sábado, 25 de enero de 2020

La novela que Jorge Luis Borges nunca escribió

Fedosy Santaella

Por esa ansia de exprimir a Jorge Luis Borges, nacido hace 118 años, hasta la última circunstancia, se le exige incluso en la muerte que revele en qué caja o en qué arcón, como diría un argentino, dejó olvidada su novela.
 

A Carlos Sandoval


Un poco de arqueología

Se sabe que Borges no se veía escribiendo novelas. Lo dijo en el prólogo de Ficciones que corresponde a El jardín de los senderos que se bifurcan: «Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos» . En aquel mismo lugar también escribió: «Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario». Es maravilloso esto, concuerda con la otra novela de Borges que descubrí. Porque como verás, lector, yo también me anoto en las filas de la urgencia por achacarle a Borges alguna novela.

En conversación con Lázaro Santana para la longeva revista Ínsula, Borges declaró tener la creencia de que en el cuento corto, «tal como ha sido practicado por Henry James, Kipling, Conrad y otros, puede caber todo lo que cabe en una novela». Un cuento, dice, puede estar tan cargado de las complejidades y las intenciones de la novela, cuya lectura, acota, puede llegar a convertirse más en una tarea que en una obligación. La sensación de plenitud sólo la da el cuento; esta es su convicción. La novela en cambio, dirá en otra oportunidad, siempre tiene algo de ripio. Dicha declaración la registró Modesto Montecchia en 1977 para su Reportaje a Borges. «Es decir, que para escribir un libro tan largo hay que introducir elementos ajenos a la misma». Allí Borges acometerá también, cosa que agradezco, contra Robbe Grillet: «Yo creo que una novela en la que el autor dedica tres páginas, por ejemplo, para describir lo que hay en una mesa, es un error». Cuenta que cuando conoció a Grillet, éste le confesó que había influido en su escritura. Borges, «con escasa cortesía», le respondió: «Caramba, no me descorazone».

En definitiva, Borges no se atrevía con la novela. «¿Por qué? Yo creo que por haraganería», le dirá a Antonio Nuñez en otro reportaje también para Ínsula. «El cuento me gusta, lo veo de golpe, y esto espolea mi actividad. Hay novelas espléndidas, no digo que no; pero la novela puede fabricarse. Un cuento o un poema, no».

En 1959 llegaría a la Argentina la primera edición en español de Lolita de Nabokov. La novela fue sacada de circulación por orden de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Hubo protestas, lecturas clandestinas. Bioy Casares anotaría en su diario el sábado 25 de julio de 1959: «Leemos las primeras páginas de Lolita de Nabokov». Aquel plural incluía a Borges, quien, señala también Casares, llegaría a decir que tenía miedo de leer ese libro porque habría de hacer mucho mal a un escritor al advertir que es imposible escribir de otro modo. No obstante, Borges se daría la vuelta en octubre de 1959 y en un artículo titulado «El caso Lolita» declaró lo siguiente: «No puedo intervenir con eficacia en esta polémica. No he leído el volumen de Nabokov y no pienso leerlo, ya que la longitud del género novelesco no coincide ni con la oscuridad de mis ojos ni con la brevedad de la vida humana».

Holgazanería, ceguera o brevedad de la vida mediante, Borges, contrario a lo que se podría creer, lo intentó. En una entrevista de 1945 para el primer número de la revista Latitud, responde que está escribiendo «una larga narración o novela breve, que se titulará El congreso y que conciliará (hoy no puedo ser más explícito) los hábitos de Whitman y los de Kafka». Treinta años después, en El libro de arena, aparecerá un cuento de treinta páginas bajo este título. Según el mismo Borges, no fue uno de sus más afortunados relatos.

