Resumen: La imagen del traductor como “traidor” no sólo es
harto conocida, sino que resulta ser una de las instancias más reprochables
dentro de las prácticas de mediación cultural. Sin embargo, en “La casa de
Asterión”, Jorge Luis Borges se apropia de ella para convertirla en la matriz
constructiva de la ficción. La modificación -pocas veces advertida- en la
traducción del texto griego de Apolodoro, que figura como epígrafe, es el punto
de partida para la reinserción y recreación de un mito griego en nuestra
cultura moderna. A su vez, este procedimiento se encuentra en el marco de otros
mecanismos de traducción y reescritura que funcionan como nexos legítimos y
modélicos entre dos espacios culturales, simbólicos y literarios diferentes.
Tales mecanismos constituyen una parte ineludible de la poética borgeana, y se
articulan sobre dos presupuestos: que la literalidad de la traducción no es de
por sí una condición sine qua non en el ámbito de la comunicación literaria, y
que toda la literatura es, en definitiva, una reescritura. De esta manera,
Borges abre un abanico de relaciones transtextuales que se pueden entender, en
última instancia, en tanto modos de traducción y de manipulación semiótica.
Palabras clave:Borges - traducción- mediación cultural -
transtextualidad
Toda práctica de
traducción es en sí misma un acto de manipulación semiótica. Supone, de hecho,
operaciones de sustitución, pero también de omisión y de agregado, tanto de
signos como de sentidos. Entre tales procedimientos, juegan un papel preponderante
los cinco tipos de relaciones transtextuales sistematizados por Gerard Genette
(1982). Éstos permiten explorar el terreno teórico de la traducción desde una
perspectiva más amplia, y junto con ella, dar cuenta de aspectos ineludibles
del la poética borgeana. En este trabajo, tomaremos como hipótesis operativa la
idea de que las relaciones transtextuales, sin perder su especificidad
hiperestética, constituyen un subconjunto dentro de los mecanismos de
traducción.
La labor de Borges como traductor es harto conocida, pero
sus ideas acerca de la traducción sólo se conocen de manera parcial y
fragmentaria. Entre los intentos más esforzados por tratar esta materia, está
el de Sergio Waisman (2005), quien, no obstante, restringe su corpus de
análisis a textos en los cuales se trata de manera directa la temática, es
decir, a ensayos y prosas narrativas donde el objeto en cuestión es el acto
mismo de traducir. Nuestro análisis, por el contrario, sigue un camino
diferente: intenta, a partir de la lectura de un cuento donde no se habla de la
traducción, reconstruir algunas notas esenciales que hacen de ésta un acto
privilegiado en lo que respecta a la generación de ficciones y a la mediación
cultural. En otras palabras: partimos de un ejemplo efectivo y pragmático donde
se manifiestan de manera significativa y substancial las especulaciones de
Borges sobre la traducción y sus consecuencias artísticas. El trayecto, por
ende, es inverso: de la literatura a la teoría, del artefacto artístico a la
motivación. De esta manera, “La casa de Asterión”, de 1949, se convertirá en un
verdadero “pretexto” que, en clave artística, mostrará un abanico de parámetros
constructivos cuya naturaleza -pensamos- es inescindible del ámbito de la
traducción. Por otra parte, el análisis aquí propuesto persigue un fin
adicional: dar cuenta de una nueva matriz interpretativa y conceptual que se
sustraiga al monopolio crítico que circunscribió gran parte del análisis de
este texto a un simple enmascaramiento del autor tras la figura del minotauro.[1]
Nuestro abordaje consta de dos momentos: el primero, en el
que se identificarán y analizarán las relaciones transtextuales, y el segundo,
cuyo fin es ver cómo este fenómeno no sólo contribuye al carácter polifónico
del texto, sino que aporta una nueva substancia teórica a la práctica de la
traducción, y por lo tanto, a las poéticas de la escritura y de la lectura.
Comencemos, entonces, por notar que la totalidad del texto
está atravesada, organizada y construida sobre la base de las prácticas
transtextuales. De hecho, el cuento entero es un hipertexto del mito del
minotauro, que funciona como su hipotexto o texto fuente. Se trata de un mito
devenido en cuento o de lo que bien podríamos llamar una traducción genérica.
