domingo, 9 de noviembre de 2014

Deutsches Réquiem o Borges y su pasión por el Laberinto




Osiris Vallejo

Piense en un ser horrible. Haga el intento de transfigurarse, de convertirse en otro. Suponga que más allá del rostro, más allá de esa máscara con que nació y que el espejo recuerda y reconstruye cada día, se oculta un demonio. Pero no un ser víctima de los azotes continuos de su propia conciencia, sino un demonio que asume su condición con toda la naturalidad del mundo; que justifica cada acto, por horrible que parezca, como si fuera el único acto posible. ¿Qué le parece el ejercicio? ¿Difícil, espantoso, horrible?

Al realizar el ejercicio anterior, cabría preguntarle qué le ha quedado: ¿el horror de quien se acerca a un abismo profundo o la curiosidad de quien se ve al espejo? La respuesta depende de su habilidad para colocarse más allá del bien y del mal o de su inexorable claudicación ante la imponente intensidad de las imágenes que perciba. Pocos son capaces de, a la hora de juzgar, colocarse en una posición de absoluta frialdad analítica. Muy pocos, repito, son capaces de tan saludable tarea.

Uno de esos pocos es Jorge Luis Borges. Con gran agudeza, utilizando la razón como principal recurso, Borges hurga sigilosamente, muy a su manera, por entre laberínticas existencias de personajes representativos de la esencia humana.

Fijémonos en uno de los relatos más característicos de Borges con el objeto de acompañarlo a una de esas aproximaciones al laberinto de la conciencia humana. Deutsches Requiem es el relato al que me refiero. Es esta una de las piezas literarias en que este escritor universal penetra con más agudeza por entre los laberínticos rincones del alma humana. El relato está narrado en primera persona. Otto Dietrich zur Linde es el narrador-personaje. Soldado defensor de la causa nazi, hecho prisionero tras el fracaso alemán en la segunda guerra mundial, es condenado a muerte “por torturador y asesino”,1 según lo manifiesta él mismo. Ya al umbral de la muerte, zur Linde enjuicia su vida, tomando como epicentro su participación en la guerra y, más importante aun, su adhesión absoluta al sueño nazi.

El lector poco avisado corre el riesgo de dejarse confundir por este relato de Borges. El título mismo está concebido para despertar suspicacias. Habrá quien piense que el autor de este texto toma partido por la causa nazi. Pero no. La mayor virtud del Borges escritor consiste precisamente en plantear posibilidades; inducir al lector a un gesto de interrogante perpetua, o circular, para usar un término borgiano. Borges pone a Dietrich zur Linde a defenderse con buenas razones... y, claro, no podría ser de otro modo. Sería una patente falta de honestidad intelectual hacerle trampas a los personajes por el solo hecho de que no comulguemos con sus posiciones o ideas. He aquí una de las pruebas de fuego de todo escritor, y Borges sale de ella invicto. Se sabe que existe una vasta literatura en que Borges se convierte en defensor del pueblo judío. Sin embargo, en el relato al que aludimos parece convertirse en cómplice del torturador y asesino zur Linde. La explicación a dicha discrepancia hay que buscarla, insisto, en la honestidad intelectual de Borges.

En Deutsches Requiem, a través de Otto Dietrich zur Linde, Borges se ve al espejo y contempla de aquel lado el trágico destino, no ya del hombre alemán, sino del hombre en sí. Se pregunta a través de la literatura qué parte del mundo murió con el fracaso alemán. Yo no condeno a Borges por esa pregunta, así como no lo condeno por ninguna otra. Este relato no es otra cosa que una interrogante visceral, un intento (y claramente un acierto) de penetrar un laberinto donde copulan dragones y palomas. Dietrich zur Linde traza las líneas argumentales de su tragedia personal (símbolo indudable de una tragedia mayor) con tal profundidad que ningún lector imparcial (ave rarísima) la tomará por superflua o poco fundamentada.

Cuenta el personaje sus antecedentes familiares, es decir, una muy comprometedora genealogía, que es ya, en cierto modo, sin que por esto adoptemos una actitud determinista, presagio de su ulterior destino. A esto se suma una sucesión de elementos acumulativos en la conciencia de zur Linde que constituyen, en cierto modo, una parábola sobre el surgimiento del nazismo. “Durante el juicio (que afortunadamente duró poco) no hablé; justificarme, entonces, hubiera entorpecido el dictamen y hubiera parecido una cobardía”, dice zur Linde. De esa manera retrata lo que es, sin duda, una obsesión alemana: la adhesión espiritual a un ideal de fuerza o poder y el rechazo casi patológico a la debilidad. Más adelante, zur Linde repetirá esta misma idea, aunque con otras palabras.

Otro elemento de la sucesión antes mencionada que hemos de tomar en cuenta (pensando siempre en Alemania como trasfondo) es el contacto de zur Linde con lo más esencial de la filosofía alemana. He aquí su testimonio: “Hacia 1927 entraron en mi vida Nietzsche y Spengler”. Nótese que dice “entraron en mi vida”, apuntando así a la influencia decisiva que ambos tuvieron en él. Para nadie es un secreto que Nietzsche, especialmente, fue, si no un arquitecto, al menos un factor catalizador del delirio de grandeza alemán.