También se ha hablado del manuscrito al que se le ha dado el título Los Rivero, pues no tiene identificación ni fecha, aunque se calcula que data de 1950. Fue encontrado por Julio Ortega en el Harry Ransom Center for the Humanities de la Universidad de Austin, y publicado en 2010 por Centro Editores, en colaboración con la Fundación Internacional Jorge Luis Borges.
Es un manuscrito de cuatro páginas donde, según Ortega, conocido investigador peruano de la Universidad de Brown, se asoma un posible argumento para una novela. Las cuatro páginas manuscritas con letra pequeñísima inician la presentación de los herederos de un tal coronel Rivero, héroe de la independencia latinoamericana que participó en guerra venezolana.

Al parecer, Borges abandonó este proyecto porque creyó que, precisamente, sería demasiado largo y terminaría siendo una novela.

En 1997 surgió una pequeña controversia en torno a un supuesto libro de Borges publicado con seudónimo. Se trata de la novela El enigma de la calle Arcos, cuyo autor es un tal Sauli Lostal. El enigma de la calle Arcos fue publicada a modo de folletín por el diario Crítica de Buenos Aires en 1932, y luego como libro por la editorial Am-Bass en 1933. Tal novela fue dar a manos del escritor Juan-Jacobo Bajarlía, quien aseguró que había sido escrita por Borges. No caeremos en los complicaciones de su argumentación, pero el asunto es que Barjalía buscó nombres de los personajes de la novela y los relacionó con nombres de la familia de Borges, y dijo además que la novela, por estar estrechamente relacionada con otra, El cuarto amarillo de Gastón Leroux, era sin duda de Borges, pues el escritor conocía ese libro desde niño. ¡Vaya argumento!

Otro escritor, Fernando Sorrentino, publicó una respuesta en el diario La Nación el 17 de agosto de 1997. Uno de sus contrargumentos es más que suficiente: Sorrentino arguye que la novela está pésimamente escrita. Veamos, por ejemplo, la descripción que se hace de un personaje de nombre Juan Carlos Galván: «El rubio opaco de su cabello espeso y naturalmente ondulado matizábanlo infinidades de níveos hilitos que intensificaban blancuras cerca de las sienes, su tez fresca y rosada como la de un mozalbete exaltaba juventud». ¡No se diga más, Borges jamás pudo haber escrito una cosa semejante!

Aníbal Jarkowski, por su parte, aventuró que Otras inquisiciones, compendio de breves y magistrales ensayos, fue esa novela que Borges nunca escribió, una especie de novela-ensayo en primera persona.
Con todo respeto, esto es hilar demasiado fino. Pero en fin, ya me he extendido demasiado y finalmente voy a lo que iba.

El hallazgo

Me encontraba haciendo una relectura de ciertos autores latinoamericanos en la ya clásica antología El cuento hispoanoamericano de Seymour Menton publicada por el Fondo de Cultura Económica, cuando di con una pequeña información que llamó poderosamente mi atención.
El norteamericano Seymour Menton (1927-2014), quepa decir, fue uno de los primeros especialistas en darle énfasis a la narrativa de nuestro continente, cosa que no se le hizo fácil, pues a principios del siglo XX todavía existían prejuicios en torno a la literatura hecha por estos lados. Se le daba entonces mayor importancia a la literatura escrita en España, y se consideraba la nuestra como retrasada, incluso hubo quien dijo que no era literatura. Menton, a finales de la década de los 40, comenzó a mostrar otra cara del hacer narrativo latinoamericano, y abrió un camino importante en Norteamérica para la lectura y el estudio de nuestras letras.
De modo que si uno se planta frente a una edición de El cuento hispanoamericano, debe tomarse su contenido muy en serio, considerar que los cuentos allí recopilados son fundamentales y que las notas de Menton sobre los momentos históricos, los autores y los cuentos son altamente confiables.
Con todo esto por delante, llego a la nota biográfica de Borges y me consigo allí con aquel dato insólito. Presentada la información de rigor que uno asume sin quebrantos (lugar y fecha de nacimiento, estudios, libros publicados, etc.), me encontré con dos líneas —tan sólo dos líneas— que me abrieron las puertas de otra dimensión. Allí, luego de un punto y seguido, el texto dice que Borges, «a los 85 años, publicó en 1984, su primera novela, El nombre».
Volví a releer, lo medité, lo pensé. Sí, siempre se ha hablado de la novela que Borges nunca escribió, pero acá Seymour Menton, el mismísimo Seymour Menton, en una tercera edición corregida y aumentada de su obra magistral, dice que Borges publicó una novela que se llama El nombre.
¿Qué hice? Pues corrí a Internet a buscar más información, indagué en los libros que tengo en mi biblioteca, hasta le escribí al dilecto profesor e investigador de literatura Carlos Sandoval. Pero nada, en mis libros nada, en Internet nada. Sandoval a poco me respondió: tampoco nada. No sabía, lo agarré desprevenido, no tenía idea de que Borges hubiese publicado una novela. Me escribió que incluso había revisado en una reedición reciente de El cuento hispanoamericano. El resultado: el dato no estaba, aquellas dos líneas habían desaparecido, habían sido borradas de la historia.

