viernes, 16 de julio de 2021

Borges y la Buenos Aires secreta

En su vagabundear por la ciudad de antaño, al escritor no le atraía la arquitectura que imita a París, Madrid, o Viena. Por el contrario, en sus historias se funden los tranvías a caballo, los carros del aguatero y el lechero, y las casas con patio, zaguán y jardín... El arrabal, en definitiva.

 

Esteban Ierardo

 

Borges camina por las calles del Buenos Aires perdido, el de las casas bajas y el mucho cielo. No la ciudad con los muchos edificios afrancesados en su centro, sino la de los suburbios, los arrabales que se desvanecen en la pampa. 

 

Los latidos del escritor terminaron en un hospital de Ginebra, Suiza, en 1986. El Buenos Aires que siempre agitó su memoria era el de los tranvías a caballo y de los primeros tranvías eléctricos, los carros del aguatero y el lechero, y las casas con patio, zaguán y jardín; no la urbe de “las torres de cemento y el talado obelisco”. 

 

Varios escritores célebres inspiraron su literatura en ciudades, o sus narrativas contribuyeron a modelar sus ambientes: la Praga de Kafka, el Dublín de Joyce, la Lisboa de Pessoa, el Edimburgo de Stevenson, la Estambul de Pamuk. La de Borges es “la secreta ciudad de Buenos Aires”, según reza el epílogo de su poemario La cifra. 

 

Esa urbe secreta es lo perdido, pero también lo preservado entre cuentos, poemas, entrevistas y versos del autor de El Aleph.   

 

En los bordes            

 

En la casa de la calle Tucumán 840, entre Suipacha y Esmeralda, nació, en 1899, Jorge Francisco Isidoro Luis Borges en el hogar de sus abuelos por la línea de su madre Leonor. Borges recordará luego que hacia fines del siglo XIX la calle Viamonte “se llamaba calle del Temple, y estaba llena de lupanares”. Su lugar de nacimiento era ya la casa arquetípica de un Buenos Aires mítico que luego el escritor evocará con nostalgia, la casa baja, con aljibe, patio, puerta cancel y un húmedo zaguán. 

 

Pero la cosmovisión borgiana nació en su casa de la infancia, ya perdida, en la calle Soler (hoy calle Jorge Luis Borges) en un Palermo que era la transición entre la ciudad céntrica y el suburbio que, en sus límites, albergaba todavía almacenes de ramos generales, galpones, prostíbulos, esquinas en las que los compadritos esgrimían su puñal y su coraje, y donde el arroyo Maldonado fluía todavía como serpiente de agua escurridiza bajo un cielo ancho, con el horizonte visible, de los amaneceres y ponientes. 

 

En aquellos años infantiles Borges conoció la Enciclopedia Británica que lo sumergirá en su pasión cosmopolita por las muchas filosofías, religiones, literaturas, saberes. Y la imagen del tigre. El felino de Asia, con sus rayas y magnetismo que también visitaba en el cercano zoológico. Su casa infantil tenía dos plantas, se encontraba junto a la de su abuela Fanny Haslam, madre de su padre Jorge Guillermo Borges, que era “muy inteligente” y, por lo tanto, como toda persona inteligente, tolerante, y libre pensador que le transmitió una vehemencia casi anarquista por la libertad individual. 

 

Conoció entonces a quien lo introducirá en la ciudad mítica, Evaristo Carriego, joven que murió a los 29 años dejando un solo libro, Misas herejes, con versos en los que se exalta el tango, los compadritos, el ambiente del arrabal, lo que será parte de la mitología de Buenos Aires que el escritor empieza a modelar luego del regreso de un viaje a Europa, en 1921, a través de sus primeros libros de poemas Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925), Cuaderno San Martín (1929). 

 

Libros de versos nacidos al ritmo de su caminar por las calles del sur, o de Villa Ortúzar, Palermo, Chacarita, Recoleta o Balvanera. Recorridos urbanos impregnados de filosofía. En Fervor de Buenos Aires, por ejemplo, en su poema “Amanecer”, en ese momento cercano a un nuevo sol, luego de una larga caminata nocturna sabe que él y otros pocos noctámbulos impiden que la ciudad desaparezca. La urbe sobrevive porque alguien la está pensando. Los entornos de seres y cosas solo existen por el pensamiento de una mente individual o universal, como lo propone en su cuento “Tlön,  Uqbar, Orbis Tertius”, en Ficciones. 

 

Y al recorrer las calles durante el día y la noche, el joven Borges descifrará también una sabiduría popular en la inscripción en los carros, uno de los textos de Evaristo Carriego, 1930, la biografía no solo de un amigo, sino también de Palermo. 

