Jorge Luis Borges y Ben Fihman. Foto de Vasco Szinetar.
Ben Amí Fihman
1 junio, 2022
La siguiente es una rara entrevista a Jorge Luis Borges con
más de cincuenta años de antigüedad. Rara por lo difícil de encontrar; y rara
por la calidad del entrevistador: Ben Amí Fihman. En este duelo de
inteligencias, cuya consecución también es un relato en sí mismo; aflora la
perspicacia, el conocimiento y las citas eruditas que tanto cincelaron al
escritor argentino. Hay quienes sostienen que la entrevista a Borges era un
género en sí mismo. Fihman demostró manejarlo a la perfección. El siguiente es sólo
un adelanto del libro, que da cuenta de sus encuentros con Jorge Luis Borges,
Isaac Bashevis Singer y Émile Cioran, cuyo título será Caza Mayor.
Las mujeres no tienen alma. Hoy 8 de diciembre de 1969, al
abrir un tomo de las obras de Kafka, me encuentro con esa frase (que es de
Mahoma) —y, a pesar de la distancia física y mental que me separa del Medio
Oriente, la acojo con regocijo; no obstante, los días siguientes demostraran
que tanto Mahoma como yo estábamos equivocados.
Me hallo rodeado de revistas argentinas, cuyo estilo
barroco, a juicio de Néstor Sánchez, le ha costado al río de la Plata dos
generaciones de escritores. Traen noticias de Borges. Se publica la traducción
de Whitman en la que trabajaron él y su esposa; se estrena la película Invasión,
escrita por Borges y Bioy Casares y dirigida por Hugo Santiago, y sale una
nueva edición de Fervor de Buenos Aires. Para rematar, reseñan que la
televisión francesa acaba de transmitir un documental sobre el poeta y que las
declaraciones de Borges en el film, rebotadas por las agencias de noticias,
causan escándalo entre los porteños. A ojos de un extranjero, la polémica raya
en el melodrama vernáculo. No obstante, la exposición pública del autor de
Ficciones es, sin duda, un homenaje permanente o uno de sus avatares. Pero,
¿cómo aguanta? ¿Cómo sobrevive a tanta honra?
A las ocho y media, esta noche, debería aparecer en un
cortometraje y en persona en la lectura pública de una selección de poemas del
más reciente de sus libros: Elogio de la sombra. Con Juan (Sánchez Peláez) nos
disponemos a cenar antes del recital. Nos encontramos en el Bowery donde, según
Historia universal de la infamia, Billy the Kid (cuando era sólo Bill Harrigan)
se entretenía con obras de cowboys —y donde pululan los borrachos que pernoctan
en hoteles de mala muerte, entre bares y casas de empeño, o que mueren en las
aceras que llevan a diversos institutos de enseñanza media, artística,
universitaria y a una concurridísima discoteca azul en territorio hippie.
Tomamos un taxi amarillo, el cielo de Manhattan se prepara
para la nieve. Atravesamos el distrito de la confección que a esa hora es un
mausoleo abandonado; sentimos repercutir en los cauchos del carro el empedrado
de algunas transversales. Atisbo, en un nicho esculpido en las alturas, la cara
de un ángel y las fauces de un tigre, a quince o treinta pisos de un viejo
edificio que culmina en un techo a cuatro aguas. Luego, abajo, la entrada verde
de una estación del subway por donde circula —baja y sube— en torrentes humanos
la opaca crueldad de Nueva York. Se me aparece, por la ventana, un viejo que
juega en un local de Fascination, inclinado sobre el tablero, bajo el derroche
de luces de Times Square. Pienso en Borges, a cuyo encuentro vamos con los
prejuicios gestados en innumerables descripciones asimiladas con anticipación.
Al final de la velada, tras abandonar el auditorio de la
YMHA, salgo con la impresión de haberlo reconocido. A Borges, se entiende, el
ciego para quien no fuimos más que un barullo de aplausos entre las muchas
ovaciones que lo aúpan a diario. Fue algo casi inverosímil verlo descender
desde su propia cara agigantada por el proyector sobre la pantalla hasta el
cuerpo titubeante que envolvía un traje gris a rayas, la mano aferrada al
bastón, y desplazarse, guiado por el traductor de sus obras al inglés, hasta la
silla asignada en el centro del escenario. Difícil calibrar la patética voz que
se trasladó en un flujo continuo desde la emulsión de plata proyectada sobre la
tela blanca hasta la boca crepuscular de carne y hueso, cómplice apagado de un
constante monólogo. El ronroneo ingenioso que recorre las páginas de sus
libros, pero también la cara desleída de ojos ciegos, la respiración del
hombre, apostado en una de las galerías hexagonales de la biblioteca de Babel
desde las cuales “se ven los pisos inferiores y superiores”. El murmullo de una
conversación consigo mismo que, como el lunes pasado, 8 de diciembre de 1969, o
igual que en cuentos y ensayos, comparte con los otros para desmentir la
realidad.
