sábado, 18 de diciembre de 2021

Borges dijo


 

JORGE FONDEBRIDER

 

El conversador

 

Puede afirmarse que, entre los escritores contemporáneos, Borges ha sido uno de los más asediados por el periodismo. Valga a este respecto la siguiente estadística parcial: en El diccionario de Borges, Carlos R. Stortini, compilador del volumen, contabiliza sólo en diarios, revistas y publicaciones periódicas nacionales ciento veinticinco reportajes realizados entre 1980 y 1986. Teniendo en cuenta que Borges murió en junio de 1986, unas veintidós entrevistas anuales, lo que da casi dos por mes a lo largo de cinco años y medio; o sea un espacio que usualmente los medios otorgan a los políticos, los deportistas o las vedettes del espectáculo antes que a los intelectuales en general.

 

 La lista de Stortini –que repito, es muy incompleta–, no obstante deja suponer un público ávido de Borges y, claro, una legión de periodistas siempre dispuesta a registrar “lo último”, que en el caso de las personas famosas de edad avanzada puede muy bien ser tomado literalmente. A propósito de los entrevistadores, Borges respondió a María Esther Vázquez sobre lo que él pensaba de la gente que le hacía entrevistas en los siguientes términos:

 

    En general, sospecho que estoy dejándome estafar por ellos. Ellos cobran por los reportajes; no me pagan un centavo… Pero la televisión es lo peor. Lo someten a uno a incomodidades basadas en la idea de que uno desea ser visto y yo no me considero especialmente lindo… No tengo ganas de que me vean.

 

 María Esther Vázquez le preguntó entonces por qué aceptaba, a lo que Borges respondió: “Porque no puedo decir que no; es un defecto mío. ”

 

Supongo que sería ingenuo tomar a Borges al pie de la letra, sobre todo cuando existen en castellano no menos de veinte libros de conversaciones con él, muchos de los cuales prologó generalmente con palabras agradecidas que, dicho sea de paso, quienes firman las entrevistas emplean para otorgarle una legalidad mayor a su trabajo con Borges. Las razones, entonces, habrá que buscarlas en otra parte.

 

Se me ocurre que una posible clave se encuentre quizás en uno de los diálogos que Borges sostuvo con Osvaldo Ferrari. La conversación transcurría alrededor de Dante. En alguna parte de la misma, Ferrari interroga a Borges sobre el ensayo, a lo que Borges responde:

 

Sí, pero ahora lo he dejado de lado, porque pienso que el ensayo corresponde a las opiniones; las opiniones me parecen tan cambiantes y tan deleznables… no sé si volveré a escribir un ensayo en mi vida, posiblemente no, o lo haré de manera indirecta, como lo estamos haciendo ahora los dos.

 

 Asimismo, en otro diálogo con Ferrari –esta vez sobre Sócrates– Borges se refiere a sí mismo como a “ un modestísimo Pitágoras del Cono Sur de Sudamérica ”.

 

Quizás la edad avanzada, la ceguera, la soledad y el cansancio, sumados a su deseo o de insistir sobre puntos de vista pasados –o su voluntad de modificarlos–hayan llevado a Borges, con la cuota de azar correspondiente, a tanta locuacidad transformada en libro. Y si bien sobran evidencias del importante lugar que Borges asignaba a la conversación, hay que andar todavía un largo trecho para admitir la posibilidad de un libro que reúna lo conversado. Habrá pues que concluir que, a partir de cierto momento de su vida, Borges “ensayaba” conversando.

 

 Las conversaciones

 

 Los libros de conversaciones comienzan siendo largos reportajes que, ya sea con la excusa de emisiones radiales, ya con el descubrimiento por parte de los entrevistadores de que Borges es un filón inagotable –y en algún caso, un pasaporte a esos quince minutos de fama que Andy Warhol decía le corresponden a todo el mundo–, poco a poco van asumiendo la estructura de diálogos. Borges mismo sabía establecer cuándo una entrevista era exclusivamente “de actualidad” y cuándo podía llegar a convertirse en un diálogo. Si el diálogo sucede, su modelo nos remite a Platón. En “Diálogo sobre los diálogos” Borges le señala a Ferrari que

Cuando Platón inventa el diálogo es como si él se ramificara en diversas personas; entre ellas Gorgias también, y no sólo Sócrates. Su pensamiento se ramifica; se consideran las diversas opiniones posibles, y de algún modo se reemplaza el dogma, y la plegaria también. Es decir, se piensa para los temas, se abandona la interjección.

