Escrito por Mónica Salinas
Como mundo que es, El Quijote cervantino puede ser visto desde la perspectiva de habitantes de otros mundos. En el texto que sigue se intenta, precisamente, mostrar dos variaciones sobre la celebrada novela: una, de Jorge Luis Borges; la otra, del uruguayo Felisberto Hernández.
Dos lecturas foráneas del Quijote
El objetivo de esta operación es comprobar cómo la obra
cervantina despliega sus formas elaboradas e innúmeros matices ante las miradas
de lectores sabios, que saben ver más allá
de lo que la tradición literaria —creativa o crítica— ha consagrado.
Muchos autores, muchos lectores, muchos Quijotes
El postulado fundamental de los estudios cervantinos
tradicionales es la autoría de Miguel de Cervantes respecto de El Quijote. El
de este artículo, que Cervantes es el autor de un Quijote. De igual modo, aquel
o aquellos que la historia de la literatura llama Homero lo es, o lo son, de
una Odisea, y Dante Alighieri, de un Infierno.
En 1922, siglos después de la primera relación literaria
conocida de las aventuras de Odiseo, en su caprichoso viaje de regreso al solar
paterno (oikos, en griego), un extranjero —un bárbaro, dirían los helenos—
recrea ese peregrinaje reemplazando al
protagonista y alterando las circunstancias de tiempo y espacio: por voluntad
de James Joyce, diez años se reducen a un día; el mar se encauza y petrifica en las calles de Dublín; el héroe
rico en ardides deja la escena al mínimo Leopold Bloom y sus andanzas sin
gloria; Marion Bloom, lúbrica y vulgar, desplaza a Penélope, constante y discreta.
El texto antiguo y el moderno coinciden en lo medular (vivir es, para los
humanos, deambular en busca del origen), pero los puntos de vista difieren: lo
egregio, lo memorable, lo ejemplar, lo heroico —parece decir Joyce— sólo pueden
existir en el recuerdo; el presente siempre es trivial e imperfecto.
El Infierno dantesco también ha merecido versiones más o
menos disímiles: las dinastías sureñas de las obras de Faulkner, condenadas a
expiar pecados incesantes; los opresivos recintos de Kafka, donde los hombres
pagan culpas que nunca les son reveladas; las mansiones de los relatos de Henry
James, con sus moradores fantasmales; la Santa María onettiana,
aciaga como las gentes que la habitan.
Si los temas de esas obras literarias se repiten, es porque
son asuntos radicalmente humanos. Así sucede con El ingenioso hidalgo Don
Quijote de la Mancha. De
las reformulaciones de esa historia elegí dos: “Pierre Menard, autor de El
Quijote”, texto de Borges incluido en Ficciones (1), y “Lucrecia”, de
Felisberto Hernández, que cito en la edición barcelonesa de editorial Lumen, de
1975.
El texto de Borges postula la existencia de un escritor
francés, Pierre Menard, a quien el narrador presenta como “novelista” y
“poeta”. En la enumeración posterior de su obra “visible”, sin embargo, sólo se
hace referencia a varios sonetos; ninguna novela se menciona. De cualquier
modo, lo más notable de esa parte de su producción son las monografías,
análisis y críticas en torno a un tema recurrente: la relación entre el
lenguaje y la realidad o, dicho de otro modo, la expresión del conocimiento de
la realidad por medio del lenguaje. En el principio, Menard se muestra devoto
de la objetividad —esto es, la sumisión del lenguaje a lo real, con
prescindencia de toda valoración personal—: “censurar y alabar son operaciones
sentimentales que nada tienen que ver con la crítica”, afirma (2). Y entre los
objetos de su atención intelectual se cuentan dos estudios sobre la filosofía
de Leibniz; uno sobre el Ars Magna Generalis de Ramón Lull; uno sobre los
trabajos de John Wilkins. La lista no es inocente: Gottfried Leibniz persiguió
la creación de un idioma universal; su inacabada “característica universal” es
un lenguaje simbólico destinado a expresar todos los pensamientos humanos sin
ambigüedades. Ramón Lull o Raimundo Lulio, teólogo, místico, alquimista y
trovador catalán del siglo XIII, construyó un cartabón (Arte Magna) que podía
responder miles de preguntas sobre cada disciplina. John Wilkins, científico y
clérigo inglés del siglo XVII, ideó un sistema taxonómico que, de resultar
eficaz, permitiría derivar a priori el sentido de cada término de una lengua.