En este relato, como en tantos otros de Borges, cada frase, cada palabra es fundamental. Cada concepto, cada acto es una pieza decisiva. Ninguna hoja de otoño desciende del árbol en vano. La alusión a Nietzsche y a Spengler no es casual. La aparente sugerencia de Borges es que debe tomarse con seriedad la influencia histórica de la filosofía alemana en el papel jugado por el pueblo alemán en tiempos modernos. Aunque, por supuesto, no vamos a cometer la idiotez, que tampoco incurrió en ella Borges, de supeditar la violencia o las ansias de gloria del alemán a la literatura de Nietzsche. Lo que sí debe subrayarse es el insoslayable vínculo entre ambas cosas. En este relato abundan los ejemplos que atan, irremediablemente, la vida de zur Linde con la concepción nietzscheana del superhombre.2

“No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí”, declara zur Linde. Cómo no pensar aquí en el muy conocido concepto de Nietzsche del criminal que no está a la altura de su acto. Para este filósofo alemán (y esto se desprende de su entera filosofía), zur Linde sería el criminal ideal, que sí está a la altura de su crimen. Éste que hemos citado es el vínculo más estrecho entre la filosofía y el surgimiento del torturador y asesino zur Linde o, lo que es lo mismo, entre filosofía alemana e historia alemana. De manera que este relato genial nos proporciona una especie de macro-visión histórica que nos hace comprender mejor el drama de Alemania.

Otro acierto de Borges en su tránsito por el laberinto de la conciencia de su narrador-personaje es la relación alemano-judía, vista a través del encuentro entre zur Linde y el personaje David Jerusalén. Si zur Linde representa al pueblo alemán, el poeta Jerusalén encarna al pueblo judío. Pero, ¿por qué escoge Borges la figura de un poeta para representar al pueblo hebreo? Dos posibles respuestas, que se contraponen entre sí, pudiéramos citar. La primera tiene que ver con la imagen del poeta ante el poder. Es decir, la condición de poeta como encarnación de la debilidad, de enfermedad del espíritu. La segunda apunta a algo absolutamente distinto, como ya he indicado: la poesía o el poeta como ente de fuerza y, por lógica consecuencia, como peligro amenazante. Aunque el contexto del relato señala a la primera de las posibilidades como la más factible, veo en la segunda cierto fundamento, o casi tanto fundamento como en la primera. Me parece que a esto alude también Borges cuando presenta a David Jerusalén como poeta. La verosimilitud que le atribuyo a lo antedicho tiene su raíz en otros relatos de Borges. Bastaría con valernos de la brevísima Parábola del Palacio,3 en la que se plantea la posibilidad de que la poesía (y en general la palabra) sea capaz, incluso, de borrar el universo y transfigurar su esencia, convirtiéndolo en un mero (¿?) símbolo.

Es también seductora otra conclusión de Borges. Esta conclusión se refiere al asunto de la relación que el alemán zur Linde tuvo con el judío David Jerusalén, a quien el primero tenía órdenes de destruir y, en efecto, destruyó.

“Ignoro si Jerusalén comprendió que si yo lo destruí fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos no era un hombre, ni siquiera un judío; se había convertido en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso fui implacable”, afirma zur Linde. Aquí Borges nos toma del cabello y parece decirnos: “Miren allá abajo; observen con minucioso rigor la génesis del espanto”. Esta cita ahonda más que cualquier otra por entre los escondrijos del alma de zur Linde, o sea del alma nazi. Es, quién lo duda, minucioso retrato de la esencia de este alegórico narrador personaje.

A través de todo el relato se halla presente una constante discursiva que se parece mucho al determinismo, pero que no lo es realmente. Se trata de la concepción borgiana de que cada cosa es lo que es porque no puede ser otra cosa. Fíjese el lector en esta cita en que Borges pone en boca de zur Linde varios ensayos explicativos sobre por qué el personaje ve su derrota, el fin, el ocaso de la pesadilla nazi, como algo casi deseable. “...me satisface la derrota, porque me sé culpable y sólo puede redimirme el castigo... me satisface la derrota, porque es un fin y estoy muy cansado... me satisface la derrota porque ha ocurrido, porque está innumerablemente unida a todos los hechos que son, que fueron, que serán, porque censurar o deplorar un solo hecho real es blasfemar del universo”. A la luz de esas aseveraciones, surge de entre las brumas de la conciencia de zur Linde y, claramente, del ingenio de Borges, una conclusión terrible: en un entramado psicológico como el que plantea Borges, el verdugo es tan inocente de su crimen como lo es la víctima. Cada personaje es lo que es porque no puede ser otra cosa. Estos juegos de Borges tienen como raíz explicativa la clara intención de hurgar minuciosamente en el laberinto de la conciencia humana.

De manera que, planteadas las cosas del modo antedicho e insistiendo, naturalmente, en que esta pasión de Borges por el laberinto es en él casi una obsesión, queda, en consecuencia, casi establecido que Borges el narrador, el intelectual, el filósofo, el artista, no toma partido más que por el proceso creativo, por el arte, por la honestidad intelectual, por las ansias incontenibles y desesperadas de entender al Otro.
  
Notas

Jorge Luis Borges, El Aleph, Alianza Editorial, España, 1999, pp. 93-103. Todas las alusiones al relato Deutches Requiem remiten a la misma fuente.

Véanse dos textos fundamentales de Nietzsche: Así hablaba Zaratustra, Biblioteca Edaf, España, 1985 y La voluntad de poderío, Biblioteca Edaf, España, 1981.

Jorge Luis Borges, Narraciones, Cátedra, Letras Hispánicas, 1994, p. 136.

Fuente  :  Letralia 122


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