A propósito de Deutsches Requiem
Por Horacio González
¿Qué responsabilidad le cabe a un autor que hace hablar a
otro con su propia voz, relegando la suya, dejando que se sobrentienda que es
su creación literaria pero no lo que verdaderamente piensa? Sobre este punto
indaga el ensayista e investigador en torno a este cuento, cuyo protagonista es
Otto Dietrich zur Linde. ¿Es posible narrar desde los personajes que encarnan
el mal? ¿Cuando escribe este relato es nazi?
El tesoro milagroso que nos trae la escritura de Borges es
que la conciencia se mantiene a costa de un par de elementales funciones;
anhelar, imaginar, tramar, odiar, y también otra, más “teológica”, la
revelación, o una vislumbre. Pero son funciones fijas; podría decirse que son
atributos que de pertenecer a un flujo de emotividades darían una conciencia
dramática o histórica. Pero no es así, por eso es posible aseverar que en
Borges la acción principal es la de llevar al agotamiento y anulación de la
conciencia presentando una resultante geométrica que la reemplaza. A = no A. Un
sentimiento intenso y declarado se transforma en su contrario sin las clásicas
mediaciones que suelen considerarse en estos casos. Sin embargo, sería muy
torpe reducir a Borges a una mera fórmula, por más que de todos modos se la
considere atractiva. Quizás sea debido a esta circunstancia que la primera
persona en Borges resulte, como él mismo lo diría, “inconcebible”. Tomemos el
caso de Deutsches Requiem, un cuento donde habla el oficial nazi Otto Dietrich
zur Linde, con un decidido comienzo que recuerda al de Moby Dick: "Mi
nombre es Otto Dietrich zur Linde”. Ciertamente, el “Llámenme Ismael” de
Melville es una primera persona que pide a terceros que le adjudiquen ese
nombre, mientras que el oficial nazi asume desde el comienzo del relato su
propia autoría, sin pedirle a nadie que se la conceda. La imposición primera de
un nombre anuncia confesiones, apostasías o cadalsos.
¿Qué responsabilidad le cabe a un autor que hace hablar a
otro con su propia voz, relegando la suya, dejando que se sobrentienda que es
su creación literaria pero no lo que verdaderamente piensa? Es este,
probablemente, el principal problema de la novela moderna, la conciencia que el
escritor concibe como la de una marioneta, suponiendo que las notas oscuras de
esa personalidad no lo incluyen. Flaubert ya reflexionaba sobre Madame Bovary
en el sentido de que había una fuerza irónica en la conciencia del novelista,
que permitía el desdoblamiento en un alter ego tan diferente, cuanto sospechoso
de complementarlo sigilosamente. “Madame Bovary soy yo”. Esta frase, es cierto,
Flaubert nunca la escribió, pero la insistente atribución que se le hace es
parte de un mito literario que exige, para cerrarse, que alguien en primera
persona la haya dicho, su propio autor. De algún modo debía provocarse esa
sutura en el siglo y en el momento en que surgían las mejores novelas sobre la
“conciencia burguesa”. Los primeros críticos de Flaubert precisaron fabricar
esa frase, apócrifa pero necesaria, para obstruir el dilema insalvable de la
distancia, intransferible, entre la conciencia del autor y la del personaje. La
otra forma de decir esa frase es más compleja: la podemos asemejar a la obra de
Sartre llamada “El idiota de la familia”.
Borges aclaró que había escrito Deutsches Réquiem desde el
punto de vista de un militar nazi de formación intelectual aquilatada, para
entender “el destino de Alemania”, con lo cual quiere rebatir lo que los
“germanófilos” argentinos no supieron hacer. He allí un verdadero problema.
¿Era necesario proponerse una identidad que partiera de una palabra surgida
monologalmente por un oficial nazi? Borges presenta así el problema de la
comprensión de algo que repudia a través de la posibilidad de encarnar la voz
interior de lo “abominable”. Otro partido muy distinto había tomado Walter
Benjamín, unos años antes, ante el mismo problema. Sobre sus tesis en torno a
la reproducción de la obra de arte, decía que “dejan de lado una serie de
conceptos heredados (como creación y genialidad, perennidad y misterio), cuya
aplicación incontrolada, y por el momento difícilmente controlable, lleva a la
elaboración del material fáctico en el sentido fascista. Los conceptos que
seguidamente introducimos por vez primera en la teoría del arte se distinguen
de los usuales en que resultan por completo inútiles para los fines del
fascismo. Por el contrario son utilizables para la formación de exigencias
revolucionarias en la política artística”.
