Borges, hablando de la fama de los escritores, dijo: «Lo
importante es la imagen que creas de ti mismo en las mentes ajenas. Mucha gente
considera a Burns como un poeta mediocre. Pero él representa muchas cosas y
gusta a la gente. Esa imagen —al igual que sucede con Byron— puede llegar a ser
más importante que la obra.»
Borges es un gran escritor, un poeta dulce y melancólico, y
las personas que saben español lo veneran como creador de una prosa directa,
nada retórica. Pero la reputación que tiene entre los angloamericanos, la de
ser un argentino ciego y anciano, autor de muy pocas, muy cortas y muy
misteriosas historias, es tan hinchada y falsa que oculta su grandeza.
Posiblemente le haya costado el Premio Nobel; y es muy posible que cuando esa
falsa reputación decaiga, cosa que sucederá inevitablemente, desaparezca
también su obra, que es buena.
Lo irónico del asunto es que Borges, en lo mejor de su obra,
no es misterioso ni difícil. Su poesía es accesible; en gran parte es hasta
romántica. Sus temas vienen siendo los mismos desde hace cincuenta años: sus
antepasados militares, sus muertes en combate, la muerte misma, el tiempo y el
viejo Buenos Aires. Y hay cerca de una docena de historias muy logradas. Dos o
tres de ellas son pura y simplemente historias de detectives, anticuadas
incluso (una fue publicada en la Ellery Queen's Mystery Magazine). Algunas
tratan, de modo muy cinematográfico, del hampa bonaerense de principios de
siglo. A los gángsters se les da una estatura épica; ascienden, son desafiados
y a veces huyen.
Las otras historias —las que han vuelto locos a los
críticos— vienen a ser chistes intelectuales. Borges toma una palabra como
«inmortal» y juega con ella. Supongamos, dice, que los hombres fueran realmente
inmortales. No sólo hombres que hubiesen envejecido y no murieran, sino hombres
indestructibles, vigorosos, que sobrevivieran eternamente. ¿Cuál sería el
resultado? Su respuesta —que en su historia— es que en algún momento cada una
de las experiencias concebibles caería sobre cada hombre, que cada hombre, en
un momento u otro, asumiría cada carácter concebible y que Homero (el héroe
disfrazado de esta historia concreta) incluso podría, en el siglo XVIII,
olvidarse de haber escrito la Odisea. O tomemos la palabra «inolvidable». Supongamos
algo que fuese verdaderamente inolvidable y que no pudiera olvidarse ni por un
segundo; supongamos que esta cosa, al igual que una moneda, cayera en tu poder.
Ampliemos la idea. Supongamos que hubiese un hombre —pero no, tiene que ser un
muchacho que no pudiera olvidar nada, cuya memoria, por consiguiente, se
hinchase como un globo con todos los detalles inolvidables de cada minuto de su
vida.
Éstos son algunos de los juegos intelectuales de Borges. Y
quizás su obra en prosa más lograda, que es también la más corta, sea un puro
chiste. Se titula «Del rigor en la ciencia» y figura que se trata de un
extracto de un libro de viajes del siglo XVII.
«... En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal
Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa
del imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no
satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que
tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al
Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese
dilatado Mapa era inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del
Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas
del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra
reliquia de las Disciplinas Geográficas.”
Esto es absurdo y perfecto: la parodia exacta, la idea
grotesca. El rompecabezas y los chistes de Borges pueden crear adicción. Pero
hay que tomarlos como lo que son; no siempre justifican las interpretaciones
metafísicas que se hace de ellos. Es mucho, sin embargo, lo que atrae al
crítico académico. Algunas de las bromas de Borges exigen un despliegue
exagerado de erudición curiosa y a veces desaparecen debajo de ella. Y existe
el lenguaje, en ocasiones barroco, de las primeras historias.
