lunes, 27 de febrero de 2012
Lugones, Borges o "nuestras imposibilidades"
María Gabriela Mizraje
Universidad Nacional de Buenos Aires
Límenes y seculares
Cualquier ejercicio que tentemos entre la vanidad y la nostalgia puede dejarnos balbuceantes en medio de un mapa que reconoce el límite de su pertenencia en una cultura de lo posible y el de su pertinencia en una imposibilidad cultural para los avatares de un terreno que se quiso desierto y fue equívoco, un país que se quiso grandioso y es tristeza constatada diariamente en corrupción, injusticia, miseria. Volver a algunas figuras paradigmáticas de la Argentina siempre es tratar de definir una identidad que sigue esforzándose -más allá de las paradojas, los silencios cómplices y las arbitrariedades sistemáticas- por acertar consigo misma.
En ese intento, Leopoldo Lugones (suicidado hace seis décadas) no se puede eludir, porque ese hombre se atreve a hacer con nuestro idioma algo que lo torna singular e irrepetible, y ese poeta no se atreve a soportar su propio error. El horror de las ideas políticas que, con la misma minucia de la versificación prolija, fue gestando. Leopoldo Lugones nos da la medida de una tradición nacional, en la literatura argentina y en la Argentina no literaria. Acertó y desacertó con pasión (si la pasión no redime, al menos explica), quiso explicarlo todo, probarlo todo, cantarlo todo y esa totalidad lo devoró con una ansiedad mítica. Pero su literatura se autojustifica y Lugones es aún hoy, en este fin de siglo, el otro gran escritor del s. XX, en la Argentina.
Un paladín de la Ilíada
Si la coyuntura del Centenario en la Argentina permite algunos cruces, además del que puede verificarse en las lenguas mezcladas en el mapa local como consecuencia de la inmigración, es porque en el afán constitutivo de la nacionalidad se producen enfáticas revisiones e introspecciones tendientes a la configuración de mitos más o menos definitivos. El oficialismo y sus escritores por encargo van a trazar esas versiones tan necesarias como conjuratorias. Apoyándose en una fascinación previa, Leopoldo Lugones (1874-1938), como escritor central de ese período, acudirá a la épica para elaborar la síntesis de la argentinidad que propone. Desde entonces y hasta el final de su producción no dejará de volver, hasta en ciertas opciones gramaticales, a depositar su mirada sobre la cultura clásica que le dicta un ansia de grandeza temática y estilística. Su nacionalismo exacerbado bebe de la épica, su sensibilidad de filólogo retorna al griego y al latín con esmero, y algunas grandes metáforas le permiten sostener un sistema de analogías en el que La patria se torna fuerte. De este modo, por ejemplo, "la Atenas del Plata" puede iluminarse en Las industrias de Atenas (1919).
Desde ese episodio sin precedentes que constituye El payador (1916) en la historia de la literatura argentina, la cultura grecolatina al díscolo Lugones le sirve tanto para las sutiles delicias etimológicas como para las peores justificaciones del militarismo, y, en este sentido, marca una doble tradición en el pensamiento y la literatura de nuestro país. Solidez y ornato, sabiduría o sofística: una disyuntiva clásica.
En medio de Las limaduras de Hephaestos (1910), La Torre de Casandra (1919), La funesta Helena (1922) o la sucesión de estudios helénicos, acaso en Lugones, preocupado por El ideal caballeresco, el cruce más fascinante entre la cultura clásica y la local (en su versión del militarismo y la muerte) sea su cortapapel. Un puñal, un epitafio. Latines mortuorios para una promesa de violencia desconcertante, un autoritarismo letrado en el lugar en que toda autoridad es de la letra, justo allí donde se puede cortar lo mismo que se escribe. Residencia y prisión de los papeles que exhiben a su lado -como en el cuento (publicado en 1924, el mismo año de su célebre discurso acerca de "La hora de la espada"), "El puñal", que así lo nombra- la inscripción sepulcral "Ci git" y el filo filológico bajo la imagen huesuda de la muerte.
