Carlos Barbarito
Hijo mío, ten cuidado con tu trabajo, porque es
un trabajo divino; si omites una sola letra o si
escribes una de más, destruyes el mundo entero...
Erubin, 13ª
1
Gershom Scholem, en La Cábala y su simbolismo, hace referencia a los
tres principios básicos de las concepciones cabalísticas sobre la naturaleza
real de la Torá. Ellos
son: 1. Principio del nombre de Dios; 2. Principio de la Torá como organismo; 3.
Principio de la infinita multiplicidad de sentidos de la palabra divina. Cada
uno de estos principios, dice Scholem, no tienen el mismo origen histórico.
Desde las épocas más antiguas los autores hablan de una
estructura y de una esencia mágicas. Pero la magia contenida en sus páginas no
es accesible a cualquiera, sino a los elegidos. El propio Scholem transcribe un
comentario a un versículo de Job (Ningún mortal conoce su precio): Los
diferentes capítulos de la Torá
no han sido dados según su secuencia correcta. Porque si hubieran sido dados en
un orden correcto, entonces cualquiera que los leyese podría resucitar muertos
y hacer milagros. Por eso han sido ocultados el orden correcto y la sucesión
precisa de la Torá,
y sólo los conoce —alabado sea— el Ser Santo, del que está escrito (Isaías
44:7): Quién como yo puede leerla, anunciarla y ponérmela en orden. Se trata de
un libro de prodigiosas propiedades, ocultas a los ojos de la mayoría, porque,
según el libro de los usos litúrgicos de la Torá, fue recibido por Moisés de manos de Dios
quien, también, le reveló las combinaciones secretas de letras que, en
conjunto, representan la otra lectura, diferente de la que lee cualquier
persona.
Obviamente, todo copista de la Torá debía ser preciso en su
trabajo. No podía haber error en su oficio porque en el libro cada palabra
cuenta, es más: cada letra cuenta, cada signo ortográfico. Porque se trata de
un libro que posee un valor infinito, un texto divino que no permite la más
mínima anomalía en su transmisión ya que, como aseguran las concepciones más
extremas, constituye en su conjunto el único y sublime nombre de Dios. De allí
que un error en una letra o en un signo sería trágico para el mundo. Ya no
estamos, dice Scholem, en la tesis mágica sino en la mística: Dios expresa a
través del libro su ser trascendente. Es más, según ciertos autores, la Torá es el instrumento de la
creación por medio del que el mundo comenzó a existir —Dios miró en la Torá y creó al mundo.
Este libro absoluto y perfecto, constituye un organismo
vivo. Con un cuerpo y un alma. Algunos lo definen como un edificio tallado con
el nombre de Dios; otros, con miembros y articulaciones ninguno de los cuales,
aunque parezcan superfluos, deben desecharse; otros, como una pieza de arte sin
error a la que nada le falta ni nada le sobra. El cuerpo de la Torá es el sentido literal,
el exotérico, y el alma, su sentido secreto, el esotérico. Ambos conforman una
unidad, a la que ciertos autores denominan Árbol de la Vida, porque, a semejanza del
árbol, que posee ramas, hojas, corteza, médula y raíces y ninguna es una
realidad sustancialmente separada de las otras, la Torá contiene una suma de
elementos interiores y exteriores que, aunque a veces parezcan contradictorias,
son una sola, única cosa.
Una alegoría de ambos sentidos es la del libro escrito por
dentro y por fuera. Y otra, con el mismo significado, es la de la espada de dos
filos que sale de la boca.
Una figura que me atrae sobre las otras es la de la Torá como una fuente a la que
ningún cántaro podrá jamás agotar. Imagen bella que indica una sabiduría divina
cuyos misterios apenas es posible comprender en una muy mínima parte.
