viernes, 24 de enero de 2020

Luisa Valenzuela: La risa de Borges


 
Hay unos versos de Borges que muchos suelen repetir como si lo pintaran de cuerpo entero, como si no hubiese sido, como todo, el reflejo de un sentimiento que habría de diluirse con los años.


"He cometido el peor de los pecados/ que un hombre puede cometer. No he sido/

feliz". (…) para concluir “Me legaron valor. No fui valiente./ No me abandona. Siempre está a mi lado/ La sombra de haber sido un desdichado”.


Soneto éste, El Remordimiento, que me temo inspiró aquél burdo poema apócrifo que en distintas versiones tantos lectores tomaron por cierto, quizá porque el genio se lamentaba de no haber hecho lo que hacemos los simples mortales sin talento. Comer más dulce de leche, por ejemplo, frase que me recuerda cierta pequeña reunión cuando, hablando de los placeres del paladar, Borges preguntó si realmente el dulce de leche era rico, “pero rico rico, como el arroz blanco” y todos reímos, y él también.


Como reían ellos dos, Lisa y Georgie, al regresar de unos paseos estrambóticos y nocturnos por los puentes de Constitución, lugar que le fascinaba a aquel Borges aún medianamente vidente y siempre muy sensible a su entorno. Y volvían, ellos dos, no describiendo los sórdidos lugares que habían recorrido, sino riendo por las cuartetas idiotas que se les habían ido ocurriendo en el camino.


A este texto que estoy ahora escribiendo, rememorando, me habría gustado ponerle de título "Borges y Yo", pero me temo que la ironía podría pasarse por alto.


Son sin embargo estampas personales.


¡Tantísimos años transcurridos, tantas memorias

La imagen que conservo de aquél a quien solíamos llamar Georgie es la del pícaro que se divierte con sus dichos, no siempre del todo inofensivos pero siempre brillantes y queribles.



La impresión me viene de lejos, puedo hoy contarla sin fatuidad y sin censuras. Porque el tal Georgie frecuentaba mi casa de infancia cuando sus colegas más elocuentes creían que él nunca sería reconocido por el público en general, que era un escritor para escritores. Se sentían privilegiados de apreciar su genio, los colegas, y lo acompañaban a sus escasas conferencias y temblaban –fui testigo–cuando Borges caía en un largo silencio. Ellos temían que, en su pánico de hablar en público, el amigo había quedado con la mente en blanco cuando en realidad estaba buscando la palabra exacta, la misma que al ser por fin pronunciada deslumbraba a todos.


Testigo de tanta cosas, fui. Y a veces víctima. Más de una vez mi madre, Luisa Mercedes Levinson, que todos conocían ya por Lisa, me reprochó que Borges opinaba que yo era capaz de matar a mi madre por un juego de palabras. Borges no lo habría dicho de envidia, todo lo contrario, porque nunca fueron juegos de palabras lo que le faltaron, aunque eso de meterse con la madre…


En fin, especulaciones actuales al correr del teclado. Eso sí, reíamos mucho.


Como reían ellos dos, Lisa y Georgie, al regresar de unos paseos estrambóticos y nocturnos por los puentes de Constitución, lugar que le fascinaba a aquel Borges aún medianamente vidente y siempre muy sensible a su entorno. Y volvían, ellos dos, no describiendo los sórdidos lugares que habían recorrido, sino riendo por las cuartetas idiotas que se les habían ido ocurriendo en el camino:


“En la plaza de Belgrano/ pero un poco más abajo/ hay un letrero que dice/ mierda la puta carajo.” Por ejemplo.


O bien:


“En el medio de la plaza/ del pueblo de Pehuajó/ hay un letrero que dice/ la puta que te parió.”


La preadolescente que era yo en aquel entonces se sentía abochornada por tamaño infantilismo. Mi propia madre y el admirable escritor de escritores, ¡por favor!


Georgie y Lisa emprendieron la aventura de escribir un cuento en colaboración. Esas tardes se aislaban en el comedor de nuestra casa en Belgrano y yo sólo podía oír las carcajadas. Cuando emergían, muy circunspectos, consultaban a la adolescente sabihonda que andaba rondando por ahí cuando podía. ¿Los apellidos Zunino y Zungri te parecen lo suficientemente ridículos?, me preguntaban.


Pasaron años antes de que yo pudiera retrucar con una cuarteta a la altura, nada apreciado por el escritor:

“En el barrio de San Telmo/ Biblioteca Nacional/ hay un letrero que dice/ hacete un lavaje anal”.


Es cierto que admiraba la biblioteca, pero no me resultaba fácil rimar con Nacional. Vicente Varela y otros colegas me felicitaron, sin embargo, y yo me sentía en la gloria.


Las cosas eran así y de otra maneras, por fortuna.