Esa noche comprendimos —o creímos entender y constatar— que
Borges vive en la palabra. Lo demostró actuando en el verbo, el sustantivo, el
adjetivo, el guion, el signo de interrogación y el punto y coma, como en un
laberinto transparente en el que deambula, luminoso e invidente, sin
extraviarse ni dar bandazos. En el curso de la velada se arrepintió por enésima
vez de haber comandado el ultraísmo austral; explicó que Elogio de la sombra se
refiere a la ceguera pero también a la muerte y, disfrazado de arquitecto, admitió
que Nueva York no le había quedado tan mal. De su familia, recordó que se
dividía en una doble tradición de guerreros y maestros. El poema Cambridge,
siguió, lo había escrito en Buenos Aires un día en el que sintió nostalgia por
la ciudad norteamericana donde a menudo añorara a Buenos Aires. Aspiraba al
olvido, reiteró, y en clara voz proclamó, sin energía pero con absoluta
convicción, temer menos la muerte que la inmortalidad.
Al día siguiente, para perfeccionar estas impresiones, me
enteraría de la anécdota siguiente. Terminadas las últimas palabras y cerrada
la estrepitosa ovación en el auditorio, se celebró tras bambalinas un cocktail.
Los admiradores ávidos de frotarse a la gloria del aeda tejían en derredor una
telaraña, sonora y asfixiante, que lo borra del mapa. Un rato después —apagados
los cenitales y concluida la fiesta— contaron Arcocha, el librero, y Jesse
Fernández, el fotógrafo, que en la calle se lo toparon parado sobre el brocal
de una esquina azotada por el viento, esperando un taxi que, se quejaba
esperanzado, lo llevara donde pudiera comer “una de esas exquisitas sopas
americanas”.
Maldije entonces la hora en que me comprometí a realizar
este reportaje. Iba a pasar el día tratando de concertar la cita. Pero
resultaron inútiles cada una de las llamadas y todos los contactos. Por la
tarde en una desesperada jugada, daría con el número telefónico del hotel donde
estaba alojado Borges y al otro lado de la línea me contestaba la recién
desposada mujer de Jorge Luis Borges, Elsa Astete Millán que, diluyendo el
conjuro del resto del entourage, el engreído secretario gringo di Giovanni a la
cabeza, me aseguraría, en una reacción poco menos que instantánea, la
posibilidad de un encuentro. Y para descrédito de Mahoma, terminaría
confirmándome que la entrevista, aunque intentara oponérsele el secretario, se
llevaría a cabo, que no lo pusiera en duda. Bastaba aguardar a Georgie. Lo
esperamos a las tres y media, me dijo.
Salí con la grabadora al hombro, bajo una lluvia intensa y
helada, rumbo a La Librería, el local de la calle 50 que Borges inaugura a las
seis y media y donde, ha dejado dicho en el hotel, podremos entrevistarnos.
Juan Sánchez Peláez se sube al taxi, pero sin intención de colaborar en la
epopeya. Apocado por los reflejos de las gotas de lluvia en el parabrisas y la
dentera que un tráfico inexpugnable transmite al pasajero. Se accidenta el
vehículo y tomamos otro carro de alquiler. Llegados, y en tierra, ya en la
acera, el poeta se escabulle con los ojos entornados por el agua.
La tienda es una ratonera que el público quiere centuplicar
con la fuerza plástica de una masa de plastilina. Pierdo las esperanzas.
Transcurre hora y media y Borges está cada vez más lejos, y yo, con menos de
deseos de importunarlo. Filmado, interpelado y autografiado, cede y concede.
Luisa Valenzuela, que sabe de mi propósito y ha hablado con la mujer de
Georgie, me hace una seña y le doy la espalda para siempre a Mahoma. Nos
presenta y le explica. Él acepta sin la menor resistencia, pero sugiere que nos
retiremos a un lugar menos agitado. Alguien menciona el sótano y se deja
llevar. Por las escaleras estrechas y empinadas Borges baja con alguna ayuda y
con dificultad de ciego. Cuando por fin nos encontramos abajo, le acoto:
—Como Carlos Argentino, tuvimos que descender al sótano.