Su lectura de Schopenhauer le permite reflexionar sobre el
destino humano: “Desde el instante de su nacimiento hasta su muerte, todos los
hechos que puedan ocurrirle a un hombre, han sido prefijados por él”. Esto le
permite extraer conclusiones inesperadas y solo justificables por un hilo de
razonamiento donde el lector reconoce la ética borgeana, pero es Otto Dietrich
zur Linde el que las piensa, las cavila.
No era este el propósito de Borges, sino el de comprender,
por así decirlo, “desde dentro”, y en forma inmanente. (A Borges le sería
imposible registrar esa “exterioridad del concepto benjaminiano”; y quizás lo
fue finalmente, también para el propio Benjamín). Por eso, el oficial nazi
pronuncia frases como éstas, anunciando como se desplegará su conciencia en
forma rememorativa, desde su conclusión catastrófica en dirección invertida,
hacia sus comienzos: “En cuanto a mí seré fusilado por torturador y asesino”.
La noche que precede a su ejecución considera que puede hablar sin temor y
cuenta su historia.
Es la de un interesado por la música y la de un lector de
Schopenhauer, Shakespeare, Nietzsche y Spengler. Sobre este último, sin
desmedro de su radical espíritu alemán, había escrito un artículo polémico
donde le discute una apreciación sobre Fausto: el espíritu fáustico se
expresaría mejor en un escrito en un poema datado veinte siglos antes que en
“el misceláneo drama de Goethe”. A continuación, una frase tajante, en brusca
persona confesional: “En 1929 entré al Partido”. Allí, exento de violencia,
comprendió sin embargo que eran épocas donde sobrevendría el “hombre nuevo”. No
puede disimular que sus camaradas le eran “odiosos”. Como “hombre del destino”,
espera una guerra inexorable en la que ser soldado contra Rusia o Inglaterra
(no escribe Borges URSS, sino Rusia) pero un episodio señalado que ocurre en
marzo de 1939 lo envía hacia otros dominios. “Los diarios no lo registraron”.
Se trataba del tiroteo ocurrido en Tilsit, “detrás de la sinagoga”, donde dos
balas “me atravesaron la pierna que fue necesario amputar”. Luego de este
incidente “personal” que lo deja inhábil para las maniobras bélicas “nuestros
ejércitos entraron en Bohemia… (y) yo estaba en el hospital tratando de
perderme en los libros de Schopenhauer”. Su lectura de Schopenhauer le permite
reflexionar sobre el destino humano: “Desde el instante de su nacimiento hasta
su muerte, todos los hechos que puedan ocurrirle a un hombre, han sido
prefijados por él”. Esto le permite extraer conclusiones inesperadas y solo
justificables por un hilo de razonamiento donde el lector reconoce la ética
borgeana, pero es Otto Dietrich zur Linde el que las piensa, las cavila.
Borges llama (Otto Dietrich llama) consuelos hábiles del
pensamiento a las conclusiones que extrae de esta forma del destino: “Así, toda
negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una
penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio”. Es
evidente que el destino en que piensa Borges y le atribuye al oficial nazi,
contiene extrañas fallas porque una cosa es la deliberación respecto a la
negligencia y la cita respecto al encuentro (lo que convierte en obligatorio
algo aparentemente accidental) que la victoria respecto al fracaso y el
suicidio respecto a la muerte, porque estas son inferencias que se ocupan de
dar con el reverso más explícito de cada acto, remarcándole enseguida su rostro
de tragedia. Estas inferencias del oficial nazi nos impiden totalmente la
actuación de la primera persona que le elige Borges, pues hay demasiadas
semejanzas con el tipo de acertijo sobre los “órdenes secretos” entre lo divino
y humano, que siempre encuentra todo lector en el sentido último de su obra.
