La invención de Morel
Omar González
“Una isla habitada por fantasmas
artificiales”
La invención de Morel (Losada, noviembre 14 de 1940),
sobrecubierta de Norah Borges
En noviembre de 2002, en Caracas, Venezuela, con
el número 221 de la serie Biblioteca Ayacucho, se terminó de imprimir un tomo
que reúne tres libros del narrador argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999): La
invención de Morel (1940), Plan de evasión (1945) y La
trama celeste (1948), cuya “Selección, prólogo, notas, cronología y
bibliografía” se deben a Daniel Martino, autor del libro ABC de Adolfo
Bioy Casares (Emecé, 1989) y editor del par de póstumos volúmenes
expurgados de los Diarios íntimos de Adolfo Bioy Casares: Descanso
de caminantes (Sudamericana, 2001) y el voluminoso Borges
(Destino, 2006).
Según reporta Daniel Martino en su “Prólogo”, “La
segunda edición [de La invención de Morel] (1948) corrige
vocablos y atenúa expresiones: su cotejo con la primera [1940] muestra que casi
no hay línea que no haya sido modificada. Las dos ediciones siguientes, de 1953
y 1991, en cambio introducen un número considerablemente menor de variantes.”
En sentido, anuncia en su nota “Criterio de esta edición”: “La presente edición
sigue la cuarta y definitiva, cuyo texto fue fijado por Daniel Martino en 1991.
Únicamente se ha corregido la divisa que cita el náufrago [“Hostinato
rigore”] para ajustarla a la grafía original leonardiana tal como la
invoca Valéry y tal como aparecía en la primera edición de la novela. En las
notas se incluyen sólo aquellas variantes que alteran contenidos.”
En contraste con el rigor del “Prólogo” de Daniel
Martino (un ensayo repleto de citas donde repasa la obra de Adolfo Bioy
Casares), lo primero que extraña en la presente edición de La invención
de Morel es la ausencia de la dedicatoria: “A Jorge Luis Borges”; es
probable que se trate de una simple errata, de un craso descuido, pues se sabe
que la amistad y la mutua estima entre ambos autores perduró hasta el fin de
sus días; hipótesis que es reforzada por el hecho de que Plan de
evasión sí incluye su dedicatoria: “A Silvina Ocampo”. Afortunadamente el célebre
“Prólogo” de Borges, fechado en “Buenos Aires, 2 de noviembre de 1940”, sí fue incluido,
memorable por que celebra la “imaginación razonada” de Bioy en términos
deificantes: “He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he
releído: no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta.”
En sus Memorias (Tusquets,
1994), Bioy recuerda que fue un mal administrador de Rincón Viejo, la estancia
en Pardo, propiedad de su familia paterna, ubicada a 35 km de Las Flores (donde se
casó con Silvina el 15 de enero de 1940) y a 214 km de Buenos Aires. En
Rincón Viejo montaba a caballo y tenía sus perros; un gran danés, su favorito,
se llamaba Áyax (1931-1942); en algún momento fueron nueve canes y Silvina los
tributó en “Nueve perros”, cuento dedicado a Bioy, reunido en su libro Los
días de la noche (Sudamericana, 1970). En Rincón Viejo, Bioy leía
mucho y allí escribió La invención de Morel. Según dice en la
página 92 de sus Memorias: “Hacia 1937, cuando yo administraba
el campo del Rincón Viejo, sentado en las sillas de paja, en el corredor de la
casa del casco, entreví la idea de La invención de Morel. Yo
creo que esa idea provino del deslumbramiento que me producía la visión del
cuarto de vestir de mi madre, infinitamente repetido en las hondísimas
perspectivas de las tres fases de su espejo veneciano.”
