Por Arturo Fontaine
Atento a la afición del escritor argentino de sembrar aquí y
allá falsedades sutiles, Arturo Fontaine emprende una pesquisa animada por la
suspicacia y la admiración en busca del oscuro autor de un cuento inconcluso.
El mejor cuento del libro Cuentos breves y extraordinarios,
la antología de Borges y Bioy Casares, viene firmado por O. Henry y me huele a
gato encerrado. Se llama “El sueño” y es breve y borgeano. Siempre oí decir que
Borges hacía esas cosas, que inventaba citas, autores. No sé por qué el asunto
me intriga. Insisto: me huele a gato encerrado. Hasta que me atrevo a
importunar a mi amigo Lucas Sierra, que está en Cambridge, escribiendo
ocupadísimo una tesis doctoral sobre Habermas. Le pido que me ayude y busque
ese cuento, “El sueño”, de O. Henry. Lucas, que es una persona real, es decir
que efectivamente existe, como lo demuestra el hecho de que obtuvo una beca
real y fue admitido al doctorado de una universidad tan real, seria y
respetable como Cambridge, me contesta de inmediato por e-mail, sin imaginar,
claro, lo que le espera, y dice que sí, que por supuesto, que lo buscará en la
biblioteca de Cambridge, donde está todo, absolutamente todo. No le costará
nada. De hecho, se pasa entre esas estanterías interminables todo el día y algo
de la noche.
A Lucas le ocurre algo borgeano: O. Henry no está en el
catálogo manual de la completísima Universidad de Cambridge. Tampoco en el
fichero computarizado de la biblioteca. ¿Será, entonces, el famoso O. Henry un
autor inventado por Borges? Pero cómo, ¿los cientos de cuentos de O. Henry que
circulan por el mundo serían de Borges? No, por cierto.
Lo que pasa, simplemente, es que ni él ni yo nos habíamos
enterado de que O. Henry había nacido como William Sydney Porter en Greensboro,
Carolina del Norte, en 1862, y que en los catálogos aparecía como Porter
Sydney, William (O. Henry). Despejado ese enigma, tranquilo y un poco
decepcionado, Lucas, interrumpiendo a Habermas, se lanzó a la búsqueda de “El
sueño”, “The Dream”.
Entre tanto, vía Amazon, conseguí dos antologías de cuentos
de O. Henry –una publicada por Modern Library con treinta y ocho cuentos y otra
por Signet Classics con cuarenta y uno. Las leí página por página y ese cuento
extraordinario, “El sueño”, no estaba. Lucas tampoco lo había encontrado en los
doce volúmenes de las obras completas de O. Henry, editadas por Doubleday, en
Nueva York, en 1917, ni en la Biographical Edition de 1929 en dieciocho tomos,
ni en el volumen rojo de 1,396 páginas de letra muy chica que apareció en 1932
por Doubleday y Doran & Company, Inc. Y en la edición de sus obras
completas en dos gruesos volúmenes, de 1957, tampoco.
Días después está en Londres y, por supuesto, llueve. “El
sueño” no está tampoco en la biblioteca de la University College
ni en la mismísima British Library. Lucas queda perplejo. Borges nos transforma
en sus personajes. Lucas revisa Postscripts, editado por Florence Stratton en
1923, y O. Henry Encore, publicado en Dallas en 1936. Nada.
Un sábado cualquiera, para protegerse de la lluvia, yes,
it’s raining cats and dogs, se le ocurre entrar a la biblioteca municipal de
Camden, cerca de la estación Swiss Cottage. Por hacer algo mientras pasa el
chaparrón, aprovecha y ve qué hay allí de O. Henry. La probabilidad de
encontrar “El sueño” es, claro, cercana a cero, pero ¿qué más da si está en esa
biblioteca sólo mientras espera que la lluvia amaine?
Lo único de O. Henry que hay allí es una antología que, por
cierto, él ya había visto antes en los catálogos consultados, pero que no había
considerado necesario revisar por ser una selección entre tantas y no una
edición de obras completas. La publicación está fechada en 1937 y editada por
Hodder and Stoughton Ltd. Sucede lo imposible: “El Sueño” –“The Dream”– está
ahí. Borges no ha inventado, ha sido un antologador honesto.
Lucas lee el cuento a toda carrera poseído por una
excitación nerviosa, como si realmente hubiera descubierto un secreto, el mapa
que permite dar con el gran tesoro que enterró un pirata. Y, claro, nota algo
raro. El cuento es y no es el mismo. Me lo envía por fax. Debajo del título,
entre corchetes, hay una nota explicativa del editor de esa antología:
Esta fue la última
obra de O. Henry. La revista Cosmopolitan se lo había encargado y, después de
su muerte, se encontró el manuscrito inconcluso en su pieza, sobre su
polvoriento escritorio.