Las ruinas circulares —una historia rebuscada, casi de ciencia
ficción, que trata de un soñador que descubre que él mismo existe solamente en
el sueño de otra persona— empieza: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime
noche.» Norman Thomas di Giovanni, que durante los últimos cuatro años no ha
hecho otra cosa que traducir a Borges, y que ha contribuido más que cualquier
otra persona a difundir la obra de Borges en el mundo de habla inglesa, dice:
«Puedes imaginarte lo mucho que se ha escrito acerca de ese
«unánime». Acudí a Borges con dos traducciones de dicha palabra: «surrounding»
(circundante) y «encompassing» (que abarca). Y le dije: «Borges, ¿qué quería
decir en realidad con eso de la noche unánime? Eso no significa nada. Si hay
una noche unánime, ¿por qué? O hay una noche que bebe té, o una noche que juega
a las cartas?» Y su respuesta me dejó atónito. Dijo: «Di Giovanni, eso no es
más que un ejemplo del modo irresponsable en que solía escribir.» Utilizamos
«encompassing» en la traducción. Pero a muchos profesores no les gustó perder
su noche unánime ...
Una mujer tenía que escribir un ensayo sobre Borges para un
libro. No sabía español y basaba su ensayo en dos traducciones inglesas
bastante mediocres. Un ensayo largo, de unas cuarenta páginas. Y uno de sus
puntos cruciales era que Borges escribía una prosa muy latinizada. Tuve que
señalarle que Borges no podía evitar el escribir una prosa latinizada, porque
escribía en español y el español es un dialecto del latín. La mujer no consultó
con nadie cuando ponía los cimientos. Al final grita «¡Socorro!» y corres hacia
ella y ves este rascacielos enorme hundiéndose en la arena movediza.
En 1969, Di Giovanni acompañó a Borges en una gira de
conferencias por los Estados Unidos. Borges es un caballero. Cuando la gente se
le acerca y le dice lo que significan realmente sus narraciones —después de
todo, él sólo las escribió— les da la contestación más maravillosa que jamás se
ha oído. «¡Ah, gracias! Usted ha enriquecido mi narración. Me ha hecho un
regalo magnífico. He venido de Buenos Aires a X —Lubbock, Texas, por ejemplo—
para averiguar esta verdad sobre mí mismo y sobre mi relato.”
Durante muchos años, Borges ha gozado de una gran reputación
en el mundo de habla hispana. Pero en un ensayo autobiográfico, que apareció en
forma de «Profile» (perfil) en el New Yorker, en 1970, dice que hasta que ganó
el Premio Formentor en 1961 —tenía entonces sesenta y dos años— era
«prácticamente invisible, no sólo en el extranjero, sino también en mi tierra,
en Buenos Aires». Es ésta la clase de exageración que consterna a algunos de
sus primeros seguidores argentinos; y algunos de ellos llegaron a decir que su
«irresponsabilidad» ha crecido con su fama. Pero Borges siempre ha sido
irresponsable. Buenos Aires es una ciudad pequeña; y lo que tal vez era
inofensivo cuando Borges pertenecía solamente a esta ciudad pequeña se vuelve
menos inofensivo cuando los extranjeros hacen cola para entrevistarlo. Hubo un
tiempo, sin duda, en que la celebración por Borges de sus antepasados militares
y de sus muertes en combate halagaba a toda la sociedad, dándole un sentido del
pasado y de plenitud. Ahora parece excluir, proclamar una grandeza privada; y
para muchos es sólo egoísta y presuntuosa. No es fácil ser famoso en una ciudad
pequeña.
