jueves, 21 de julio de 2011

Borges y Estela Canto


Estela Canto publicó un libro sobre su relación con Borges. Ella comenta que escribió sobre “el Borges vivo, el hombre que conocí y lo presento en una dimensión que se ignora, a través de las cartas que me escribió, aunque todo el tiempo indago la relación entre el hombre y su obra, explicando a ésta por aquél y a aquél por ésta. Borges aparece como ser humano, dentro del marco de su país y de las vicisitudes que le tocó vivir”.



Borges a contraluz

Conocí a Borges en el mes de agosto de 1944, unos días antes de la liberación de París. Adolfo Bioy Casares y su mujer, Silvina Ocampo, me habían invitado a una reunión en su casa, un tríplex en la esquina de Santa Fe y Ecuador. Los Bioy —Adolfito y Silvina—, casados hacía pocos años, talentosos, atrayentes, con cualidades muy excepcionales, tenían casa abierta para sus amigos literatos. Unos meses antes, mi hermano Patricio me había presentado a Silvina, de quien era muy amigo.

La reunión iba a ser literaria y yo sentía cierta timidez. El grupo de los Bioy era más selecto, incluso más rarificado que el grupo de Victoria Ocampo, la hermana de Silvina (la menor de una larga familia, todas mujeres). En casa de Victoria, en San Isidro, uno solía encontrar gente que nada tenía que ver con la literatura: diplomáticos, estrellas de cine, políticos, un ex presidente, personas excepcionalmente acaudaladas con una debilidad por las artes, eminencias extranjeras de paso por el país, etc. Adolfito y Silvina sólo recibían a escritores o a personas que aspiraban a serlo (mi caso). En ocasiones podía haber gente que, en virtud de alguna peculiaridad interesante, se unía al grupo, hasta que su originalidad empezaba a mellarse.

Era evidente que mis méritos literarios no justificaban mi entrada en aquel círculo restringido: dos cuentos publicados en Sur y uno, en el suplemento literario de La Nación.

En esos tiempos Borges era muy apreciado en los medios intelectuales, pero el gran público no lo conocía. En la Argentina no teníamos aún esa prensa amarilla que está a la caza de personajes célebres y es cazada por los que aspiran a serlo. En líneas generales, los escritores eran «secretos». Muchos de ellos solían pagarse magras ediciones de sus obras, alrededor de unos quinientos ejemplares, que eran distribuidos entre los amigos, con dedicatorias llenas de tacto, discernimiento y esperanzas, y que eran comentadas favorablemente en Sur, Nosotros o La Nación. Había poca cosa más. Otras revistas literarias tenían una existencia breve y azarosa. Pocas lograban durar más de dos o tres números.

En Sur yo había leído La muerte y la brújula, que me había maravillado. Pero no estaba mayormente interesada en conocer a Borges: nunca me he sentido atraída por los hombres de letras.

Ese invierno (austral) de 1944 habría de ser decisivo para el mundo, incluida la Argentina. Alemania apenas podía seguir resistiendo y las tropas soviéticas avanzaban ya por el centro de Europa. El mundo estaba tomando una nueva forma, adquiriendo un nuevo tono. Las simpatías del gobierno argentino por el nazismo, casi francas en 1940, menos calurosas después de Stalingrado, se volvían cada vez más íntimas y secretas. El nazismo se desmoronaba, pero los jerarcas alemanes que podían pagar el elevado precio que se pide al ex poderoso acosado compraban nuevos refugios e identidades en la Argentina.

Un golpe de Estado en 1943 había reinstalado lo que habría de ser una larga serie de gobiernos militares. Una nueva voz, con un tono fascista modernizado, más perceptivo, atronaba desde la recién creada Secretaría de Trabajo y Previsión. Éste no es el momento de analizar el peronismo. Lo haremos más adelante, ya que la conciencia política de Borges estuvo vinculada a este trastorno social que él nunca entendió y —lo que es más— nunca quiso entender, como si entender fuera un poco aprobar. Baste decir aquí que el «peronismo» —palabra que aún no había sido acuñada— nos parecía a algunos el coletazo del tambaleante fascismo europeo.

Esa reunión en casa de los Bioy era, en realidad, más política que literaria y representaba un intento por juntar fuerzas democráticas entre los intelectuales y frenar el avance de lo que no podía ser frenado. Aquí estaban los escritores más conspicuos de ideas liberales; los escritores pronazis, o nacionalistas meramente anglófobos, eran despreciados por este grupo, pese a que tenían una relación mucho más fluida y positiva con las fuerzas reales del poder.

En medio de estas personas prominentes, yo me sentía envarada y joven. Ya roto el primer hielo, cuando las conversaciones se habían generalizado, aparecieron Borges y Bioy Casares, que hasta el último momento habían estado trabajando en la redacción de Seis problemas para Isidro Parodi, una saga de cuentos policiales que escribían juntos, en el piso bajo del tríplex.