Pero de este modo, el oficial nazi Zur Linde, buscó su final
en el patíbulo y esta antenoche desde la que “cavila” sobre su ciclo vital,
aparentemente casual pero obligatorio. No obstante, entre todas las
meditaciones que siguen, leemos otra lista de paradojas cuyo sentido lógico es
discutible (“batallar en Éfeso contra las fieras es menos duro que ser Pablo
siervo de Jesucristo”). Toda esta lista de “casos” alude a la preferencia por
la devoción permanente en contraposición a los actos que aun aislados, nos
permiten “vivir con plenitud”. Lo discutible es que la idea de destino se
debilita si “un acto es menos que todas las horas de un hombre”, dejando en el
vacío la interpretación anterior en torno a que toda muerte es un suicidio. En
este caso, cada hecho se apretuja sobre su contrario. En los que acabamos de
citar, cada hecho debe diluirse en la larga serie de los que componen una vida
y pierde su singularidad, opción por la que Borges tanto elige como rechaza. Es
una lógica de reversibilidad permanente del pensamiento. El conocer es una
serpiente que se muerde la cola, había dicho Valéry.
Las especulaciones borgeanas (estos juegos de paradojas
antes que “lógicas simbólicas”) son interferidas por secuencias lacónicas sobre
hechos históricos referidos al relato autobiográfico de Zur Linde (“El siete de
febrero de 1941 fui nombrado subdirector del campo de concentración en
Tarnowitz”). Estas fintas de lo real, con un enunciado de apariencia objetiva e
informativa, conviven con las reflexiones morales, y tiene una apariencia de
corrección histórica. Le da verosimilitud el hecho que sea subdirector y no
director, y el nombre de Tarnowitz, donde no hubo un campo de concentración.
Pero todo en Borges son sutiles dislocamientos del significado, pensando en que
la eficacia ficcional trae una “verdad” que no se mira de frente sino en sus
oblicuos y casi imperceptibles desquicios.
La referencia anterior al incidente detrás de la sinagoga,
sirve para definir indirectamente el carácter de militante nazi activo de Otto
Dietrich y a la vez que, inválido por el disparo, su destino haya sido
administrativo. “El ejercicio de ese cargo no me fue grato, pero no pequé nunca
de negligencia”. Esta frase terrible del oficial nazi lo pone en el centro del manejo,
siempre tan preciso, de la ambigüedad borgeana. Se reconoce el juego indirecto
del sarcasmo borgeano; dirigir un campo de concentración no era grato, pero no
dejó de hacer ningunas de las horrendas tareas que eso significaba. La palabra
negligencia, y el no haber “pecado” de ella actúa como un acto irónico,
suavizante del horror, o si quisiéramos, como una burla dolida.
La descripción del nazismo como “hecho moral” y la “piedad”,
como enemiga de la construcción del nuevo hombre superior, sin las “insidias”
de la compasión. En su voz en primera persona, el oficial nazi confiesa que
casi comete ese “pecado” cuando le remitieron al campo al poeta judío “David
Jerusalem”. Este tramo del relato permite percibir mucho mejor la superposición
entre “el pensamiento de Borges” y “el alma de Otto Dietrich zu Linde”.
Hay oposiciones y vagas coincidencias, sobre todo en la
concepción sobre la cobardía: “el cobarde se prueba entre las espadas”. Esto
es, no hay un hecho previo al momento en que alguien “sabe quién es”. Siempre
estamos bajo “pruebas” y éstas nos ponen frente a lo contrario de lo que
supuestamente somos. (En El sur “Dahlman empuña con firmeza el cuchillo que
acaso no sabrá manejar y sale a la llanura”). Queda siempre la duda en relación
a si la prueba mostrará el éxito de quien, dudosamente o no, la encara. La
prueba de Zur Linde es la piedad, cuestión que se ejerce en las cárceles,
internados o campos de concentración. Allí, el hombre nazi de acero,
experimenta “en contra” de su propensión a la piedad, que lo “tienta”, dice
Borges. La piedad por “el hombre superior”, dice, “es el último pecado de
Zarathustra. Debía combatirlo y se puso a prueba cuando en Tarnowitz, “remitido
desde Breslau” (donde sí hubo un campo de concentración y la ciudad era un centro
de alta cultura judía), ponen en sus manos al “insignie poeta David Jerusalem”.
Lo que sigue merece también un pequeño comentario: Borges (Otto Dietrich) dice
que “cree recordar” que “Albert Soergel en la obra Dichtung der Zeit”, lo
equipara a David Jerusalem con Whitman.” ¿Existió ese poeta judío?
