Escrito por Jorge Rodríguez Padrón
Indispensables en la trayectoria de todo escrito, esos
períodos de silencio que dan pie a la necesaria revisión en profundidad de su
trabajo: volverse sobre sí mismo para interrogarse por el sentido de lo ya
realizado y sobre las orientaciones posibles de su obra a partir de ese
momento. Ese tiempo, un espacio de calma y libertad donde la reflexión aludida
consigue ser una forma de respirar otro aire, de ajustar otros ritmos de
pensamiento a nuevas propuestas de lenguaje.
Lecturas de Borges
En 1976, tras casi quince años de entusiasta y constante
dedicación a la crítica literaria, vine a dar en una confusión y un vacío
grandes. De poco sirvieron mis esfuerzos –verdad que sin demasiada convicción-
por superar aquel estado cercano a la postración. Tampoco los halagos a la
vanidad, ni las palabras de estímulo, prodigados por quienes –próximos en el
afecto o la amistad- me animaban a no desmayar, tuvieron el efecto deseado: no
hallaba salida, y me resistía a repetir el mismo discurso ensayado durante
aquel largo trecho. Mejor, pensé, el silencio. Y pasé algunos años sin
escribir, leyendo apenas. Haberlo hecho apremiado siempre por la urgencia de la
actualidad me había cansado y, lo que es peor, había embotado el verdadero
placer que tal ejercicio entraña cuando se origina en una verdadera necesidad
personal o es consecuencia de la libre elección.
En medio de ese paréntesis, un buen día, sin premeditación
alguna, me acerqué a dos libritos de sencilla apariencia que contienen los
atrevimientos e iluminaciones, las sugestivas o destempladas afirmaciones que
configuran la obra crítica de Jorge Luis Borges.
Discusión y Otras inquisiciones me abrieron el secreto de su
riquísimo e insospechado contenido; y más, se convirtieron en el motivo que me
llevó a preguntarme por el sentido y razón verdadera del ejercicio de la
crítica; que me hizo pensar –a renglón seguido- en si la servidumbre impuesta
por la oferta editorial y el repetido uso de ciertas fórmulas de escritura
(nunca puestas en cuestión) no eran el obstáculo mayor para una posible
continuidad de mi trabajo, la necesaria libertad inaugural que debe alimentar
todo intento de aproximación crítica a una obra, a un autor. Partía, pues, de
mi situación personal. También, de la intuición que tal servidumbre habría de
torcerse –para dejar de serlo- en una renovada propuesta de lenguaje, sin
preocuparme demasiado por valoraciones establecidas o prestigios interesadamente
ordenados. Propuesta que sacara al lector de sus casillas habituales y le
otorgara nuevos puntos de vista para afrontar la lectura. Y no ahorrarle
esfuerzo: dejarlo solo ante esa experiencia.
Así, mi encuentro con los textos críticos de Borges fue –ha
sido- determinante para regresar a la escritura, y para hacerlo de otra manera,
con otro sentido. Me reconcilió con mi trabajo, redimiéndome de tantas
vacilaciones; me enseñó que la crítica es también una forma de creación, y no
tenía por qué ser subsidiaria ni de la teoría gris ni de las consabidas
ortopedias funerales; me animó, en fin, a abandonarme a la libre sugestión, sin
perder la serenidad reflexiva pero dejando siempre que la razón fuera motor
primero de toda construcción crítica. La lectura de la crítica borgeana se
impuso, y ahora –casi veinte años después, y tras diversas alternativas- mi
escritura ha derivado hasta extremos que yo diría “radicales”, puro sentido
etimológico del término: me interesa remover fondos estancados, alongarme hasta
las raíces de un discurso literario viciado por la urgencia y servidumbre de la
actualidad, y por ello trivial, y en muchos casos satisfechos –al parecer- con
repetir lo sabido o insistir en obviedades que cualquier lector de mediano
entendimiento alcanza sin ayuda alguna.
Mi propósito, por tanto, escribir desde una posición
inaugural, ajena a lo que llamaríamos crítica “militante”. Quisiera ser, como
pide Borges, un lector “en el sentido ingenuo de la palabra” antes que un
“crítico potencial”, tan resabiado que no reconoce, entre sus experiencias
primordiales, la del asombro.
