Mario Rodríguez Fernández
Universidad de Concepción
RESUMEN / ABSTRACT
En este relato, Borges declara, mucho antes de que lo
hiciera Barthes, la muerte del autor. El autor ha muerto y el lector viene a
ocupar su lugar. Ello es posible gracias a la “lectura irreverente” del Quijote
practicada por Borges, lectura fundada en el “robo” y la “traición”. Menard, al
efectuar una “citación total” del texto de Cervantes, lo “roba” letra por
letra, traicionando, asimismo, las nociones de autor y original. Lo que hace
Menard es “escribir su lectura” del Quijote, que aunque resulta ser una copia a
la letra, es radicalmente distinta en el significado de ella, porque se lee
siempre desde una tradición cultural, que muchas veces se construye. Resulta,
así, que hay tantos Quijotes como lectores del Quijote.
Como suplementos se exploran las ideas de Pierre Menard como
precursor de Cervantes y la convicción de la superioridad del lector sobre el
autor. “La carrera literaria más difícil es la del lector”, escribe Macedonio
Fernández, fuente secreta de todo lo aquí afirmado.
In this
story, Borges, long before Barthes, proclaims the death of the author, The
author is dead and the reader takes his place, This is possible through an
“irreverent reading” of Don Quijote as practised by Borges, a reading based on
“theft” and “betrayal”
Menard,
when effecting a “total citation” of Cervantes’ text, steals word by word,
betraying likewise the notion of author and original. What Menard does is “to
write his own reading of the Quijote, which, although becoming a literal copy,
is radically distinct in meaning, because it is always read from a cultural
tradition that is often constructed. The result is that there are as many Quijotes
as readers of it.
As
supplements, the ideas of Pierre Menard as Cervantes’ predecessor are explored,
and the superiority of the reader over the author. “The most difficult literary
career is trhat of the reader”, writes Macedonio Fernandez, secret source of
all that is affirmed here.
.
A comienzos del siglo XX, el novelista y poeta simbolista
francés Pierre Menard concibe un proyecto asombroso: “producir unas páginas que
coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de
Cervantes”. “No quería componer otro Quijote –lo cual es fácil– sino el
Quijote” (Borges 1996: 446).
Naturalmente, el narrador de una empresa tan estupenda como
falaz no podía ser otro que Jorge Luis Borges que escribe en la tercera década
del siglo XX un cuento titulado “Pierre Menard, autor del Quijote”, donde
difunde este (in)útil ejercicio intelectual.
El texto pertenece a esa línea borgeana que trabaja con el
apócrifo, el plagio, la cadena de citas fraguadas, las enciclopedias falsas, y
donde la erudición define la forma de los relatos.
¿Cómo justifica su propósito Menard? “Mi recuerdo general
del Quijote simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien
equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa
imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema
es harto más difícil que el de Cervantes.Mi complaciente precursor no rehusó la
colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco a la diabla,
llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el
misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario
juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar
variantes de tipo formal o psicológica; la segunda me obliga al texto
‘original’ y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación. A esas trabas
artificiales hay que sumar otras, congénitas. Componer el Quijote a principios
del siglo XVII era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios
del XX es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años cargados
de complejísimos hechos. Entre ellos para mencionar uno solo: el mismo Quijote”
(Borges 1996: 448).
La justificación comienza por su eje central: la “imprecisa
imagen” del Quijote tiene su equivalencia exacta en una lectura lejana del
texto de Cervantes, que simplificada por el olvido y la indiferencia, hace
creer que el libro no ha sido escrito. No escrito, pero sí leído, podría
afirmarse, frase paradójica que privilegia por sobre todo al lector, difumando
la figura del autor.
No es de ninguna manera azaroso que Menard ensaye
preferentemente la reescritura del capítulo IX del Quijote, porque allí se
desarrolla el problema de la autoría del texto, enunciado sorpresivamente al
final del capítulo VIII:
“Pero está el daño de todo esto que en este punto y término
deja pendiente al autor de esta historia, esta batalla, disculpándose que no
halló más escrito de estas hazañas de don Quijote, de los que deja referidas.
Bien es verdad que el segundo autor de esta obra no quiso creer que tan curiosa
historia estuviese entregada a las leyes del olvido ni que hubiesen sido tan
poco curiosos los ingenios de la
Mancha, que no tuviesen en sus archivos o en sus escritores
algunos papeles que de este famoso caballero tratasen; y así, con esta
imaginación, no se desesperó de hallar el fin de esta apacible historia…”
(Cervantes 1964: 1060-1061).