—Es cierto.
—¿Se puede introducir así, de inmediato, en la atmósfera de
una entrevista después de todo esto?
—Sí, cómo no. Ahora si usted nota que yo vacilo, usted
ayúdeme con preguntas porque estoy muy cansado y además, como suelo ser muy
tímido, en cuanto yo vuelva a balbucear o a quedarme callado, usted me hace
preguntas. Pero no me pregunte sobre escritores jóvenes argentinos o
latinoamericanos porque no los conozco. Yo perdí la vista en el 55 y no he
leído a mis contemporáneos.
—Ya que se trata de una entrevista para Venezuela, quisiera
saber qué le viene a la memoria al escuchar ese nombre.
—Bueno, yo creo que hay un nombre inevitable que es el
nombre de Bolívar, ¿no? Y luego, bueno, un bisabuelo mío mandó una carga de
caballería en la batalla de Junín y luego se batió en la última batalla, la
batalla de Ayacucho, con su amigo Olavarría. Y luego —yo no sé si mi geografía
es muy precisa, ¿no?— pero creo poder pensar en los llanos y en Páez también.
—En una entrevista para la Trasatlantic Review, publicada
hace unos meses, usted hablaba de la película Invasión.
—Bueno, precisamente esa película, que ha sido vendida hoy a
las universidades, es una película fantástica. Pero no fantástica en el sentido
de ficción científica ni tampoco de, digamos, de fantasmas, sino en el sentido
de que se presenta un hecho fantástico. Es decir, una ciudad que se llama
Aquilea pero que evidentemente es Buenos Aires, aunque su topografía es distinta
ya que en lugar de estar rodeada por la llanura está rodeada de cerros, está
sitiada por enemigos —esos enemigos no tienen ninguna connotación política— y
luego hay un pequeño grupo de civiles que defiende la ciudad. Esos civiles no
son particularmente hábiles ni heroicos. No se trata de personas parecidas a…
bueno, digamos a Douglas Fairbanks o esa otra versión de Douglas Fairbanks que
se llama James Bond. No, son simplemente ciudadanos que defienden la ciudad.
Bueno, pero no quiero contarle el argumento, ¿no? Y en esa película hemos
trabajado el gran novelista Adolfo Bioy Casares, Hugo Santiago que la ha… este,
dirigido y luego… estoy yo. Y además se canta una milonga y la música, lo cual
es una ventaja, es de Aníbal Troilo y la letra, lo cual no sé si es una
ventaja, es meramente mía, ¿no? Se llama Milonga de Manuel Flores. Se trata de
una milonga cantada por un asesino condenado a muerte, la víspera de su
ejecución. Puedo recordar los primeros cuatro versos: Manuel Flores va a morir/
Eso es moneda corriente/ Morir es una costumbre / Que sabe tener la gente.
—Al hablar de Invasión entonces, usted menciona un incidente
con un cobarde. En su cuento más reciente publicado en La Nación, La historia
de Rosendo Juárez, hay un intento de esclarecer aquel acto de cobardía
perteneciente a un relato de hace más de treinta años: Hombre de la esquina
rosada.
—Bueno no, pero ahí, en el último cuento, el personaje se
justifica. Se entiende que Rosendo Suárez no es un cobarde. Es un hombre
valiente que se ha dado cuenta de que ser un valentón es algo… pueril.
—Pero para los demás su acto es un acto de cobardía.
—Ah, bueno, sí, pero precisamente se da cuenta de que no
tiene ninguna importancia eso; es decir, un hombre que ha sido un compadre, a
quien los otros juzgan como un guapo y que luego se da cuenta de que todo ese
mundo de bravatas, de desafíos y de cuchillos, es realmente un mundo, este…
pueril, y lo deja y no le importa que lo tomen por cobarde.
—En alguno de sus textos hay una casa que recuerda la de William
Wilson en el cuento de Poe.
—Ah, sí. Dígame es esa casa que no se sabe si las
habitaciones están a cierto nivel u otro, ¿no? Una escuela.
—Sí, aquella casa extensa, asimétrica y enrevesada.
—Sí, sí, es un colegio en Inglaterra (me acuerdo, sí). Creo
que corresponde un poco pero de un modo alucinatorio al colegio en que estuvo
Edgar Allan Poe cuando… en sus años de aprendizaje en Inglaterra.
—Cuando viajó con los Allan.