Lo que subyace es una metáfora de la escritura (donde el puño se cierra): a puñal y letra.
El Tiempo y La Vanguardia
De manera semejante a la marxista vacilación que va a mostrar Roberto Arlt en la década del 30 en Bandera Roja (frente a la redacción del partido que tiene sus leyes), Lugones, a fin del otro siglo, se enfrenta en la prensa con la necesidad de demostrar la supuesta "pureza" de su ideología.
En 1896, a propósito de la llegada del duque de los Abruzzos a Buenos Aires, Lugones publica en El Tiempo un saludo de reverencia (1) que lo deja mal colocado frente a la mirada justiciera de la izquierda oficial.
Una nota de La Vanguardia sin firma lo acusa de aristócrata y de renegar del pueblo. Lugones desafía soberbio y requiere uno por uno a los miembros más renombrados del periódico y del Partido Socialista Obrero que se pronuncien en su caso. Son conocidos, algunos son amigos, deben firmar esa defensa -dado que el poeta grandilocuente se dirige directamente a ellos esperando respuesta al pie de su descargo(2)- Antonio Piñero, Roberto J. Payró, Juan B. Justo, José Ingenieros.
En la bienvenida a Su Alteza -que responde al tópico de recepción en la Argentina del visitante ilustre, recogido paradigmáticamente por Arturo Cancela-, Lugones, tras enrolarse en el argumento científico darwinista de selección de las razas y afirmar su respeto por los príncipes y "todas las grandes almas: Napoleón y Washington, Torquemada y Garibaldi", tras afirmar (como más tarde haría Borges) un "patriotismo plural", tras recuperar tanto a Sarmiento como llamativamente a Rosas (dentro del mismo lenguaje, sin duda, de las grandes almas, es decir, de las personalidades fuertes), tras hacer el elogio de Alem y hablarle al extranjero de "los argentinos" como si él no lo fuera, entre muchos otros conceptos, aborda a Luis de Saboya con una certeza: "Vuestra Alteza habrá comprendido que trata con un socialista. Ya tenemos también aquí la plaga roja. Yo soy uno de los contagiados".(3)
Más adelante, el autor explica: "Yo no encuentro obstáculo ninguno en mi socialismo, Señor, para besar vuestra noble mano. La pezuña del cerdo burgués es lo que me horroriza". La ideología indecisa se monta sobre una gestualidad de añosa aristocracia ("besar vuestra noble mano") y una retórica de juvenil transgresión ("la pezuña del cerdo burgués...").
La aclaración es también una forma anticipada de defensa, y Lugones, con falsa modestia histórica (homérica), se autodefine de manera creciente y cada vez más concreta y nominaliza: "Mi nombre? [...] Llamadme Nadie". Poco después apela al "título que corresponde a mi rango: ciudadano". Y al finalizar firma la nota.(4) (La modestia lugoniana no es siquiera retórica.)
La Argentina negada
Efectivamente y de modo paulatino, un ciudadano para Lugones se convierte cada vez más en nadie (para elegir). Respecto del derecho de adjudicarse la representatividad, un ciudadano argentino es nadie, según la programática lugoniana.
Al llegar a los años veinte, Borges -seguidor de Lugones en varios aspectos- afirmará, en el momento en que se encarniza con el "Roman-cero" de 1924, que su autor es "muy casi nadie".(5) Atentando contra las dimensiones alcanzadas por el ensayista de El tamaño del espacio, el poeta de El tamaño de mi esperanza -que apuesta al ultraísmo, en oposición a las desmesuras de la poesía modernista- así lo define. Si Borges -seguramente lector de aquellas páginas periódicas de El Tiempo previo a su nacimiento-, tan esforzado por negarlo o empequeñecerlo, lo llama casi como Lugones hubo propuesto, no le concede ni siquiera la mayúscula de la negación. Un nadie sin el mérito patético de un énfasis. Un minúsculo nadie, un casi nadie. Pero he aquí que hasta Borges acaba por reconocer que casi nadie puede ser Lugones.