Este segundo autor de la obra resulta ser el lector de unos
papeles escritos por el primero, a cuya autoría debemos atribuir desde la
famosa frase inicial (“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”)
hasta la suspendida batalla entre don Quijote y el vizcaíno.
Primer punto cervantino desde donde se inicia la
construcción de la paradoja, de la parodia borgeana: el punto en que un autor
deviene lector.
El capítulo siguiente añade nuevas complejidades a la
transformación. Estando el segundo autor un día en Alcaná de Toledo se
encuentra con un muchacho que vende unos cartapacios y papeles viejos y como el
autor (lector) es aficionado a leer “hasta los papeles rotos de las calles” no
resiste trajinar los cartapacios y ve con estupor que
contienen una historia titulada Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide
Hamete Benengeli, historiador arábigo.
El primer autor adquiere un rostro, y un nombre y,
especialmente para el pastiche borgeano, una lengua extranjera, la morisca.
Menester será entonces traducir: “Apartéme luego con el
morisco por el claustro de una iglesia mayor y roguéle me volviese aquellos
cartapacios todos los que trataban de don Quijote en lengua castellana, sin
quitarles ni añadirles nada” (Cervantes 1964:1062).
Se completa el sistema narrativo cervantino: un autor
devenido lector, que para seguir leyendo necesita de un traductor. Se
confunden, o pertenecen a la misma esfera, autor, lector, traductor.
Pierre Menard opera con idéntico sistema narrativo, aunque
invierte su primer término: es ahora el lector que deviene autor (se conserva
la equivalencia del lector y el autor con el traductor); cambio decisivo para
la comprensión del texto borgeano.
Basado en estas correspondencias, Menard se propone escribir
no otro Quijote, lo que es fácil, lo que el quiere hacer es escribir “El
Quijote”.
Ello lo obliga a sacrificar todas las variantes al “texto
original” de lo cual resulta que su Quijote es idéntico, línea por línea, frase
por frase al Quijote de Cervantes. El laborioso ejercicio recae, finalmente, en
el plagio, en la copia mecánica, lo que no obsta para que Borges afirme que los
capítulos escritos por Menard son “infinitamente más ricos que los redactados
por Cervantes”:
“Es un revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de
Cervantes. Este, por ejemplo, escribió Don Quijote” (primera parte, noveno
capítulo):
...“La verdad cuya madre es la historia, émula del tiempo,
depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de lo por venir”.
Redactada en el siglo XVII, por el “ingenio lego”,
Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard,
en cambio, escribe:
...“La verdad cuya madre es la historia, émula del tiempo,
depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de lo por venir”.
La historia madre de la verdad; la idea es asombrosa.
Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una
indagación de la realidad, sino como su origen. La verdad histórica para él, no
es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales
–ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir– son
descaradamente pragmáticas.
También es vívido el contraste de los estilos. “El estilo
arcaizante de Menard –extranjero al fin– adolece de alguna afectación. No así
el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época”
(Borges 1996: 4499).
“Menard enriquece, por desplazamiento y anacronismo, los
capítulos del Quijote de Cervantes”, escribe Beatriz Sarlo. “Los hace menos
previsibles, más originales y sorprendentes. Borges destruye, por un lado, la
idea de identidad fija de un texto; por el otro, la idea de autor; finalmente
la de escritura original. Con el método de Menard no existen las escrituras
originales y queda afectado el principio de propiedad sobre una obra. El
sentido se construye en un espacio de frontera entre el tiempo de la escritura
y el del relato, entre el tiempo de la escritura y el de la lectura. La
enunciación (Menard escribe en el siglo XX) modifica el enunciado (sus frases
idénticas a las de la novela de Cervantes)” (Sarlo 1995: 78-79).
Puedo añadir a este análisis, en una suerte de conclusión,
que las palabras, sus significados, fuera del contexto en que se recepcionan
son como el pez fuera del agua, ya que el sentido emerge, fundamentalmente, en
el acto de leer.
Postulo, en esta línea, que para Borges y Cervantes todo
texto es la escritura de una lectura. Y que Borges lleva al límite este
procedimiento utilizando una lógica impecable y cómica al mismo tiempo, al
presentar la escritura de la lectura del Quijote efectuada por Menard, como una
réplica exacta del texto cervantino.
Pero queda un remanente serio dentro del mecanismo paródico:
la transformación del lector en autor. Con ella se declara la muerte de la
noción de autoría: existen tantos Quijotes como lectores del Quijote. O si se
quiere decir en forma más suave, cada época escribe su lectura del Quijote.