Borges concede numerosas entrevistas. y cada una de ellas se
parece a todas las demás. Diríase que Borges hace que las preguntas sean
irrelevantes; pasa sus discos, como dijo una señora argentina; representa su
papel. Dice que la lengua española es su «perdición». Critica a España y a los
españoles: sigue librando aquella guerra colonial, en la cual, no obstante, las
viejas cuestiones se confunden con un prejuicio más sencillo, el que sienten
los argentinos contra los inmigrantes pobres y atrasados que llegan del norte
de España. Hace chistes obvios y de mal gusto a costa de los indios de la
pampa. De mal gusto porque sólo veinte años antes de que Borges naciera estos
indios eran exterminados sistemáticamente; y, pese a ello, obvios, porque las
matanzas a semejante escala resultan aceptables solamente si se ridiculiza a
las víctimas. Habla de Chesterton, Stevenson y Kipling. Habla del inglés
antiguo con todo el entusiasmo de un hombre que ha elegido un tema académico
por sí mismo. Habla de sus antepasados ingleses.
Es una interpretación curiosamente colonial. Su pasado
argentino forma parte de su distinción; lo ofrece como tal; y es, después de
todo, un patriota. Honra a la bandera, un ejemplar de la cual ondea en el
balcón de su despacho de la Biblioteca Nacional (él es el director). Y le
emociona el himno de su país. Mas, al mismo tiempo, parece ansioso de proclamar
su distanciamiento de la Argentina. Cabría pensar que la representación está
dedicada al nuevo público que Borges ha encontrado en las universidades
angloamericanas, un público al que halaga de tantas maneras. Pero las actitudes
son viejas.
En Buenos Aires todavía se recuerda que en 1955, escasos
días después de la caída de Perón y la finalización de los nueve años de
dictadura, Borges dio una conferencia sobre Coleridge —nada menos que Coleridge—
a las damas de la Asociación Cultural Inglesa. Algunos de los versos de
Coleridge, dijo Borges, se encontraban entre lo mejor de la poesía inglesa, «es
decir, la poesía». Y esas cuatro palabras, en un momento de júbilo nacional,
fueron como una agresión gratuita al alma argentina.
Norman di Giovanni cuenta una historia que restablece el
equilibrio. En diciembre de 1969 nos encontrábamos en la Georgetown University
de Washington, D.C. El hombre encargado de la presentación era un argentino de
Tucumán y aprovechó la oportunidad para decirle al público que la represión
militar había cerrado la universidad de Tucumán. Borges olvidó por completo lo
que había dicho aquel hombre hasta que nos encontramos camino del aeropuerto.
Entonces alguien empezó a hablar del asunto y de pronto Borges se enfadó mucho.
«¿Oyó lo que dijo aquel hombre? Que habían cerrado la universidad de Tucumán.»
Le pregunté por qué estaba enfadado y me dijo: «Ese hombre estaba atacando a mi
país. No se puede hablar así de mi país.» Le dije: «Borges, ¿qué quiere decir
con eso de «ese hombre»? Ese hombre es argentino. Y procede de Tucumán. Y lo
que dice es verdad. Los militares han cerrado la universidad.»
Borges es de estatura mediana. Sus ojos casi ciegos y su
bastón contribuyen a aumentar su apariencia distinguida. Viste cuidadosamente.
Dice que es un escritor de clase media; y un escritor de clase media no debe
ser un «dandy», ni vestir con una despreocupación demasiado afectada. Es
cortés: opina, al igual que sir Thomas Browne, que un caballero es alguien que
procura causar las menores molestias posibles. «Pero eso debería buscarlo en
Religio Medici.» Podría parecer, pues, que en su accesibilidad, en su buena
disposición a conceder largas entrevistas que son repetición de las anteriores,
Borges combina el ideal de modestia propio de la clase media y los modales del
caballero con la intimidad del escritor, la necesidad que tiene el escritor de
reservarse para su trabajo.
Hay indicios de esta intimidad (en la accesibilidad) en la
forma en que le gusta que se dirijan a él. Quizás no pasen de media docena las
personas que tienen el privilegio de llamarle por su nombre de pila, Jorge,
convirtiéndolo en «Georgie». Para todos los demás le gusta ser simplemente
«Borges» sin el señor, palabra que él considera española y pomposa. «Borges»
es, por supuesto, distanciador.