¿Por qué “polvoriento”? No se dice. No se dice nada más. A
continuación sigue el relato al que O. Henry llamó “The Dream”.
William Sydney Porter, es decir, O. Henry, trabajó de joven
en un rancho, en Texas, y vivió, después, diez años en Austin, donde se casó y
compró un diario, The Rolling Stone. Pero el periódico quebró en 1894 y,
perseguido por los acreedores, huyó a Honduras. Osó regresar a los tres años
porque su mujer estaba muy enferma. Alcanzó a llegar y ella murió en sus
brazos. Entonces fue arrestado. Lo encarcelaron en la penitenciaría de Ohio.
Ahí nació el pseudónimo “O. Henry”. Salió de la cárcel en 1901 y se fue a Nueva
York, donde empezó a ganarse la vida contando cuentos. Publicaba uno por
semana; al comienzo en el diario The World y, luego, en diversos periódicos y
revistas. Su primera y exitosa colección de ficciones se editó en 1904. A su muerte habían
aparecido trece libros más, y luego hubo material todavía para otros tres.
En uno de sus relatos hay un preso que después de años y
años cumple su condena. Recupera su ropa, su llavero, su billetera y se echa a
caminar por la calle lleno de buenos propósitos. Respira feliz el aire libre y
él está libre, por fin. Al otro día, inexplicablemente, roba de nuevo, lo
descubren y vuelve a la cárcel.
Otro cuento suyo –muy antologado– es una maravillosa
historia de Navidad, “The Gift of the Magi”. El 14 de octubre de 1933 la Revista Multicolor
de los Sábados lo publicó, en Buenos Aires, bajo el nombre de “Los regalos
perfectos”. La traducción se atribuye a Borges. En su Introducción a la
literatura norteamericana Borges afirma que “O. Henry nos ha dejado más de una
breve y patética obra maestra, como ‘The Gift of the Magi’”. O. Henry conoció
la fama y ganó bastante dinero que despilfarró sin tregua. Según los críticos,
su producción fue muy dispareja.
Murió empobrecido y alcoholizado el 5 de junio de 1910.
Había cumplido cuarenta y siete. Estaba escribiendo “El sueño”. En el número de
septiembre del mismo año apareció en Cosmopolitan ese cuento inconcluso hallado
en su pieza, en su escritorio polvoriento. El cuento trata de un criminal
condenado a la pena de muerte, Murray.
La primera línea de “El sueño”, tal como apareció
originalmente en la revista Cosmopolitan y reproduce la antología encontrada
por Lucas en la biblioteca municipal de Camden, dice así: “Murray soñó un
sueño.” Este relato, precisa el narrador, “no quiere ser explicativo: no es más
que el registro del sueño de Murray”.
Murray está solo en su celda de condenado. Hay una mesa y
sobre ella un foco de luz blanca. La electrocución será a las nueve en punto.
Una hormiga camina en la mesa. Murray, con un sobre blanco, le bloquea el
camino. La hormiga desesperada corre de aquí para allá y el sobre blanco
siempre le cierra el camino. Murray sonríe.
En el pabellón quedan siete condenados. Cuando Murray llegó
había diez. El primero salió gritando y peleando como un lobo, llevado a
empujones y golpes por los guardias. El segundo se volvió devoto y se comportó
como un cordero. El tercero se desmayó y debieron llevarlo a la silla en un
tablón. Murray se pregunta qué pasará con él, si le responderán los músculos de
las piernas, los nervios del estómago, la cara. Porque esta es su noche.
Oye de la celda del otro lado la inconfundible voz de
Bonifacio, el siciliano que mató a su novia y a los dos policías que fueron a
arrestarlo. También Murray mató a su mujer por celos y el rival se le escapó
por un pelo. Le pregunta si se siente bien. Murray dice que sí. Bonifacio le
recuerda que fue él quien ganó la última partida de damas. Murray se ríe: es
verdad. Bonifacio le dice que tal vez allá vuelvan a jugar de nuevo. La
carcajada lo anima. Al siciliano le queda una semana.
Se oye el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta
del corredor. Luego, pasos. Son tres hombres: dos guardias y el capellán.
Murray sonríe. Quiere decir algo pero no sabe qué. “Calle del Limbo” llaman los
presos al pasillo de este pabellón, el pasillo de su última caminata. El
guardián del Limbo saca un porrón de whisky.
“Es costumbre”, le dice.
Murray bebe un trago largo.
