos ante una deliberada extravagancia se hace más profunda. Al mantenerse tan espléndidamente a distancia de la grandilocuencia, la intimidación, las estridentes pretensiones ideológicas que caracterizan a buena parte de las letras actuales, Borges se ha construido un centro que es, como en la esfera mística del Zohar, un lugar asimismo extravagante.

 

Él mismo parece estar al cabo de los inconvenientes que tiene esta posición excéntrica. Ha dicho, en más de una entrevista reciente, que ahora tiene su mira puesta en una simplicidad cada vez mayor, en componer relatos breves de una inmediatez plana y masculina. El mero valor, el descarnado encuentro de cuchillo con cuchillo, han fascinado siempre a Borges. Algunas de sus más antiguas y mejores obras tuvieron su origen en las leyendas de reyertas en el barrio bonaerense de Palermo y en las heroicas razzias de gauchos y soldados de la frontera. Se enorgullece elocuentemente de sus antepasados guerreros: de su abuelo, el coronel Borges, que luchó contra los indios y murió en una revolución; del coronel Suárez, su bisabuelo, que dirigió una carga de la caballería peruana en una de las últimas batallas contra los españoles; de un tío abuelo que mandó la vanguardia del ejército de San Martín:

Pisan mis pies la sombra de las lanzas

que me buscan. Las befas de mi muerte,

los jinetes, las crines, los caballos,

se ciernen sobre mí… Ya el primer golpe,

ya el duro hierro que me raja el pecho,

el íntimo cuchillo en la garganta.

«La intrusa», un relato muy breve recientemente traducido al inglés, es ilustrativo del ideal actual de Borges. Dos hermanos comparten a una joven. Uno de ellos la mata para que la fraternidad de ambos pueda volver a estar completa. Ahora comparten un nuevo lazo: «la obligación de olvidarla». El mismo Borges compara esta estampa con las primeras narraciones de Kipling. «La intrusa» es una obra ligera, pero impecable y extrañamente conmovedora. Es como si Borges, después de su singular viaje por lenguas, culturas y mitologías, hubiese regresado a casa y encontrado el Aleph en el patio de al lado.

 

The book of imaginary beings (Dutton) es un Borges marginal. Recopilado en colaboración con Margarita Guerrero, este Manual de zoología fantástica se publicó en 1957. Siguió una versión ampliada diez años después. La presente colección se ha ampliado nuevamente y ha sido traducida por Norman Thomas di Giovanni, la más activa de las «otras voces» actuales de Borges. El libro es un bestiario de criaturas fabuladas, en su mayoría animales y seres espectrales. Está organizado alfabéticamente, desde el A Bao A Qu de la brujería malaya hasta el «zaratán», similar a la ballena, del que se habla en el Libro de los animales de Al-Jahiz, del siglo IX. Por el camino nos encontramos dragones y krakens, banshees e hipogrifos. Buena parte del texto es cita de fabulistas anteriores: Herbert Giles, Arthur Walev, Gershom Scholem y Kafka. Con frecuencia, una entrada se compone de un extracto de un poema o de una obra narrativa antigua seguido de una breve glosa. Hay, por supuesto, toques inconfundibles. Una desenfadada entrada sobre los duendes de la tradición de las granjas escocesas pasa, a través de Stevenson, a «aquel episodio de Olalla en el cual un joven, de una antigua casa española, muerde la mano de su hermana».

 

Punto final. Se nos informa de que el Espíritu Santo ha escrito dos libros, uno es la Biblia, «el segundo, el universo, cuyas criaturas encerraban enseñanzas inmorales». En los «Animales de los espejos», Borges expone la visión crucial de su sistema heráldico. Un día, las formas que se han congelado en el espejo saldrán de él: «Antes de la invasión oiremos desde el fondo de los espejos el rumor de las armas».

 

Borges sabe que el Golem lleva en la frente la palabra ’emeth, que significa «verdad»; si se quita la primera letra tendremos meth, cuyo significado es «muerte». Apoya la mordaz sugerencia de Ibsen según la cual los trolls son, por encima de todo, nacionalistas. «Piensan, o tratan de pensar que el brebaje atroz que fabrican es delicioso y que sus cuevas son alcázares». Pero la mayor parte del material es familiar y mesurado. Como dice Borges con un símil característico, «Querríamos que los curiosos lo frecuentaran, como quien juega con las formas cambiantes que revela un calidoscopio».

En un maravilloso poema, «Elogio de la sombra», que habla ambiguamente, con divertida ironía, de la capacidad de un hombre casi ciego para conocer todos los libros pero olvidar cualquiera que elija, Borges enumera los caminos que lo han conducido a su centro secreto:

Esos caminos fueron ecos y pasos,

mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,

días y noches,

entresueños y sueños,

cada ínfimo instante del ayer

y de los ayeres del mundo,

la firme espada del danés y la luna del persa,

los actos de los muertos,

el compartido amor, las palabras,

Emerson y la nieve y tantas cosas.

Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,

a mi álgebra y mi clave,

a mi espejo.

Pronto sabré quién soy.

Sería estúpido ofrecer una simple paráfrasis de ese núcleo final del significado, del encuentro de perfecta identidad que tiene lugar en el corazón del espejo. Pero este significado está relacionado, vitalmente, con la libertad. En una maliciosa nota, Borges ha salido en defensa de la censura. El auténtico escritor se vale de alusiones y de metáforas. La censura lo obliga a afilar, a manejar de modo más experto, los instrumentos principales de su oficio. No hay, da a entender Borges, ninguna libertad verdadera en los ruidosos graffiti de emancipación erótica o política que pasan actualmente por narrativa y poesía. La función liberadora del arte radica en su singular capacidad para «soñar contra el mundo», para estructurar mundos que son de otra manera. El gran escritor es a la vez anarquista y arquitecto; sus sueños socavan y reconstruyen el paisaje chapuceado, provisional, de la realidad. Así conminó Borges en 1940 al «fantasma cierto» de De Quincey: «Teje para baluarte de tu isla/redes de pesadilla». Su propia obra ha tejido pesadillas, pero con mucha mayor frecuencia sueños ingeniosos y elegantes. Todos estos sueños son, inalienablemente, de Borges. Pero somos nosotros quienes despertamos de ellos, acrecentados.