—Sí.
—A la visión trágica que los franceses tienen, o a la visión
casi escolar que los franceses tienen de Poe, ¿cuál le contrapone usted?
—Bueno, yo creo que Poe es ante todo importante por su
teoría de la poesía, es decir, su teoría clásica de la poesía, contrapuesta a
la antigua teoría romántica de la inspiración, de la Musa, del espíritu. Ahora,
creo que como cuentista es, a veces, admirable. Creo que un libro como El
relato de Arthur Gordon Pym, que llega a ser, como Moby Dick, una especie de
pesadilla de la blancura, es desde luego mucho más importante que sus poemas.
Porque como poeta yo creo que era una especie deTennyson, bueno… de Tennyson
mínimo. Pero como teorizador, si me permiten esa palabra, como teórico, es,
sobre todo por la importancia ejercida por él sobre Baudelaire, sobre los
simbolistas, sobre Valéry, y sobre los prerrafaelitas ingleses, también sobre
Rossetti, sobre los primeros poemas de William Morris… Bueno, y creo además que
la obra de Poe es más importante si la tomamos en conjunto. Es decir, si
tomamos un cuento o una página de crítica quizás sea más fácil encontrar
defectos, pero en conjunto, la visión que nos ha dejado, la visión trágica y
fantástica que nos ha dejado, es importante. Es decir, el conjunto de los
libros vale más que cualquier página de esos libros.
—Volvamos a los escritos de Borges. He escogido tres
pequeños enigmas de su obra y quisiera su comentario. El primero está en El
hacedor y reza así: “¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o
deleznable perderá el mundo (…) una barra de azufre en el cajón de un
escritorio de caoba?”, Me refiero a esta última frase.
—Bueno, porque precisamente en casa de mis padres había un
escritorio de caoba y había una barra de azufre, y como yo sé que eso morirá
conmigo porque, ¿por qué va a recordar la gente eso? He querido salvar esa memoria
deleznable y mínima del olvido, poniéndola en un libro, y además todo eso es un
pretexto para la nostalgia de esa niñez que he perdido. Yo creo que luego hablo
de un caballo colorado, en una esquina de suburbio, en el arrabal de Palermo.
Sí, exactamente. Y luego hablo de la voz de un amigo muy querido, Macedonio
Fernández, también, creo. Es decir, la idea de que cada vez que muere un hombre
—salvo que creamos en una memoria universal, como creía el gran poeta irlandés
Yeats—, en la muerte de cada hombre muere algo. Y empiezo con el ejemplo del
viejo sajón que es el último en Inglaterra que recuerda haber visto los
sacrificios a Woden, no, a Odín.
—El segundo está en su ensayo sobre Hawthorne. Allí, al
hablar de Borges, usted afirma: “En el decurso de una vida consagrada menos a
vivir que a leer”.
—Sí, pero ahora creo que es un error, porque creo que era
una contraposición falsa. Creo que leer es quizás una de las maneras más
vívidas de vivir. Creo que yo creía entonces que la vida era la vida activa y no
quería comprender que lo que los latinos llamaban vita umbratilis, la vida en
la sombra, la vida de la meditación y de la lectura, no es menos vívida que la
vida de quienes son meramente veloces y atropellados.
—Por último, ¿ha averiguado por fin si en una ocasión, usted
y Macedonio se suicidaron?
—No. Eso no lo sé todavía. Pero todo nos será revelado, ¿no?
—¿Recuerda El milagro secreto?
—Sí, es el cuento en el cual el tiempo se extiende
indefinidamente para que un hombre pueda concluir un drama que nadie leerá,
pero que lo justifica ante la divinidad. Y yo agrego irónicamente que no
sabemos cuáles son los gustos literarios de Dios y que posiblemente el drama
era deleznable. Y aquí recuerdo lo que dijo Carlyle, dijo: toda obra es
deleznable, pero la ejecución de esa obra no lo es. Es decir que obrar es algo
que nos justifica, aunque nuestra obra está destinada, como todo, al olvido, al
polvo, a la aniquilación.
—El cuento está fechado 1943.
—Bueno, eso no sé: porque no recuerdo, no sé nada de fechas.
Usted puede engañarme fácilmente, si quiere, y hasta puede poner una fecha
futura y yo no me daré cuenta.
—Lo vi esta tarde, antes de venir para acá.
—Ah, bueno.