Por la apuesta político-estilística del panfleto El único candidato de 1931 (el único candidato a presidente que es -claro- Justo, y el único candidato a escritor que es el mismo Lugones), mediante una doble postulación se perfila tanto el erudito como el ideólogo enfático.
En "Justo o ninguno", como "suprema imposición del patriotismo", el candidato es, en efecto, único y la fórmula, falsa.(6) Un candidato que se impone, una patria negada. En esa negación no hay justicia, sólo hay justificación de lo negado (la democracia). La disyuntiva es falaz porque precisamente lo que no se puede es elegir. Elegir a ninguno es no elegir. Electo o no, el presidente será Agustín Pedro Justo, que se convierte en el Augusto del poeta serrano.
La "o" del cartel "Justo o ninguno" no abre alternativas sino dentro de un mismo sistema que, amparado en la moral pública -lo que se señala es nada menos que la justicia-, cierra cualquier posibilidad civil y autoriza el militarismo. El discurso de la negatividad se sostiene en el recurso simbólico de la afirmación futura, en la promesa de que no se repetirán los errores cometidos. Cada negación se positiviza, bajo la lógica de necesarias prohibiciones y controles éticos.
"Ahora bien, todo eso que se quiere que vuelva -asegura, refiriéndose a la democracia- es, precisamente lo que no volverá; y no porque otros lo querramos a nuestra vez, sino porque ya no existe. Ni porque nadie lo haya matado, tampoco, sino porque murió de muerte natural, o sea el modo más completo de morirse" (p. 4).
"Hoy o mañana, con Uriburu o Justo, habremos de reformar la Constitución para poder gobernar correctamente, no como hasta ahora: la letra por un lado y el espíritu por otro" (p. 9).
Para salir de la negación, para que el espíritu no contradiga la letra, Lugones trabajará al pie de la letra. Castrense.
La retórica visionaria, practicada a lo largo del folleto de El único candidato, donde la anticipación es sinónimo del sentido político y la proyección al futuro se basa en un balance histórico (la Historia como capital), tiene también otros efectos. En el correlato que puede establecerse entre estructuras gramaticales, estructuras psicológicas y estructuraciones políticas, el estilo de antelación, el verbo que constantemente asegura un tiempo por venir, construye paralelamente una presión. El discurso reproduce y orienta la presión extratextual, la no elección; da por hecho lo que es proyecto. El recurso de las armas tiene su representación mejor lograda en el discurso armado de Lugones. La apuesta que se articula reconoce como cierto el mismo mañana que se propone, y desde allí torna autoritaria la frase. Militarizada la propuesta, la posible promesa es, en rigor, una amenaza. La política de la lengua prueba su eficacia y el escritor político pone al servicio de su causa (política) toda la destreza de su lógica (escrituraria). No por clásico menos propagandista; no por didáctico menos compulsivo en su palabra.
Para ello acude a más de un "nosotros" (un nosotros de los argentinos; otro, de quienes tienen la solución para la Argentina)(7), trabaja las analogías, teoriza y ejemplifica, no olvida a un prócer paradigmático (como es Mitre), confía en el procedimiento de la repetición o intenta persuadir a beneficio de la xenofobia en base a un método inductivo. Elabora, en síntesis, una pieza argumentativa prolija, donde el silogismo está cuidado y todo el arsenal retórico dispuesto. Lugones "nacionaliza" la preceptiva, haciendo del dominio retórico el campo donde fertilizar las más peligrosas de sus ideas.
Pocos años después (1933), en respuesta a la encuesta realizada por La Razón, que proponía el lúdico ejercicio de preguntar qué haría Ud. si fuera presidente por un día, Lugones se autodefine como el que no cree en el sufragio ni lo practica. El no sabe ni contesta a esa pregunta, sólo afirma que no está de acuerdo con el voto y que no lo ejerce. El escritor de los cuentos extraordinarios, de lo fantástico, de lo terrible, ni siquiera accede al acto imaginario de soñarse en el lugar de sus paradigmas por 24 horas. Claro, la pregunta le llega cuando el presidente es nada menos que su candidato, el único.