20 de junio de 1970

En George Steiner en The New Yorker

Fuente: Biblioteca Ignoria

https://bibliotecaignoria.blogspot.com/2019/09/george-steiner-tigres-en-el-espejo.html

 

miércoles, 26 de mayo de 2021

Olvidado pero no ido


   1 de julio de 2011

En el quincuagésimo aniversario de la primera visita de Borges a Texas, Eric Benson busca rastros del fabulista en el estado de la estrella solitaria.

 

Por Eric Benson

 

Quiero ser olvidado…

—Jorge Luis Borges

 

En lo profundo de las estanterías del Centro de Investigación en Humanidades Harry Ransom de la Universidad de Texas se encuentra una única caja que contiene cartas inéditas y ensayos escritos a mano por el escritor argentino Jorge Luis Borges. Entre los 36 millones de manuscritos y un millón de libros del Ransom Center se encuentran una Biblia de Gutenberg, primeras ediciones raras y reliquias sagradas de la literatura como las pruebas de Ulises corregidas a mano por James Joyce . Solo en la última década, el Centro ha adquirido los archivos de Don DeLillo, Norman Mailer, Tim O'Brien, David Mamet y David Foster Wallace. Es un diluvio constante; y de vez en cuando uno o dos archivos perdidos quedan sumergidos, a veces incluso durante décadas. Los papeles de Borges se compraron en 1999; doce años después, permanecen sin catalogar.

Es apropiado que se haya descuidado a Borges. Durante la mayor parte de su vida, el escritor canónico de sátiras juguetonamente irónicas ("Pierre Menard, autor del Quijote"), manipuladores de mentes cósmicos ("El Aleph") y astutos experimentos mentales ("Sobre el rigor en la ciencia") encontró poco reconocimiento fuera de los círculos intelectuales argentinos; gran parte de su trabajo se había publicado primero en revistas de vanguardia y casi nada había sido traducido al inglés. Al observar este estado de cosas, el crítico George Steiner notó que incluso los detalles básicos sobre Borges eran "estrictamente vigilados, distribuidos con parsimonia, a menudo casi imposibles de conseguir, al igual que [sus] poemas, historias, ensayos, ellos mismos dispersos, fuera de -impresión, seudónimo ”.

Cuando Borges ganó notoriedad internacional, ya tenía sesenta y un años; y sus décadas de anonimato siguen acechando su trabajo. Cada palabra publicada se ha recopilado en hermosos volúmenes de tapa dura y, sin embargo, la escritura de Borges todavía se siente dispersa. La misma cualidad es intrínseca a su obra . No hay un orden real, no hay personajes que se repitan con frecuencia, no hay sujetos o ubicaciones que unan el todo. En cambio, las fascinaciones de Borges van desde la tradición del tango hasta la pulpa metafísica y las meditaciones sobre la inmortalidad, el mito y el lenguaje. Leer a Borges no es como leer la mayor parte de la ficción, es más como hojear una enciclopedia: descubrir sus verdades más sorprendentes requiere capricho y una mente errante.

Borges, el hombre, está igualmente oculto. Se nos dice que se desempeñó como director de la Biblioteca Nacional de Argentina, se quedó ciego a la mediana edad y nunca ganó un Premio Nobel. Poco más se recuerda ampliamente. La simplificación excesiva es una consecuencia inevitable del paso del tiempo, pero la vida de Borges ha demostrado ser particularmente susceptible a la elisión biográfica. Borges nunca tuvo relaciones amorosas dramáticas, nunca peleó en batallas heroicas y nunca atravesó el mundo en grandes aventuras. Es tentador pensar en él más como una criatura literaria que como un ser humano.

Como escribe Borges en su poema en prosa “Borges y yo”, este proceso estaba bien encaminado durante su vida. Estaba el gran nombre de “Borges”, “el que le pasa las cosas”, y su modesto servidor, el hombre que “[sigue] viviendo, para que Borges idee su literatura”. Como Jekyll transformándose en Hyde, Borges sabe que pronto sucumbirá a su doppelgänger: "Estoy destinado a morir, definitivamente, y solo un instante de mí mismo puede sobrevivir en él".

Descubrí que había al menos un lugar donde persistía ese “instante” de Borges, una tierra donde Borges vivía como Borges y como “yo”, leyenda y vida. Ese lugar es Texas. A partir de 1961, Borges realizó cinco visitas al estado: primero, para enseñar durante un semestre en Austin como profesor invitado; luego dar una conferencia sobre Cervantes y Whitman como celebridad literaria. Cuando Borges murió el 14 de junio de 1986, el campus principal de la Universidad de Texas bajó sus banderas a media asta, un tributo poco común para un escritor y un honor desconcertante para quien no tiene profundas raíces en Texas. ¿Por qué Texas había abrazado tanto a Borges? ¿Y por qué Borges había seguido regresando allí durante los últimos veinticinco años de su vida?

A principios de enero, comencé a investigar lo que parecía un romance olvidado hace mucho tiempo. Desde Nueva York, envié un correo electrónico al personal del Ransom Center sobre mi búsqueda de Borges, y me respondieron que estarían ansiosos por ayudarme. De hecho, allí, en Hill Country, tenían un tesoro de la obra de Borges. ¡Había un esquema de guión cinematográfico en el que colaboraba Borges! ¡Un borrador autografiado de su clásica historia de venganza “Emma Zunz”! ¡Las páginas completas de “Los Rivero”, un fragmento que se sospecha es la novela nunca terminada de Borges! Y, lo más prometedor, cinco cuadernos llenos de ensayos escritos a mano que podrían arrojar nueva luz sobre el tiempo de Borges en Austin. Estaba convencido de que en el Ransom Center descubriría al Borges viviente que respiraba y que tanto había enamorado a Texas. Reservé mi viaje esa semana.