Cada una de sus muestras paratextuales (acápite, título, nota a pie de página)
remite a una serie de voces que, como se verá más adelante, instituye un
espacio dialógico, intercultural, surcado por diferentes discursos y
referencias. A su vez, el solapamiento y la intersección de elementos que
pertenecen a dos conjuntos transtextuales diferentes abren las puertas a
intersticios analíticos de carácter laberíntico que guardan coherencia con la
estructura y la atmósfera enigmática del texto. Tal es el caso del epígrafe,
que, si bien es un paratexto por su ubicación espacial, es asimismo, un
intertexto, dado que se estructura como una cita. Cita, ésta, con caracteres
especiales que analizaremos luego. Dos intertextos más permiten la inclusión de
nuevas voces. En primer lugar, una alusión a Platón (“como el filósofo, pienso
que nada es comunicable por el arte de la escritura”) y a su diálogo Fedro (por
el tema de la escritura y su inferioridad respecto de las producciones orales).
El artículo “el”, que antecede al nombre “filósofo” tiene valor diferencial y
ponderativo, no se trata de todo filósofo o cada filósofo, sino “DEL” filósofo
por antonomasia [2]. En segundo lugar, un plagio de Job 19,25 “porque sé que
vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo” . Desde el punto de vista
metatextual, es necesario aclarar que el epílogo de El aleph no sólo sirve como
base explicativa para reconstruir las motivaciones del autor, sino como uno de
los tantos ejemplos en los que Borges se desentiende de la concepción de un
texto clausurado, cerrado, sacro. Paradójicamente, el epílogo hace alusión al
inicio u origen del texto: una tela de Watts, de 1896, que sirvió para dar un
carácter especial a la figura del monstruo.
Borges traduce en forma de escritura un código artístico no
verbal. Con respecto a la estructura del cuento, se puede afirmar que es en sí
mismo un enigma, cuyo problema no se resuelve sino parcialmente por medio de un
acto de traducción, o para ser más precisos, de lo que Jakobson (1959) llamó
reformulación: la casa de Asterión es, de hecho, el laberinto del minotauro.
Parcialmente, decimos, porque el enigma no consiste sólo en descubrir las
correspondencias isomórficas entre el cuento y el mito, o en desenmascarar la
identidad del sujeto del enunciado.
Hay tres elementos textuales que indican que el enigma más
interesante es otro. Primero, una nota a pie de página anuncia que lo que
leemos como el testimonio del minotauro no es un original; segundo, el
minotauro no sabe escribir ni leer, tercero, éste habla hasta morir. De todo esto,
se deduce que es otro el que se tiene que hacer cargo de cerrar el discurso y,
lo más importante, de darlo a conocer. De cerrar y enmarcar el discurso de
Asterión, se encarga el narrador en tercera persona que reproduce el asombro de
Teseo ante la indefensión de aquél. No obstante, ¿quién se encarga de lo
segundo, vale decir, de la existencia misma del texto como tal? ¿Quién tuvo a
su cargo la redacción del original, si la bestia desconoce el arte de la
escritura? ¿Quién lo escuchó, interpretó y tradujo las palabras del monstruo a
otro sistema sígnico? La idea de original remite, por oposición, a la idea de
copia. La confesión en primera persona de Asterión no es un monólogo, sino un
diálogo. Exige la presencia de otro que, dentro o fuera del laberinto (ya que
el texto deja bien en claro que la bestia puede salir), escriba o cuente a
alguien que sabe escribir, lo dicho por Asterión. ¿Quién copió las palabras
directas o referidas del minotauro? En manos de un escriba innominado, anónimo,
está el legado testimonial de la bestia. Testigo mudo, pero que deja hablar,
que da la voz a otro, a otro por excelencia, y que se convierte en una sombra
carente de identidad, en la figura de un traductor desconocido. El mismo texto,
y no un acto de sobrepujamiento interpretativo plantea la posibilidad de
reconstruir diversos espacios enunciativos que se superponen a modo de
catáfilas: Asterión habla, alguien lo escucha, tal vez escribe, tal vez le
cuenta a otro que se encarga de escribir, otro analiza, edita y traduce ese
escrito original.