Por la notas de un supuesto editor y por lo que
el protagonista anónimo narra en primera persona, el lector pronto descubre que
los fragmentos de La invención de Morel son el póstumo
testamento de un náufrago, el diario de un perseguido por la justicia (desde
Caracas, Venezuela), que al huir de la sentencia a cadena perpetua llegó en
bote, casi al azar (no sabía leer la brújula), a una isla desierta cercana a
Rabaul, en Sicilia, que supura una terrorífica leyenda negra que en Calcuta le
recita Dalmacio Ombrellieri, un italiano vendedor de alfombras (alguna vez fue
con él a un burdel de hetairas ciegas), quien le brinda la subrepticia ayuda
para que llegue allí como un objeto de contrabando: nadie la habita, de no ser
un museo, una capilla y una alberca, conjunto abandonado más o menos en 1924.
Le dice, además, que esa isla solitaria, de malignos arrecifes y corales, de
súbitas mareas y mórbida vegetación y fauna, es el foco de una extraña
enfermedad que propicia la caída de las uñas, del pelo, de la piel y de las
córneas de los ojos. “Los tripulantes de un vapor que había fondeado en la isla
estaban despellejados, calvos, sin uñas —todos muertos—, cuando los encontró el
crucero japonés Namura. El vapor fue hundido a cañonazos.”
La vida del condenado y perseguido en esa “corte
de los vicios llamada civilización” era un oscuro y pestilente laberinto. Su
tabla de salvación parecía ser la isla; pero también la ínsula, tan sólo por su
salvaje y agreste naturaleza, es otro laberinto plagado de infortunios y pestes
que agudizan sus carencias, padecimientos, fobias, delirios, sugestiones, fantaseos,
pesadillas, sueños, deseos inasibles, inutilidad práctica e ignorancia, pese a
su cultura, salpimentada por algún latinajo y por su ampulosa y risible
pretensión de “escribir la Defensa
ante sobrevivientes y un Elogio de Malthus”, y, más
aún, por sus falaces reflexiones metafísicas en torno a la inmortalidad, pues
al recorrer por primera vez los libreros del hall del museo, dice:
“Recorrí los estantes buscando ayuda para ciertas investigaciones que el
proceso interrumpió y que en la soledad de la isla traté de continuar. Creo que
perdemos la inmortalidad porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado;
sus perfeccionamientos insisten en la primera idea, rudimentaria: retener vivo
todo el cuerpo. Sólo habría que buscar la conservación de lo que interesa a la
conciencia.”
La arquitectura del museo y sus detalles
decorativos (el biombo de espejos de más de veinte hojas, por ejemplo) revelan
que su asombrosa construcción es un enigma y otro laberinto. A esto se agrega
la aparición de unos seres vestidos a la moda de los años veinte, que se
divierten y matan el tiempo como vacacioncitas en un gran hotel. Hay entre
ellos una fémina: Faustine, que ciertos crepúsculos posa en las rocas como si
lo hiciera ante un fotógrafo invisible. El fugitivo, a escondidas y hecho un voyeur,
se enamora de la fémina, y con claros y grotescos indicios de psicosis, en ella
deposita sus quimeras e inciertas esperanzas. Cayendo en cursilerías y en
humillaciones, el prófugo hace lo posible por conmover y conquistar a Faustine;
pero ella y los demás (inquilinos y servidumbre) actúan como si él no
existiera. Llega a suponer que todo es una teatral conjura contra él, urdida
por esos “héroes del snobismo” o “pensionistas de un manicomio
abandonado”, que tal vez lo entreguen a la policía, si es que la policía no es
la responsable de todo…
Oculto, una sombra furtiva, el astroso condenado
espía y observa una misteriosa reunión nocturna convocada por Morel, el
propietario de la isla y del museo. En las palabras que oye empieza a entrever
el meollo del fantasmal asunto: esos seres que deambulan en la solitaria ínsula
son reproducciones de una especie de máquina cinematográfica inventada por
Morel. Repiten una y otra vez lo sucedido durante siete días, la semana que
grabaron los receptores de actividad simultánea.
El artilugio de Morel es activado con la energía
que generan las mareas. Siempre y de un modo idéntico se repite ese tiempo
circular: una semana. Infinitesimal y perniciosa inmortalidad y pesadillesco
eterno retorno. Es el triunfo de Morel, su dicha y condena de científico loco.