 

A su vez, en “Diálogo sobre el culto de los libros”, Borges manifiesta:

 

Platón dice que los libros parecen cosas vivas, pero que sucede con ellos lo que sucede con una efigie; que uno le habla y no contesta. (…) Entonces, precisamente para que el libro contestara, él inventó el diálogo, que se anticipa a las preguntas del lector y que permite una ramificación del pensamiento y una explicación.

 

Creo que, de alguna manera, la forma del diálogo, su naturaleza digresiva y azaroza, le permiten a Borges ocuparse de una enorme variedad de temas, así como también de una serie de ideas –a veces antagónicas– que, en más de una ocasión, abren paso a las enormes posibilidades de la contradicción y de la arbitrariedad. El mismo Borges, en “Diálogo sobre los prólogos”, se ocupa de aclarar que cuando un hombre está vivo no debe atenerse a lo que dice o escribe, sino a lo que sigue pensando.

 

 Los conversadores

 

 Un diálogo, se sabe, necesita de al menos dos personas. En algunas oportunidades los libros de diálogos de Borges son más bien monólogos: el entrevistador es una presencia algo patética que mima el gesto de Borges, agregándole la correspondiente cuota de vanidad personal y la consiguiente vergüenza ajena del lector. Otras veces el entrevistador sabe –por su vínculo personal con Borges o por educación, cultura u oficio– cumplir el papel de estímulo para motivar las respuestas. Comprende que debe hacerse cargo de las digresiones, muchas veces más interesantes que la charla misma. A mi gusto, es el caso de María Esther Vázquez(1) que, a la inteligencia de sus preguntas, agrega la suplementaria cuota de intimidad, revelándonos a un Borges distendido, sincero; ocurre otro tanto con Fernando Sorrentino(2)  y, en menor grado, con Osvaldo Ferrari.(3) La imputación que podría hacérsele a Ferrari es que parece por momentos demasiado consciente del tiempo radiofónico asignado a sus diálogos con Borges y decide atenerse a los temas de cada conversación, lo cual atenta contra el carácter digresivo del conversador.

 

En el extremo opuesto puede ubicarse a Orlando Barone,(4) a Antonio Carrizo,(5) a Roberto Alifano(6) y a Néstor J. Montenegro.(7) En un territorio intermedio encontramos a Georges Charbonnier(8) y a Richard Burgin,(9) autor de un volumen acaso sobrevalorado. Jean de Milleret,(10) tercero en la lista de los conversadores extranjeros, es un prodigio de pedantería y autoritarismo, siempre dispuesto a ponerse al mismo nivel de su entrevistado (las preguntas, por ejemplo, son mucho más largas que las respuestas, a veces monosilábicas).

 

No obstante lo dicho, aun en los peores libros Borges realiza el mayor gasto. Su afabilidad, su sentido del humor, sus buenas maneras y su cortesía consiguen casi siempre sacar las castañas del fuego y elevar el nivel varios metros por encima de las cabezas de la mayoría de sus entrevistadores.

 

 La poesía

 

 La imagen de Borges que recoge el lector de los libros de conversaciones mencionados(11)  corresponde a la de un poeta antes que a la de un narrador. Por lo general, se refiere a la literatura como poesía, idea hecha a su medida ya que de tan tradicional resulta moderna. En 1965, interrogado por Charbonnier sobre cómo reconocer cuándo se está en presencia de la literatura, Borges responde inmediatamente:

 

Creo que sentimos la poesía como la música, como el amor, o como la amistad, o todas las cosas del mundo. La explicación viene después.