Ahora, la Torá
dada por Dios a Moisés fue sólo leída por el profeta, ya que Moisés rompió las
tablas al comprobar la adoración del pueblo al becerro de oro. Esta Torá era
absolutamente espiritual, previa al pecado, entregada a un mundo en que
revelación y salvación habrían sido realidades coincidentes. Esta Torá,
utópica, provenía del Árbol de la
Vida y debió ser reemplazada por otra, derivada del Árbol de la Ciencia, donde el aspecto
espiritual abandonó lo escrito menos para el que posee ojos para percibirlo
bajo el denso y complejo ropaje externo. Es la Torá histórica, la que llega hasta nosotros,
enmascarada para la mayoría y que pocos pueden perforar para conocer sus
secretos.
En la catedral de Gerona se conserva un tapiz: una figura
geométrica formada por dos círculos concéntricos, en el menor de los cuales
está Jesús que sostiene en una mano un libro con la inscripción Sanctus Deu. El
libro es la Torá,
relacionado, según la Cábala,
con la Imagen
de Adán, y reservorio de la misteriosa sabiduría. Este Libro, se dice, fue
entregado por Dios a Adán a través de un ángel, Raziel, Secreto del Altísimo, y
el primer hombre lo conservó mientras permaneció en el Paraíso. Con la
expulsión, el Libro desapareció volando. Para que el hombre pueda volver a
leerlo, recuperar el secreto perdido, deberá curarse, y entonces otro ángel,
Rafael, Curación del Altísimo, se lo devolverá.
Me detuve bastante, no lo necesario confieso, en la Torá porque me parece un
adecuado umbral para este trabajo. Borges siempre tuvo interés en esta
concepción judía por el libro y, sobre todo, en el libro venido de Dios, por
ello sin error, infinito. En Discusión escribe: Un libro impenetrable a la
contingencia, un mecanismo de infinitos propósitos, de variaciones infalibles,
de revelaciones que acechan, de superposiciones de luz.
Sin duda, Borges entendió cabalmente la idea cabalística de la Torá como un organismo compuesto
por diferentes planos de sentido en su interior. Hay quien compara el libro con
una nuez, con cáscara externa, dos envolturas sucesivas y el núcleo. Y,
también, vienen a confirmarlo otras frases de cabalistas: En cada palabra
brillan muchas luces... luz de la luz inagotable... René Guenón relaciona al
libro con el simbolismo del tejido, mezcla de trama y urdimbre, ligazón de lo
inmortal con lo que es mortal, trama a la que es necesario penetrar para tener
la visión de lo verdadero y lo profundo.
Borges justifica al cabalista: ¿Cómo no interrogarlo (al
libro) hasta lo absurdo, hasta lo prolijo numérico, según hizo la cábala?
Este libro de Dios se funde, según Ana María Barrenechea, en
una idea posterior del escritor, con el libro de la naturaleza —o libro del
mundo, como el Liber Mundi de los rosacruces y el Liber Vitae del Apocalipsis.
Esta metáfora tiene su desarrollo en un ensayo, Del culto de los libros,
incluido en Otras inquisiciones. Allí Borges cita un texto de León Bloy que no
disgustaría a ningún cabalista: La historia es un inmenso texto litúrgico,
donde las iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos
íntegros, pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y está
profundamente escondida (el subrayado es mío). La figura del mundo como libro
tiene una abundante cronología y Borges comenta algunos aspectos de ella, tanto
en la concepción musulmana y judía como en la cristiana.
A la noción de un Dios, escribe, que habla con los hombres
para ordenarles algo o prohibirles algo, se superpone la del Libro Absoluto, la
de una Escritura Sagrada. De inmediato nos dice que, para los musulmanes, el
Alcorán (o Al Kitab, El Libro), no es sólo obra divina sino, también, uno de
sus atributos. El texto original, La
Madre del Libro, está depositado en el Cielo, prosigue. Esta
idea o arquetipo, no diferente de la concepción platónica, es invariable,
inalterable, permanece sin error ni cambio, por más que los hombres la copien
en un libro, lean ese libro y capten su mensaje a través de sus entendimientos.