Y ni siquiera las cincuenta páginas de su Ensayo
Autobiográfico violan su intimidad. El ensayo es como otra entrevista. Cuenta
pocas cosas nuevas. Su nacimiento en Buenos Aires en 1899, hijo de un abogado;
sus antepasados militares; los siete años que la familia paso en Europa de 1914
a 1921 (cuando el peso era valioso y Europa era más barata que Buenos Aires):
vuelve a contar todo esto en líneas generales, como en una entrevista. y el
ensayo no tarda en transformarse en la simple crónica de la vida profesional de
un escritor, de los libros que leyó y de los libros que escribió, los grupos
literarios de los que fue miembro y las revistas que fundó. La vida brilla por
su ausencia. Apenas dice nada sobre la crisis que debió de sufrir en los
inicios de su madurez cuando —perdido el dinero de la familia— hacía toda clase
de periodismo; cuando murió su padre y él mismo enfermo gravemente y «temió por
[su] integridad mental»; cuando trabajaba como ayudante en una biblioteca
municipal y era muy conocido como escritor fuera de la biblioteca y desconocido
dentro de ella. «Recuerdo que una vez un compañero de trabajo vio en una
enciclopedia el nombre de un tal Jorge Luis Borges y le llamo la atención la
coincidencia de que nuestros nombres y fechas de nacimiento fuesen idénticos.»
«Nueve años de sólida infelicidad», dice; pero sólo dedica
cuatro páginas al período ... La intimidad de Borges empieza a parecer
inabordable.
Un dios me ha concedido
lo que es dado saber a los mortales.
Por todo el continente anda mi nombre;
no he vivido.
Quisiera ser otro hombre.
Éste es Borges hablando de Emerson; pero podría ser Borges
refiriéndose a Borges. La vida, en el Ensayo Autobiográfico, realmente brilla
por su ausencia. De manera que todo lo que es importante en el hombre hay que
buscarlo en la obra.
Al hombre hay que buscarlo en la obra, que, en el caso de
Borges, es esencialmente la poesía. Y todos los temas que ha explorado en el
transcurso de una larga vida se encuentran, como él mismo dice, en su primer
libro de poemas, publicado en 1923, un libro que se imprimió en cinco días,
trescientos ejemplares, y se distribuyó gratuitamente:
Cuando tú mismo eres la continuación realizada
de quienes no alcanzaron tu tiempo
y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra
Aquí está el antepasado militar muriendo en combate. Aquí,
ya, a la edad de veinticuatro años, la contemplación de la gloria se transforma
en la meditación sobre la muerte y el tiempo. En algún momento de aquella
época, la vida se detuvo y todo lo posterior ha sido literatura: una
preocupación por las palabras, un intento sin fin de conservar, y no
traicionar, las emociones de aquel pasado tan particular.
Soy, pero soy también el otro, el muerto,
el otro de mi sangre y de mi nombre.
Así dice un poema que escribió cuarenta y tres años después
de aquel primer libro. Desde que escribiera dicho libro, nada, exceptuando
quizás el descubrimiento de la antigua poesía inglesa, ha proporcionado a
Borges material para tan intensa meditación. Ni siquiera los amargos años del
régimen de Perón, cuando fue «ascendido», sacándole de la biblioteca, al cargo
de inspector de pollos y conejos en los mercados» y él dimitió. Tampoco su
breve, infeliz matrimonio a una edad avanzada, que una vez fue tema de
artículos de revista y sigue asiéndolo de chismorreos en Buenos Aires. Tampoco
la compañía continuada de su madre, que actualmente cuenta noventa y seis años.