 

Sólo cuando interviene la idea de forma establece alguna diferencia entre prosa y verso. A la manera antigua incluye en el rango de poeta a todo aquel que escriba lo que luego se interprete como poesía. En 1985, en el “Diálogo sobre la inteligencia en el poeta”, Borges comenta a Ferrari que su manera de modificar la realidad se llama fábula, cuento, relato y también poema. Vuelve a hablar de modalidades literarias, no de literatura. La aclaración explícita de esta manera de concebir las cosas puede rastrearse en “La pasión literaria”, conversación de 1977, en la que participaron Raimundo Lida y María Esther Vázquez. Allí Borges abrió la charla diciendo:

 

 Veo a la literatura como un hecho y no como una serie de hechos.

 

Frente a la búsqueda de razones pseudocientíficas de Charbonnier, Borges responde que reconoce la poesía de manera física:

 

 Hay algo que cambia en mí. No me atrevo a hablar de la circulación de mi sangre o del ritmo de mi respiración, pero hay cosas que en seguida siento como pertenecientes a la poesía.

Estas mismas cuestiones, pero amplificadas, son las que refiriere a Roberto Alifano en 1984 , cuando señala que sigue pensando que la poesía es el hecho estético: es decir, que la poesía no es un poema. Porque qué es un poema: es tal vez sólo una serie de símbolos. La poesía, yo creo, es el hecho poético que se produjo cuando el poeta lo escribió, cuando el lector lo lee, y siempre se produce de un modo ligeramente distinto. Cuando eso sucede, a mí me parece que lo percibimos. La poesía es un hecho mágico, misterioso, inexplicable, aunque no incomprensible. Si no se siente el hecho poético cuando se lee, quiere decir que el poeta ha fracasado(…) Primero sentimos la emoción y después la explicamos o tratamos de explicarla. Al mismo tiempo, para sentir esa emoción es necesario que uno sienta que corresponde a una emoción. Es decir, si leemos un poema como un juego verbal, la poesía fracasa; lo mismo si pensamos que la poesía es sólo un juego de palabras. Yo diría más bien que la poesía es algo cuyo instrumento son las palabras, pero que las palabras no son la materia de la poesía. La materia de la poesía –si es lícito que usemos esta metáfora– vendría a ser la emoción. Y esa emoción tiene que ser compartida por el lector. (…) Si sentimos placer, si sentimos emoción al leer un texto: ese texto es poético. Si no lo sentimos, es inútil que nos hagan notar que las rimas son nuevas, que las metáforas han sido inventadas por el autor o que responde a una corriente tal. Nada de eso sirve.

 

El tema no es nuevo en Borges. En 1930, en “La supersticiosa ética del lector” ya lo había desarrollado. En las conversaciones Borges corrige el tono combativo de su viejo ensayo, volviendo sus opiniones menos sentenciosas, lima asperezas y simplifica el barroquismo con el que se expresó en su juventud. Y aunque se muestra consecuente con sus puntos de vista de cincuenta años atrás, recurre al diálogo para ajustarse a la manera despojada y esencial, característica de su última producción.

 

 El lector como poeta

 

 En el último párrafo que acabo de citar Borges afirma –vale la pena repetirlo– que la materia de la poesía es la emoción. Y agrega: “ Si sentimos placer, si sentimos emoción al leer un texto: ese texto es poético.” Asimismo, en el diálogo “Los clásicos a los 85 años”, Ferrari le recuerda a Borges que “ el leer a Shakespeare es, mientras dura la lectura, según usted, ser Shakespeare”, a lo que Borges contesta:

 

  Sí, y en el caso de un soneto, por ejemplo, uno vuelve a ser el que fue el autor cuando lo redactó, o cuando lo pensó. Es decir, en el momento en que decimos “ Polvo serán, mas polvo enamorado” , somos Quevedo, o somos algún latino –Propercio– que lo inspiró a Quevedo.

 

 En “Diálogo sobre Flaubert” Borges desarrolla aún más la idea:

Mi destino es, evidentemente… y, un destino literario; hubiera sido más prudente que yo me limitara a leer y no a escribir. Pero parece difícil, ¿no?, parece que la lectura lleva a la escritura, o, como dijo Emerson: “ La poesía nace de la poesía ”.