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Primero encontré el nombre “Jorge Luis Borges” en mi anuario de undécimo grado. Los editores, en un gesto cruel, habían colocado una foto poco halagüeña de él, ciego, marchito y vagamente parecido a Gollum, junto a una foto de la enfermiza de nuestra escuela. El titular decía: "separados al nacer". Nunca antes había visto u oído hablar de este extraño y anciano, y por alguna razón, despertó mi curiosidad. Investigué a Borges sólo lo suficiente para descubrir que había sido un escritor argentino. Rápidamente me olvidé de él.

Tres años después, Borges regresó, esta vez en forma de su relato "Pierre Menard, autor del Quijote". La historia, una maliciosa versión de los excesos académicos, escrita en el tono sobrio de un artículo académico, atrajo de inmediato mi amor por la literatura como broma. En una falsa bibliografía que inicia la pieza, Borges describe una de las obras de su protagonista: “un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer la partida del ajedrez eliminando uno de los peones de la torre (Menard propone, recomienda, debate y finalmente rechaza esta innovación ). " Me regocijé con este humor de horca intelectual. Aquí estaba Borges celebrando la erudición mientras reconocía astutamente que todo era en última instancia inútil. El resultado fue desalentador; la diversión estaba llegando.

El español había sido mi peor asignatura en la escuela, pero después de descubrir a “Pierre Menard”, me comprometí a estudiar el idioma. Marqué una copia de la colección de cuentos más famosa de Borges, Ficciones . Mantuve un cuaderno de vocabulario para digerir la jerga criolla en el cuento de lucha con cuchillos "Streetcorner Man". Hablé con un profesor emérito para que me diera una clase de encuesta individual sobre el trabajo de Borges. Y después de graduarme de la universidad, me mudé a Buenos Aires, impulsado por el capricho, la aventura y las palabras de Borges.

Había ido a Buenos Aires a escribir para un periódico en inglés, pero dos semanas después de llegar ya estaba de regreso en Borges. Una noche, me encontré en un vecindario del que nunca había oído hablar, sentado en la cocina oscura de una casa larga y estrecha con paredes altas. Estuve allí para estudiar a Borges. El maestro, Marcos Liyo, un estudiante de posgrado de veintitantos años, leía las historias del maestro en voz alta con la cadencia clara y cadenciosa de un baladista. Estaba hechizado. Seis meses después, Marcos sería un amigo cercano y yo me mudaría a una habitación en esa misma casa.

Fue allí donde me enteré por primera vez de una conexión entre el maestro argentino y el estado de la estrella solitaria. Marcos me había dado un CD de Borges leyendo selecciones de su poesía, y me sorprendió descubrir que uno de los temas se titulaba "Texas". Hice clic y escuché la voz de Borges, tenue como la brisa del atardecer:

Aquí también. Aquí como en el otro

Borde del hemisferio, una llanura sin fin

Donde el llanto de un hombre muere una muerte solitaria.

Aquí también el indio, el lazo, el caballo salvaje.

Aquí también el pájaro que nunca se muestra,

Que canta por el recuerdo de una tarde

Sobre los rumores de la historia

Aquí también el alfabeto místico de las estrellas

Llevando mi bolígrafo sobre la página a los nombres

No barrido en el continuo

Laberinto de días: San Jacinto

Y esas otras Termópilas, El Álamo.

Aquí también lo nunca entendido

Ansioso y breve asunto que es la vida.

 

Mi español era todavía un trabajo en progreso, de modo que tomó la mejor parte de una hora de descifrar palabras como confín (borde) y el potro (potro o caballo salvaje). Habiendo hecho que el poema fuera inteligible, si no significativo, le envié la grabación a mi tío. No hablaba español, pero había enseñado poesía, estudiado lingüística y aprendido, me parecía, el secreto para descifrar casi cualquier lengua. ¿A quién más conocía que realmente pudiera entender “Texas”?

Mi tío vive cuarenta minutos al noroeste de San Antonio en un reino ermitaño que él llama Errante Aengus. Apropiadamente, para una casa que lleva el nombre de uno de los poemas de WB Yeats, está llena de grandes libros. Desde sus primeros días como académico, mi tío ha sido miembro de la Folio Society, y durante años ha recibido copias gloriosamente ilustradas de los clásicos occidentales por correo. Cuando era adolescente, una vez recité la totalidad de Esperando a Godot de Beckett mientras me recostaba en una hamaca en el patio trasero de mi tío, el vasto cielo azul de Texas. Era un volumen de gran tamaño con páginas de corte grueso, y la experiencia de manejarlo agregó capas a la obra que no estaba presente en la edición de bolsillo de Grove Press. Más tarde, viajaría a la casa de mi tío sin un libro; quería dejarme seducir por algo en sus estanterías.

Cuando descubrí que Borges había pasado un tiempo en el mismo Hill Country que siempre había asociado con mi tío y su hogar mágico, intuí un significado más profundo. Si Borges hubiera visitado la Universidad de Nebraska durante los años 60 y 70, no me habría importado lo suficiente como para visitar Lincoln. Pero no lo hizo. Visitó Texas. ¿Cómo podía ser, me preguntaba, que mi escritor favorito y yo —nacidos con ochenta y cinco años y ocho mil millas de distancia— ambos hubiéramos encontrado algo significativo en esta tierra lejana?