Alrededor de 1952 Georgie y Lisa emprendieron la aventura de escribir un cuento en colaboración. Esas tardes se aislaban en el comedor de nuestra casa en Belgrano y yo sólo podía oír las carcajadas. Cuando emergían, muy circunspectos, consultaban a la adolescente sabihonda que andaba rondando por ahí cuando podía. ¿Los apellidos Zunino y Zungri te parecen lo suficientemente ridículos?, me preguntaban. Y yo no sabía qué decir, Zunino y Zungri eran los dueños de la destapadora de cloacas a la que estábamos abonados –ésas eran las épocas– benemérita empresa que tenía el poético nombre de La Flor de la Primavera.


Peor era cuando me consultaban, por ejemplo, si no resultaba demasiado exagerado que el pretencioso arquitecto protagonista del cuento, para hacerlo gastar, le propusiese a su cliente “un jardín con bustos ecuestres”. Ante tamaños disparates, que los ahogaban de risa, yo no podía menos que recalcar lo ridículo de la idea. Cedieron, no ante mi crítica sino ante un dejo de razón, y por fin optaron por poner “cabezas yacentes de emperadores”.


La temprana adolescente de entonces solía ser muy puntillosa. Pero igual me llenaba de orgullo cuando Borges me hablaba de igual a igual, y me decía muy orondo que ese día habían trabajado mucho: habían completado toda una línea.


El cuento, titulado La hermana de Eloísa, apareció por fin en 1955 publicado por la Editorial ENE, en un delgado volumen con otros dos cuentos de cada uno de los autores.


De mi anécdota favorita de aquella época ya no quedan rastros, por suerte, sólo el recuerdo que tiene del asunto María Esther Vázquez. Porque a los pocos años de haber sido nombrado, en 1955, director de la Biblioteca Nacional, quien casi ya no era Georgie, apelativo cariñoso que iría cayendo en desuso hasta para los íntimos, ideó un estupendo y memorable ciclo de conferencias los sábados, invitando a escritores y escritoras de la época a hablar sobre el tema siempre vigente, “Por qué y cómo escribo”.

Hoy corresponde reconocer que Borges fue un precursor en el uso de la Biblioteca Nacional como espacio para la difusión de la cultura.


Los periodistas de entonces eran asiduos a esas manifestaciones, la gente de letras eran considerados referentes importantes del quehacer nacional. No así los propios periodistas, al menos a los ojos de Borges, razón por la cual me contrató a mí —ad honorem, claro— para que entrevistara a los/las conferenciantes antes de entrar. Durante la exposición, con cuatro dedos y muchos carbónicos, debía tipear el resumen de las conferencias, cosa de entregárselo a los nobles representares de la prensa, que según Borges sospechaba acudían a los bellos salones de la calle México a echarse un sueñito. Y los diarios de la época, me temo, publicaban mi resumen y no quiero ni saber qué habría resumido yo allí, a mis escasos 17 años.


Pero una se va formando a los golpes. Y con todo descaro.


Así pasaron años y años y más años, encuentros y desencuentros con el Maestro. Indignaciones de mi parte al enterarme de que había comentado por ahí que mi primera novela era una novela pornográfica, años de tragar saliva hasta que me despabilé y supe que una de las definiciones de pornografía es “lo que atañe a la vida de las prostitutas” y entonces sí, Hay que sonreír que este año cumple temibles 50, es una novela pornográfica, si bien expresamente cándida.


Años también de alegrías festejando los retruécanos que el maestro repartía a troche y moche, siempre dejando traslucir su faz lúdica, su a veces punzante sentido del humor.


Y años más sólo frecuentando a Borges en la reiterada y siempre reveladora lectura de su obra, hasta cierto mediodía de primavera neoyorquina de 1985. Las marcas de ese día, imborrables para mí, se resumen en una imagen y una frase.


La imagen: dos figuras vestidas de blanco marfilino, nimbadas por la luz del sol.


La frase: “Isn’t it a pity?”.



Fue en un restaurante italiano del West Village neoyorquino, una especie de bodegón cuya único atractivo era un jardín al fondo más allá de las cocinas, con lindas mesas bajo los árboles. Estábamos allí almorzando con un amigo cuando contra la puerta de las cocinas se dibujaron esas dos figuras más que fantasmales, feéricas. ¡Borges y María Kodama!, me sorprendí. No puede ser. Pero eran. Y los invitamos a nuestra mesa y Borges contó que María tenía un olfato especial para los lugares y los temas más insólitos y maravillosos, que acababan de llegar, dichosos, de su viaje en globo sobre el valle de Napa en California, que se iban al día siguiente de regreso a Buenos Aires, y isn’t it a pity?. Así, en inglés en medio de la charla en nuestro idioma. Isn’t it a pity?, reiteró más de una vez, esto de tener que dejar New York… tras o cual corrí al teléfono, llamé al Instituto de Humanidades al que yo pertenecía, volví con una invitación para ambos el semestre siguiente. Lo que Borges quisiera. Por supuesto. Ya no era más, en absoluto, un escritor sólo para escritores. Era el escritor de todos.