Evidentemente, no. ¿Y Soergel? Evidentemente sí. Su libro fue publicado en
1911, puede conseguirse hoy por 12 euros en Alemania (obvia consulta en
“mercado libre”), y se llama en realidad Dichtung und Ditcher der Zeit”.
Un “dato” veraz entrega su verosimilitud a otro que no lo
es, de modo que la verdad opera en término de profanaciones de un hecho
comprobado por parte de otro incomprobable. La existencia entera así se
convierte en “ficciones”, a condición de decirse que las ficciones –en Borges-
son compuestos “corruptos” que se forjan en encajes subrepticios de formas de
irrealidad en otras que pertenecen al mundo real.
Tenemos aquí un método a la vista, el método “borgeano”
–asaz evidente hoy-, de mezclar las cartas de la verdad, de modo de hacerla
evasiva con una baraja que podría representar un objeto o nombre confirmado y
otro replegado en su condición apócrifa, aunque de un modo en que uno de apoya
en otro. Un “dato” veraz entrega su verosimilitud a otro que no lo es, de modo
que la verdad opera en término de profanaciones de un hecho comprobado por
parte de otro incomprobable. La existencia entera así se convierte en
“ficciones”, a condición de decirse que las ficciones –en Borges- son
compuestos “corruptos” que se forjan en encajes subrepticios de formas de
irrealidad en otras que pertenecen al mundo real, tranquilas mientras aun no
las han invadido sus réplicas del “orbis tertius”. En el libro de Soergel
editado en ese otro mundo “tercero”, siempre por sobrevenir, es seguro que la
historia de David Jerusalem se halla escrita, y es “real”.
Interesa especialmente la presentación que hace Otto
Dietrich zur Linde del poeta judío David Jerusalem, del que una nota al pie de
página del cuento advierte que no existe “ni en la obra de Soergel”. Esta sería
una reflexión del “editor” (Borges) sobre el autor del cuento (Borges) que hace
que el oficial nazi “crea” que Jerusalem está contemplado en la obra de
Soergel, quien lo compararía con Whitman, comparación que el propio oficial
(“Borges”) rechaza, pues “Whitman celebra el universo de un modo previo,
general, casi indiferente; Jerusalem se alegra de cada cosa, con minucioso
amor. No comete jamás enumeraciones, catálogos”. El “verdadero Borges”, en
artículos anteriores sobre Chiman, también critica esas enumeraciones, como “la
parte más desarmable de su dicción”, aunque de inmediato las rescata “como uno
de los procedimientos más antiguos”. Ejemplifica con “el catálogo homérico de
naves”, que permite evaluar las “simpatías y diferencias entre las palabras”,
cosa que no habría ignorado Whitman.
Luego, reconoce que el poeta norteamericano corría siempre
el riesgo de ser un “varón saludador y mundial”, pero esa “desdicha” la alternó
con un “laconismo trémulo”, una señal sobre el “pudor del vivir, la negación de
los esquemas intelectuales y aprecio de las noticias primarias de los
sentidos”. No obstante, en otro escrito sobre Whitman, (ambos a comienzos de
los años 30, Deutsches réquiem es por lo menos un escrito datado una década y
media después) Borges corrige lo afirmado antes y ya no se trataría de explorad
las analogías y diferencias entre palabras, sino de un Whitman que fue más
allá: “quiso identificarse, en una suerte de ternura feroz, con todos los
hombres”. De este modo, David Jerusalem no podría ser juzgado (por el oficial
nazi y por Borges) como las antípodas de Whitman, pues ni éste celebra el
universo con indiferencia de un catalogador, ni deja de “alegrarse por cada
cosa”. La equiparación estaría en Soergel, la desmentida en la primera persona
de Deutsches Réquiem. Pero Borges (Otto) elabora la figura del arquetipo David
Jerusalem como un antípoda de Whitman, cuando lo que ocurre es que la suave
contradicción entre el Whitman enumerador y el Whitman lacónico, florecen
calladamente en la irreal manera literaria del poeta judío, inspirado
efectivamente en el “Whitman de Borges”.
