sábado, 28 de marzo de 2015

Y el tango nació de nuevo




Se cumplen cincuenta años del mítico disco “El Tango” que reunió a Jorge Luis Borges con Astor Piazzolla. Aquí, los entretelones de esa sociedad y anécdotas del encontronazo entre los genios.

Por Irene Amuchastegui


El título El Tango , para un escaso puñado de canciones como el que alcanza a contener un vinilo, podría resultar, cuanto menos, presuntuoso. Pero el álbum El Tango , su exquisita rareza, ese tejido en el que resplandecen vestigios y prefiguraciones de todas las edades del género, fue una cosa aparte. Sigue siéndolo, después de medio siglo en el que sus entretelones se incorporaron a la antología del chisme, y su milonga “Jacinto Chiclana” al repertorio clásico del género.

La biografía de Piazzolla (de Simon Collier y María Susana Azzi) consigna una fecha precisa: el 14 de marzo de 1965, Jorge Luis Borges, en compañía de su madre, visita la casa de Astor para escuchar los primeros resultados del trabajo del músico sobre sus milongas, trabajo destinado a un long play que uniría las dos firmas. En el origen de esta alianza autoral, que se limitó a un único disco, se mezclan el nombre del compositor Carlos Guastavino –quien en realidad le había pedido las milongas a Borges, según María Esther Vázquez– y unas negociaciones bastante arduas en las que intervino la discográfica Phonogram. En la confitería St. James de Córdoba y Maipú, que el escritor frecuentaba, se cerró el acuerdo. Y en el living familiar de la calle Entre Ríos, Astor, al piano, le hizo escuchar a Borges las tres milongas, entonadas provisionalmente por Dedé –la primera esposa de Piazzolla, que no era cantante sino pintora– y reservadas a una voz muy distinta (muy distinta de todas): la voz de Edmundo Rivero.

“Borges dice que está escribiendo tangos y milongas de mala gana”, titulaba La Razón un mes más tarde. La nota, en rigor, transcribía una declaración algo más extensa: “Contra mi voluntad, estoy escribiendo mucha poesía, letras para tangos y milongas y un ensayo sobre literatura inglesa…” En esos días, el bandoneón de Aníbal Troilo inauguraba Caño 14. El crítico del New York Times, tras un concierto en el Phillarmonic Hall del quinteto de Piazzolla, concluía: “No se parece a ninguna otra cosa más que a sí mismo, y eso es suficiente”. Las páginas de Le Figaro de París, en su consabida predicción del Nobel de Literatura, señalaban las chances de Borges.

Para Piazzolla, el vínculo con la obra de Borges no comenzó en 1965, sino cinco años antes, cuando Ana Itelman le propuso crear un ballet sobre el cuento “Hombre de la esquina rosada”. En Nueva York, donde la coreógrafa y el músico coincidían en 1960, trabajaron en el proyecto, que nunca se concretó. Con la publicación del Archivo Ana Itelman –en 2002, ordenado por Rubén Szuchmacher– vieron la luz sus borradores sobre la puesta. A pedido de Itelman, Piazzolla creó una partitura para recitante, canto y doce instrumentos, siguiendo el plan de los pasajes y textos seleccionados por ella. En 1965, esta suite pasó a ocupar el Lado 2 del disco El Tango , donde Piazzolla anotó: “El tratamiento musical está concebido desde la esencia tanguera más simple hasta incursiones en la música dodecafónica”.

A propósito (otra vez según Collier y Azzi), desde su encuentro con Itelman, Astor alentó la ambición de un West Side Story tanguero, y algo de esa intención subyacía en la Introducción a Sobre Héroes y tumbas , que grabó con la participación de Ernesto Sabato en el disco del Nuevo Octeto Tango contemporáneo, de 1963, y finalmente no desarrolló. Cuando se produzca su decisivo encuentro con Horacio Ferrer, a fines de 1967, la operita María de Buenos Aires surgirá de este germen que era para Astor su admiración por West Side Story . Pero ese, justamente, es otro lado de la historia.

En el disco de Borges-Piazzolla, al “Hombre de la esquina rosada” se sumaban el poema “El Tango”, el tango “Alguien le dice al tango” (probando que la fatigada variante autorreferencial del género todavía podía dar piezas exquisitas) y las milongas “Jacinto Chiclana”, “El títere” y “A Don Nicanor Paredes”. A los extraordinarios músicos de su quinteto, Astor sumó otros notables instrumentistas. El actor Luis Medina Castro –cuya actuación en televisión, cine y teatro estaba en el punto culminante– intervino en los recitados. La elección del cantor Edmundo Rivero no podía ser más adecuada para la porción orillera del repertorio. Para Rivero, ese imaginario de Borges “fue como otro país, a pesar de nombrar seres y lugares que creía conocer desde años…” En sus memorias ( Una luz de almacén ), recuerda que en los días de la grabación del disco, Borges lo interrogó: “–¿Con qué autoridad, con qué conocimiento canta usted estos temas?