Reflejo estas páginas (y reflexión, por tanto) de las
posiciones adoptadas por Borges en sus lecturas; y respuesta, además, a esa
literatura nuestra tan celosa de su estrecho marco provinciano, proclive por
ello a la ceguera casticista, por mucho que se enorgullezca de su difusión
internacional. Ensayos ejemplares, estos de Borges, recogidos de aquí y allá,
que abordan temas tan diversos y encontrados, desde la política a la literatura,
desde la matemática a la filosofía. Ejemplares para quien, como es mi caso,
quiera hacer examen de conciencia y entender la vitalidad cierta del ejercicio
de la crítica, tan denostado porque se limita, casi en exclusiva, a una labor
ancilar, planteándose como simple “a posteriori” de la creación, en vez de arriesgarse
a abrir caminos posibles, a establecer disidencias que fomenten la
confrontación y el diálogo. Ejemplares, también, porque en ellos Borges no hace
alarde de erudición o sabiduría (que las tiene), porque la suya no es una
posición condicionada por los referentes de rigor, sino movida por el
conocimiento como “revelación”: (En Borges) “las ideas –lo sustantivo del
ensayo- se estiman o califican con teorías que contradicen a las primeras en el
sentido de despojarlas de todo valor trascendente con respecto a la realidad
histórica, pero a la vez (…) devuelven a esas ideas (…) el único valor que las
justifica: su carácter de maravilla o de creación estética” (Jaime Alazraki).
El mito de la teoría, de la reverencia a los dogmas
académicos, ha atenazado con su falacia a la vitalidad de la crítica. En esa
trampa he caído muchas veces, y me veía aspirante a dominar –inconsciente
ingenuidad- aquel lenguaje presuntamente irrefutable, superior; delegando mi
responsabilidad en tales supuestas verdades, en esos referentes exclusivos y
excluyentes. Borges me enseñó lo contrario: la lectura es una experiencia
próxima, inaugural y reveladora; no vale adoptar una actitud aquiescente, hay
que ser “inquisitivo”, y cuanto se diga no debe limitarse a una aceptación
complacida del texto; debe provocar escándalo, aun a riego de hacerlo sin el
soporte de las pruebas, conscientes de nuestro atrevimiento.
En las lecturas a Borges descubrí que la crítica debe
plantear “otras” certezas que, a su vez, generen interrogantes, para iniciar
así una incursión inédita por ese ámbito que se presumía conocido y dominado
por el conocimiento o estudio de las autoridades competentes. Los títulos que
recopilan estos ensayos son de sobra elocuentes: importa cuanto allí se dice
porque puede ser “discutido” o rebatido; porque nos lleva a “nuevas” preguntas
o indagaciones. Hay aún quienes decretan la debilidad de la crítica borgeana
por esa heterodoxia que es –dicen- fruto de una repetición más o menos
graciosa; en realidad, se establece como revulsivo frente a todo dogmatismo
castrador de la imaginación, frente a tanta teoría empeñada en “secuestrar” los
significados, frente a eso que Ezequiel Martínez Estrada llamó “cultura de
cátedra”.
La crítica de Borges, como la de algunos de sus pares
americanos (pienso en Alfonso Reyes, sobre todo), empieza a ser eficaz cuando
se descubre que la mueve el deseo de “invalidar con razones humanas la
momentánea fe que exige de nosotros el arte”; cuando se observa que no dan a
sus propuestas patente de verdad absoluta, y las ofrecen como medio para
renovar nuestro ejercicio de lectores, invitándonos a traspasar los simples
límites de la obra en cuestión (“La música, los estados de felicidad, la
mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos
lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que “no hubiéramos debido
perder”, o están por decir algo; “esta inminencia de una revelación” que no se
produce es, quizá, el hecho estético”. El subrayado, mío); cuando se tiene la
certeza de que el maestro nos facilita el acceso a, y la convivencia con, la
obra o el autor que nos ocupan; y en ese preciso instante nos abandona para que
sigamos solos. Aquí, la mayoría suele perderse, acostumbrados a una crítica
“sabia” que les transmite comodidad porque les dice todo.
Borges no permite que el lector quede arrobado en la
contemplación del árbol, magnífico pero engañoso, de la construcción teórica, y
así no precisa extenderse más allá de unas pocas páginas, ni abundar en
abstrusa o erudita terminología; le basta con abrirle los ojos (y los oídos)
ante la verdadera forma (verdadero sonido) de la palabra creadora o augural
sobre la cual toda literatura tiene su asiento: moverlo a la búsqueda de un principio,
no para asumirlo como tal, sino para interrogarlo de nuevo (“Diosa dicta,
palabra por palabra, lo que se propone decir. Esa premisa –que fue la que
asumieron los cabalistas- hace de la Escritura un texto absoluto. ¿Cómo no
interrogarlo hasta lo absurdo, hasta lo prolijo numérico, según hizo la
cábala?”).