Borges, a través de Menard, escribe el Quijote, desde donde
puede leerlo. Es necesario recordar la conocida anécdota que narra el autor de
El Aleph: Su lectura, a muy temprana edad de el Quijote fue en una edición
inglesa, de tal modo que cuando se encuentra con el original en español, le
parece una mala traducción.
La actividad de leer equivale en buena medida a la de
traducir (como lo demostró Cervantes) y así como hay “malas” traducciones, y
aquí entramos en un juego borgeano, hay “malas lecturas”. Leer mal significa
–como lo demuestra Borges en “El escritor argentino y la tradición” (2001;267)–
“Manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una
irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas”. Hay
varios modos de leer así (leer “entre líneas”, “leer al revés”: donde hay una
afirmación se debe leer una negación y viceversa). Menard practica otra más
amplia y transgresora: la del “robo”, de la “traición”. El cariz negativo del
robo en literatura (plagio, copia) solo se justifica con las nociones canónicas
de autor y original. Si estas “supersticiones” son arrojadas lejos, el robo
pasa a ser un mecanismo afortunado de creación. Menard “roba” a Cervantes cada
palabra, cada línea del Quijote para darles un nuevo sentido, para demostrar
que el significado es un efecto frágil del lenguaje. “Traiciona”, también, su
lengua: “Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno en un
libro preexistente”. Y se traiciona a sí mismo quemando alegremente los
borradores en que ensayó las variantes que lo llevaron a la escritura final:
“Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tapas tachaduras, sus
peculiares símbolos topográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le
gustaba salir a caminar por los arrabales de xxx; solía llevar consigo un
cuaderno y hacer una alegre fogata”.
“Se escribe desde donde se puede leer”, pero se lee siempre
desde una tradición cultural, afirma Piglia (Demaría 1999: 191). Lo que
interesa en esta tradición cultural son los “malos” lectores, no la buena
lectura que respeta los sentidos canónicos. El mal lector se realiza en ese
“uso irreverente” del que habla Borges, o en el “libertinaje literario”
propuesto por Sarmiento (Demaría 1999: 190).
Menard representa el extremo cómico al que se puede llegar
aplicando una lógica irrebatible a estas propuestas. Pero representa, al mismo
tiempo, algo que me parece fundamental: la utopía del lector. ¿Qué mayor utopía
literaria existe que la de adjudicarse la autoría del Quijote, por el solo
hecho de escribir una de sus lecturas posibles?
Borges, a través de la paradoja irónica de Menard, se da
cita con todos los “malos” lectores del Quijote que han pulverizado los
sentidos canónicos, como que el texto es solo una parodia de las novelas de
caballería. La citación (Menard efectúa, en el fondo una “citación total del
Quijote”) el robo y la traición permiten la expulsión irreverente del autor
como dueño del libro y como autoridad que define sus sentidos. El autor ha
muerto y su lugar lo viene a ocupar el lector.
Utopía del lector, porque desautoriza los poderes absolutos
del autor. Porque como toda utopía es una forma de resistencia al poder, que en
este caso es la “privatización del libro”. Si en las utopías no existe la
propiedad privada, todo es de todos, Don Quijote no tiene dueño porque
pertenece tanto a Cervantes como a Menard, a Borges que soñó su existencia, a
todos los lectores que nos soñamos autores del Quijote.
Si en La ciudad del Sol de Campanella no hay tuyo ni mío,
tampoco lo habría en La ciudad letrada de Angel Rama. Borges, mediante el
“sueño voluntario” de Menard, ha expulsado de la ciudad la noción de “original”
y la idea de “autor”. La ciudad de las letras es ahora un espacio imaginado
–utópico– en que todos somos autores de los libros leídos, como si fuera
entrevero de filiaciones en que los padres se confunden metafóricamente con los
hijos.
El problema del lector funciona en forma equivalente a lo
anterior, en el nivel de los personajes –Don Quijote es un personaje al que se
le secó el “celebro” por mucho leer novelas de caballería. Menard padece del
mismo proceso desencadenado por la lectura obsesiva del Quijote. Ambos son
lectores locos que conciben proyectos anacrónicos: restaurar la figura del
caballero andante, por una parte, y escribir, por otra, un libro preexistente.
Pero su locura debe clasificarse en la que Macedonio
Fernández llama locura lúcida, estado relacionado con el misterio del arte que
privilegia la locura sobre la lucidez y que se juega por una forma de soñar
despierto. Pero, por sobre todo, jugársela por proporcionar antes que
personajes dementes, una lectura loca: “Es un proceder más franco y una labor
mayor que me tomo por el público, que la tan usada y cómoda de introducir
dementes en las novelas. Quijote, Sancho, Hamlet, son personajes confesadamente
enfermos, como el idiota de Dostoiesvki […]; el demente exige al autor de cuidarse
de absurdos […] la locura en arte es una negación realista del arte realista
[…] yo no doy personajes locos doy lectura loca…” (Macedonio Fernández 1996:
46).