Comencé a estudiar minuciosamente biografías, entrevistas y el trabajo de Borges, tratando de descubrir qué había sucedido durante sus visitas. Cuando Borges llegó a Austin en 1961, fue su primer viaje a América y su primer viaje fuera de la región del Río de la Plata desde que tenía veinticuatro años. Cuatro meses antes, Borges había compartido el premio inaugural del International Publishers 'Prize con Samuel Beckett, comenzando su ascenso al estrellato, y los traductores se apresuraban a terminar las primeras colecciones en inglés de sus historias.

En Austin, Borges crepitaba de energía, impartiendo un seminario de posgrado sobre el poeta Leopoldo Lugones, auditando un curso de inglés antiguo y dando conferencias sobre el escritor español Rafael Cansinos-Asséns. “En una semana”, escribe el ex profesor de la UT Miguel Enguídanos en la introducción a Dreamtigers , la primera traducción al inglés de El hacedor de Borges , “se hablaba de Borges, con Borges, por Borges, y por Borges, en todos los pasillos de Salón de Batts. Los académicos se vieron obligados a escribir estudios y tesis sobre la obra de Borges. Los poetas, ¿no era inevitable? Le disparaban salvas ditirámbicas.

Por el resto de su vida, Borges devolvería el entusiasmo vertiginoso de Texas, ofreciendo frecuentes odas al estado. “Buenos Aires, Montevideo y Austin son, quizás, mis hogares más queridos”, le dijo una vez Borges a un entrevistador. "Soy un ciudadano honorario de Texas", le dijo a otro. Puso "The Bribe", su historia sobre la política académica estadounidense y sus artimañas, en Austin. El narrador de su homenaje a HP Lovecraft, "Hay más cosas", es un estudiante en UT. En El libro de arena , Borges, célibe durante la mayor parte de su vida, escribe sobre "una mujer de Texas, pálida y delgada como Ulrica, que me negó su amor". Y presentando “Texas” en la grabación Borges por Borges, dice de su primera visita a Austin, “Antes, Texas era solo un nombre vago para mí, relacionado con uno de los versos de Whitman y muchos westerns. Pero durante ese tiempo, aprendí a amarlo ".

Pero, ¿cómo había aprendido Borges a amarlo? Cuando comencé a preguntar, se hizo evidente que la comunidad académica veía mi búsqueda como quijotesca. “Qué idea tan extraordinaria que de alguna manera el cincuentenario de la primera visita de Borges a Texas debería merecer un artículo de revista”, me dijo en un correo electrónico el amigo y traductor de mucho tiempo de Borges, Norman Thomas di Giovanni. Había estado en Austin con Borges solo unos días en 1969 y recordaba poco sobre la visita. Edwin Williamson, el biógrafo más reciente de Borges, dedica menos de un párrafo al tiempo del argentino en Texas en su tomo de casi seiscientas páginas, Borges: A Life. Cuando le escribí a Williamson para preguntarle si sabía algo más sobre las visitas de Borges a Austin, me dijo que "no logró encontrar a nadie que hubiera trabajado o estudiado con él allí".

Cuando llegué a Texas a principios de febrero, comprendí rápidamente la dificultad de Williamson. Desde la muerte de Borges, había sido olvidado casi por completo allí. Al hacer una parada en el Ransom Center en mi primer día en Austin, mi búsqueda encontró un inconveniente importante: los papeles de Borges no se encontraban por ninguna parte. Hojeé el catálogo computarizado y no encontré ninguna mención de su trabajo. Solicité la ayuda del personal de la Sala de Lectura y descubrí que estaban tan desconcertados como yo. Pregunté en el escritorio de los bibliotecarios y, después de una larga búsqueda, se me presentó una sola carpeta de papel manila que contenía menos de veinte páginas. Hubo una conferencia marcada sobre Walt Whitman; una breve correspondencia entre Borges y la Universidad; y una copia manuscrita del poema “Texas. ”¿Dónde se había ido el resto de la colección de Borges? ¿Dónde estaban la novela inconclusa y los borradores autografiados y resmas de cuadernos personales? Los bibliotecarios no lo sabían. Si el resto de los papeles de Borges todavía existían, estaban escondidos en algún lugar, en lo profundo de las estanterías.

Encontrar personas que realmente hubieran trabajado o estudiado con Borges parecía una tarea casi imposible. No solo el legado de Borges casi se había desvanecido de Austin, sino que cualquier persona lo suficientemente mayor como para haber tenido un contacto real con él ahora tendría más de ochenta años. Mientras planeaba mi viaje, envié un correo electrónico a media docena de profesores actuales de UT para ver si alguno de ellos sabía sobre el tiempo de Borges en Texas. La mayoría de ellos sugirieron solo que me registrara en el Centro de rescate. Algunos me dirigieron hacia un ex colega llamado Miguel González-Gerth, un profesor emérito nacido en México que todavía estaba activo en la Universidad. Cuando llamé a González-Gerth, me invitó a reunirme con él y parecía ansioso por facilitar mi visita.

González-Gerth vive a un par de millas al norte del campus de UT en una casa impresionante resplandeciente con estatuas de principios del siglo XX, un tapiz chino y una gran escalera que se curva hacia el vestíbulo. Cuando llegué, su esposa, Tita, me mostró el salón donde esperaba al anciano erudito. Viejas fotos sentadas en una mesa de la reina Ana mostraban que González-Gerth había sido deslumbrantemente guapo en sus años dorados —sus cejas oscuras y bouffant blanco recordaban al actor mexicano Ricardo Montalbán— y cuando el hombre llegó, tenía un aire cortés a juego. su entorno aristocrático.