Roca también puede leerse en ese contrasueño, en esa pesadilla de Leopoldo Lugones al pensar y repasar la historia argentina.
¿No puede imaginarlo o no quiere imaginarlo? ¿o lo que no quiere, en verdad, es decirlo? ¿Qué haría si fuese presidente -el orador del discurso de la hora de la espada- sustituyendo la pluma por la aguja, la aguja por la espada; cerrando el tiempo del escritor locuaz para dar cuerda a una fantasía política desbocada?
Lugones ha pasado de Las fuerzas extrañas a las fuerzas armadas. "Nadie", "muy casi nadie", "ninguno" hace ese trayecto, en pos de una trascendencia que lo salve de los arrebatos temporales y las negaciones de la historia. Por eso, acaso, su negación final es también un pedido -que no se cumple: el pueblo tan indócil como los militares se apropia de Lugones-. "No puedo concluir la historia de Roca. Basta. Pido que me sepulten en la tierra sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde. Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos". Despedida con reminiscencia de Santos Vega, donde antes que el camposanto se elige el santo campo de la Argentina, despedida con autocastigo, que se inscribe en el reverso de la poética y la práctica roquistas (en cuanto Roca funciona como epicentro de la alabanza).
Lugones homérico, con vocación de héroe y temeroso de un monstruo voraz, se esconde atrás de cada negación. El es su propio Polifemo y busca su orilla, es sus esperanzas y traiciones.
El escollo de la revisión
Mientras traza el ensayo biográfico del presidente del `80 y del `98, Lugones acaba con su vida. Precisamente en los años en que ese nombre, Julio Argentino Roca, encarnado en su hijo, volvía a estar en el poder a cargo de la vicepresidencia (1932-1938). El oficialismo de Lugones va a subrayarse en ese texto estatal. Roca le ofrece un modelo, Lugones lo emula en más de un rasgo.
Son otros cabos rotos. Lugones se detiene en una palabra clave. La Nación no termina de ser dicha: "Pero nada tan concluyente como el saludo con que Mitre, díjelo ya, despidió a aquél [a Roca] en La Na". Así finaliza la biografía de Lugones; lo que Mitre le había dicho a Roca había sido: "Yo recibí su juramento; vengo a decirle que lo ha cumplido". Gloriosa conclusión la de estos próceres. Pero Lugones hay algo que no concluye, que no cumple. Su incumplimiento, su autolimitación lo deja al borde de un doble abismo: La Nación o La Nada.
La vanguardia y el tiempo
"En aqueste panteón/ Yace Leopoldo Lugones/ Quien, leyendo "La Nación"/ Murió entre las convulsiones/ De una autointoxicación", este juego de los muchachos neosensibles de la cultura, presentado en enero de 1925 por Enrique González Lanuza esconde, tras su sentido crítico, la mueca grotesca de lo que casi fue un destino a cumplir. De La Nación a La Nada.
La rima lapidaria de los versolibristas se adosa a la disputa verbal entre los representantes de la modernofobia y la lugonofobia de la ya mítica revista Martín Fierro.