¿Qué otra cosa hace Menard que una lectura loca? Suponer que
creyó que escribir su lectura del Quijote como copia absoluta del texto
cervantino pudiera suscitar imágenes que fueran una negación realista del
indubitable realismo del Quijote, es postular que fue un loco lúcido como don
Quijote o Sancho, el de los capítulos finales.
Muy importante en este proceso es la traslación de la
función autor con todos sus atributos de autonomía, originalidad, inventiva, a
la función lector. El traslado pone en jaque la noción de sujeto, individuo,
persona, tan unido al nombre autor. Si éste ya no es dueño del texto, el
Quijote en este caso, el libro se colectiviza y pasa a ser una medida de
pertenencia a una lengua, un dialecto o grupo. Ya no habría sujeto –según
Derrida– sino dispositivos colectivos de enunciación, en los que las frases
serían –según Bajtin– “correas de transmisión entre la historia de la sociedad
y la historia de la lengua”.
En mi análisis, estas correas de transmisión se llaman
lectores que se mueven desde el texto al contexto para mostrar que la identidad
fija, que la idea de que los sentidos de un libro están consagrados para
siempre, es falsa (excepto en los libros sagrados).
Todo lo anterior autoriza mi vanidad a presentarse ante
ustedes como Mario Rodríguez, autor del Quijote. –Aunque estoy pronto a
reconocer a un ferviente lector como Alfredo Matus, Director de la Academia Chilena
de la Lengua,
la misma autoría.
“A veces creo que los buenos lectores son cisnes más
tenebrosos y singulares que los buenos autores”, ha escrito Borges (1996: 288).
Macedonio Fernández afirma que la carrera literaria más difícil es la de
lector. Opiniones que exigen desde ya no seguir aumentando la numerosa y
previsible existencia de biografías de autores e iniciar la tarea de escribir
las biografías de los lectores.
“Pierre Menard, autor del
Quijote” es precisamente lo último: la biografía de un lector.
En ella es muy importante el escrutinio del archivo
particular de Menard que registra los textos “visibles” ( la “obra invisible”
es el dilate de componer El Quijote) que se adjudican al novelista francés;
verificación que recuerda el examen de la biblioteca de don Alonso Quijano
efectuada por el cura y el barbero. Suplementariamente, Borges entrega otros
datos: Menard había fallecido en Nimes poco antes del año 1939 (fecha
recurrente en las vidas de los personajes borgeanos, como es el caso de
Dahlmann en el Sur: “En los últimos días de febrero de 1939, algo le
aconteció”). Fue novelista y poeta simbolista devoto de Poe. Asiduo concursante
de los “salones literarios” franceses, entre ellos el de la baronesa de
Bacount, y en los atardeceres le gustaba caminar por los arrabales de Nimes,
encender alegres fogatas con los papeles que contenían sus variantes
(sacrificadas) al texto “original del Quijote”). Se desliza en medio de estos
datos anecdóticos un juicio fundamental del biógrafo, Borges, sobre el lector
historiado: “su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el
estricto reverso de las preferidas por él” (Borges 1996: 449).
Mecanismo tan singular está explicado puntualmente en el
recuento alfabético de las obras de Menard en el sitio correspondiente a la
letra p: “Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de
la realidad de Jacques Reboul ( Esta invectiva, dicho sea entre paréntesis, es
el reverso exacto de su verdadera opinión sobra Valéry…” (Borges 1996: 445).
En términos mucho más amplios e intranquilizadores, la misma
idea está expuesta en Tlon, Uqbar, Orbis Tertius: “Un libro que no encierra su
contralibro es considerado incompleto” (Borges 1996: 439).
La conclusión lógica que se desprende de estas afirmaciones
nos puede llevar a inferir que El Quijote de Menard es exactamente el reverso o
el contralibro del Quijote de Cervantes.
Las opiniones de Menard serían el “reverso exacto” de las de
Cervantes, aunque aparentemente se presentan como similares al coincidir en sus
enunciados.
La diferencia en la coincidencia la muestra Borges al
comentar la “opinión” que separa radicalmente a Menard de Cervantes, a
propósito de su concepción de la historia. Si la frase “la verdad cuya madre es
la historia” … representa para Cervantes –según Borges– un “mero elogio
retórico de la historia”, para Menard implica un giro revolucionario en la
significación de la verdad y lo real. ¿Cómo un mismo enunciado puede ser
interpretado de un modo tan distinto? Ya sabemos que la causa reside en el
contexto desde donde se lee la frase.