 

En su vagabundear por la ciudad de antaño, al escritor no le atrae la arquitectura que imita a París, Madrid, o Viena, sino que, como manifiesta Carlos Alberto Zito en El Buenos Aires de Borges, “el joven poeta quiere ver el Buenos Aires profundo, rioplatense, pampeano, el que se hace solo, sin consultar a los europeos, en los bordes de la ciudad”. Y en “Las calles”, poema también de Fervor de Buenos aires, se rubricará con claridad el lazo del escritor con la ciudad ya que “las calles de Buenos Aires/ya son mi entraña /No las ávidas calles, incómoda de turba y ajetreo/ Sino las calles desganadas del barrio/ Casi invisibles de habituales…” 

 

Las calles humildes del barrio encienden de íntima pasión al poeta. De ahí el desdén por el edificio señorial y por el art Nouveau, o “los reticentes cajoncitos” del estilo art decó de Alejandro Virasoro. La Buenos Aires más ostentosa se apartó de la herencia española, pero la que rebullía en el suburbio era la “arquitectura instintiva” del capataz italiano. Y el goce con la construcción más espontánea también lo buscará en el tango, que valora cuando surge de la rusticidad y no desde la pieza con pretensión de género artístico. 

 

La ética del puñal 

 

El arroyo Maldonado era la frontera natural entre la ciudad y el campo, ya antes de que Belgrano y Flores, primero partidos de la Provincia de Buenos Aires, se incorporaran a la ciudad, en 1887. Los inconvenientes que causaba su curso, inundaciones, problemas de comunicación, llevaron a su entubamiento, en 1933. 

 

 Y el Maldonado también fue escenario de uno de los cuentos de entonación orillera más emblemáticos del autor de “La Biblioteca de Babel”: “Hombre de la esquina rosada”, incluido en su versión final en Historia universal de la infamia, de 1935. 

 

El Salón de Julia era lugar de encuentro para las cartas, el alcohol y las prostitutas. Allí irrumpe un hombre alto, fornido, con una chalina color bayo, vestido de negro. Se llama Francisco Real, apodado el Corralero, con fama de peleador letal, y que venía del Norte. Provoca a Rosendo Juárez el Pegador, alagado por el amor de La Lujanera, la mujer más codiciada del lugar. El desafío del Corralero busca aumentar su prestigio al vencer a otro malevo encumbrado. Rosendo se niega al enfrentamiento, aunque la Lujanera le acerca el facón para que pelee. Pero la lucha no consumada no significa que no haya un muerto. Al final, el narrador sorprende a Borges y al lector con su uso del cuchillo para, fuera de la vista de todos, ajustar cuentas con quien vino a provocar en su pago. 

 

El lugar del reto a duelo puede situarse, como el propio escritor aclaró, en cualquier sitio en el curso del Maldonado, en Palermo, Villa Crespo, o los fondos de Flores. Sin embargo, en el relato se afirma que Rosendo Juárez pisaba fuerte en Santa Rita, zona hoy entre Villa del Parque y Flores; y el salón de Julia “era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado”. 

 

Varios de los relatos de Borges suscitaron versiones en el cine. Pero solo una le conformó, la adaptación del cuento del Salón de Julia y su atmósfera de pasado orillero, por René Mugica: “un film admirable, muy superior al relato endeble en el cual se inspiró”. 

 

El interés por las historias de peleadores de compadritos, guapos y malevos, algunas nacidas de las anécdotas que le refería a Borges su amigo Nicolás Paredes, guardaespaldas de un caudillo conservador. La sustancia de un criollismo que supo alentar también con sus letras para milongas, como la que quiere salvar la memoria de Juan Muraña, hombre del cuchillo que “tuvo una sola virtud. /Hay quien no tiene ninguna. /Fue el hombre más animoso que han visto el sol y la luna.” 

 

Lo “animoso” es prenda de coraje, épica del puñal, que también encontró en Jacinto Chiclana. Así, “siempre el coraje es mejor/ la esperanza nunca es vana/vaya, pues, esta milonga, /para Jacinto Chiclana”. 

 

La ética del coraje que el escritor, con algún matiz forzado y de idealización desubicada, quiso encontrar en los compraditos, hombres solo violentos; convertidos en habitantes de una ciudad lejana, recóndita, arrabalera, a los que el autor de “El sur” les confirió la aureola de lo legendario. 

 

La biblioteca Miguel Cané 

 

El escritor procedía de una familia culta y de ilustre genealogía, pero todo esto no lo eximió de la carencia económica. Borges tenía que trabajar. Y su amigo el poeta Francisco Luis Bernárdez movió influencias para conseguirle un empleo como auxiliar en la Biblioteca municipal Miguel Cané, en Carlos Calvo 4319, Almagro, “un barrio gris y lóbrego, por el sudoeste de la ciudad”. Borges dirá que allí no trabajaban mucho más de cincuenta empleados para un trabajo de quince o veinte, a lo sumo. Sus recuerdos de aquellos días no eran muy gratos: “Resistí en la biblioteca alrededor de nuevo años. Fueron nuevo años de profunda infelicidad”, de pesar por la soledad respecto a sus compañeros de trabajo, a los que poco o nada les interesaba la literatura, a pesar de la cotidiana cercanía de los libros. 