Me sentí como si participara de un terrible secreto, como si se me hubiese manifestado un dato clave en la historia universal de la infamia, tal como si alguien hubiese cometido un asesinato del que nunca nadie supo. Me dije entonces que no dejaría pasar la jugarreta, que los borrones del tiempo no me vencerían y, prontamente, le tomé una foto a la página en cuestión (es la 327) y se la mandé a Sandoval por correo. Allí está, allí lo dice Seymour Menton y, para colmo, en una edición «corregida y aumentada» de 1986. Es decir, Menton había revisado esa nota biográfica de Borges y había agregado aquel dato a tan sólo dos años de la supuesta publicación de la novela. El apunte era tan cercano en el tiempo, que resultaba aún más increíble pensar en un error. Debía creerlo: Borges sí había escrito esa novela, sí la había publicado. Volví a buscar, investigué sobre las improbables novelas de Borges, pero en relación a El nombre, nada. En ninguna parte se nombra a El nombre. Estamos, querido lector, ante otra novela de Borges que jamás existió.

Las palabras y las cosas

Con frecuencia le decimos a nuestros alumnos que tengan cuidado con Wikipedia, porque suele decir cosas que no son. Te invito a ir, lector, a la entrada que corresponde a Jorge Luis Borges en Wikipedia. Entre sus obras no encontrarás El nombre.

Creemos, en cambio, que en los libros está la autoridad, y también se lo decimos a los alumnos. Vayan al libro de mister Menton, allí hallarán la verdad. La voz de la autoridad prevalece, pero podemos pecar de falacia. Argumentum ad verecundiam, o como también se lo conoce, magister dixit. Recordemos: para santo Tomás, lo que decía Aristóteles en sus libros no tenía discusión. Borges, muchas veces, jugó con esa creencia, con la autoridad de los libros.

Alan Pauls, en El factor Borges, escribe que ha consagrado años, décadas enteras a pensar en la erudición de Borges, más aún, a darla por sentada, para terminar descubriendo que esa mentada erudición borgeana es otra cosa —y la itálica es de Pauls.

Borges juega con esa alta cultura, la parodia para que muchos, tomándolo en serio, caigan hechizados. Sus referencias a la Enciclopaedia Britannica, dice Pauls, no son más que eso, precisamente, cultura de enciclopedia. Borges ironiza sobre sus conocimientos, dice que es un hombre semiinstruido, y en esa ironía, Pauls encuentra pedantería aristocrática, una pose de poder, pero sobre todo, el regusto de la satisfacción que «experimenta un estafador cuando comprueba la eficacia de su estafa». Esa cultura de enciclopedia, dice Pauls, es una cultura resumida, de referencia y ahorro, cultura de la parte por el todo, una cultura cómoda dentro de los límites de un concepto Reader’s Digest. Por cierto, alguna vez en radio escuché decir al gran Pedro León Zapata que toda su cultura provenía de Selecciones.