Lo cual, ineluctablemente, denota que pertenece a la estirpe de los científicos
locos que habitan las obras no sólo de ciencia ficción (literarias y
cinematográficas) habidas y por haber.
La proyección de los siete días, ubicua, se
posesiona de la isla y pese a la superposición coexisten dos espacios y dos
tiempos distintos. Las imágenes proyectadas, más que especulares, como de
cuarta dimensión, son terriblemente verosímiles: tienen la exacta apariencia de
lo real. El fugitivo percibe sonidos, aromas, hedores, volúmenes, epidermis, e
incluso pasa por un episodio en el que vive la horrorosa certidumbre de que en
la bóveda celeste han surgido dos soles y dos lunas. No obstante, su mayor
tribulación es la fría indiferencia de Faustine y el modo de seducirla y
conquistarla. Las imágenes del artificio no pueden atravesarse y son
indestructibles en las horas de su proyección. Esto lo descubre en uno de sus
momentos más angustiosos: cuando al buscar la manera de interrumpir el
mecanismo, queda encerrado entre las paredes de porcelana celeste de la secreta
habitación de las máquinas, que él por causalidad otrora descubrió (buscaba
alimentos).
Además de los lúdicos pies de página del supuesto
editor, el diario del fugitivo incluye la transcripción comentada de ciertas
notas que dejó Morel; pero también esto implica la inextricable suma de sus
deducciones. Esa enfermedad que mató a los tripulantes del vapor citado al
inicio de la nota, no es otra cosa que los efectos causados por los receptores
a la hora de grabar (los muertos eran Morel y su grupo). Luego de ser grabados,
los árboles y las plantas quedan secos y los humanos pierden la vida, casi como
supone el arcaico atavismo de ciertos pueblos primitivos: que al formarse la
imagen fotográfica de un individuo, “el alma pasa a la imagen y la persona
muere”.
La
Faustine de carne y hueso desdeñaba a Morel, observa el
fugitivo (“Bella como la noche y fría como la Muerte”, decía Luis Buñuel ante la bellísima e
inasible Catherine Deneuve). El único Paraíso y la única inmortalidad a la que
logró acceder con Faustine son esos siete días, esos efímeros intentos de
seducción destinados a repetirse una y otra vez, esos fugaces diálogos en los
que desde el fondo de su conciencia (si es que vive en la imagen) la oye y
contempla por siempre jamás.
Para poseer a Faustine, para hacerla suya a
perpetuidad, Morel inventó y construyó el artefacto; es decir, ante la índole
inasible y evanescente de la fémina y frente a la frustración de sus deseos y
sueños más íntimos: la mató, se mató y mató al grupo de amigos. “La hermosura
de Faustine merece estas locuras, estos homenajes, estos crímenes”, se dice el
fugitivo, muy identificado con la megalomanía y cruel apoteosis de Morel. De
modo que proclama: “Yo soy el enamorado de Faustine; el capaz de matar y de
matarse; yo soy el monstruo.”
Así, el prófugo de la justicia, un hombre sin
esperanza, que se dice escritor y con el erosionado anhelo de haber querido
vivir en una isla desierta, perdido en el insular laberinto, enfermo y loco de
amor y desahuciado ante la imagen de esa mujer que sabe imposible, decide morir
y entregarse, también, a “la eterna contemplación de Faustine”. Durante quince
días, siguiendo las imágenes de los siete días que grabó Morel, ensaya el
libreto de su autoría: lo que serán sus actos y parlamentos con que matiza su
papel de eterno voyeur. Luego, regraba las escenas de Morel con él
incluido en el elenco y cambia los discos. Así, “las máquinas proyectarán la
nueva semana, eternamente”.
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Adolfo Bioy Casares, La invención de
Morel, Plan de evasión, La trama celeste.
Selección, prólogo, notas, cronología y bibliografía de Daniel Martino.
Biblioteca Ayacucho (221). Caracas, 2002. 396 pp.
Fuente
: Punto y Aparte – México - 09 Febrero 2012
Omar González
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