Traducción de traducción, el cuento -architexto literario
adjudicado por un sujeto lector perteneciente a un nuevo espacio enunciativo-
nos llega como producto metaficcional tamizado por múltiples voces, lugares,
tiempos, géneros, lenguas, culturas y concepciones. El texto se transforma, en
consecuencia, en una reescritura y se convierte al mismo tiempo, en un “mosaico
de traducciones”. Que está concebido formalmente como una traducción se deja
entrever gracias a la glosa que aclara (entre corchetes, y como si fuera
producto de una labor filológica) que catorce significa infinitos. Catorce se
traduce por infinitos. El editor corrige al escriba, lo interpreta, pone en
crisis su transcripción. Ahora bien, esto plantea un problema adicional: ¿Qué
garantía hay de que el escriba haya transcripto con exactitud las palabras de
Asterión? En ese caso, su función es casi la misma de un entrevistador, con lo
cual no está exento de cometer errores, o de manipular el discurso. Lo cierto
es que la imagen y la identidad de Asterión nos llegan mediatizadas, como
productos resultantes de varios filtros subjetivos, a ninguno de los cuales se
le puede adjudicar mayor o menor responsabilidad en relación con los actos de
manipulación. Todos son mediadores, todos se han apropiado del discurso de un
yo que queda en manos de otros. Todos, a su modo, están presentes. Garantías de
verdad, ninguna. Ni siquiera la cita que oficia como epígrafe es una cita
propiamente dicha, sino una parodia de cita. El texto de Apolodoro (Biblioteca
III 1, 4) dice [3], la traducción de Borges por el contrario, reza “Y la reina
dio a luz un hijo que se llamó Asterión.” Pequeña desviación cuyo efecto es el
ocultamiento. Por esa razón, gran parte de la crítica ve en este fragmento la
clave del enigma. Ésta, en efecto, es una verdad a medias, ya que, como fuera
dicho antes, el enigma no es sólo la identidad de la primera persona. Sin
embargo, hay algo cierto: que la traducción está adulterada, manipulada. Se
omitió la transcripción del complemento donde figura el nombre “minotauro”,
cuyo carácter denotativo habría resultado revelador, sin que ello implique la
anulación del carácter enigmático del texto. Una vez aceptado el pacto
propuesto por la ficción, el verdadero enigma está en descubrir de qué modo es
posible la existencia del texto, quién se ocupó de hacernos llegar las palabras
de Asterión. Margen y centro no sólo se invierten, sino que mutan estatutos
funcionales en el momento de aportar significados. El texto, por ende, se
manifiesta como un espacio caótico -o, al menos, con un orden y una lógica
interna no evidentes- cuya inteligibilidad debe ser reconstruida por un cazador
de signos, por un hermeneuta de las huellas y de los bordes, de las periferias
que suelen pasarse por alto. El paradigma venatorio propuesto por Carlo
Ginzburg (1999) no sólo es revelador a este respecto, sino que parece
constituirse en un modo privilegiado de acceso para llegar a los diferentes
lugares de indeterminación insertos en el cuento. De hecho, ¿qué es interpretar
una huella o un rastro sino traducirla? La paradoja enunciativa que nos propone
Asterión cuando leemos que no sabe escribir, es decir, cuando leemos lo que él
dice que no sabe hacer, se puede resolver tanto por los bordes, como por el
centro, bien por la nota a pie de página, bien por el contenido del cuento
mismo. A esta altura, cabría preguntarse por la pertinencia de los marbetes
“bordes” y “centro”, o plantearse, en todo caso, si tales nombres no responden
sólo a la ubicación espacial de los textos más que a la jerarquía informativa
que revisten. Sea como fuere, Borges parece proponer una doble posibilidad de
acceder al enigma: o por los márgenes, o por el centro, por el cuerpo mismo del
texto. Así como hay lectores que recaen en la espacialización de la escritura,
en la disposición física de sus elementos, buscando en su periferia lo central,
hay quienes prefieren ir directamente al texto, y buscar allí mismo las claves
interpretativas. Ambos caminos son viables: el del cazador y el del cirujano.
Ambos seleccionan, jerarquizan y analizan los signos en virtud de sus propios
modelos hermenéuticos. Ahora bien, llegados a este punto, cabría preguntarse
qué relevancia tienen los fenómenos analizados hasta aquí. Las relaciones
transtextuales, al borrar en parte las fronteras de las voces, al introducir
una lógica que rompe con los parámetros del espacio, del tiempo y del narrador
monológico, permiten dar cuenta de una serie de aspectos que enunciaremos a
continuación.