Sí, damos gran poder a la voz de la autoridad, pero también damos gran poder a la letra impresa. De allí quizás que todavía mucho autor tenga sus reparos a publicar y a vender sus libros en formato digital. No obstante, por encima del poder de la autoridad y de la letra impresa, está el poder propio de la palabra.
Foucault, en Las palabras y las cosas, habla de esa relación entre la escritura y el mundo. Al hablar del siglo XVI dice que en ese entonces el lenguaje no era un sistema arbitrario (convencional, de acuerdo entre los hombres), sino que estaba depositado en el mundo y formaba parte de él. Las cosas ocultaban y manifestaban su enigma en un lenguaje, y las palabras se proponían como cosas que había que descifrar. «El lenguaje forma parte de la gran distribución de similitudes y signaturas. En consecuencia, debe ser estudiado, él también, como una cosa natural». El lenguaje era visto en una relación natural con las cosas. En este pensamiento las palabras no son producto de un acuerdo entre hombres para decir que aquello es un árbol (¿qué similitud hay entre un árbol real y la palabra árbol?), sino de una relación esencial entre el lenguaje y las cosas.

Esto no es exclusivo del siglo XVI. Ya Platón, en el Crátilo, discute al respecto. Dice allí que hay nombres bien puestos, que tienen una relación natural entre las palabras y las cosas, y nombres no tan bien puestos, que vienen dados por la convención (el acuerdo social, que es la lengua, el idioma). Es decir, acá tenemos un enlace íntimo entre el mundo y el lenguaje donde el lenguaje es equivalente al mundo. El lenguaje en este pensamiento es verdad absoluta, porque es la cosa misma, el mundo mismo. Todavía hoy tenemos rezagos de eso. En el vudú, usted toma las uñas y el cabello de una persona, lo mezcla con cera de vela y le pone el nombre de alguien y ese muñeco es ese alguien a quien usted quiere dañar. ¿Por qué? Porque ha tomado pelos y uñas de esa persona pero también su nombre, que es su esencia. Cuando leemos en Twitter que alguien famoso muere, muchos comienzan a correr la voz, entiéndase, a retuitear. ¿Por qué? Porque creen que lo que dice Twitter es cierto, porque creen que Twitter es la realidad. Tal es el poder de la palabra, que en ocasiones no la usamos para referir a la realidad, sino para pensarla como la realidad misma.
Borges lúdico

De allí que resulte maravilloso, hablando de palabra, lenguaje y realidad, que una novela que nunca existió se llame El nombre. Una novela que se llama El nombre no tiene nombre porque se le nombra haciendo referencia a un nombre que no está explicitado, y que suponemos vamos a encontrar dentro del libro. Pero ese libro no existe, al igual que no existen ya, en ediciones posteriores, las dos líneas que lo refieren, como si Borges, quien gustaba hablar de libros que no existen hubiese, jugado con el erudito que escribió esas líneas.

Me pregunto cómo habrá llegado aquel dato al bueno de Menton. ¿Quién se lo facilitó o dónde lo leyó? Me ha dado por imaginar que fue el mismo Borges en persona o por carta quien le pasó la noticia. En la primera nota de Ficciones de la que ya hablamos, Borges insiste sobre los libros imaginarios: «Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios».

Como si Borges le hubiese hecho una jugarreta al célebre investigador, una novela nunca escrita aparece allí al final de su nota biográfica en un libro académico que es insoslayable referente para las letras latinoamericanas. Dos líneas, apenas dos líneas de ficción en un compendio cultural académico que contribuyen, así como de pasada, a aumentar el universo imaginario de Borges.

Es fascinante, simplemente fascinante pensar que Borges sigue escribiendo e inventando libros en la imaginación de todos aquellos que han buscado su novela inexistente en todas partes y, al mismo tiempo, en ninguna.

Fuente: El Estimulo

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