He hablado de formas, de sonidos. Insinúo, en consecuencia,
que el ejercicio de la crítica, si bien debe nutrirse de conocimientos e ideas,
necesita –de modo preferente- un grado de sensibilidad y de entrega (y de
riesgo); y más, superar la letra como valor incuestionable, considerar inútil
toda explicación de lo evidente (“Hay gente que si algo literario le gusta
tiene que buscar razones ocultas (…) piensa que todo está lleno de verdades a
medias, de motivaciones o símbolos (…) la mayor parte piensa (…) que la
literatura es como una especie de “Fábulas” de Esopo (…) Hay que escribir para
probar algo, no por el mero placer de escribirlo, o por el mero interés que un
escritor pueda tener en los personajes o en la situación”), conseguir –en fin-
que su trabajo sea siempre un camino de acceso a la revelación y entrar, de esa
manera, en el libro y vivir en el libro y hacer de la lectura comunión en la
experiencia literaria. La lectura, una forma de creación (“no sé si soy un buen
escritor, pero un buen lector sí, lo cual es más importante”).
A partir de 1954,
a causa de su progresiva pérdida de visión, Borges se ve
obligado a leer a través de otra persona. Descubre, entonces, que en tal
ejercicio “la mente de uno trabaja de modo diferente (…) hay un cierto
beneficio (…) porque se piensa que el tiempo fluye de manera diferente” :
cerrados los ojos a la engañifa de lo obvio, la mirada se abre a otro tiempo, a
otro espacio también, sin perder por ello su ubicación inicial. En esa nueva (y
doble) dimensión, el escritor mira con ojos de quien persigue el sentido como
destino, de quien no teme aventurarse por la región de las sombras donde todo
encuentro supone una iluminación.
Leer es una experiencia que –como narrar- halla su metáfora
en el viaje que saca al individuo de sí para acabar encontrándose consigo
mismo: leer como crear, como vivir. Así, cualquier obstáculo tendiente a evitar
o frenar la caprichosa libertad de tal aventura, la ambición de totalidad inaugural
que persigue quien se abandona a las sugestiones de un texto, debe quedar al
margen del camino, o en los prolegómenos del viaje. El lector que se dirige a
esa forma en busca de sentido (todo lector de verdad crítico) contradirá su
objetivo si se contenta con regresar a las fuentes, o si lo único que consigue
(por temor o incapacidad) es poner puertas al campo, pretextando respeto a la
tradición, observancia de un determinado método o esa socorrida fidelidad a la
estrechez de su ubicación geográfica o histórica.
También nos alecciona el maestro: “Yo he visto Londres a
través de Dickens, Chesterton y Stevenson. Mucha gente sólo piensa en una
vertiente de la vida real (…) pero también está la otra vertiente, la vida de
la imaginación y la fantasía, y eso se traduce en arte (…) (he viajado por casi
todo el mundo) y, sin embargo, compruebo que he escrito poemas sobre apartadas
villas de emergencia de Buenos Aires, he escrito poemas sobre grises esquinas
de callejas, y jamás he escrito poemas sobre un gran asunto”. Afirmación
cosmopolita que habla de la dimensión universal de este, de cualquier verdadero
escritor. Porque supera así las circunstancias o contingencias que lo cercan, y
–sin perder la personalidad de su escritura- impide que su visión quede reducida
a lo próximo y hace que entre en contacto, sin fricciones ni dificultades, con
otras tradiciones, dialogue y comulgue con otras voces y se integre de forma
plena en ese cuerpo único, fluir constante de la escritura, más allá de los
estrechos límites de la cronología y el paisanaje: entrar en esa “especie de
bosque (…) que se enmaraña y nos enmaraña, pero que crece (…) como un laberinto
vivo”.
Entrada que es entrega. Y que ha de producirse tanto en la
escritura como en la lectura, si se quiere que la experiencia literaria nos
alongue hasta ese mundo que está mucho “más cerca de su verdadero ser que sus
circunstancias”, en donde el sujeto consigue descubrir “un secreto o una verdad
a medias sobre sí mismo”. Y si no se debe “escribir” de algo, sino vivir para
la escritura (que ella misma sea la experiencia existencial), tampoco servirá
leer “en relación con” algo, sino integrarse en la experiencia común y
compartida que sólo se cumple en el momento en que la literatura deja de ser
una dedicación profesional para convertirse en “uno de los muchos destinos del
ser humano”.
Esto, lo que importa a Borges: en la escritura o en la
lectura, un hombre se entrega a “sus propios sueños”, para sacar fruto de ellos
al compartir con los otros esa existencia superior en el mundo nebuloso y de
ensueño en el cual se ha atrevido a ingresar: ese espacio fronterizo y ambiguo
donde la escritura (y la lectura) debe desarrollarse sin pedir seguridades,
abandonándose a las sugerencias, porque “un libro es más que una estructura
verbal o una serie de estructuras verbales; es el diálogo que entabla con su
lector y la entonación que impone a su voz y las cambiantes y durables imágenes
que dejan en su memoria. Ese diálogo es infinito”.
Escrito en 1999 y publicado en la revista Bitácora de la Escuela Superior
de Lenguas (Córdoba, Argentina) y en Letra Internacional (Madrid)
Fuente : Malabia – Literatura y Sociedad
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