(Transcribo un resumen de la doctrina de Mohyddin ibn Arabi,
citado por Cirlot: El universo es un inmenso libro; los caracteres de este
libro están escritos, en principio, con la misma tinta y transcritos en la
tabla eterna por la pluma divina... por eso los fenómenos esenciales divinos
escondidos en el secreto de los secretos tomaron el nombre de letras
trascendentes. Y esas mismas letras trascendentes, es decir, todas las
criaturas, después de haber sido virtualmente condensadas en la omnisciencia
divina, fueron, por el soplo divino, descendidas a las líneas inferiores, donde
dieron lugar al universo manifestado.)
Borges afirma que los judíos fueron más extravagantes que
los musulmanes porque llevaron aun más lejos el culto por las letras y las
palabras. Y da, entre otros ejemplos, el del Sefer Yetsirah o Libro de la Formación: ...revela que
Jehová de los Ejércitos, Dios de Israel y Dios Todopoderoso, creó el universo
mediante los números cardinales que van del uno al diez y las veintidós letras
del alfabeto... Veintidós letras fundamentales: Dios las dibujó, las grabó, las
combinó, las pesó, las permutó, y con ellas produjo todo cuanto es y todo lo
que será. Borges concluye este pasaje diciendo: Luego se revela qué letra tiene
poder sobre el aire, y cuál sobre el agua, y cuál sobre el fuego... y cómo (por
ejemplo) la letra kaf, que tiene poder sobre la vida, sirvió para formar el sol
en el mundo, el miércoles en el año y la oreja izquierda en el cuerpo.
Pero, continúa Borges, los cristianos fueron todavía más
lejos. El pensamiento de que la divinidad había escrito un libro los movió a
imaginar que había escrito dos y que el otro era el universo, afirma, y
enseguida trae las ideas de Bacon, Browne, Carlyle y el ya citado Bloy para
confirmar la suya.
De Bacon cuenta que, a principios del siglo XVII, declaró
que Dios nos ofrece dos libros, para alejarnos del error, uno, las Escrituras,
que es revelación de Su voluntad, y, otro, el volumen de las criaturas,
revelación de Su poderío, este último llave de aquél. En el Epílogo, Borges
corrige esta afirmación: En un ensayo he atribuido a Bacon el pensamiento de
que Dios compuso dos libros... Bacon se limitó a repetir un lugar común
escolástico... Cosa, me parece, que no varía el asunto. Incluso, Bacon opinaba
que el mundo era reducible a formas esenciales que integraban, en cantidad
precisa, limitada, una serie de letras con que se escribe el texto universal.
En una nota al pie, Borges agrega el nombre de Galileo a la lista y transcribe,
entre otras, esta frase suya: La lengua de ese libro es matemática y los
caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas.
De Browne cita unos párrafos, escritos hacia 1642: Dos son
los libros en que suelo aprender teología: la Sagrada Escritura
y aquel universo y público manuscrito que está patente a todos los ojos.
Quienes nunca lo vieron en el primero, lo descubrieron en el otro.
La concepción de la naturaleza como un libro tiene, entre
otras múltiples manifestaciones, la suposición muy antigua de las semejanzas
entre los órganos del cuerpo humano y de los animales y las formas externas de
las plantas. Estas semejanzas eran llamadas signaturas, la naturaleza las había
impreso, se creía, en las plantas para señalar sus propiedades y su uso en el
tratamiento de las enfermedades.
3
Ahora, para que estas tres concepciones pudieran darse debió
acontecer un hecho fundamental: la aparición de una cultura de la palabra
escrita, con el subsiguiente culto de la escritura y, sobre todo, de lo escrito
en un libro. No sólo la Biblia,
el Corán y la Torá
resultan sagrados, también, como bien observa Borges, muchos libros participan
de algún modo de esa sacralidad: El Quijote, Hamlet, La Divina Comedia...
Borges dice: Un libro, cualquier libro, es para nosotros un objeto sagrado, con
lo que extrema ese culto.