Hay siete condenados que oyen esos pasos. Pero sólo tres le
gritan adiós: Bonifacio, Marvin, que intentando escapar de la cárcel mató a un
guardia, y Basset, que en el asalto de un tren mató a un inspector que no quiso
levantar las manos. Los otros cuatro callan humildemente. No se atreven. Son
seres inferiores que mataron sin un instante de esplendor. “Hay una
aristocracia del crimen.”
Murray se maravilla de su propia indiferencia y perfecta
frialdad. “En el cuarto de ejecuciones hay unos veinte hombres, entre guardias,
periodistas y curiosos que habían conseguido...”
El relato se corta. A continuación hay un espacio en blanco.
En el siguiente párrafo, en la misma tipografía y sin ninguna señal ni
advertencia, se lee lo que transcribo textualmente:
Aquí, en mitad de la frase, la mano de la Muerte (the hand of Death)
interrumpió la narración del último cuento de O. Henry. Había planeado hacer
una historia diferente de las anteriores, el comienzo de una nueva serie en un
estilo que no había intentado antes.
¿Quién habla aquí? ¿O. Henry? No. O. Henry ya ha muerto. El
párrafo anterior –debemos deducirlo porque no hay una nota que lo aclare– está
escrito por los editores de Cosmopolitan. Luego agregan esto, del propio O.
Henry:
Quiero mostrarle al público que puedo escribir algo nuevo
–nuevo para mí, quiero decir–, una historia sin slang alguno, un argumento
directo y dramático tratado de tal modo que se acerque a mi idea de lo que es
realmente la escritura de un cuento real.
Murray había soñado el sueño equivocado.
Hasta ahí lo escrito
por los editores de Cosmopolitan, que transcriben, entonces, no sólo una parte
del cuento inconcluso sino también el boceto que escribió O. Henry; por así
decir, el proyecto del cuento que no alcanzó a llevar a cabo.
Luther S. Luedtke y Keith Lawrence, especialistas en William
Sydney Porter, es decir, O. Henry, comentan escuetamente que, dado que el
argumento de este último cuento de O. Henry “fue recreado por los editores de
la revista Cosmopolitan, uno no puede saber las intenciones precisas de
Porter”. Eso explica por qué no ha sido incluido en la mayoría de las
antologías ni en las obras completas que revisó Lucas. “Es claro”, sin embargo,
dicen los estudiosos ya mencionados, “que su obsesión con el crimen, las prisiones,
la culpa y el castigo –con su propio pasado– se conservó intensamente en él
hasta el momento final. Aunque no lo quisiera, Porter parece resignarse al
hecho de que ‘había soñado el sueño equivocado’.” Hasta ahí el comentario de
los comentaristas.
Borges lo leyó todo de corrido en la revista Cosmopolitan.
¿En un número de la revista Cosmopolitan de 1910? ¿No sería, más bien, en la
antología publicada por la editorial Hodder and Stoughton Ltd. en 1937? La
primera edición de Cuentos breves y extraordinarios de Borges y Bioy Casares
apareció en 1955 en la “Colección Panorama” que dirigía Ernesto Sábato para la Editorial Raigal.
Mas tarde, en 1973, Losada hizo una reedición. Borges y Bioy agregaron cuentos.
Borges conocía bien los relatos de O. Henry. En una sección de la revista Hogar
publicada en Buenos Aires el 26 de junio de 1935 se le preguntó cuál era el
cuento más memorable de todos los que había leído. Borges vacila y recuerda,
por ejemplo, “El escarabajo de oro” de Poe, “La mejor historia del mundo” de
Kipling, “La pata de mono” de Jacobs y “Bola de sebo” de Maupassant. Se queda
al final con “Donde su fuego nunca se apaga” de May Sinclair. Pero antes
menciona a O. Henry, aunque no refiere ninguno de sus cuentos.
El original del manuscrito de O. Henry fue rematado por la
casa Anderson Galleries, según informa The New York Times, el 16 de abril de
1922. También se vendieron en esa subasta cartas de Dickens y de Kipling, entre
otros. El título del artículo de The New York Times anuncia: “To sell O. Henry’s
Last Manuscript”. El subtítulo dice: “Death prevented finish”. Más adelante se
nos informa que se trata de un manuscrito de ocho cuartillas en papel de
manila.
Borges y Bioy traducen el cuento tal cual lo publicó la
revista Cosmopolitan, permitiéndose, a mi juicio, atinadas licencias. Al
siciliano Bonifacio le cambian el nombre por “Carpani”. Quizá les pareció que
“Bonifacio” es para nosotros el nombre de un bueno. “Carpani” sonaba más de
acuerdo con su papel en la historia. ¿Se puede hacer eso con un cuento ajeno?