¿Hay algo más en la obra de David Jerusalem? Sí, retazos
transversales de la obra de Borges. Un poema de Tse Yang sobre los tigres y el
soliloquio “Rosencrantz habla con el Ángel”. Evidentemente, son las
acostumbradas menciones apócrifas de Borges, cuya obra posterior se encarga de
abonar estos títulos premonitorios, mientras –justo es decirlo-, muchos poetas
del mundo se han inclinado ante estas referencias imaginarias, y convocados por
el presunto vacío, se han dedicado con mayor o menor fortuna a llenarlos con
sus propios poemas. En cuanto a Borges, los “tigres transversales” de Jerusalem
recuerdan vagamente sus posteriores poemas del Oro de los tigres, y el tema de
Rosecrantz –un prestamista londinense que le cuenta a un desconocido
(Shakespeare) sus culpas, sin saber que inspirará a Shylock y que esa será la
justificación de su vida-, que ligeramente alude al escrito posterior borgeano
sobre “la memoria de Shakespeare”.
De modo que Deutsches Requiem es un collage de la obra
borgeana, entendiendo por collage una de las bases críticas para la elaboración
de los mitos, y más aún del propio pensar mitológico. La figura de Jerusalem le
inspira a Zur Linde sentimientos contradictorios, elaborados en la
simultaneidad de planos-bisagra en que ejerce Borges su fraseo: “Hombre de
memorables ojos, de piel cetrina, de barba casi negra, David Jerusalem era el
prototipo del judío sefardí, si bien pertenecía a los depravados y aborrecidos
Ashkenazim”.
El goteo calculado de adjetivos introduce una incierta
simultaneidad o de una desconcertante forma del discernimiento. El lector es
tironeado por dos torbellinos sintácticos contrapuestos, que otorgan una
ambigüedad en el juicio. Los memorables ojos en lo que luego aparece como un
ser depravado. Pero son artilugios necesario de la conciencia de Dietrich zur
Linde, debido a que su filamento ético emana de una irresoluble perplejidad,
pues sabe lo que es la compasión y sabe que debe conjurarla en él. No cabe en
una conciencia borgeana sino este doblez, esta unicidad repartida en dos
estacas opuestas. Pero en esa misma conciencia hay un punto de partida en una
misteriosa unicidad. “Yo había comprendido hace muchos años que no hay cosa en
el mundo que no sea germen de un Infierno posible”. Y las “cosas” que Borges
(Zur Linde) menciona son, entre otras, una brújula, un aviso de cigarrillos,
como objeto que si no se logran olvidar, lleva a un hombre a la locura. “¿No
estaría loco un hombre que continuamente se figurara un mapa de Hungría?” Este
principio de la memoria infinita, total y transparente sobre el mundo es
aplicado al campo de concentración, como régimen disciplinario, y es el que
induce a la locura. "Jerusalem perdió la razón, el primero de marzo de
1943 logró darse muerte”.
La conciencia de Borges es así muy parecida a la del oficial
nazi. El problema no se resuelve diciendo que se trata de una ficción, porque
en su verdadero fondo, toda conciencia es ficcional. Cuando escribe ese cuento,
de alguna manera Borges es nazi. Su vida real no lo es, pero nunca sabemos bien
donde se halla su vida real.
Para el lector de Borges son familiares estos juegos sobre
la memoria y la representación. Están en muchos costados de su obra: brújulas,
astrolabios, avisos de cigarrillos, mapas de países que se superponen con la
totalidad de ese país, memorias completas del mundo que agotan en un único
plano todos los detalles de la realidad. Son los juegos del “aleph”. Al parecer,
en este relato por primera vez Borges llama locura a observaciones dichas al
pasar en muchos otros de sus escritos, como percibir que el aviso de
cigarrillos sigue ahí o se renueva ante una tragedia que ocurre en paralelo
(¿es tan indiferente el mundo a las desdichas humanas?), o que los memoriosos
sin funestos, quizás no locos, aunque se hallan presos de un mecanismo
memorístico incesante, que nunca deja de elaborar la totalidad del mundo.
Deutsches Requiem está fusionado con las entrañas de la fábrica borgeana. Otto
Dietrich zur Linde y David Jerusalem son las dos caras de la misma medalla, si
es que podemos invocar aquí esta imagen habitual, que tiene una significación
oscura, significación que en la obra de Borges tiene un sesgo del destino, que
hace de este dictum común, algo totalmente diferente a una moneda de doble faz;
en realidad, ese objeto es más complejo, son las múltiples faces superpuestas y
simultáneas del aleph, pero entendido como una acción de la conciencia, o una
definición de lo que llamaríamos aquí la “conciencia borgeana”.