La sacralización del libro hubiese sido imposible en la
época de la palabra oral. Aun cuando ya había libros, la mente antigua
consideraba, según Borges, a la palabra escrita como un sucedáneo de la palabra
oral. Y ejemplifica: Pitágoras no escribió, Jesús escribió unas palabras en la
arena que el viento borró sin que ningún hombre pudiese leerlas, Clemente de
Alejandría prefería hablar a sus discípulos porque lo escrito puede caer en
manos malvadas... El proceso opuesto comenzó a darse a fines del siglo IV y
llega hasta nosotros, desarrollo que produjo una extraordinaria consecuencia:
el concepto del libro como fin, no como instrumento de un fin.
Tuvo que ser un hombre de la nueva época, Mallarmé, el que
dijera: El mundo existe para llegar a un libro.
4
En La flor de Coleridge, texto contenido en Otras
inquisiciones, Borges comenta lo que, me parece, es un correlato del Libro y de
su Autor. Así como éste fue escrito por el Espíritu, cada libro sería, según
Valéry, al que Borges cita en el comienzo de sus páginas, no el fruto de la
historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de
sus obras sino la Historia
del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría
llevarse a término sin mencionar un solo escritor (el subrayado es mío).
En La flor de Coleridge, Borges considera el pensamiento de
Valéry y Emerson, en el sentido que todos los libros fueron escritos por un
único amanuense, un Espíritu, y la de Shelley, que habla de que hay un solo
poema, infinito, del que los poemas resultan fragmentos o episodios, como
panteístas; dice que si las evoca es para ejecutar un modesto propósito: la
historia de la evolución de una idea a través de textos de tres autores. En el
primero y el último párrafo de un texto inmediatamente anterior, La esfera de
Pascal, Borges desliza la sospecha de que tal vez la historia universal es la historia
de unas cuantas metáforas o la diversa entonación de algunas metáforas.
Borges asegura, que si fuera válida la doctrina de que todos
los autores son uno, que un escritor conozca, o no, a otro es insignificante.
Porque para las mentes clásicas, la literatura es lo esencial; así George Moore
y James Joyce han incorporado en sus obras, páginas y sentencias ajenas; Oscar
Wilde solía revelar argumentos para que otros los ejecutaran... Y nombra a Ben
Jonson, otro testigo de la unidad profunda del Verbo, quien se propuso juntar
fragmentos de otros en la tarea de formular su testamento literario y los
dictámenes propicios o adversos que sus contemporáneos le merecían.
Y deja su confesión: Durante muchos años, yo creí que la
casi infinita literatura estaba en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue
Johannes Becher, fue Whitman, fue Rafael Cansinos Assens, fue De Quincey.
Fue precisamente Carlyle quien, en 1883, sostiene Borges en
Magias parciales del Quijote, aseguró que la historia universal es un infinito
libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en
el que también los escriben. Cosa ésta que domina muchos pasajes de la obra
borgiana, muchas veces recurriendo a citas como la de Stevenson en El
pseudoproblema de Ugolino: los personajes de un libro son puras creaciones
literarias, para luego advertir que también los seres reales son sartas de
palabras.
La idea del mundo como escritura sufre, en el relato Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius, contenido en Ficciones, una modificación sustancial. Las
lecturas gnósticas impactan en el pensamiento de Borges y en estas páginas
aparece el mundo como resultado de la escritura de un dios inferior destinada a
la comunicación con el demonio. Además, surge la angustia, dice Ana María
Barrenechea, de no entender el mensaje celeste —la autora cita: ...el universo
es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los símbolos y que
sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches.
En este mundo, en el libro del mundo, están vivos y muertos,
los personajes que el arte y la literatura crearon: Aquiles, Peer Gynt, Robinson
Crusoe, el Barón de Charlus, Alejandro, Atila... Muchos y diversos, o acaso uno
solo: Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo
hombre; todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William
Shakespeare; una nota al pie de página en La flor de Coleridge, recurre al
panteísta Angelus Silesius: ...todos los bienaventurados son uno y todo
cristiano debe ser Cristo.
Fuente : Letralia
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