En primer lugar, que cada una de ellas es un ejemplo
parcial, un modelo determinado dentro de la teoría de la traducción de Borges.
En segundo lugar, que, en el caso de los plagios, de las alusiones y de las
citas, la traducción persigue como finalidad poner en crisis el carácter sacro,
clausurado y original de un texto. Como bien dice Ana María Barrenechea “estas
frases desgajadas de su contexto le sirven a Borges para un propósito, distinto
del de su autor original” [4] ya que reinsertan el texto en un nuevo campo
significante. De este modo, una misma oración, transformada en diferentes
enunciados, en bocas y en cronotopos también diferentes, apunta a mostrar que
el uso del lenguaje no es patrimonio exclusivo de sectores religiosos,
políticos o geográficos, y que tanto un profeta como una bestia mítica pueden
decir lo mismo con las mismas palabras. La cuestión de quién lo dijo antes es
un énfasis axiológico que la cultura occidental impone como criterio de
originalidad; originalidad que queda reducida al ámbito de la prioridad
temporal. “La casa de Asterión” es el laberinto del minotauro, el castillo de
Barbazul y por qué no, una ruina circular. Todos son todos, como bien se dice
Corintios, y en su versión rioplatense, “La biografía de Tadeo Isidoro Cruz”.
Un historiador es poeta, un monstruo es filósofo, un escritor es un dios,
porque todos se dan a conocer en un lenguaje común, que iguala las diferencias.
De hecho, se fractura aquello que Paul Ricoeur llamó “diferencia insuperable de
lo propio y de lo ajeno” [5]. No hay traición posible; la traducción permite el
ingreso irrestricto, dentro del registro de representación, de todos aquellos
que alguna vez dijeron lo mismo que dice Asterión, y que nosotros leemos.
Estamos ante un tipo más sutil de mediación cultural: aquella que apunta a la inclusión,
al entrecruce indiscriminado de voces, etnias, estatutos de realidad y esquemas
culturales. Esquemas que, fuera de la literatura, muchas veces resultan
irreconciliables.
En esta nueva Babel en donde todos comparten su lenguaje,
prima no tanto la confusión cuanto la fusión. En la poética de Borges, Cruz es,
en cierto modo, Carlos XII de Suecia, y Aquiles, y Alejandro, y Fierro, del
mismo modo que una biografía es un cuento, y un cuento es, de alguna manera, un
cuadro. Poco importan las precisiones en las referencias, porque ya no hay
referentes que no remitan, a su vez, a otros referentes. En tanto mediador
cultural, Borges traduce géneros, discursos, lenguas, diferentes códigos
semióticos a esquemas ficcionales integradores, sin hegemonías étnicas o
lingüísticas. Así como un árabe habla de tragedia y comedia sin conocer el
significado específico (y puede generar arte sin problema alguno), así como un
monstruo habla como profeta, así, en definitiva, sucede con el lector, ya que
luego de leer un texto de Borges, no podrá afirmar que no conoce parte de la Biblia, del Corán, de las
sagas islandesas o de textos que jamás fueron vertidos al castellano. Desde
este punto de vista, hablar de diferentes lenguas y suponer que esto constituye
un obstáculo para la comunicación, no sólo sería impensable, sino, en cierto
modo, improcedente.
Bibliografía
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Cifrado.
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Genette, Gérard (1972) Figures III. Paris: Seuil.
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http://www.cervantes.es/buscador/busca.asp?query=Snell,%20Bruno&egrp=0&CodIdioma=1&action=submitted&Aceptar=B%F
Las fuentes del pensamiento europeo. Madrid, Razón y Fe.
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Wilss, Wolfram (1988) La ciencia de la traducción. Problemas
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Notas.
[1] McGrady (1986:532): “Borges se instaló con simpatía
dentro del monstruo”.
[2] Snell (1965:320 ss), Bluck (1955: 174-181).
[3] “Y ella [la reina] dio a luz a Asterión, el llamado
Minotauro”.
[4] Barrenechea (2000:269)
[5] Ricoeur (2005: 27)
Fuente : Espéculo. Revista de estudios literarios.
Universidad Complutense de Madrid
Lucas Scavino y Rodolfo P. Buzón
El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero38/asterion.html
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