Jerusalem enloqueció y se suicidó. Zur linde declara que él
fue el que lo destruyó y da la fecha en que el poeta judío “logró darse
muerte”. La misma en el que unos años antes el oficial nazi había sido herido
en Tilsit. Para completar la idea de una conciencia pavorosa que se superpone
con su propia negatividad, la confesión del militar agrega estos conocidos
párrafos “borgeanos”: “Ignoro si Jerusalem comprendió que si yo lo destruí, fue
para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío;
se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo
agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él, por eso
fui implacable”. Luego siguen diversas especulaciones sobre la derrota de
Alemania (una forma oculta del deseo de sus propios dirigentes, tema al que
Borges dedica algunas nota en el curso de su obra) y la consabida recurrencia a
que todos los hombres son “platónicos o aristotélicos”. Para construir el
“nuevo orden”, dice Dietrich zur Linde, había que destruir muchas cosas.
“Alemania era una de ellas”, concluye oficial alemán. La víctima triunfa al ser
parte de la misma violencia que la ha destruido. La frase final del cuento, del
extraordinario cuento, reza: “Miro mi cara en el espejo para saber quién soy,
para saber cómo me portaré dentro de unas horas cuando me enfrente con el fin.
Mi carne puede ter miedo, yo no”.
La rareza sorprendente de esta narración supone esta primera
persona del oficial alemán, un intelectual nazi que justifica su trágica tarea
como una autodestrucción, y su oscuro proyecto de llevar a la locura y al
suicidio al poeta David Jerusalem como un acto que pone también un tinte de
negatividad en su propia conciencia. Intuye o vislumbra (verbos borgeanos) que
él actúa contra sí mismo cuando actúa contra su enemigo, porque ese enemigo
está en él, es él y a el mismo lo constituye. Carl Schmidt, en algún momento de
sus peripecias (puede consultarse Ex captivitate salus), escrito más o menos
por la misma época del Deutsches Requiem, expone su vieja idea de
“amigo-enemigo” como una disyunción que se abriga en su propia conciencia y la
define. Borges proclama que con esta intervención en la cuestión del
nacionalsocialismo demuestra la superioridad de su pensamiento respecto a los
“nacionalistas argentinos” que pretendieron erigirse en portabanderas de ese
movimiento sin entenderlo. ¿Qué era entenderlo para Borges? No era un tipo de
comprensivismo diltheyano, sino un paso mucho más arriesgado, que era mover la
maquinaria de la “conciencia del otro” recreando su voz íntima, personal,
asumiendo su yo partido, y dejando en la confusión al lector que pedía una
condena bien fundada desde la autonomía del arte. No había tal autonomía, sino
que había que aceptar que ya era una tácita condena el acto de asumir la
dicción del hereje, hacerse cargo de su piedad y al mismo tiempo de su manera
de dejarla de lado. Piedad e impiedad serían los síntomas intercambiables de la
conciencia del enemigo, que producía en la tauromaquia de la inspección de las
almas, el movimiento hacia sí de quien condena el mal que le es exterior y de
repente un último fogonazo de alerta lo obliga a examinarlo en sus propios
plieguen interiores.
La conciencia de Borges es así muy parecida a la del oficial
nazi. El problema no se resuelve diciendo que se trata de una ficción, porque
en su verdadero fondo, toda conciencia es ficcional. Cuando escribe ese cuento,
de alguna manera Borges es nazi. Su vida real no lo es, pero nunca sabemos bien
donde se halla su vida real. En un número de la revista Crisis, en uno de sus
tantos buenos artículos se plantea este mismo tema. ¿Es posible narrar desde
los personajes que encarnan el mal? En ese artículo se consideran varias
posibilidades, en especial Deustschen Requiem, pero no parece que el autor de
esta nota quede conforme con la resolución que le da Borges, parte de un “disco
rayado” con el que se intenta una y otra vez lo que parece aún no logrado.
¿Pero no se asemejan estos juegos borgeanos, donde pone a disposición de este
cuento fuertes momentos de la totalidad quiasmática de su obra, el máximo
ejercicio posible de un juicio adverso que contiene el modo en que se
manifestase el mal en el mismo átomo de la realidad en el cual subyace su redención?
Fuente: Revista Haroldo