Borges lo hizo.
En su escritura, después de los puntos suspensivos y el
espacio en blanco que cortan la narración, se lee:
Aquí, en medio de una frase, el sueño quedó interrumpido por
la muerte de O. Henry. Sabemos, sin embargo, el final: Murray, acusado y
convicto de asesinato de su querida, enfrenta su destino con inexplicable
serenidad...
El original del Cosmopolitan hablaba del relato de O. Henry.
Borges y Bioy traducen “el sueño”, indicando con la cursiva que aluden al
nombre del cuento. El original decía: “al comienzo enfrenta la muerte con calma
y, visto desde fuera, parece indiferente a su destino”. Se la sustituye por
“enfrenta su destino con inexplicable serenidad”. Es más conciso. El original
decía: “Mientras le ajustan las amarras tiene una visión. Sueña un sueño.”
Borges y Bioy escriben: “Lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los
preparativos de la ejecución le parecen irreales. Se despierta: a su lado están
su mujer y su hijo.” Se ha suprimido el sueño de la casa de campo llena de luz
y flores. Bastan la mujer y el hijo. Ese “Se despierta” es más intenso y
poderoso que el “tiene una visión. Sueña un sueño”. Y la traducción continúa
así. Son cambios que dan más sobriedad, precisión y vivacidad al relato. La
versión libre de los argentinos es más tersa, directa y mejor, pero todavía es
una versión. Sin embargo, al término, en el último momento nos espera una
verdadera sorpresa:
Se despierta: a su
lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la
sentencia de muerte, la silla eléctrica, son un sueño. Aún trémulo, besa en la
frente a su mujer. En ese momento, lo electrocutan.
La ejecución
interrumpe el sueño de Murray.
O. Henry
Borges y Bioy eliminan la última frase del proyecto del
cuento que escribió O. Henry, la que decía “Murray había soñado el sueño
equivocado” (Murray had dreamed the wrong dream). La sustituyen por “La
ejecución interrumpe el sueño de Murray”, que es más fiel a lo que ocurre.
Y justo al final hacen la clásica voltereta borgeana y queda
su marca, su toque. La ficción comienza a rebotar en el espejo de otra ficción,
y se devuelve como un eco, como una muñeca rusa que se abre y da origen a otra
muñeca, y así ad infinitum. Un juego en el que la realidad en que se para el
lector se tambalea y los límites de la ficción, como le ocurrió en grado sumo a
Alonso Quijano, el bueno, se borronean.
Porque quien nos ha contado todo esto es un narrador en
tercera persona que sabe lo que está sintiendo Murray en su celda y, luego,
hasta llegar a la silla. Quien narra es, obviamente, O. Henry tomándose las
libertades de un narrador omnisciente que emplea un estilo libre e indirecto.
Pero después de la súbita interrupción del relato, ¿quién escribe esos puntos
suspensivos, quién deja ese espacio en blanco en el que muere O. Henry y anota,
luego, la explicación? ¿Quién es el que nos sigue hablando ahí? Ya no son más
los editores de Cosmopolitan sino el propio muerto, el escritor O. Henry.
Porque es su firma al pie la que cierra el cuento (de Borges) y pasa a ser la
última línea de O. Henry (escrita por Borges).
Lo que escribieron los editores de Cosmopolitan pasó en la
antología de los argentinos a ser, sin más, un trozo del cuento mismo de O.
Henry. Es entonces un cuento sobre un cuento soñado y trunco. Un cuento en que
el sueño de un condenado es interrumpido por el estremecimiento de la corriente
de la silla eléctrica, sólo que ahora ese cuento a su vez queda interrumpido
por la muerte del autor del cuento, O. Henry, lo que nos cuenta el mismo O.
Henry. ¿Pero cómo pudo escribirlo el propio O. Henry si ya había caído muerto
dejándolo a medias?
Es, realmente, un cuento breve y extraordinario que O.
Henry, sentado en su escritorio real y polvoriento, desde luego nunca imaginó.
Un cuento sobre un cuento imposible. Porque en lo inverosímil está su ironía y,
al mismo tiempo, esa velada, sutil alusión al infinito que gira contemplándose
a sí mismo, como si todo existiera en la forma de un sueño en el que alguien,
un Segismundo divino, soñara que está soñando que sueña, y así siempre. El
mejor cuento de O. Henry no lo escribió O. Henry: Borges le puso su firma.
Fuente : Letras Libres
Arturo Fontaine
Agosto 2009
Muchas gracias por subir estos artículos tan interesantes!Me ha resultado muy útil su página en más de una oportunidad. Saludos. Iara
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