sábado, 28 de abril de 2018

La utopía de Borges



 
Roberto Alifano

Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real.
Jorge Luis Borges

El humanismo renacentista inglés pobló de prodigiosos relatos la literatura de Europa. Tomás Moro, predecesor de William Shakespeare —a quien inspiró La tempestad—, teólogo y escritor, defensor de la Iglesia de Roma y condenado luego al cadalso por Enrique VIII, publicó su inmortal Libro del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía, donde concibe una comunidad ficticia con ideales filosóficos y políticos muy diferentes a los de los pueblos contemporáneos de su época. Esta creación literaria es presentada en su obra mediante el relato que realiza un explorador, llamado Rafael Hythloday, al regresar a la sociedad medieval europea.

Utopía es una comunidad pacífica, que establece la propiedad común de los bienes, en contraste con el sistema de propiedad privada y la relación conflictiva entre las sociedades europeas contemporáneas a Moro. Esas paradojales quimeras sirvieron a Borges como fuente de inspiración para la escritura de su magistral relato “Utopía de un hombre que está cansado”, del libro El informe de Brodie. Como Kafka en la postergación infinita de la llegada al castillo, que cada vez está más lejano a medida que se acerca; para nuestro poeta, cuando los caminos no quieren llegar a ninguna parte, se convierten en laberintos. La temporalidad se vuelve entonces monstruosa y el espacio, homogéneo hasta el tedio. Y es allí donde la identidad se transforma en un cansancio, en una forma insufrible de la realidad, en el menos fatigoso que imposible sueño de la Utopía.

Borges asume y comparte esa presunción irónica del lugar que no existe, de la vida en ninguna parte que se dio alguna vez en la isla de la Utopía y que luego se reitera en los textos de la Nueva Atlántida de Sir Francis Bacon y en La ciudad del sol de Tommaso Campanella. En esas geografías futuras, posibles y perfectas, la convivencia de los seres humanos se transforma en algo grato, vivible desde todo punto de vista, aunque esa felicidad se vuelve con el devenir inapelable del tiempo en definitivamente melancólica, o aburrida.

Como en las utopías clásicas, Borges relata un viaje, aunque no describe sus huellas. No hay naufragio ni descubrimiento, como en el remoto sitio de Tomás Moro, pero sí un desplazamiento, el abandono de una realidad y el encuentro no ya con un insólito país, sino con el mundo futuro. Las confusas palabras usadas por un narrador en primera persona son la voz de un hombre que camina (o cree caminar) en medio de la pánica llanura interminable, que va creciendo y agrandándose, según el verso del poeta uruguayo Emilio Oribe, que repite despacio. Quien se desplaza por esa ficción se llama Eudoro Acevedo, un profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos.

El terreno es desparejo y empieza a caer la lluvia cuando ve la luz de una casa donde habita el hombre del porvenir, un hombre tan alto que casi da miedo al protagonista; ese “alguien” misterioso, que ni siquiera recordará su nombre. Para dialogar ensayan diversos idiomas, pero no se entienden. Cuando “alguien” habla lo hace en latín. Eudoro junta entonces sus ya lejanas memorias de bachiller y se prepara para el diálogo. “Por la ropa —dice el anfitrión— veo que llegas de otro siglo”. Lo invita a comer en una pequeña cocina donde todo es de metal. “Alguien” tiene ya 400 años y acaso se dispone al suicidio. Antes, quema todas sus pertenencias (muebles y enseres labrados por él mismo) y entrega a Eudoro una tela en blanco, que conservará en su escritorio de la calle México, pintada con “materiales hoy dispersos en el planeta”. Mientras comen, el diálogo se extiende morosamente, “alguien” critica la pobreza y califica al dinero como “una forma de la vulgaridad”.

Como en las novelas de H. G. Wells, asistimos en esta utopía a una pérdida de la personalidad. Las reglas dictadas se han internalizado y se considera a los campos de concentración como un paraíso terrenal, porque ya no tienen contradicciones. El humor negro de Borges reubica a Hitler como un filántropo que inventó la cámara letal (crematorio), lugar donde se suministra el suicidio.

