jueves, 25 de abril de 2019

De tigres, laberintos y espejos





Sergio Ramírez

Alguien cuenta de Borges que alguna vez escribió, o dijo, que cuando había leído la traducción del Quijote al inglés se dio cuenta de que la versión en español era inferior; apreciación que irrita o divierte, depende de si se quiere o no perdonar a los genios -y éste es el genio latinoamericano que tenemos para enseñar al mundo- sus extravagancias, como son también extravagancias suyas dedicar un libro a Nixon, por ejemplo. De sus rarezas, opiniones críticas, gustos, odios y preferencias, constantes de su literatura y de su vida, da cuenta el libro Conversations with Jorge Luis Borges (Discus Book, Avon, 1970), uno de los más amenos y ricos que puede encontrarse en la extensa, y muchas veces cargante bibliografía sobre Borges. Un estudiante de la Universidad de Brandeis, Richard Burgin, supo en el año de 1967 que Borges llegaba a Cambridge para una estancia de algunos meses, y se propuso entrevistarlo. El resultado de sus varias sesiones de pláticas sobre temas múltiples es esta obra breve, de apenas unas ciento cincuenta páginas, pláticas que Burgin conduce con precisión, frescura e inteligencia (para las fechas de su encuentro con Borges tenía apenas veinte años de edad, pues nació en 1947, noticia que doy para quienes opinan mal de los jóvenes demasiado jóvenes, metidos a cosas de hombre) y en las que logra aproximaciones fundamentales a lo que ya puede llamarse el mundo borgiano, (como hay un mundo kafkiano que se ha trasegado incluso al lenguaje diario), haciendo saltar de la conversación las entretejidas imágenes de laberintos, tigres y espejos de su universo cerrado.

Quizás lo que Borges revela como mayor constancia a lo largo del diálogo con Burgin, es la equiparación que hace del mundo de la creación artística al mundo de la existencia real, absorbido el primero a través de la dilatada experiencia de la lectura, un mundo libresco que se erige por sí solo y cobra autonomía para desafiar, y oponerse al otro que en Borges, esfuminado por su ceguera, se torna un complejo de ilusiones, menos real a veces que el ya definido de sus lecturas y sus creaciones. Esa ceguera, es la que en definitiva condiciona su concepción del universo, y cuando su genio habla, se le adivina ajeno a la realidad circundante (de su infancia casi no recuerda a ningún amigo y la única imagen verdadera es la de su madre), intocado por lo que le rodea, excepto cuando alguien le menciona a Perón, o a Evita, y es frente a ella que se muestra humano a lo largo de todas las pláticas, porque se deshace, única vez Borges, en insultos al sólo recordarla.

Dudas más que certidumbres, nada de claro y preciso entendimiento, la filosofía como una organización esencial de las perplejidades del hombre; y a partir de allí, planos de la realidad paralelos a la aparente que vivimos, laberintos que desembocan en otros niveles que no se conocen y solo se pueden vislumbrar, acaso, la vida del hombre repitiéndose en otras vidas, el deseo de no ser nunca más Borges, de olvidar todo lo que Borges ha sido: y todavía no has escrito el poema. Provocaciones en forma de opiniones, agudas provocaciones de una mente abierta a todos los ingenios en su clausura interior. García Lorca: palabras, nada más que un arte de hacer sonar, combinándolas, las palabras. Neruda: un gran poeta, sin que le interese como hombre (le debieron dar el premio Nobel en 1967, dice, en lugar de otorgárselo «a ése», y ése «ése» innombrado es Miguel Ángel Asturias).

El único latinoamericano que alguna vez ha alcanzado ejercer influencia sobre toda una generación de escritores de lengua inglesa, en los Estados Unidos e Inglaterra, es Borges; sus jardines de senderos que se bifurcan en realidades distintas, los libros que ya no leeremos nunca, el tigre que anda junto al Ganges en el momento en que él lo describe, el otro tigre que existe al mismo tiempo en sus líneas, un mundo borgiano que se reproduce en otros artistas, de acuerdo a las leyes suyas, de encuentros fortuitos en el tiempo, y trastoques involuntarios. Aunque el suyo sea un universo que nadie más puede compartir.

Berlín, mayo de 1975.

Fuente: Cervantes Virtual


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