«En 1910, año del centenario de la República Argentina,
creíamos Argentina era un país honorable y no nos cabía ninguna duda de que las
naciones acudirían en tropel. Ahora el país se encuentra en mal estado. Nos
vemos amenazados por el retorno del hombre horrible.» Así es como Borges se
refiere a Perón: prefiere no utilizar el nombre. "Recibo numerosas
amenazas personales. Incluso mi madre. La llamaron por teléfono a altas horas
de la noche —las dos o las tres— y alguien le dijo con una voz muy bronca, la
clase de voz que hace pensar en un peronista. «Tengo que matarlos, a usted y a
su hijo.» Mi madre dijo: «¿por qué?» «Porque soy peronista.» Mi madre dijo: «En
lo que concierne a mi hijo, sólo tiene setenta años y está prácticamente ciego.
Pero en mi caso debería aconsejarle que no malgaste el tiempo porque tengo
noventa y cinco años y puedo morirme en sus manos antes de que consiga
matarme.» Por la mañana le dije a mi madre que me había parecido oír el
teléfono durante la noche. «¿Lo he soñado?» Ella dijo: «Sólo era algún imbécil.»
No es sólo ingeniosa. Sino también valiente ... no veo qué puedo hacer al
respecto ... la situación política. Pero creo que debería hacer lo que pueda,
teniendo militares en la familia."
El primer libro de poemas de Borges se tituló Fervor de
Buenos Aires. En el mismo, en su prefacio*, decía que intentaba celebrar de un
modo especial la ciudad nueva y en expansión. «Semejante a los latinos, que al
atravesar un soto murmuraban: «Numen inest» —aquí se oculta la Divinidad—, de
que habla mi verso para declarar el asombro de las calles endiosadas por la
esperanza o el recuerdo...»
Pero Borges no ha santificado a Buenos Aires. La ciudad que
ve el visitante no es la ciudad de los poemas, como sigue siéndolo Simla (tan
nueva y artificial como Buenos Aires), la ciudad de las historias de Kipling,
después de todos estos años. Kipling observaba con atención una ciudad real. El
Buenos Aires de Borges es privado, una ciudad de la imaginación. Y ahora la
ciudad misma está en decadencia. En el Barrio Sur del propio Borges sobreviven
algunos edificios antiguos, con sus poderosas puertas principales y sus patios
que van retrocediendo, cada uno con un embaldosado distinto. Pero es más
frecuente que los patios interiores estén cegados; y muchos de los viejos
edificios han sido derribados. La elegancia, si es que en esta ciudad de
inmigrantes plebeyos la elegancia existió realmente alguna vez fuera de la
visión de los arquitectos expatriados, se ha esfumado; ahora sólo hay desorden.
La bandera argentina, azul y blanca, que cuelga sobre la
calle de México desde el balcón del despacho de Borges en la Biblioteca
Nacional aparece sucia de polvo y humos. Y echemos un vistazo a este edificio,
quizá el mejor de la zona, que fue utilizado como hospital y cárcel en tiempos
del dictador gángster Rosas, hace más de ciento veinte años. Todavía hay
belleza en la pared coronada por púas, las altas verjas de hierro, las enormes
puertas de madera. Pero, en el interior, las paredes están desconchadas; las
ventanas que dan al patio central tienen los cristales rotos; adentrándose,
pasando de patio en patio, vemos ropa tendida en un corredor, los peldaños
están rotos y una escalera metálica de caracol aparece bloqueada por trastos
inservibles. Ésta es una oficina del gobierno, un departamento del Ministerio
de Trabajo: nos habla de una administración agarrotada, de una ciudad que se
muere, de un país que no ha funcionado realmente.
En todas partes se ven paredes con lemas violentos; los
guerrilleros operan en las calles; cae el peso; la ciudad está llena de odio.
El lema con malas pulgas se repite: Rosas vuelve. El país espera un nuevo
terror.
Numen inest, aquí se oculta la Divinidad*: el ensalmo del
poeta no ha dado resultado. Los antepasados militares murieron en combate, pero
aquellas batallas insignificantes y aquellas muertes inútiles no han conducido
a nada. Sólo en la poesía de Borges habitan esos héroes en «un universo épico,
sentados altos en la silla»: «alto... en su épico universo» y ésta es su gran
creación: la Argentina como tierra sencilla y mítica, un mundo épico completo,
de «repúblicas, caballería y mañanas»: «las repúblicas, los caballos y las
mañanas», de batallas libradas, la patria establecida, la gran ciudad creada y
las «calles con nombres que se repiten desde el pasado de mi sangre».