González-Gerth no había estado en Texas para la primera visita de Borges en 1961, me dijo, pero cuando el argentino regresó durante las siguientes dos décadas, se habían hecho amigos. Fue fácil ver por qué. González-Gerth, ahora de ochenta y cuatro años, compartía con Borges no solo los modales de la vieja escuela, sino también una fascinación por la literatura británica y, más significativamente, un linaje militar histórico. El padre de González-Gerth, un oficial del ejército durante la Revolución Mexicana, había participado en una carga de caballería en 1914 que ayudó a asegurar una gran victoria para los Ejércitos del Norte. Un dibujo que detallaba elementos de la histórica carrera del viejo soldado colgaba con orgullo en el vestíbulo.

Borges también contó a varios militares entre sus antepasados, hecho del que se enorgullecía y al que aludía con frecuencia. Un antepasado materno, Miguel Estanislao Soler, comandó una división en el ejército de San Martín durante las guerras de independencia de América del Sur; y uno de los bisabuelos de Borges, Isidoro Suárez, encabezó una carga de caballería que ayudó a ganar la Batalla de Junín, una victoria crucial en la campaña peruana de Simón Bolívar. La hazaña de Suárez fue tan notable que Bolívar declaró: “Cuando la historia describa la gloriosa Batalla de Junín… se atribuirá a la valentía de este joven oficial”.

Dos académicos se encuentran en Texas a fines de la década de 1960 y descubren que ambos son descendientes directos de soldados que participaron en heroicas cargas de caballería en las principales batallas latinoamericanas. En la obra de Borges eso no sería coincidencia, sería evidencia de algo más profundo: la estructura literaria que se inserta en la vida cotidiana.

“Uno de los intereses bastante constantes de Borges es la idea del héroe”, me dijo González-Gerth mientras estábamos sentados en su salón. “Tenía coroneles y generales en las campañas argentinas, y descubrí aquí en Austin que le atraían los desfiles militares. Le encantaba escuchar marchas y el sonido de pasos en marcha ".

Pero no hubo grandes desfiles militares en Texas cuando Borges visitó, protesté. "Probablemente era una cosa de fútbol, ​​pero se imaginó un desfile militar", dijo González-Gerth. "Aquí las universidades e incluso las escuelas secundarias tienen bandas que suenan a militares".

Borges escucha la banda de música de la UT e imagina un ejército colonial. Borges lee sobre la Batalla de San Jacinto en Texas y la relaciona con la Batalla de Junín en Perú.

“Borges dijo una vez que lo peor que un estadounidense puede decirle a otro es 'eres un mentiroso'”, dijo González-Gerth cuando le pregunté sobre el sentido de moralidad de Borges. “Mientras que, para los latinoamericanos, lo peor es 'Eres un cobarde'. 'Usted es un cobarde!' Esas son palabras de lucha. Mientras que 'Un mentiroso', ¿a quién le importa? Mentiras, si no son mentiras peligrosas, embellecen la realidad, y eso es ficción. Creo que eso es lo que pensó Borges ”.

Texas es el hogar de los cuentos; la exageración de la realidad está entretejida en la cultura. Mi tío cuenta una historia que poco después de mudarse al campo, el alguacil local vino a instruirlo sobre cómo lidiar con los intrusos. "Si dispara a alguien afuera", dijo el alguacil, "arrastre el cuerpo dentro de la casa y no habrá ningún problema". Tal vez sea un cuento, pero durante mucho tiempo ha reforzado mi mitologización de Texas. Tu propiedad, tu casa, tu honor. Si se produce una lucha, la ley no quiere interponerse en el camino. No quisiera llamar cobarde a nadie en Texas.

Los cuentos gauchosos de Borges también se rigen por este antiguo código de justicia. Las leyes importan mucho menos que proteger el honor. En la historia de Borges “El sur”, su alter ego Juan Dahlmann, descendiente de un héroe militar argentino asesinado, se recupera de un brote casi fatal de septicemia y va a visitar la casa de campo de su familia que estuvo desocupada durante mucho tiempo. Después de viajar en tren, se encuentra esperando un carruaje en un salón destartalado. Allí, un joven duro insulta a Dahlmann, le grita insultos en la cara y le muestra un cuchillo. El tabernero (que misteriosamente conoce el nombre de Dahlmann) protesta porque Dahlmann está desarmado, lo que ofrece una salida a la violenta confrontación. Pero entonces sucede “algo imprevisto”. Un gaucho, "en quien Dahlmann había visto un símbolo del Sur", lanza a nuestro héroe un puñal, el instrumento con el que debe defender su honor. El destino de Dahlmann ahora está sellado.

Lo más probable es que la historia sea la fantasía de Dahlmann. Muriendo de septicemia, Dahlmann yace en su cama de hospital de Buenos Aires soñando con una muerte más noble en el Sur primitivo. Cuando nuestro Dahlmann sale a la llanura para luchar por su honor, el verdadero Dahlmann sucumbe a su infección bacteriana. Esta lectura del “sueño” parece obvia ahora, pero no se me ocurrió hasta que leí la historia cinco o seis veces. Me había enamorado del romance de la fantasía y todavía rechazo la idea de que la lectura más literal es cierta. En las historias de Borges, la coexistencia de la realidad y la fantasía es crucial. Eso no fue menos cierto en su vida. Me imagino a Borges conversando con Miguel González-Gerth y deleitándose con las historias familiares compartidas que hicieron presente el pasado heroico en sus venas.

No soy descendiente de grandes guerreros, pero eso no significa que carezca de predecesores cuyas vidas enciendan mis sueños. Mi abuelo materno, que murió mucho antes de que yo naciera, fue un ejecutivo publicitario pionero, luchador con muletas y exitoso compositor de Tin Pan Alley cuyo éxito, "Bless You (For Being An Angel)", fue grabado una vez por Fats Waller. Pero en realidad es su hijo, mi tío, quien ha alimentado mis fantasías, y he llegado a ver su casa en Hill Country como el tipo de retiro mítico que Juan Dahlmann estaba tratando de alcanzar en "El Sur".