 

Y es inevitable la mención de la anécdota de que ya en esos días Borges era reconocido por la elite literaria. Entonces uno de sus colegas, que hojeaba un tomo de la Enciclopedia Espasa Calpe, manifestó su sorpresa por un artículo sobre alguien que tenía el mismo nombre y apellido y fecha de nacimiento que Borges. Éste no trató de convencerlo de que no era una coincidencia, sino que se trataba de la misma persona. 

 

El largo viaje en tranvía para llegar a la biblioteca municipal era oportunidad para sus lecturas continuas, para su aprendizaje del italiano a través de un ejemplar bilingüe de la Divina comedia. Pero el empleado bibliotecario hará también de la biblioteca lugar de escritura de algunos de sus grandes cuentos, y metáfora del universo.  Se conservan un sillón y un pupitre en el que escritor trazó las letras de “Tlön…”, y otros cuentos de Ficciones. En el sótano hizo su conocida traducción de Orlando de Virginia Woolf. 

 

Y allí concibió también “La biblioteca de Babel” con sus galerías hexagonales, de veinte anaqueles, cada uno de ellos con treinta y dos libros de cuatrocientos diez páginas. Los hexágonos se propagan por todo el espacio, una “biblioteca infinita-dirá-que abarca el universo y se confunde con el universo, era mi pequeña y casi secreta biblioteca de Almagro”. 

 

La imaginación como forma de transfiguración de la realidad deslucida y pedestre. La biblioteca real de la estrechez y la rutina mediocre convertida en biblioteca universal; la escritura como esencia de una realidad total. Desde los anaqueles reales de Almagro hacia los hexágonos atestados de libros de la biblioteca simbólica, fantástica, infinita. 

 

Y la sensación de agobio en la pequeña biblioteca de barrio la intentó compensar también el escritor comprando todos los días en San Juan y Boedo “un mismo décimo de lotería”. Luego de abandonar la biblioteca barrial no tentó más la suerte. Pocos meses después salió premiado el número antes religiosamente comprado. “La lotería de Babilonia” es el relato borgiano que, entre suertes, loterías y colegios secretos ancla el azar en el fondo de la vida. Es posible que haya surgido de la costumbre del escritor de tentar la suerte a la salida de la biblioteca de Almagro. Otro acto de trasposición por el que un billete de lotería deviene un juego literario que intuye que lo azaroso, y no una necesidad divina, es lo que late en el centro del mundo.    

 

El Sur 

 

Juan Dahlmann, el secretario de la biblioteca Manuel Gálvez, sale de la clínica en la que estuvo internado. Quiere viajar a un terreno de su propiedad en la provincia de Buenos Aires. Debe entonces llegar a la estación de trenes de Constitución para empezar su viaje. Y, camino hacia allá, al atravesar una conocida avenida, sabe que “nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dalhmann solía repetir que ella no era una convención y que quien atraviesa esa misma calle entra en un mundo más antiguo y firme”, según se lee en el relato “El Sur”.

Lo “más antiguo y firme” es trasformación de un punto cardinal de la ciudad en lugar filosófico que entrega una mayor consistencia de vida.   

 

Y esto hace comprensible lo que Borges escribe en el prólogo de Buenos Aires en tinta china, libro de 1951, con la poesía de Rafael Alberti y los dibujos de Attilio Rossi, donde asegura que “…el Sur es la sustancia original de que está hecha Buenos Aires, la forma universal o idea platónica de Buenos Aires”. Y también luego agrega que cuando creía cantarle a Palermo, estaba evocando al Sur porque no hay palma de Buenos Aires que “no sea… el Sur”. 

 

El Sur es el de San Telmo, Montserrat, Barracas y Constitución; zona vasta de la ciudad que no despertó el interés inmobiliario, lo que contribuyó a que preservara su fisonomía con conventillos, hoteles pobres y pensiones. 

 

En el Sur, mucho quería el escritor el Parque Lezama, donde intimó con Estela Canto. Y muchas veces pasó por la esquina de Piedras y Chile, en Montserrat; y en “La noche que en el sur lo velaron”, de Cuaderno San Martín, ya su poesía se detenía en un velorio en casa de gente modesta en el sur mitificado. 

 

 Fuente: Perfil

https://www.perfil.com/noticias/cultura/borges-y-la-buenos-aires-secreta.phtml

 

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