Ésa es la visión del arte. Y, sin embargo, desde esta mítica
Argentina de su creación, Borges alarga la mano, a través de su abuela inglesa,
a sus antepasados ingleses y, a través de ellos, a su lenguaje «en su aurora»,
«La gente me dice que ahora parezco inglés. Cuando era joven no parecía inglés.
Era más moreno. No me sentía inglés. Ni pizca. Quizá el sentirme inglés vino a
mí a través de la lectura.» Y aunque Borges no lo reconoce, un tema que se
repite en sus historias más recientes es el de los nórdicos que degeneran en un
desolado paisaje argentino. Los Guthries escoceses se convierten en Gutres
mestizos y ya ni siquiera conocen la Biblia; una muchacha inglesa se transforma
en una india salvaje; hombres que se llaman Nilsen se olvidan de sus orígenes y
viven como animales de acuerdo con el bestial código sexual del macho putañero.
En nuestra primera entrevista, Borges dijo: «No escribo
sobre degenerados». Pero en otra ocasión afirmó: «El país fue enriquecido por
hombres que pensaban esencialmente en Europa y los Estados Unidos. Sólo la
gente civilizada. Los gauchos eran muy ingenuos. Bárbaros». Cuando hablamos de
la historia argentina, dijo: «Hay una pauta. No es una pauta obvia. Yo mismo no
puedo ver el bosque por culpa de los árboles». Y más adelante agregó: «Aquellas
guerras civiles ahora no tienen sentido».
Quizá, pues, paralelamente a la visión del arte, se haya
desarrollado, en Borges, una visión subsidiaria, por muy poco que la reconozca,
de la realidad. Y ahora, en todo caso, el mundo real ya no puede negarse.
A mediados de mayo, Borges fue a pasar unos cuantos días en
Montevideo, en el Uruguay. Montevideo fue una de las ciudades de su infancia,
una ciudad de «largas, perezosas vacaciones». Pero ahora el Uruguay, el más
culto de los países sudamericanos, era, citando las palabras de un argentino,
«la caricatura de un país», en bancarrota, al igual que la Argentina, después
de la riqueza de que disfrutara durante la guerra, y despedazándose. Montevideo
era una ciudad en guerra; guerrilleros y soldados luchaban en las calles. Un
día, durante la estancia de Borges, cuatro soldados fueron muertos a tiros.
Vi a Borges cuando regresó. Una muchacha bonita le ayudó a
bajar las escalinatas de la Universidad Católica. Parecía más frágil; las manos
le temblaban con mayor facilidad. Había perdido el vigor que mostraba durante
las entrevistas. Venía lleno del desastre de Montevideo, disgustado. Montevideo
era otra cosa que había perdido. En un poema las «mañanas en Montevideo» se
encuentran entre las cosas por las cuales da las gracias «al divino laberinto
de causas y efectos». Ahora Montevideo, al igual que Buenos Aires, al igual que
la Argentina era agradable sólo en su recuerdo, y en su arte.
Texto extraído del libro El Retorno de Eva Perón y Otras
Crónicas de V.S. Naipaul, Seix Barral, 1983.
A su vez basado en un artículo titulado “Comprehending
Borges” que Naipaul publicó en el New York Review of Books, edición del 19 de
octubre de 1972.
Aporte para el blog de Yonah Kranz
* Nota P. Damiano: [En "A quien leyere", prólogo a
la edición facsimilar de Fervor de Buenos Aires, Buenos Aires, Alberto Casares,
1993, eliminado por Borges en las ediciones posteriores a la inicial de 1923.
Referencia en nota 83 de Textos recobrados 1919-1929
Fuente: Borges Todo el Año