Mi tío es un tejano accidental. Profesor de poesía especializado en estadounidenses del siglo XX como Sylvia Plath y ee cummings, pasó los primeros años de su carrera rebotando en la academia y quemando esposas. Al llegar a la Universidad de Texas en San Antonio en 1976, encontró un hogar y una esposa permanente (su cuarta esposa, mi tía Gail). En los años antes de que yo naciera, mi tío vivía en San Antonio propiamente dicho, pero una vez que él y mi tía tuvieron un hijo juntos, los dos decidieron mudar a su nueva familia a una caravana en la ladera de la carretera rural 37 de Park. dos años, construirían minuciosamente una casa con sus propias manos.

Mi tío fue la primera figura literaria en cuyo mito me involucré profundamente. Había sido un genio del ajedrez en su adolescencia, tomando el tren a Greenwich Village los sábados para perfeccionar sus habilidades contra el gran maestro nacido en Ucrania Nicolas Rossolimo. En la universidad, se había especializado tanto en inglés como en matemáticas. Como joven profesor en Muhlenberg College, refinó su juego de tenis y rápidamente se convirtió en el mejor jugador del campus. Cuando Chris Evert, de diecisiete años, visitó el este de Pensilvania en 1972, fue invitado a jugar un partido amistoso contra ella. Triunfó. Ese verano, Evert llegó a las semifinales de Wimbledon.

La precoz carrera de mi tío pronto llegaría a su fin. Falló, varias veces, en conseguir la titularidad. Sus matrimonios colapsaron. Dejó la academia. Dirigió una heladería / sala de juegos en el suelo. Vendió membresías en un parque de casas rodantes. Enseñó inglés a oficiales militares extranjeros. En su juventud atlética, larguirucho y de hombros anchos, se convirtió en una edad madura jovialmente rolliza. Ahora con sesenta y ocho años con una melena de cabello gris con frecuencia coronada por una elegante gorra de pescador griego, llega a fin de mes tocando el piano para jubilados y pacientes con Alzheimer. Mi propio padre trabajó como abogado en la misma corporación durante más de tres décadas antes de pasar a una jubilación adinerada. Mi madre es psicóloga con práctica privada y oficina en Central Park West. Llevan casados ​​treinta y nueve años. Las vidas de mis padres han sido modelos de éxito circunscrito; la de mi tío siempre me ha parecido una divertida aventura. Nunca dirigió una carga de caballería ni luchó en una guerra de independencia, pero todavía veo, en sus triunfos y derrotas, las etapas inconfundibles de la búsqueda de un héroe.

Es más, en la vida de mi tío, comencé a ver los patrones reveladores de otro aventurero atípico. En el ensayo "Kafka y sus precursores", Borges crea un linaje para las ideas de Kafka que invierte la forma en que normalmente pensamos sobre la autoría. Borges describe la paradoja de Zenón sobre la imposibilidad de movimiento, las parábolas religiosas de Kierkegaard y uno de los poemas de Browning y encuentra en todos ellos rasgos kafkianos. Borges no hace esto para iluminar las influencias de Kafka — ni siquiera afirma que Franz Kafka realmente leyó las obras que cita — en cambio, Borges quiere mostrar cómo el presente puede inventar la historia. “Cada escritor crea sus propios precursores”, escribe Borges. “Su trabajo modifica nuestra concepción del pasado, ya que modificará el futuro”.

Mi tío no ha leído mucho a Borges. La copia de Laberintos en su oficina tiene la columna vertebral rígida e intacta y parece haber sido escasamente desnatada. No obstante, veo sus obsesiones de toda la vida con el ajedrez, la teoría de números y la literatura como rasgos profundamente borgesianos. Su casa, una biblioteca secreta y vasta enclavada en una remota ladera, existe para mí como una presunción borgesiana. Incluso Texas —su historia, mitos y cuentos fantásticos— ahora se siente borgesiano en su composición. “Si no me equivoco, las piezas heterogéneas que he enumerado se parecen a Kafka”, escribe Borges en el ensayo. "Si no me equivoco, no todos se parecen".

Antes de leer a Borges, no entendía por qué equiparaba mi amor por mi tío con la admiración por su estado adoptivo. Mi tío no tenía ningún orgullo de Texas. En todo caso, habló de cómo se sentía fuera de lugar, intercalado entre los cristianos conservadores camino arriba y los ávidos cazadores de ciervos en algunas propiedades más allá. Sin embargo, siempre sentí una conexión mucho más profunda que el choque cultural de un poeta pacifista y los derechistas religiosos. Texas me pareció mítico, preñado de los fantasmas de los antepasados ​​y la chispa de la ficción. El errante Aengus, con sus casas construidas a mano y sus libros totémicos, era Texas en su forma más noble. ¿Era de alguna manera este Texas, el Texas de mi tío, del que también Borges se había enamorado?

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Un profesor de la Universidad de Texas con el que me comuniqué acerca de mi proyecto me había recomendado encarecidamente que no solo hablara con Miguel González-Gerth, sino que también buscara a otro académico llamado Carter Wheelock. Me dijeron que Wheelock había tomado el curso de Borges en 1961, había escrito su disertación sobre la ficción de Borges y había enseñado el trabajo de Borges durante su carrera como profesor en la UT. Se retiró de la Universidad en 1993, resurgió brevemente para dar una conferencia sobre Borges en 1999, y luego perdió contacto con la academia. Nadie sabía cómo encontrarlo. El Departamento de Español y Portugués de la Universidad, donde aún figura como profesor emérito, no tenía un número para él. Miguel González-Gerth no le había hablado en años.