Según el narrador del texto borgeano, Menard sumó a esas
temerarias invenciones “una monografía sobre la posibilidad de construir un
vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los
que informan el lenguaje común, ‘sino objetos ideales creados por una
convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas’” (3).
Hasta aquí la obra visible de Pierre Menard, no más que un
preámbulo para su obra “subterránea, increíblemente heroica,…impar” (4). Como
sus predecesores, Menard se consagra también, al iniciarse el siglo XX, a la
traducción verbal de una realidad: El Quijote. Dice a este respecto el
narrador:
El método inicial que imaginó era relativamente sencillo.
Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o
contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de
1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que
logró un manejo bastante fiel del español del siglo diecisiete) pero lo
descartó por fácil. (…) Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo
diecisiete le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y
llegar al Quijote le pareció menos arduo —por consiguiente, menos
interesante— que seguir siendo Pierre
Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard (5).
Al fin, Menard no resulta tan imprudente como esos
comentarios nos inducirían a creer, y restringe su tarea a dos capítulos
completos, nueve y treinta y ocho, y un fragmento del capítulo veintidós, todos
de la primera parte de la novela cervantina. Tampoco esta selección es
inocente. El narrador-comentarista señala en primer lugar el capítulo trigésimo
octavo, “que trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las armas y las
letras”. Era de esperar que Cervantes y Menard
asumieran posturas distintas ante un asunto de esta índole:
Es sabido que don Quijote falla el pleito contra las letras
y a favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica.
¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard —hombre contemporáneo de La trahison
des clercs y de Bertrand Russell— reincida en esas nebulosas sofisterías!
Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del
autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción
del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche (6).
Tal vez, todas las interpretaciones tengan algo de verdad;
¿por qué no habrían de influir en la concepción de Menard (en el Quijote de
Menard) los postulados de la novela psicologista o la teoría nietzscheana del
superhombre con su fanática apología de la acción y, aun, de la violencia?
[Abro aquí un paréntesis: ¿Qué decir, entonces, de la posición anacrónica de
Borges, en todo coincidente con la de Cervantes? Recordemos el “Poema
conjetural”, los textos de “Para las seis cuerdas”, “El Sur”, “Hombre de la
esquina rosada”, y sus nostálgicas exaltaciones de las mitologías nórdicas.
Confío la repuesta a mentes más lúcidas que la mía: las de ustedes,
lectores.]
Igualmente significativa es la elección del capítulo noveno
de la primera parte, “donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el
gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron”. Cervantes escribió: “la
verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones,
testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por
venir”. Y Menard: “la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo,
depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de lo por venir” (7). El narrador interpreta: “Redactada en el
siglo diecisiete, redactada por el ‘ingenio lego’ Cervantes, esa enumeración es
un mero elogio retórico de la historia”. Mientras que, en referencia a la
versión de Menard, comenta: “La historia, madre de la verdad; la idea es
asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como
una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para
él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió” (8).
En cuanto al capítulo vigésimo segundo, el narrador se
abstiene de formular observaciones. Veamos: es aquel que trata “de la libertad
que dio Don Quijote a muchos desdichados que, mal de su grado, los llevaban
donde no quisieran ir” y que solemos denominar “episodio de los galeotes”.