El comentario desaprensivo de Borges –lector del Quijote de
Cervantes y del de
Menard– incluye con disimulo una interpretación canónica del
Quijote basada en la convicción de que la verdad y la realidad son una, que
están fijadas para siempre y no admiten relativismos. De esta convicción se
desprendería el sano realismo de el Quijote tan alabado por los críticos.
Menard no comparte esta lectura y su apartamiento es el que
lo impulsa a componer “el” Quijote, texto idéntico en la letra al de Cervantes,
pero tajantemente distinto en los significados. Menard, al leer El Quijote
desde otro lugar, desde un contexto cultural distinto al que se escribió, se aparta
de la idea de la verdad real para proponerla como una convención, una
construcción a partir no de lo que sucedió (el hecho en bruto en sí), sino de
lo que “juzgamos que sucedió”. Menard estima, por lo tanto, que no existe una
verdad, sino varias y contradictorias, dependiendo su número del lugar de donde
se juzgan los hechos.
El Quijote de Menard abandona la representación “verdadera”
y canonizada de lo real, y se sitúa en un espacio novelesco ambiguo, un reino
(des)gobernado por el principio de incertidumbre. Leer El Quijote que propuso
Menard puede constituir un proceso asombroso: punto por punto –lo que significa
de coincidencia en coincidencia– va negando las certezas de El Quijote de
Cervantes, construyendo el contratexto de las incertidumbres modernas.
Se cierra, de este modo, el círculo. El punto extremo al que
pueden llegar la “malas lecturas”, las “lecturas irreverentes”, las
“utilitarias”, es el contratexto: negar y proponer el reverso exacto de cada
una de las “opiniones” que expresa el texto leído.
Lo cómico, lo irónico en el relato borgeano, es el hecho de
que la lectura de Menard (comentada por Borges) pareciera ser una mala (en el
sentido recto del término) lectura del Quijote. Aparentemente es una lectura
escéptica, reducidora, propia de una actitud nihilista: “El Quijote –me dijo
Menard– fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis
patrióticos de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es
una incomprensión y quizá lo peor” (Borges 1996: 450).
La estrechez de esta lectura que sacrifica la pluralidad de
sentidos del Quijote: “fue ante todo un libro agradable”, es la que permite
equívocamente “recuperar” esa misma pluralidad expulsada, privilegiando el
principio de incertidumbre. Paradójicamente, es la lectura estrecha la que
genera el propósito de Menard de componer “el Quijote y no otro Quijote –lo
cual habría sido fácil”.
Finalmente, Borges resuelve mediante una nueva complejidad
la ya difícil composición del asunto: “He reflexionado que es lícito ver en el
Quijote “final” una especie de palimpsesto en el que deben traslucirse los
rastros –tenues pero no indescifrables– de la previa “escritura de nuestro
amigo” que requerirían un segundo Pierre Menard que “invirtiendo el trabajo del
anterior podría exhumar y resucitar esas Troyas” (Borges 1996: 450).
Según la lógica con que he trabajado, El Quijote “final”
debe ser, por una parte, el resultado, la sumatoria, de sus innumerables y
diversas lecturas, pero por otra, la mención de las Troyas resucitadas añade un
suplemento que nos remite al conocido texto borgeano “Kafka y sus precursores”.
Menard sería un precursor de Cervantes, en el sentido de que la existencia del
Quijote permitiría rastrear en la tradición literaria, giros, tonos narrativos,
que lo prevén y lo anuncian. El “dislate” de Pierre Menard sería la opción
extrema de la teoría, que “todo escritor crea sus precursores” (Borges 1996:
90).
BIBLIOGRAFÍA
Borges, Jorge Luis, Obras Completas. Buenos Aires: Emecé
Editores, 1996. [ Links ]
Cervantes Miguel de, Obras completas. Madrid: Aguilar S.A.
de editores, 1964, pp. 1060 – 1061.
[ Links ]
Demaría, Laura, Argentina(s). Buenos Aires: Ediciones El
Corregidor, 1999. [ Links ]
Fernández, Macedonio, Museo de la novela de la Eterna. Madrid:
Allca XX/Fondo de Cultura Económica, 1996. [ Links ]
Sarlo, Beatriz, Borges, un escritor en las orillas. Buenos
Aires: Ariel, 1995.
Fuente : REVISTA CHILENA DE LITERATURA
Noviembre 2005, Número 67, 103-112