Sus siempre recordados epitafios parecen mostrar sobre todo una retórica irreverente. Eso nada más (o, si se prefiere, nada menos) pero no escriben tanto contra como sobre aquellos que señalan. "Atacaremos los nombres que merezcan ser pronunciados" asegura Leopoldo Marechal, autor de la "Filípica a Lugones y otras especies de anteayer". No podrían explicarse de otro modo las congratulaciones a Güiraldes -muerto en 1927-, la Apología del Hombre Santo a él referida que en 1930 realiza Enrique González Tuñón, por ejemplo; el ensayo acerca de Gálvez a cargo de Stanchina y Olivari, la dedicatoria de Soiza Reilly a Enrique Larreta en Las timberas (1927-8), la forma en que Borges, con el correr de los años, se reunirá a Lugones. De manera análoga, en cuanto contradictoria, a la que utiliza el mismo Lugones con Joaquín Castellanos en su carácter de representante de la estética que lo precede, los `jóvenes' o los voceros de las nuevas corrientes literarias se situarán frente a él; el retrato autografiado de Lugones para la publicación de Bianchi y Giusti en 1916 da cuenta del estado de sitio de esas filiaciones: lo dedica "A la revista Nosotros, mi simpática enemiga". Esa parece ser una de las fórmulas, enemistades simpáticas y disputadas amistades sostienen el plano inclinado de la cultura. Dos décadas después, la dedicatoria regresa en forma extraordinaria en el invierno de 1938; Nosotros "a Leopoldo Lugones", conmovidos por el suicidio del autor de los Cuentos extraños, los otros escritores organizan un homenaje, un número especial en el que nadie falta (son sesenta, además de los directores, de Rojas a Juan Pablo Echagüe, de Atilio Chiappori a Darío), se lo celebra casi incondicionalmente, se lo interpreta, se lo glosa; entre aquellas voces homogeneizadas por la tinta de sombra y olvido que las muertes suelen imponer, aparece la de la escritora Nydia Lamarque apostando a la lucidez y a la ecuanimidad, sosteniendo el impacto con el juicio crítico de su "Negación de Leopoldo Lugones". Femenina y solitaria, la poeta.
No hay asesinato, hay reconocimiento, porque termina no haciendo falta sustituir, basta con sumar. La literatura argentina definitivamente se ha ensanchado y sus "santos", en poco tiempo, al fin de cuentas empezarán a caer solos. En aquella dedicatoria a Larreta, de 1927, que mencionáramos, Soiza Reilly juega una carta que define otra de las fórmulas; le asegura al glorioso autor de Don Ramiro: "No soy el que lo sigue. Yo soy el que le sigue..." .
El Tigre, el que le sigue
No en vano Borges había elegido el tigre como figura mítica entregada al vaivén de las horas y de la multiplicidad de las imágenes en las cuales recostar sus insomnios.
No en vano Borges escogió como punto de partida de algunas de sus variaciones y símbolos (principalmente para la poesía, aunque no sólo para ella) aquel punto final del otro. Del otro gran poeta de su siglo, en la Argentina. Del `padre' conflictuado al que rechaza literariamente con alguna insistencia para después al fin reconocerlo casi arrepentido, casi pródigo y acaso nunca ecuánime (difícil equilibrio de los juicios frente a figuras tan controvertidas como Leopoldo Lugones).
Resulta relativamente sencillo señalar la inconsistencia y el oportunismo de algunos momentos políticos del autor de El único candidato al tiempo que es simple rescatarlo en páginas memorables y ya de antología de algunos relatos como los de Las fuerzas extrañas (1906) o de algún que otro poema de Las montañas del oro (1897), Los crepúsculos del jardín (1905) o El libro de los paisajes de 1917).
Lugones es el punto más fijo que ciego de la literatura argentina del siglo XX que abrevará a los principales prosistas, poetas y ensayistas contemporáneos, especialmente de la primera mitad. Porque si la relación que con él establece Borges es paradigmática, no lo es menos -aunque de una intensidad sosegada- la de Roberto Arlt.
Lugones viene a probar la lengua en una nueva rueda de Virgilio, local, establecida por Sarmiento, castiza y nacionalista según la época. Lengua que además se fascina con el helenismo, de ahí la proclividad a la etimología -rasgo fundamental de cualquier escritor que reflexiona y experimenta sobre todo en el propio idioma. Poesía inclusive de filólogo. Lugones hace pasar la lengua por el diccionario como en un laboratorio idiomático donde se jugara lo definitivo de una nacionalidad y de una estética (basten como ejemplos las variaciones del Lunario sentimental o el barroco de La guerra gaucha).
No sin razón, alguna vez se le ha reprochado el haber querido abarcarlo todo. Pero es precisamente esa pretensión cabal una de sus justificaciones como escritor. El mismo hombre que apuesta al exceso en la materialidad de la escritura, el hombre capaz de firmarle a su amante sus cartas con semen y sangre, ¿cómo no habría de ser capaz, en su condición de escritor, de probar las palabras en el caleidoscopio de un español inusual, especialmente de y para el Río de la Plata, aunque su Diccionario Etimológico sea del Castellano Usual? ¿Cómo no habría de fascinarse especularmente con su propio registro?
