miércoles, 25 de abril de 2012
Borges
por Claudia Piñeiro
No sé si recorrer cien kilómetros de una punta a la otra del conurbano es, técnicamente, viajar. Pero me gusta la definición de Tennessee Willams en el Zoo de Cristal: “… el tiempo es la distancia más larga entre dos lugares”. Y sí es así, ir a Adrogué es para mí viajar. A mi niñez, a mi adolescencia, a los lazos familiares, a la amistad para toda la vida. Yo nací en Burzaco, y decir Adrogué-Burzaco es como decir Caballito-Flores, o Corrientes-Resistencia. Cercanía y contradicciones. Lo mismo y bien distinto. Viajé hace unas semanas a Adrogué porque la Secretaría de Cultura de Almirante Brown organizó un ciclo de homenajes a Jorge Luis Borges, quien solía pasar sus veranos allí. Un tiempo antes la misma Secretaría había empapelado las calles empedradas con carteles al estilo western “Buscado”, donde se apelaba a que quien tuviera cualquier material fotográfico o documental relacionado con el escritor lo sumara a la iniciativa. Así aparecieron fotos de las más variadas con vecinos de la zona. Y hasta una escritura perdida y nunca registrada que testifica que la casa que la leyenda urbana le atribuye sobre la Plaza Brown, en diagonal a la Municipalidad, perteneció efectivamente a su madre, y avala así lo que tantas veces se dijo en mi barrio: que en esa casa Borges escribió “Hombre de la esquina rosada”. En medio de los homenajes mi tarea era participar de una mesa con Guillermo Martinez, Hugo Salas y Osvaldo Quiroga donde hablaríamos de Borges y lo que significaba para cada uno de nosotros. Cualquiera de los tres mencionados sabe mucho más de Borges que yo, lo que me amedrentaba. Me avoqué entonces a el hecho de haber crecido con esa figura omnipresente y la frase “acá vivió Borges” escuchada a repetición. La primera vez que oí su nombre fue en el 68. Yo era muy chica, estaba en la escuela primaria y por supuesto, no sabía quién era. Tampoco me importaba pero Goyo Montes, a quien sí conocía porque su familia iba al Club Social de Burzaco igual que la mía, participaba en Odol Pregunta, un programa de preguntas y respuestas que nadie dejaba de ver en aquella época, y el tema acerca del cual contestaba era Jorge Luis Borges. Cacho Fontana decía, “¡Minuto Odol en el aire!”, aparecía el sonido del segundero y el mundo se detenía mientras un chico un poco más grande que yo acertaba respuesta tras respuesta. Con el tiempo supe que Goyo fue al programa con un objetivo claro: ganar el dinero suficiente para poder comprarse un caballo. Cuando terminó la temporada ya había ganado los trescientos mil que necesitaba y no pensaba presentarse al año siguiente. Pero su padrino lo convenció y finalmente ganó el millón. La noche de la victoria volvió a su casa y lo esperaba el pueblo entero festejando como se festeja un mundial de fútbol: haciendo caravana y tocando bocina por Esteban Adrogué. O como esperan hoy al ganador de Gran Hermano en su ciudad natal. La segunda vez que supe de Borges fue en algún momento de mi adolescencia, no recuerdo el año pero fue hacia fines de los 70 o principios de los 80, aún en dictadura. Se corrió la voz de que el escritor venía a dar una charla a Torres del Sol, un salón de fiestas de cumpleaños de quince y casamientos. A esa altura, aunque no lo había leído, ya sabía bien quién era. Si Borges venía a pocas cuadras de mi casa (y a pesar de que mi padre, que tampoco lo había leído, lo despreciaba por algunas de sus manifestaciones políticas), yo tenía que ir. Las sillas de plástico que habían distribuido formando filas no alcanzaban para tanta gente. Con unas amigas tomamos por asalto un lugar privilegiado: en el piso, sobre las baldosas frías, entre la primera fila y Borges. Todo iba bien hasta que dijo algo que recuerdo así: “Adrogué y Temperley son lugares de gente bien, Burzaco y Turdera son lugares de orilleros”. Me indigné, miré a mi alrededor buscando la complicidad de algún otro indignado pero a nadie pareció importarle. ¿Cómo este hombre sentado en una casa de fiestas de Burzaco nos viene a decir a nosotros orilleros? Que piense lo que quiera, pero que no nos lo diga en la cara. Quise pararme e irme, pero ese lugar entre Borges y las sillas de plástico era una trampa de la que no era posible salir con discreción. Me traté de conformar pensando: Como está ciego debe creer que la charla es en Adrogué. El tercer encuentro con Borges fue cuando lo leí. Tardíamente, cuando yo ya estaba en la Facultad. Los primeros cuentos que me impactaron fueron los que tienen una relación más directa con lo fantástico: “El Aleph”, “Ruinas Circulares”, “El inmortal”. Pero fue cuando llegué a cuentos como “La intrusa”, “Hombre de la esquina rosada”, “El sur” o “El otro”, que me reconcilié definitivamente con él. O mejor dicho, que abandoné mi ignorancia para, por fin, entenderlo. Porque leyendo esos cuentos en los que aparecen orilleros, pulperías, gauchos, matones y niños bien, me di cuenta de que lo que dijo aquella vez en Torres del Sol, lejos de ser un insulto, era un elogio. Me di cuenta de que puesto a elegir Borges habría preferido ser un orillero. El destino le tenía reservado un lugar diferente. En la ficción, él se procuró otro.
Fuente : TELAM
Claudia Piñeiro
08 de septiembre de 2011
http://pineiro.telam.com.ar/2011/09/08/borges/
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