Yo había oído que Borges no era exactamente buen mozo, que ni siquiera tenía un físico agradable. Sin embargo, estaba por debajo de lo que yo había esperado. Por mi parte, yo no le impresioné a él ni bien ni mal. Cuando Adolfito nos presentó, me tendió la mano con aire desatento e inmediatamente dirigió sus grandes ojos celestes en otra dirección. Era casi descortés. E inesperado. En aquellos días yo daba por supuesto que los hombres tenían que impresionarse conmigo.

Borges era regordete, más bien alto y erguido, con una cara pálida y carnosa, pies notablemente chicos y una mano que, al ser estrechada, parecía sin huesos, floja, como molesta por tener que soportar el inevitable contacto. La voz era temblorosa, parecía tantear y pedir permiso. Me llevó tiempo el percibir los matices y el encanto de esa voz trémula, en la cual se sentía algo quebrado.

Durante varios meses no ocurrió nada nuevo entre él y yo. Mi hermano Patricio se había ido a Oxford con una beca y, en cierto sentido, yo lo reemplacé en aquella casa, convirtiéndome en íntima amiga de Silvina. En ese tríplex lleno de libros, con las paredes cubiertas de estantes que parecían tener todo lo que se había escrito en el mundo, escuchábamos a Brahms, Porgy and Bess, música popular: Silvina y yo solíamos bailar, creando en ocasiones nuevos pasos, ya que los hombres del grupo —Eduardo Mallea, Manuel Peyrou, J. R. Wilcock, José Bianco, Ricardo Baeza— no sabían o no querían bailar. Nos reuníamos en el piso de arriba y muy rara vez alguno de nosotros bajaba. En ese santuario que era el estudio de Adolfito, Borges y el dueño de casa escribían Isidro Parodi, que iba a publicarse con el nom de plume de Bustos Domecq. De cuando en cuando oíamos las homéricas carcajadas de Borges celebrando alguna salida de sus personajes.

Isidro Parodi, el detective de estos cuentos, era un hombre entrado en años, encarcelado en la Penitenciaría de la calle de Las Heras. Tal vez el único mérito de los relatos de Bustos Domecq, que más adelante cambió su nombre por el de Suárez Lynch, fuera la gran diversión que proporcionaban a sus autores. Son relatos intrincados, confusos, con una trama engorrosa que no se desata con nitidez. Sus efectos cómicos provienen por lo general de la presentación de tics y manierismos de amigos y conocidos de los autores; el efecto era logrado cuando el lector reconocía al original, pero se perdía cuando éste no era el caso.

Menciono estos relatos —que no merecen recordarse— porque en ellos está el tema del prisionero detrás de las rejas, o el inválido, el hombre atado. El tema había aparecido ya en el magnífico Funes el Memorioso y reaparecería después en La escritura del dios. En los tres casos se produce algo desusado: el hombre viejo y encarcelado encuentra la solución a todos los enigmas que se le plantean; Funes, el indiecito de Fray Bentos, en la campaña oriental, paralítico y condenado a vivir en una cama, es capaz de ver y entender el universo; el héroe de La escritura del dios lee el mensaje divino en las manchas del leopardo que cruza todos los días, por unos pocos segundos, la abertura de la siniestra mazmorra donde él es un condenado de por vida.

Por lo general Borges se retiraba directamente, sin molestarse en subir a despedirse. Al parecer, siempre tenía prisa. Rara vez se quedaba a charlar después de trabajar con Adolfito.

Una noche de verano, antes de los grandes calores, por pura casualidad, Borges y yo salimos juntos de la casa. El aire estaba embalsamado, los jacarandás cubiertos de racimos de espesas flores lilas que, al caer formaban alfombras de color en torno a los troncos negros. Una brisa fresca soplaba desde el río. Era alrededor de la medianoche.

Borges me preguntó a dónde iba. Le contesté que a casa y que iba a tomar el subterráneo en Santa Fe y Pueyrredón, que estaba a una cuadra. Ah, sí…, él también iba a tomar el subte.

Llegamos a la estación. Ya nos disponíamos a bajar la escalera cuando Georgie se detuvo y tartamudeó: «Eh… ¿no te gustaría que camináramos unas cuadras?».1 Acepté de buena gana. Algo había dicho yo en el trayecto hasta la estación que le había llamado la atención. Echamos a andar, olvidados de las próximas estaciones y los horarios. Tomamos por la avenida Santa Fe. Dieciocho cuadras después, cuando llegamos a la Plaza San Martín, donde él vivía, me propuso continuar la caminata.

Le encantó enterarse de que yo vivía en el Sur. La noche era tan linda…, era una pena perderla…, además, había trenes hasta después de la una y media.