No había intención agresiva sino simple curiosidad, acaso certeza de mi obligado dominio del asunto. Le contesté también sobre una suposición: –Bueno, las canto porque las entiendo y las entiendo porque las he vivido. Lo mismo que usted, que las escribió porque las conoce, porque las vio.

–No, en mi caso no es así –me dijo–. Yo no he tenido la fortuna que usted tuvo. Estos personajes y estas historias me llegaron por otros, por terceros. O son imaginarias.” Rivero descreyó de esta afirmación. Como es sabido, Don Nicanor Paredes (“de aquel Palermo perdido / del baldío y de la daga…”) no es un invento, apenas una variante de Nicolás Paredes; por lo demás, llamativamente funcional a algunas de las opiniones de Borges sobre el tango, género que desdeñaba en favor de la milonga. Como cuando refiere el veredicto de Paredes sobre Caminito de Filiberto y Coria Peñaloza: “Todo está muy bien, pero esto es demasiado científico para mí”.

La presencia de Borges en el estudio, durante la grabación del disco, dio lugar a algunos otros episodios coloridos. El guitarrista Oscar López Ruiz, además autor del imperdible Piazzolla loco loco loco , fue parte de esas sesiones. En su libro, evoca la evidente tensión entre las personalidades de Borges y Piazzolla, “un maridaje imposible”. Cuenta López Ruiz que el escritor asistió a todo el proceso de ensayos y grabación, sentado en la sala de control del estudio, tan imperturbable frente al despliegue musical de las grabaciones como ante el jolgorio característico de los descansos entre toma y toma: “Comentábamos esto y aquello, nos reíamos como locos (…), puteábamos como camioneros borrachos y armábamos bastante escándalo haciéndonos todo tipo de bromas referentes a cómo habíamos tocado tal o cual parte.

Borges, inmutable.

Astor no aguantó más y (…) le preguntó: ¿Y, Borges? ¿Qué le parece? ¿Le gusta? Borges le contestó: ‘Sí; claro; por supuesto; pero qué quiere que le diga, Piazzolla, a mí me gustaba más cómo lo cantaba la chica’.” Se refería a la versión que había escuchado en casa de Piazzolla cantada por Dedé. Las carcajadas de Rivero y los demás obligaron a prolongar la pausa. Unos años más tarde, Rivero compuso una milonga con versos de Luis Alposta: Soneto para un malevo que no leyó a Borges (y que cambió el cuchillo por el gatillo) .

Las Memorias de Astor, compiladas por Natalio Gorin, ofrecen una perspectiva menos risueña de la esgrima mediática que lo enfrentó con Borges: “Llegó a decir que yo no entendía de tango, y mi réplica le endilgó a Borges no entender nada de música. Era un hombre autoritario, quizá prepotente en algunas cosas. Yo recuerdo que lo invité a mi casa para hacerle escuchar toda la obra, antes de que se grabara. (…) le dije que había compuesto toda la música a la manera del 900, menos la Oda íntima para Buenos Aires . Borges me contestó que él de música no sabía nada, ni siquiera diferenciar entre Beethoven y Juan de Dios Filiberto. No sabía quién era quién, y además no le interesaba”.

Cuentan que Borges tildaba a Astor de ignorante y vanidoso, que se refería a él como “Pianola” y que alguna vez desertó de un concierto suyo diciendo: “Me voy, como no tocan tango hoy…” La inquina –contracara de un disco con puntos excelsos– simboliza una polarización del tango que en los años 60, y también mucho más allá, supuso para Astor una batalla sin cuartel. El hecho de que Borges deplorase aun la transformación operada en el tango por Gardel (frente a la cual reivindicaba formas arcaicas) describe la medida de “la grieta”, que haría parecer insignificante aquella que se abría entre Piazzolla y los puristas del 40.

En 1965, el escritor dictó una serie de conferencias sobre el tango, registradas en una cinta y exhumadas con revuelo internacional en 2013. Allí, además de calificar “Hombre de la esquina rosada” como “injustamente famoso” y de hablar sobre Nicolás Paredes, se ocupa especialmente del período inicial del tango, y de su herencia milonguera.

Borges decía que sus milongas se habían escrito solas, surgiendo sin esfuerzos de “un viejo fondo criollo que tengo…” El mismo fondo criollo de Rivero –sublime epígono del cantor nacional–, de Nelly Omar, de Jairo, delicados intérpretes de “Jacinto Chiclana”. El fondo criollo, nobleza obliga, de Gardel.

Fuente : Revista Ñ

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