El episodio reiterado de la firma a la amante puede interpretarse como metáfora condensatoria de algunos de los rasgos de su oficio.
Narcisismo -podríamos conceder en primer lugar-, exhibición, confianza en sí mismo, en su materia. Autosatisfacción. El acto solitario de la sexualidad o de la escritura que después permite remarcar el nombre es, al mismo tiempo, un acto de entrega. Es más: un acto donde queda involucrado el amor. El placer indica una necesidad, una falta: la de la amada, la del lector. El líquido primordial que extrae de su cuerpo sólo halla justificación frente al otro, en el circuito de lectura que allí se cierra (privada o públicamente) o se continúa.
Sangre, semen, tinta. En la escaramuza de la literatura de Lugones, las manchas se cruzan, sangre de la escritura erótica frente a una escritura política sanguinaria (no sanguinolenta pero sí a punta de espada) y una escritura suicida.
Lugones, el hacedor
Para la autonomía literaria de Borges, había necesidad de otra filiación fuerte en la literatura argentina, más allá de Carriego, o de las proximidades con Güiraldes o Macedonio. Pero menos que la necesidad de un padrinazgo retrospectivo (Lugones hace demasiados años que está muerto), lo que funciona allí es una relectura y una lectura de las nuevas producciones del autor. Lo que Borges le dedica a Carriego, mientras se lo apropia, es un libro de ensayos, y en cambio, lo que le dedica (y ahora en un sentido más acotado del término) a Lugones es un poemario donde el nombre de Lugones no aparece (sino al frente, como dedicado) pero donde podrían rastrearse sus sombras.
Todos conocemos nuestros literarios pecados de juventud -parece insinuarnos Borges. En la actitud de repensar a Lugones, Borges quizá también ordene la lectura de su propia obra.
Las dedicatorias a veces pueden ser una retracción.
Las dedicatorias -como tantos hechos de la escritura, como las cartas- no ignoran el anacronismo.
Que Borges le dedique a Lugones nada menos que El Hacedor (1960) no es casual: tiempo de rescates y condenas. Dominio del juicio, que permite un espacio para la reconciliación con aquel "muy casi nadie". Todo queda para calificarlo entre el exceso y el defecto, lo mucho y la nada, el "muy" y el "nadie". Lugones, casi un enemigo, un amigo casi.
No se retracta pero en esas palabras, que inscribe además un acto (el de dedicar), se desdice. No borra pero borronea. El desafuero juvenil se convierte en reconocimiento adulto, mientras labra para sí mismo, Borges, el rol que la sociedad argentina insistirá en otorgarle una y otra vez: el de juez y artífice de la cultura.
Desde este punto exacto de la inflexión borgeana (y sólo allí) podría decirse que Borges es a Lugones lo que Lugones a Sarmiento, y de este modo nos quedará trazado el mapa estructurante de la literatura argentina.
Sarmiento/Lugones/Borges es también el indicio del canon; hitos o clásicos de la literatura argentina precisamente por su trabajo con la lengua, por un antes y un después de su literatura, por las líneas temáticas y las preocupaciones estéticas, lingüísticas o políticas que los obseden, por cómo esos desvelos están narrativizados, poematizados, entregados a la avidez de sus contemporáneos que los reconocen como figuras públicas y demandan de ellos un modelo. Los tres están preocupados por El idioma de los argentinos, los tres se sitúan y nos sitúan frente a "El escritor argentino y la tradición".
Lugones cuando mira para atrás halla a Sarmiento, Borges cuando mira para atrás halla a Lugones, como cualquier escritor actual cuando mira para atrás halla a Borges (y a Lugones y a Sarmiento, a sabiendas o no, a veces a pesar de sí mismo). Claro que en esta constelación de pretéritos y filiaciones hay muchas otras figuras, cuya acción, por otra parte, o participación o declaración política se yergue también con dificultad.