«¿Puedo acompañarte hasta tu casa?», me preguntó.

Y emprendimos la marcha hacia el Sur, que él sentía como algo vasto y libre. No recuerdo exactamente de qué hablamos. Probablemente comentamos la situación política del país, que a los dos nos parecía ominosa. Pero había una diferencia: el peronismo era para él una pesadilla de la cual íbamos a despertar; para mí era ya algo real, que estaba a la vuelta de la esquina. Supongo que hablamos de nuestros amigos y de algunos escritores. Me acuerdo claramente de que yo mencioné mi admiración por Bernard Shaw y cité el fin de Cándida y la muerte de Louis Dubedat en El dilema del doctor. A él le gustó que yo pudiera citar en inglés y, a partir de entonces, el inglés se convirtió para nosotros en un segundo idioma, al cual él recurría en momentos de angustia o de exaltación lírica.

Habíamos llegado a la Avenida de Mayo. Entramos a un bar. Yo pedí un café y él un vaso de leche. Al alejarse el mozo, él me escudriñó con la mirada, como si me estuviera viendo por primera vez (exactamente lo que estaba pasando) y dijo en inglés: «La sonrisa de la Gioconda y los movimientos de un caballito de ajedrez.» Me sentí halagada. Ahora estaba pisando suelo firme. Borges era un hombre a quien yo impresionaba, uno más, y —al parecer— no sólo por lo que veía. Y añadió: «Es la primera vez que encuentro a una mujer a quien le gusta Bernard Shaw. ¡Qué extraño!».

No fue en ese instante, sino mucho más tarde, que entendí el sentido de esta observación, que revela la actitud de Borges hacia las mujeres en general. Para él eran frágiles «diosas» con intelectos débiles, sensibles y limitadas. Por cierto, una opinión poco original de este hombre original. Aunque se las arreglaba para ocultarlo a sus amigas mujeres, sólo sentía desdén por la literatura femenina o, mejor dicho, por lo que él consideraba que era la literatura femenina. En todo caso, lo que yo admiraba en Shaw no era lo que él admiraba. A mí me gustaba la denuncia que hace Shaw de las mentiras y convenciones sociales, la rebeldía de algunos de sus personajes. A Georgie le interesaban las situaciones extrañas de sus dramas, como la que llevaba a un hombre intachable a cometer un crimen (Sir Colenso Ridgeon en El dilema del doctor) o al enfrentamiento que culmina en el fogoso y paradojal diálogo entre Vivien Warren y su madre, la de la célebre profesión.

Reanudamos la marcha. Aparte de ese entendimiento —que fue un desentendimiento— sobre Shaw (ahora pienso que su punto de vista era más original que el mío), no me acuerdo qué otras cosas dijimos. Sólo sé que, al llegar a la esquina de Chile y Tacuarí, donde yo vivía, él propuso, ya que estábamos «cerca», ir al Parque Lezama.

De modo que caminamos las doce cuadras hasta el parque. En total, esa noche hicimos unas cincuenta cuadras. Tomando en cuenta la longitud de las cuadras en Buenos Aires, anduvimos algo más de siete kilómetros. He sido y sigo siendo una caminadora incansable, pero nunca sospeché que Borges iba a igualarme. Dimos vuelta al parque arrasado, que muy poco tenía ya que ver con el parque secreto, exuberante y romántico de mi infancia, con sus barandas cubiertas de jazmines, sus cercos de lirios, el perfumado rosedal en verano, con su estanque lleno de renacuajos, las glorietas techadas de madreselvas, sus barrancos y jardines de rocas. En fin, era el Parque Lezama, por lo menos, un nombre mágico para los niños de mi generación, tal vez para la de Borges.

Nos sentamos en los escalones que miran a la calle Brasil, en el ruinoso anfiteatro que quiso ser un teatro griego y fracasó en la empresa. Frente a nosotros estaba la cúpula azul, en forma de cebolla, de la iglesia ortodoxa rusa.

Aún recuerdo el juego de luces y sombras de las hojas, movidas por la brisa. En modo reminiscente, recordamos que el parque había sido propiedad privada y comentamos el paso del tiempo, el diseño geométrico de las sombras de las hojas en el suelo, los reflejos y las zonas oscuras. Todo lo que Borges decía tenía una cualidad mágica. Como un prestidigitador, sacaba objetos inesperados de un sombrero inagotable. Creo que eran sus señales. Y eran mágicas porque aludían al hombre que era, al hombre escondido detrás del Georgie que conocíamos, un hombre que, en su timidez, luchaba por emerger, por ser reconocido.

A eso de las tres y media de la mañana echó una mirada a su reloj y dijo que ya era tiempo de volver. Llamó un taxi y me dejó en casa.