Las páginas blancas habían incluido un número de un KC Wheelock en Austin, que resultó ser el casi olvidado Carter. Habíamos acordado encontrarnos en su casa en las afueras de la ciudad, pero el día antes de nuestra entrevista, su hija llamó para decir que había sido hospitalizado por diverticulitis. A la mañana siguiente, un día récord de frío en el centro de Texas, me encontré dentro del North Austin Medical Center, sentado al lado de la cama de Carter Wheelock. Un hombre travieso con una barba blanca sin afeitar, tos de fumador con arcadas y un acento del norte de Texas, Wheelock comenzó a contarme sobre la primera visita de Borges a la Universidad.

Septiembre de 1961: Borges llega a Miami y decide que, en lugar de volar a Austin, él y su madre, Doña Leonor, viajarán en autobús por Florida, Alabama, Mississippi y Louisiana. Tres días después de su llegada programada, el profesor que lo invitó llama a la aerolínea para preguntar si un tal Jorge Luis Borges hizo su vuelo y pasó con seguridad por la aduana. Él tiene. Al día siguiente, Borges aún no ha llegado. La facultad del departamento de Lenguas Románicas está a punto de notificar a la policía que un escritor argentino ciego y su anciana madre están perdidos en algún lugar de los bosques del Cinturón de la Biblia cuando llega Borges, radiante. “Llegarían a Miami y decidieron, 'Oh, haremos este swing por el sur'”, me dijo Wheelock. “Él dijo: 'Queríamos ver el sur'. Borges siempre hablaba como si pudiera ver; pero no pudo ".

Para cuando Borges llegó a Texas, había estado perdiendo la vista de manera constante durante más de tres décadas, adaptándose a lo que más tarde llamó su "modesta ceguera". (Podía distinguir las sombras y los colores verde, azul y amarillo). En UT, Borges confiaba en sus compañeros para que lo ayudaran a navegar por el campus. Su madre estuvo allí en 1961. Su primera esposa, Elsa Astete, lo acompañó en 1968. Norman Thomas di Giovanni viajó con él en 1969. Y María Kodama, la mujer que eventualmente se convertiría en la segunda esposa de Borges, lo asistió en 1976 y 1982. Cuando sus principales compañeros no estaban presentes, Borges siempre podía encontrar un profesor joven y ansioso como Miguel González-Gerth para acompañarlo.

Me cuesta imaginar cómo el ciego Borges podría desarrollar tanto cariño por un lugar. Disfrutar de la “llanura sin fin” sin ver el vasto horizonte equivale a escuchar el viento. Visitar el Álamo sin el don de la vista limita a uno a sentir las paredes de piedra. Cuando pienso en Texas, veo los árboles rechonchos y nudosos en la tierra de mi tío y Congress Avenue en Austin subiendo cuesta arriba hacia el Capitolio. ¿Qué vio Borges?

El 1 de agosto de 1966, entre la primera y la segunda visita de Borges, un ex marine llamado Charles Whitman tomó el ascensor hasta la cima de la torre UT y abrió fuego en el campus, matando a catorce. Carter Wheelock, escribiendo entonces su disertación, reconoció en el evento ciertos símbolos borgesianos. En las historias de los argentinos, Wheelock sabía que las torres son "puntos altos de revelación o conocimiento" y las personas que ascienden a sus cimas "tienden a marearse (a sufrir de irrealidad) y a ser destruidas, a menudo por disparos". En las balas del rifle de Whitman, Wheelock vio a Zahirs, pequeños objetos que suplantan la realidad de todo lo que los rodea (en la historia de Borges de ese nombre, el objeto es una moneda). En el cartucho de escopeta que mató a Whitman, Wheelock vio un Aleph, un punto en el espacio que contiene a todos los demás (la lluvia de perdigones fue el vasto cosmos desatado). Wheelock le escribió una carta a Borges señalando estos símbolos. "No dijo nada sobre si yo tenía razón o no", dijo Wheelock, "pero actuó como si me hubiera dado cuenta de algo".

Cuando Borges visitó Texas dos años después, insistió en subir a la cima de la torre. “Quería ver dónde mataron a Whitman”, recordó Wheelock, levantándose de su cama de hospital inclinada. “Así que lo llevé. Recuerdo ese día con tanta claridad. No estaba del todo ciego, podía ver la luz y la oscuridad. Le dije: 'Esto es' y él miró al horizonte y dijo: 'Oh, tienes un edificio nuevo allí'. Eso me sorprendió, pero pudo ver este vago contorno de la ciudad. Y luego, de repente, pasó a la cuestión de Whitman. Estábamos en la plataforma de observación, y dije que fue aquí donde le dispararon, y él dijo: '¿Por qué lo mataron?' Y dije: 'Porque estaba matando a otras personas'. Reflexionó sobre eso y no dijo nada. Sé que quería una mejor respuesta. Cuando bajamos las escaleras su conversación se convirtió en algo menos interesante. Creo que es porque me perdí la señal. Buscaba personas que entendieran cómo concebía el mundo y lo que estaba tratando de decir al respecto ".

En las historias de Wheelock, la visión del mundo de Borges parece profundamente abstracta, tan alejada de la experiencia común que ignoraría los costos humanos de los tiroteos de Whitman y en su lugar trataría de encajar el incidente en una estructura literaria. A diferencia de muchos de la generación de escritores sudamericanos que le siguieron, Borges se mantuvo al margen de la política y mostró un abierto desdén por los populistas y los izquierdistas. Luego de una conferencia en la que Borges descartó la idea de que la literatura debería usarse para buscar la justicia social, un estudiante gritó “¡Pero la gente se está muriendo!”. La respuesta de Borges: "Yo también me muero". ¿Borges no tenía compasión de su prójimo? ¿Estaba tan alejado del mundo que solo veía historias y personajes, no vidas y personas?

“Borges no expresó amor por nadie y no sentiste ningún vínculo emocional con él”, me dijo Wheelock. "Pero el apego que era puramente intelectual lo hacía de alguna manera emocional".