Y volvió, Borges acompañado por María Kodama. Y yo tuve que pagar mi arranque siendo la interlocutora en su presentación multitudinaria en NYU, la Universidad de Nueva York, la misma que había tenido la osadía de contratarme como profesora.

No era nada sencillo sostener lo que Borges proponía en esos tiempos: armar la presentación con forma de entrevista, ya que se negaba a dar una conferencia de corrido. Hacerle preguntas públicas a Borges era casi suicida, bien lo sabía yo que había asistido a muchos sufrimientos ajenos. Imposible salir airosa ante esa mente lucidísima, de un brillo casi ultraterreno. Irónica por demás. Porque si una le hacía una pregunta tonta o sencilla, quedaba al descubierto. Y si la pregunta era compleja, o molesta, él le contestaría como me respondió a mí en aquella conferencia sobre La Metáfora. Ya un poco cansada del juego pero haciendo todo tipo de circunloquios a manera de disculpa, improvisando le pregunté si tenía en cuenta la simbología freudiana del falo cuando escribía sobre cuchillos y cuchilleros.


“Usted es una joven escritora moderna”, me contestó sin contestar, “y yo soy un pobre viejo ciego”.


Y ahí me dejó. Boqueando en el vacío.


Hasta la mañana siguiente, cuando desde el Village atravesábamos todo Manhattan en el coche del poeta Daniel Halpern para llegar a la Universidad de Columbia donde seguirán sus charlas y mis preguntas, pero sólo para estudiantes, menos mal.


Esa mañana Borges se giró levemente la cabeza y me enfrentó:


“ Usted anoche mencionó el falo…”


“ Sí, Borges, pero hablando de los cuchillos, como metáfora”, intenté disculparme. “Conozco una metáfora mejor”, me contestó; “El dedo de Dios”.


“¿No le parece un tanto pretenciosa?”, me asombré.


“Y sí”, reconoció Borges muy a su pesar. “Creo que es de Victor Hugo”.


En aquel memorable último viaje a Nueva York de Borges y María Kodama pasamos toda la semana juntos con él, y a lo largo de esos días y después de los encuentros matinales en la Universidad de Columbia, el supuestamente frágil Escritor de escritores pedía más: una vuelta por Central Park en mateo, escuchar jazz en algún sitio emblemático del Village. Todo mientras iba desgranando sus hilarantes aventura de viaje con María, al punto que propuse hacerle una nota al respecto para la revista Vogue norteamericana, que apareció en el número de marzo de 1986, poco antes de su fallecimiento en Suiza.


Dicha nota es un canto a la felicidad de esa pareja tan despareja y a la vez tan absolutamente solidaria y armoniosa que formaban María Kodama y Jorge Luis Borges.


“Estoy cerca de él desde hace más de veinte años. Si me piden que defina nuestra relación”, aclaró ella, aún no se habían casado, “diré que somos como compañeros de colegio, cómplices” .


Y Borges: “María no pudo hacerme mejor regalo que este gusto por los viajes. Hasta estamos pensando en ir a vivir al Japón. ¿No está mal, no, para un hombre que abordó su primer avión a los 50 años? Pero había un recién nacido que lloró todo el tiempo y le quitó la dimensión épica al vuelo”.


Acababa de aparecer Atlas, el libro de Borges con fotos de María, pero muchas anécdotas compartidas habían quedado en el tintero. Como la de la dama que le cantó a Borges sus milongas al oído:


“Qué raro”, contó él que le había comentado a María, “mientras ella cantaba yo sentía telarañas en la cara…” “Es que la señora era muy elegante”, rió María, “¡lo que usted sintió eran las largas plumas aigrettes de su sombrero!”


Y fue así como, dispuesta a hacerles la entrevista, compré un pequeño grabador y me dirigí al hotel Uptown donde estaban hospedados. Nos reunimos en la gran habitación del maestro, y mi imagen favorita es la de nosotros tres, Borges, María y yo, cómodamente instalados en la gigantesca cama mientras ellos desgraban sus insólitas historias de viajes y reíamos a carcajadas. Carcajadas discretas, sí, pero no menos felices. Pero esa es otra historia, para citar a uno de los autores favoritos del Maestro.



En revista Haroldo, 24 de julio de 2016
Foto: Jorge Luis Borges y Luisa Valenzuela en New York, 1969
Publicada en el sitio personal de Luisa Valenzuela

Fuente: Borges Todo el Año








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