A la mañana siguiente, es decir, unas pocas horas después, vino y entregó un libro a la criada que teníamos en el pequeño apartamento donde yo vivía con mi madre y mi tía. Era Youth, de Joseph Conrad. Y se fue sin verme.

Esa noche volvió para que fuéramos juntos a casa de los Bioy. Le pregunté por qué razón se había ido esa mañana sin preguntar por mí. Contrariado, me dijo que temía molestar, ser demasiado insistente. De algún modo, parecía avergonzado de los momentos poéticos e inocentes que habíamos pasado en el Parque Lezama. Repitió que no le gustaba ser entrometido y la cosa quedó ahí. Tuve la impresión de que había habido una interferencia.

Youth fue el primer libro de una serie. Ese primer gesto se convirtió en un hábito: todas las mañanas, antes de las diez, Borges me hablaba desde un teléfono público; yo oía el ruido de las fichas al caer. Incluso cuando yo no estaba en casa, venía y dejaba un libro de regalo. Si yo estaba en casa, salíamos juntos, aunque nos veíamos todas las noches para ir al cine o comer con los Bioy. El lugar de encuentro era la entrada a la estación del subterráneo en Constitución.

Cerca de Navidad, los Bioy se fueron al campo y tuvimos todas las noches para nosotros. Como es de suponerse, las largas caminatas se reanudaron. Solíamos comer en restaurantes de precios medios. Recuerdo el restaurante del Hotel Comercio Larre, un hotel para viajantes de comercio en Constitución, donde él siempre pedía lo mismo: sopa de arroz, un bife muy hecho —insistía en que debía estar muy cocinado— dulce de membrillo y queso. Y «grandes cantidades de agua» (sic). Yo pedía vino y cualquier cosa que me atrajera en el momento. Me daba la impresión de que prefería estas salidas a nuestras comidas diarias con los Bioy. Desde Constitución íbamos a Barracas, la Boca o transitábamos por las desconocidas calles que se extienden al oeste de la estación. Solíamos pasar por el siniestro manicomio de la calle Vieytes sin notar que era siniestro. Cruzábamos una y otra vez el primer puente de Constitución entre Vieytes y Hornos, por encima de los rieles; a mí me gustaba la trepidación de los trenes que entraban o partían; a él le gustaba que esos trenes fueran hacia el Sur. Años más tarde, en este mismo puente, habría de concebir y crear el poema Mateo XXV, un poema cuajado de alusiones. En una ocasión se detuvo en la esquina de Suárez y Necochea y me habló del coronel Suárez, un antepasado suyo no especialmente notable.

Algunas mañanas, cuando yo no estaba, se quedaba en casa y hablaba con mi madre, con quien trabó amistad muy pronto. Escudriñaba la biblioteca de mi hermano. Aunque siempre traía libros, lo cierto es que también se los llevaba, de tal modo que el intercambio estaba más o menos equilibrado. Según mi hermano, fue más lo que sacó que lo que trajo. En lo que se refiere a libros, tenía una naturaleza adquisitiva. Se sentaba en el suelo y empezaba a retirar libros de los estantes más bajos. Los examinaba y los leía con la página casi tocándole la nariz. (Le vi hacer esto en casa de los Bioy, en la biblioteca pública en donde era un modesto empleado y en Mackern´s y Mitchell’s, las librerías inglesas, donde era conocido y se le permitía revolver todo lo que quisiera.)

«Casi lloré esta mañana al pasar por el Parque Lezama», me escribió poco tiempo después. Yo quedé vinculada al parque, como habría de estarlo al Zoológico, a la Costanera, a Barracas, a Adrogué, a Mármol, incluso a la esquina de Belgrano y Pichincha, donde yo había nacido en una vieja casa de altos, encima de una farmacia, a la iglesia de Balvanera, donde me habían bautizado. Era inútil decirle que esa iglesia y esa esquina no me decían nada, ya que mi familia se había mudado cuando yo tenía tres meses, que en la parte oeste de la ciudad no sonaba ninguna campana para mí, que yo pertenecía a San Telmo y Montserrat, en el Este, donde la ciudad se acerca al río. Inútil. Insistía en que debíamos ir a la esquina de Belgrano y Pichincha.

La farmacia y la casa todavía estaban ahí entonces. Nos deteníamos y él contemplaba estático, fascinado, el aviso luminoso de un dentífrico, «Odol», con luces azules y amarillas.

Me quería. Yo lo admiraba intelectualmente y gozaba con su compañía.

Fuente : La Maja Descalza
http://www.lamajadescalza.com/borges-a-contraluz/

2 comentarios:

  1. Borges. Dicen que si vida amorosa fue precaria y algo frustrada.

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  2. Borges. Dicen que si vida amorosa fue precaria y algo frustrada.

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