Los tres, a su modo, soñaron La grande Argentina -mucho más Lugones y Sarmiento que Borges, puesto que eran más épicos y menos irónicos-, con todos los riesgos inherentes a tal postulación. Porque el Lugones de La grande Argentina y no la gran Argentina o la Argentina grande es el del momento -1930- que podríamos calificar como más reprochable (si es que nos atrevemos a permitirnos semejante licencia axiológica), el Lugones que había sustituido la hoja del cuchillo de La guerra gaucha independentista por la punta del sable.
Lugones nace cuando Sarmiento deja la presidencia y éste es, en rigor, un dato histórico que esconde una metáfora. El azar indomeñable, a veces, permite esos aciertos, que nos conceden, en este caso, la gratuidad de pensar en un relevo simbólico.
Cuando Lugones nace, Sarmiento está por volver a las letras (que, de todos modos, nunca abandonó). Lugones tiene su Historia de Sarmiento, Borges, su Leopoldo Lugones. Cuando Borges le dedica a Lugones su libro El Hacedor en 1960 lleva ya varios años reivindicándolo. El Leopoldo Lugones que escribe en colaboración con Betina Edelberg es de 1955, año en que otra generación fundamental de la literatura argentina se encarga precisamente de repensar el canon, es decir, entre otras cosas, de enterrar a Lugones y replegarse sobre Roberto Arlt, Martínez Estrada y establecer otras paternidades.
Borges alinea a Lugones con Milton y Virgilio, un recurso retórico excusará tal paradigma donde van a convivir las "lámparas estudiosas", los que "ibant obscuri..." y el "árido camello". En el falso desierto de la literatura nacional, el poeta argentino está salvado.
Lugones no se puede imaginar presidente, Borges sí se imagina en un encuentro con Lugones que nunca existió. "Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible" asegura el poeta de los sesenta, que pobló de imágenes la imposibilidad de los encuentros.
En El tamaño de mi esperanza del `26, Borges está pensando en ser, en llegar a ser, un gran escritor. Ataca a Lugones desde el ensayo entonces y lo homenajea desde su propia poesía más tarde.
En la época de la primera vanguardia lo analiza, lo critica; en la de la segunda, lo cita, lo convoca (¿es más sencillo disculpar a un muerto?) como bajo el influjo de alguna fuerza extraña o de esas reconciliaciones que sólo aproxima la vejez.
Cara y seca de otras monedas de hierro para contar la historia (de la literatura) argentina.
Notas
Cfr. "Saludo a S. A. Luis de Saboya", El Tiempo, 8 de julio de 1896.
Cfr. La carta "A la dirección de La Vanguardia" que es una ‘denuncia de traición a los principios del partido Socialista hecha contra Leopoldo Lugones", aparecida en El Tiempo el 27-7-1896.
La metáfora que reúne enfermedad (y promiscuidad) con política resulta cara a la historia de la cultura sobre todo del siglo XX pero también del XIX. Ya había intoxicado al Baudelaire que afirmó que "todos llevamos el espíritu republicano en las venas como la sífilis en los huesos –estamos democratizados y veneralizados", y más tarde reptaría peligrosamente entre los oradores y escribas del nazismo. En nuestro país se expande con una carnadura especial en las primeras décadas del siglo, época de un doble apogeo que constituye a su vez una doble preocupación: la prostitución y el marxismo.
El que no firma la nota, el detractor de la vanguardia será precisamente quien halle los obstáculos principales de ese socialismo.
Confrontar una de las "Anotaciones"de El tamaño de mi esperanza de 1926, donde así lo tilda.
Leopoldo Lugones, El único candidato, Buenos Aires, 1931, p. 11 (en Museo Mitre, A. 79, E. 6, orden 69).
Este tratamiento puede verse en contraste con "los argentinos"de los cuales se excluye en el citado artículo de El Tiempo. Sin embargo, en ambos casos construye una pronominalización paralela, alternativa. En El Tiempo, los argentinos son "ellos" frente al "yo"solitario del narrador; en El único candidato, hay un "nosotros" para los argentinos y otro para los salvadores.
Fuente : Ciber letras – Agosto 1999
http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v1n1/crit_03.htm
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