Primero, Don Quijote se encuentra ante un galeote que acabó en las galeras por
“enamorado”… de una canasta atestada de ropa blanca, y que, presa de tal
pasión, decidió apropiársela. Después, frente a otro que ha merecido castigo
por “músico y cantor”; pero es seguro que su canto no fue deleitable pues,
según lo aclara un guardia, lo que hizo
el condenado fue “confesar en el tormento”. Finalmente, entra don Quijote en
conversación con Ginés de Pasamonte, de quien dice el guardia que lleva por
sobrenombre “Ginesillo de Parapilla”, a lo que el propio Ginés responde: “no
andemos ahora a deslindar nombres y sobrenombres”. Como si tanta reflexión
acerca de las palabras no fuera suficiente, Ginés de Pasamonte ha escrito su
propia historia “que trata verdades, y que son verdades tan lindas y tan
donosas, que no puede haber mentiras que se le igualen”. El tema es, inequívocamente,
la palabra y su potencialidad de sentido. Pero de él se sigue otro, más amplio
y, creo, decisivo: el vínculo entre palabra y realidad. Si las palabras pueden
albergar varios sentidos y, en determinados contextos, es posible o, incluso,
necesario que todos esos sentidos potenciales se actualicen, mal pueden ofrecer
un testimonio único y definitivo de la realidad, que es una entidad ajena a la
palabra. De aquí, los fracasos, tan sistemáticos como sus intentos, de Leibniz,
Lull o Lulio, Wilkins, en su búsqueda de un idioma que duplicara la elusiva
realidad.
Entiendo que las afirmaciones precedentes son demasiado
“densas” como para que yo continúe, ahora, hurgando en sus derivaciones. Me
importa volver al inicio de este artículo. Afirmé que Cervantes escribió un
Quijote. Afirmo, varias líneas abajo, que Borges creó otro. Con ese fin, no
transcribió más que unas pocas frases del original; se limitó a inventar una
lectura de la obra que, sin alterar una coma, revelara significados flamantes:
“El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el
segundo es casi infinitamente más rico” (9), sentencia el narrador. El nuevo
Quijote que Borges crea no le pertenece, como tampoco a Menard. Obra del
lenguaje —objeto que, como la moneda, adquiere valor en el intercambio— el
Quijote es propiedad de quienes lo usan, o si se prefiere, lo leen.
Menard (acaso sin quererlo) —delibera Borges— ha enriquecido
mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la
técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica
de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera
posterior a la Eneida
y el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de
Madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos
(10).
A mi juicio, El Quijote de Cervantes y el de Borges
convienen en un punto: los dos representan un triunfo del lector y de cuanto
del saber de su época y de las precedentes hay en su lectura. Ésta es mi
definición favorita de un clásico.
Cervantes después de Felisberto
El otro autor a quien deseo referirme en relación con la
obra cervantina es el uruguayo Felisberto Hernández. Es, se sabe, autor de
textos de difícil aprehensión. Lo es “Lucrecia”, cuya acción se desarrolla en
una época pasada que sólo podemos precisar por la presencia de la ominosa mujer
que da nombre al relato. En el inicio, el narrador-protagonista evoca, desde su
presente, el viaje temporal y espacial que lo acercó a la dama. De los avatares
de esta historia, sólo resulta pertinente ahora el encuentro del protagonista
con dos personajes apenas delineados. Cito el texto de Hernández:
Me tiré en la cama, que era de madera oscura y colcha
amarilla. Me dolía la espalda porque hacía pocos días me habían tirado contra
el suelo para sacarme el dinero y yo me caí encima de una piedra. Salí de
España con una escolta de dos hombres. Uno era alto, quijotesco y dejaba una
familia hambrienta a la cual parecía querer mucho. El otro era bajo, andaba con
la cabeza fija y echado un poco hacia delante; parecía que su instinto le
indicara algo sospechoso; y se ponía con descuido un sombrero arrugado como una
hoja podrida. (Yo había empezado a recordar lo que me había pasado en el
camino, cuando entraron en la pieza y pusieron encima de la mesa un candelabro
de tres brazos; en uno de ellos había una vela nueva.) En una de las primeras
noches, después de salir de España, mis compañeros se emborracharon, y a la
mañana siguiente me dijeron que se habían robado los caballos. Ese día yo
anduve en el mío y ellos anduvieron a pie. Pero a la mañana siguiente me
dijeron que nos seguían ladrones de caballos y que también habían robado el
mío. Además hablaron de compañerismo y de traición…(11).