—Me llamó la atención porque el personaje del relato es
judío. Cerca de donde transcurre, en otra ciudad, Varsovia, era destruido el
ghetto y aplastada la rebelión. Un hombre de apellido Ringelblum logra escapar
por un tiempo. Ha tenido frente a la muerte colectiva la actitud que su
personaje frente a la muerte individual y ha reunido un archivo en el que
intenta fichar la vida de ghetto en su totalidad. Son destinos paralelos y
similares.
—Yo no sabía eso. Usted ve que es imposible inventar.
—Sí, pareciera que Ringelblum quisiera lograr con el archivo
del ghetto algo parecido a lo que Hladik con su drama.
—Es cierto. Usted ve que la invención es imposible. Yo hablé
del ghetto de Praga primero por la belleza de la palabra Praga. Me acuerdo de
un verso de un poeta checo, pero recuerdo la versión alemana: Zum Füssen Prgaes
die Schmertzen reichste Statte. (O así sonó en el tímpano del grabador, y así
lo transcribió en un alemán macrobiótico el entrevistador). “A los pies de
Praga, la ciudad más rica en dolores”. Y además, el primer libro que yo leí en
alemán fue Der Golem de Meyrink que sucede precisamente en la Josefov, el
barrio judío de Praga.
—¿Le perdonará alguna vez al cine haber destruido Dr. Jekyll
and Mr. Hyde?
—No. Yo creo que podría hacerse una versión de Jekyll y
Hyde. Yo tengo, este… yo sé cómo yo la haría. Yo creo que ante todo habría que
cambiar los nombres, porque si no sucede que todo el mundo conoce la fábula
antes de que se desarrolle. Es decir, tendríamos que retrotraerla a 1880 en que
los nombres eran desconocidos y en que el libro se leía como una suerte de
novela policial. Además, el autor insiste desde el principio en la dualidad de
los personajes. El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde insiste en su
desemejanza física, en el hecho de que el doctor Jekyll es un hombre más bien
fornido, rubio alto, que el otro es un hombre, este… moreno, que da la
impresión de ser deforme sin que se sepa por qué, de edades disparejas: desde
luego nadie puede pensar que son los mismos. Pero creo que una manera de
representar ese film sería, desde luego, renunciar a la publicidad que da el
hecho de usar un título conocido, cambiar los nombres de los personajes, variar
algunas circunstancias, prescindir del elemento sexual que el cine ha
introducido porque para Stevenson el pecado era la… la crueldad, y luego hacer
que el papel fuera representado por dos actores, dos actores conocidos.
Entonces nadie podría sospechar que son el mismo personaje. En cambio, tal como
ha sido llevado al cine es muy estúpido, porque tenemos simplemente el placer
de ver cómo un actor puede maquillarse en otro, cómo John Barrymore, que era
muy buenmozo, puede convertirse en una especie de monstruo. Es decir, una obra
de peluquería, de maquillaje. Creo que así podría hacerse un excelente film que
se parecería, desde luego, a un film que yo admiro mucho, que es Psicosis de
Hitchcock, en que también se juega con la idea de dualidad y de un modo aun
mucho más complejo y que evidentemente procede del libro de Stevenson.
—¿Qué tal si retrocedemos en el tiempo? ¿Recuerda aquella
revista llamada Martín Fierro?
—Bueno, yo tuve poco que ver con esa revista, creo que
colaboré una vez nomás. Esa revista pertenecía a Evar Méndez, a Oliverio
Girondo y creo que yo colaboré una sola vez. Yo dirigí una revista con Ricardo
Güiraldes llamada Proa. La publicábamos Caraffa, Ricardo Güiraldes, Pablo Rojas
Paz y yo, y despareció al cabo de un año porque no llegamos a los cien
suscriptores y tampoco teníamos… bueno, tampoco teníamos avisos y nos dimos
cuenta de que estábamos publicando una revista secreta, ¿no?
—Sin embargo, yo he leído un artículo suyo en esa revista en
el que elogia a Oliverio Girondo.
—Bueno, pero yo creo que, desde luego, Girondo merecía ese
elogio, pero había una… y, nos conocíamos, había una camaradería entre
nosotros. Pero yo nunca pertenecí a ese grupo ni a esa revista.
—¿Y aquel otro artículo en que Marechal elogia a Borges?
—No, Marechal me dijo que a él nunca le había gustado lo que
yo escribía. Posiblemente escribió ese artículo por compromiso. Y yo le dije:
pues a mí, en cambio, hay cosas tuyas que me han gustado y que siguen
gustándome, ¿no?
—¿Algún comentario acerca de su amigo y colaborador Adolfo
Bioy Casares?