Wheelock había pasado gran parte de la entrevista hablando de “tiempo lineal y tiempo eterno” y “la cosa y sus atributos”, conceptos con los que esperaba unir sus historias aparentemente no relacionadas. Quería que comprendiera el Kafka que unía a Zeno, Kierkegaard y Browning. “Bueno, déjame decirte esto y lo pondrás todo junto”, dijo Wheelock mientras terminaba una meditación teórica. “Soy bautista y tuve un pastor fundamentalista en un momento que no me agradaba. Solíamos tener conversaciones sobre la moral y Dios y cosas así, y no pude evitar citar a Borges. Cada vez que abordamos un tema realmente celestial, pensaba en algo que Borges había dicho, y este pastor finalmente decía: 'Dios debe ser adorado, Borges no'. Wheelock hizo una pausa. "¡Hijo de puta! No entendió que Borges está para ser adorado! No me cites sobre eso, sería malentendido, pero ese pastor no entendió que cuando encuentras algo que en última instancia es verdadero y verdadero para ti, ese es Dios. Eso es parte de Dios. Borges lo sabía ”.

Dejé Austin tres días después, todavía tratando de armar el rompecabezas. Para Wheelock, Borges era como el envejecido Einstein, comprometido en una loca búsqueda para descubrir la Teoría del Todo. Para Einstein, eso significaba vincular las fuerzas de la gravedad y el electromagnetismo en un solo sistema. Para Borges, significó unir mito y realidad, intelecto y emoción, Borges y "yo". Cuando Borges escuchó un desfile militar con los sonidos de una banda de música universitaria u observó la estructura literaria de los asesinatos de Charles Whitman, estaba probando los límites de estos límites. Texas tenía mitos históricos, "esas otras Termópilas, el Álamo", y palpitaba con ese "asunto ansioso y breve que es la vida". Resultó ser el laboratorio perfecto para sus experimentos.

Cuando devolví esa delgada carpeta manila después de mi decepcionante visita al Ransom Center, pensé que no tendría sentido volver. Borges se perdió allí; Tendría más posibilidades de encontrarlo entre los arbustos de la tierra de mi tío. Salí del edificio y estaba a punto de entrar en el ascensor en el estacionamiento de varios niveles en Whitis Avenue cuando escuché un grito. Uno de los miembros del personal de la biblioteca con el que había hablado, un candidato a doctorado con perilla de unos cuarenta años, se acercó a mí, jadeando y sudoroso. Después de que me fui, se fue a los estantes y encontró lo que pensó que era la caja que contenía la mayor parte de los papeles de Borges. Me dijo que lo dejaría a un lado.

Dos días después, me senté en la sala de lectura del Ransom Center, la caja frente a mí. Los cuadernos medían 15 x 23 cm y estaban llenos de la letra de Borges, tan prolija y tan pequeña que era casi ilegible. Los hojeé: un ensayo sobre místicos islámicos, luego un estudio de canciones de batalla anglosajonas, luego una reseña de un libro imaginario probable de un autor poco conocido llamado González Carbalho. Carter Wheelock pudo haber discernido en estos garabatos el intento de Borges de unificar el cosmos humano, pero vi algo más: el entusiasmo de un niño libresco cuyas mayores emociones provenían de enciclopedias obsoletas, leyendas casi olvidadas, la marginalidad de la literatura. Borges vivió para leer y escribir el tipo de cosas que se pierden en las estanterías de las bibliotecas.

Quizás el amor de Borges por Texas no fue más que una salida para estas fascinaciones de toda la vida. Después de tantos años en Buenos Aires, el acto físico de viajar había despertado otro aspecto de su curiosidad. Ciego y cada vez más dependiente de los demás, ya no podía leer ni escribir por sí mismo, pero aún podía emocionarse al visitar una tierra lejana. Texas llenó sus cuadernos de papel cuadriculado. Siempre quedarían nuevas páginas para sus minúsculas letras.

Mi tío dejó de escribir hace unos treinta años, cuando se instaló en Hill Country con mi tía. A menudo me he preguntado cómo esta fuerza creativa de la naturaleza pudo dejar su pluma. Errante Aengus, ahora me doy cuenta, tiene la respuesta. Después de terminar su casa, mi tío y mi tía construyeron un mirador en lo alto de la propiedad, un lugar perfecto para ver el sol sumergirse bajo las colinas. Agregaron un invernadero unos años más tarde, luego otro mirador, luego una pérgola sobre su terraza trasera, luego un balcón en su habitación del segundo piso. Actualmente están rehaciendo su casa de huéspedes.

Hace aproximadamente una década, mi tío y mi tía construyeron su creación más caprichosa: una choza con manchas moradas y amarillas junto a la entrada que llaman "la parada de autobús de Marrakech". No hay autobuses que pasen por la tierra de mi tío y ningún marroquí ha buscado refugio allí. Ese no es el punto. La parada de autobús es parte de una búsqueda para hacer realidad la imaginación de mi tío y mi tía, para combinar las ficciones de sus mentes con los hechos de su paisaje. Es su versión de esos impecables portátiles de 6 por 9 pulgadas.

Borges dijo que el mayor logro de un escritor es que se olvide su nombre, pero sus historias perduran. Treinta años después de la última vez que puso un pie en Texas, seguí sus pasos. Quería comprender el vínculo inesperado que había unido a un escritor argentino a este lugar lejano. Quería ver si quedaba alguna parte de esa conexión mágica. Busqué por todas partes a Jorge Luis Borges. Apenas encontré rastro de su nombre.

Eric Benson es editor asistente de la revista New York , donde escribe sobre política, crimen y jazz. Su obra reciente incluye ensayos , un documental radial sobre el compositor argentino Guillermo Klein y un blog seudónimo que analiza al entrevistador televisivo Charlie Rose. Su último artículo para Guernica narra la carrera del apóstata de la NASA Robert Zubrin y sus planes para una misión tripulada a Marte.

 

Fuente: Guernica

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