La narración continúa y muestra a los dos hombres de la
escolta dejando atrás a su custodiado que, finalmente, es víctima de los
ladrones. Despojado de su bolso, el protagonista se sorprende cuando aparece un
tercer hombre: “Agarré dos piedras para defenderme, pero el hombre pasó
corriendo y me di cuenta que los que me habían robado disparaban porque le
tenían miedo a éste. Era una vergüenza; yo podía haber hecho lo mismo; pero
ahora hubiera tenido que correr a los tres” (12).
El cuento todo y este episodio en particular merecen algunos
comentarios; formularé sólo los que se vinculan directamente con el tema de
este artículo.
Suele hablarse —a mi entender, en demasía— de la
sanchificación de Don Quijote y la correlativa quijotización de Sancho, que se
consolida en la segunda parte de la novela. Afirmar tal cosa implica reconocer
en las dos figuras centrales de la obra cervantina, rasgos precisos que
conforman sus identidades respectivas; rasgos extremos que van adelgazándose
hasta alcanzar esa mentada trans-identidad que la lógica refutaría, puesto que
a y b nunca pueden ser idénticos.
Pues bien, Felisberto despoja a Don Quijote y a Sancho de
sus identidades, las iniciales tanto como las últimas —hechas de
consustanciaciones y aleaciones—; de ellos no quedan más que los signos visibles,
superficiales de la oposición: uno era alto, el otro bajo. El alto ha dejado
una familia hambrienta (la comida de Quijano era frugal, pero de seguro
permitía saciar el hambre de su breve grupo familiar); el bajo…, tal vez
conserve algo más del Sancho cervantino: el instinto que lo mueve hacia
delante, en actitud recelosa, no vaya a ser que la locura de su amo los pierda
a ambos y acaben molidos a palos.
La escena, dolorosamente risible al estilo de la picaresca,
queda a cargo del narrador-protagonista, ni tan cauto como Sancho ni tan
animoso como el Don Quijote cervantino, sólo un espectador impelido a la
acción, con dos piedras en sus manos lerdas y la mente aún más torpe,
avergonzado, presa de arrepentimientos tardíos. Mientras tanto, los personajes
ilustres ponen pies en polvorosa.
Hernández ha despojado a Don Quijote de lo quijotesco —el
valor irrefrenable y descomedido, el afán de justicia— y a Sancho, de lo
sanchesco —la más acendrada honestidad. Los ha trasmutado en “marginales
chaplinescos”, como llamó la crítica a las criaturas de sus relatos,
merodeadores que se entrometen fugazmente en las vidas de otros: los ha
“hernandizado”. Es ésta una forma de homenaje que Cervantes podría aprobar: al
fin y al cabo, él empujó a la llanura a un hidalgo —más que maduro y menos que
vigoroso, de cuerpo, hacienda y familia magros, rutinario y tozudo— para que
irrumpiera en la vida de cuanto desposeído, injuriado, quebrantado y burlado
encontrara a su paso. Que la versión de Felisberto es un tributo, lo confirman
las palabras que Lucrecia la bella, y ponzoñosa, le dirige al protagonista del
relato: “Tengo mucha curiosidad por saber cómo serán esos libros que harán en
España y lo que dirán de mí” (13). Igual curiosidad inquietó a Don Quijote.
NOTAS
1. Las citas corresponden a la siguiente edición: Barcelona,
Alianza Editorial, 1985.
2. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 50.
3. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 48.
4. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 51.
5. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pp. 52 y 53.
6. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 56.
7. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 57.
8. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 57.
9. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pp. 56 y 57.
10. BORGES, J. L., “Pierre Menard…”, pág. 59.
11. HERNÁNDEZ, F., “Lucrecia”, pp. 110 y 111.
12. HERNÁNDEZ, F., “Lucrecia”, pág. 111.
13. HERNÁNDEZ, F., “Lucrecia”, pág. 115.
Encastre
A mi juicio, El Quijote de Cervantes y el de Borges
convienen en un punto: los dos representan un triunfo del lector y de cuanto
del saber de su época y de las precedentes hay en su lectura
Fuente : Malabia – Literatura y Sociedad