—Creo que es uno de los máximos escritores actuales y creo
que a pesar de ser mucho menor que yo, ha influido mucho en mí y me ha enseñado
muchas cosas. Sobre todo, me ha enseñado las virtudes clásicas del
digamos…understatement. Porque yo he propendido siempre a lo barroco y él ha
propendido más bien a lo clásico. Y esto me recuera una frase de mi padre que
dice, que me decía: son lo hijos los que educan a los padres. Y por eso nunca
quiso enseñarme nada sino de un modo indirecto.
—En un ensayo sobre Valéry usted habla de “los comerciantes
del surrealismo…”
—Sí, pero espero haber dicho superrealismo porque
surrealismo sería realismo del sur, ¿no? Lo cual no tiene mucho sentido, ¿no?
—Lo escribió en francés: surréalisme.
—Ah, entonces puede ser. Bueno, no sé si fui del todo justo
al decir eso. Pero yo era joven entonces y los jóvenes propendemos al énfasis,
¿no? Y creemos que el énfasis es más eficaz.
—Usted escribió también que “matar y engendrar son actos
divinos o mágicos que notoriamente trascienden la condición humana”.
—No, yo creo que no… ¿Ah, dije eso? O dije, o creo que en
otro cuento, atribuí a un heresiarca una frase mejor que decía: los espejos,
no, la cópula y los espejos son abominables porque multiplican el número de los
hombres. Bueno… no, pero yo creo que es la idea, eso era una especie de broma,
pero creo estar de acuerdo con esto. Es decir, que hay actos que son tan importantes
que tienen… que trascienden las facultades humanas. Por ejemplo, si yo escribo
un mal verso, cosa que me ocurre continuamente, yo sé que ese verso es mío. En
cambio, si escribo un buen verso, cosa que no sé si me ha ocurrido aún, sé que
soy simplemente un instrumento del Holy Ghost, del Espíritu Santo o de la Musa.
Es decir que puedo arrepentirme de mis errores, pero que no puedo
vanagloriarme, la palabra sería exacta, de mis méritos. Si es que alguna vez he
tenido alguno.
Me veo forzado a terminar con una pregunta sobre sus
impresiones en este nuevo viaje por los Estados Unidos:
—Se parecen a los anteriores. Me asombra, digamos, verme
rodeado por una suerte de cóncava hospitalidad, ¿no? El sentirme rodeado de
amigos, de sentir la buena voluntad, la indulgencia de todos. Además del afecto
que siento por este país y que siempre he sentido desde que Huckleberry Fynn me
lo hizo conocer cuando yo era chico.
Mueve la cabeza algo desorientado, pero sonríe como si
correspondiera a la cordialidad de quienes lo han escuchado. Pregunta si Elsa,
la esposa, se encuentra allí. Le pide que cante una milonga, la de Manuel
Flores. Durante la entrevista ha sonreído a menudo, sobre todo, complacido ante
ciertas preguntas (la del suicidio con Macedonio, por ejemplo), estirándose de
satisfacción cuando siente que ha redondeado una idea o una frase. Ha puesto
atención a lo que se le dice y al responder lo ha hecho con puro estilo
“borgiano”.
Pienso con cierto nerviosismo en lo que he grabado. Temo
extraviarlo o perderlo por a una falla del grabador. Únicamente el mío ha
grabado, Orlando olvidó o no pudo conseguir, fuera de la filmadora, un equipo
de sonido. Borges esperó treinta años para vindicar, el verbo que suele
preferir, a Rosendo Suárez. Al hablar de Poe, igual que cuando escribe sobre
Lugones, pudiera pensarse que busca mirarse en ese espejo. Si ha dicho que el
bostoniano importa por oponer una teoría de la creación poética a la teoría
romántica de la inspiración, asegura luego que los méritos del poeta Borges pertenecen
al Espíritu Santo o a la Musa.
Los grandes autores crean a sus precursores, escribió.
Confrontados con la persona de Borges, hemos estado con Berkeley o, por
momentos, con Schopenhauer o con Robert Louis Stevenson; quizás otra de sus
trampas, de las emboscadas que nos ha tendido valiéndose de los trucos
literarios más añejos.
Se lo llevan. Borges, su propio símbolo, ¿no? Sube la
escalera rodeado de lazarillos y abandona el sótano.
Nueva York, diciembre de 1969.
Fuente: Caratula
https://www.caratula.net/entrevista-a-borges-por-ben-ami-fihman-2/