Víctor Hugo Ghitta
Siempre trae sentimientos encontrados el viaje de un hijo.
Sucede algo parecido a la extrañeza que sorprende a los padres cuando estos,
sin que los niños lo sepan, a través de un ventanal o por la hendija de una
puerta entreabierta, ven a sus hijos por primera vez en relación con el mundo.
Ese primer contacto con el universo exterior -en la sala inaugural de la
escuela, en el parque o en una fiesta de cumpleaños- provoca zozobra y cierto
desasosiego, porque siempre vemos en los otros una amenaza, pero sobre todo
porque en el fondo de nuestros corazones sabemos, aunque nos hagamos los
distraídos, que ese breve viaje que inaugura su hasta entonces modesta
independencia es el principio de una larga partida. Solemos prepararlos para
que se aventuren al mundo, aunque no siempre estamos suficientemente preparados
para que se alejen y crezcan.
Sabemos que no viajamos ya como lo hacíamos hace veinte o
treinta años. Son muchas las vías de comunicación instantánea, de manera que ha
cambiado también el modo en que nos vinculamos durante el viaje: extrañamos,
claro, pero también viajamos un poco con ellos, sobre todo gracias a las
fotografías o a los videos que recibimos casi en tiempo real en nuestro
teléfono. Mientras escribo dos de mis hijos están en Nueva York. Anoche
subieron a sus cuentas de Instagram una serie de imágenes, y una de ellas se
quedó conmigo hasta esta madrugada. En esa imagen están en el interior de la
Biblioteca Pública de Nueva York, uno de ellos inclinado sobre un gran libro
abierto de tapas duras; el otro, detrás de la cámara. La imagen deja ver con
claridad los ojos de asombro de quien se abisma en un mundo hasta ahora
ignorado; el libro está ligeramente desenfocado, pero en esa bruma se ve el
trazo de un mapa cuyos contornos me resultan desconocidos y que se me antoja es
la cartografía de un continente muy viejo y por eso nuevo.
Imagino la felicidad que les ha traído la ciudad
deslumbrante, y también la que sintieron tan sólo ingresar en ese edificio
extraordinario, esa otra ciudad hecha de libros que contiene en sus estanterías
infinitos viajes. En estos días he leído un libro deslumbrante de Alberto
Manguel, La biblioteca de noche. En ese ensayo descubrimos que las bibliotecas
-las que cobijan los edificios monumentales y las más modestas que tenemos
delante de nuestros ojos en nuestras casas- tienen una doble condición: nos
sirven como refugio y, a la vez, constituyen una amenaza deliciosa.
Leemos para dejarnos cegar por nuevas revelaciones, razona
Manguel, aunque en ese camino reconocemos una parte de lo que somos y
celebramos reencontrarnos con algo de nuestra historia. Cada lector es un
viajero que se detiene en su peregrinar o un viajero que regresa al hogar,
escribe.
Conocí
la Biblioteca Pública de Nueva York hace muchos años, pero guardo un recuerdo
vívido del instante en que me senté a una de las mesas de la gran sala McGraw
Rotunda. Llevaba conmigo una versión en inglés de Ficciones, de Borges: me
había propuesto, a modo de broma personal, leer en ese lugar "La
biblioteca de Babel", y hacerlo en el idioma del país que visitaba.
Cuando
terminé la lectura tuve la sensación de que había despertado de un sueño. No
era exactamente una epifanía, pero creí haber sido tocado por alguna clase de
revelación. Me vino un leve mareo, un ahogo súbito, y sentí que entre el
momento en que había terminado la lectura y ese raro despertar había
transcurrido un espacio de tiempo, un vacío que no lograba completar.
No recordaba nada, desde luego. Aunque estaba rodeado de
otros lectores, quizá muchos de ellos arrobados y conmovidos como yo, me sentí
a solas, suspendido en el aire y ajeno al mundo, y de inmediato vino a mi mente
la imagen de un astronauta en el momento en que, después de abandonar la nave
que lo ha transportado a ese confín del universo, orbita alrededor de la
Tierra. Siempre despertó mi curiosidad saber qué pensamientos asaltan a esos
viajeros en medio de la vasta noche del universo, y siempre me gusta pensar
que, aunque deben de estar atentos a una infinidad de detalles técnicos,
estando tan cerca de las estrellas y acaso de Dios, en algún momento deben de
interrogarse acerca del sentido de la vida.
Esa clase de preguntas es la que tantas veces nos hacemos
mientras leemos. Leemos para devolverle al mundo su sentido, si acaso lo tiene.
Leemos con esa fe, o quizá lo hacemos como lo quiere Manguel: leemos buscando
consuelo.
Mientras escribí este texto escuché: Songs for Drella, Lou
Reed & John Cale; Live in New York City, John Lennon; Zappa in New York,
Frank Zappa
Fuente: La Nación