Fernando Pessoa concibe que “la muerte es una liberación porque morir es no necesitar al otro (...). Por eso ennoblece la muerte, viste de galas desconocidas al pobre cuerpo absurdo, que sin la energía de la vida es una mera caja vacía”. Para Borges el hombre del porvenir ni tiene miedo ni necesita de los otros para ese acto solitario que es morir. Pero no es menos cierto que probablemente la vida está en otra parte y la utopía añora vivir esa promesa de un mundo mejor. O, como ha dicho Italo Calvino, a pesar de que la utopía ha sido la más pesada piedra de nuestros empeños de Sísifo, “también es el ala constante que planea en nuestro firmamento”.

Estas nuevas refutaciones del tiempo y del individuo, del cosmos y de la existencia, encierran por cierto la parábola de la angustia del hombre de nuestros días con todos los alcances de los medios de comunicación, pero más desolado que nunca. La desilusión de que incluso en esa imagen del porvenir no es posible concebir un mundo feliz, que cada vez se aleja más de Utopía, ese remoto lugar que no existe.

El protagonista Eudoro Acevedo analiza y condena la realidad contemporánea en la que está inmerso, señalando algunos síntomas del malestar de la sociedad nuestra época. Su proposición sobre la posible imagen de un porvenir coincide con la esperanza propuesta por el filósofo libertario Ernst Bloch; pero, afirmándose en el mismo tono satírico de Moro, revela que se trata de una ilusión donde el tiempo infinito no es suficiente para cambiar el rostro severo de los seres humanos, codiciosos e incorregibles.

En esa llanura de los días de la historia ni siquiera se agita el azar ni la promesa de un mundo mejor, tampoco el amor que se menciona como la sustancia de un relato sin principio ni final, donde el tiempo se vuelve monstruoso y el espacio es una planicie que abre el telón de la uniformidad, de la pérdida de la historia y de toda forma de identidad. En estas sombras de la existencia “alguien” se dispone a morir y nadie acompañará su marcha infinita. Además, lo espantoso de los proyectos utópicos hace que los hombres queden reducidos a las funciones que desempeñan bajo el poder absoluto y determinante del Estado. Por eso el cansancio es doble, tanto para el que oye como para quien está narrando, y habita al mismo tiempo en el mundo actual.

El profesor de letras inglesas y americanas está cansado de los políticos y de la corrupción que representa el poder e interroga a “alguien”:

    —¿Qué sucedió con los gobiernos?

    —Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen...

Ambos personajes se revelan decepcionados por cualquier forma de gobierno, por la división entre naciones y por la gente ingenua que creía que las mercaderías eran buenas porque a través de la publicidad lo aseguraban sus fabricantes, inescrupulosos estafadores que sólo buscaban el inmoral beneficio propio. En el porvenir, la materia incoherente de los seres humanos luce su cansancio. Es una sociedad de habitantes aislados. El aburrimiento ha llegado a la dimensión individual e histórica. El lenguaje es un sistema de citas, lo que supone que la abundancia de información ha saturado la capacidad de la comunicación humana y “ha vaciado de vitalidad el lenguaje, que, como tal, ha muerto, pues ya no es un sistema de símbolos compartidos ni una tradición histórica”; pese a que “alguien” sabe que no puede evadirse de “un aquí y de un ahora”.

Pero si la literatura es una forma privada de la utopía y con Bloch, una utopía se consuma en la resistencia a la muerte, ¿cuál es la utopía de Borges, o de Eudoro Acevedo? ¿Es sólo una distopía de la inmortalidad, del horror de ser inmortal y su cansancio, del horror de la monotonía y su rutina? ¿Es posible pensar otro destino?

“Alguien”, ya camino a la muerte, prisionero de su gran relato, se precipita hacia Utopía, pero Eudoro Acevedo, que es Borges, regresa. En ese cruce está la esperanza, el pensamiento utópico que reclama la literatura como diálogo y lugar de acogida. Así, en ese sueño dirigido por el narrador, la utopía no tiene territorio y siempre vivirá en una página en blanco. Esa advertencia resiste a la muerte. Eudoro Acevedo o Borges regresan a su mundo real para escribir esa página en blanco, del color de la tela que trae del futuro, “pintada con los materiales hoy dispersos en el planeta”, acaso tan dispersos como la vida misma.


Fuente: Letralia


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