 

Por último, en el “Nuevo diálogo sobre la poesía”, Ferrari recuerda algunas ideas que Borges ya había expresado, entre ellas que cualquier poesía que se base en la verdad, tiene que ser buena. Borges replica:

 

 Y… habría que decir en la verdad, o en la absoluta imaginación ¿no?, lo cual es lo contrario bueno, no, pero es que la imaginación tiene que ser verdadera también, en el sentido de que el poeta debe creer lo que imagina. Yo creo que lo fatal es pensar en la poesía como un juego de palabras, aunque eso podría llevar a la cadencia a la vez. Creo que es un error, ¿no?

 

Ferrari, entonces, pregunta a Borges si lo que le interesa en particular es la verdad emocional. Borges dice que mientras escribe debe creer en lo que escribe, y termina citando a Coleridge, “ que dijo que la fe poética es la suspensión momentánea de la incredulidad”. Me parece evidente que la cita vale tanto para el poeta como para el lector.

 

Todas estas ideas –que hoy en día parecen obvias, pero que antes de Borges no lo fueron tanto– podrían resumirse en que escribir y leer son operaciones, si no análogas, complementarias; ambas conducen a la poesía que, ya se vio, es un hecho cuyas manifestaciones varían de individuo en individuo. Los lectores, en tanto individuos, pueden –y deben– hacer caso omiso de lo dictaminado por el consenso ya que un texto es poético cuando lo percibimos como tal. Por supuesto, la percepción es íntima, enteramente personal. La poesía sucede según las posibilidades de cada lector, lo cual me parece una prueba extraordinaria de sentido común.

 

Borges aboga por un principio de placer que la mayor parte de los lectores ha ido olvidando. Según manifiesta en “La pasión literaria”, recomienda una lectura hedónica:

 

Soy un lector hedónico; la lectura histórica puede ser necesaria para un comentario crítico, pero lo que uno debe pedir de los libros –y lo obtiene siempre en el caso de Cervantes y, a veces en el de Quevedo– es el placer y eso es lo más importante que la literatura puede darnos. Mucho más importante que los datos biográficos, que las fechas, que las bibliografías que, en ocasiones, entorpecen el acceso a los libros.

 

Borges, nuevamente, desarrolla en los diálogos una vieja idea que ya había enunciado con anterioridad. En su artículo sobre Paul Groussac (incluido en Discusión , 1932 ), Borges escribió:

 

 Jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en afición tan personal como la adquisición de libros, ni probé fortuna dos veces con autor intratable.

 

Lo que sigue, entonces, se centra en la lectura que Borges hizo de la poesía.

 

 El poeta lector de poesía

 

 Borges confiesa a Richard Burgin:

 

Siempre he sido un lector más que un escritor.

 

Y ya se vio el papel eminentemente activo que Borges reserva a los lectores. Hay que pensar, entonces, que en buena medida habla de su propia experiencia. Por si hicieran falta mayores pruebas además de las contenidas en poemas, relatos, cuentos, ensayos, prólogos y conferencias, los diálogos de Borges son ricos en nombres y en citas que permiten establecer –generalmente por comparación con sus escritos– cómo leyó y cuánto de todo eso le sirvió luego para la realización de su propia obra.

 

Intentar un somero recorrido por los temas, los textos y por los autores citados resulta una tarea que excede el marco de este comentario. Lo dicho espero me exceptúe de la obligación de ser exhaustivo. Temas como la inspiración, Shakespeare, la metáfora, Dante, la épica anglosajona y la poesía gauchesca, aunque ausentes en los párrafos que siguen, son frecuentes en los libros de conversaciones. Por otra parte, la concepción de literatura y de poesía en Borges, salvo excepciones, plantea, como ya se vio, la ausencia de una distinción precisa. De todos modos, y corriendo el riesgo de un generalización grosera, pueden rastrearse grupos de interés.

 

Por ejemplo, la actitud de Borges hacia los clásicos indica una particular disposición de lectura. En “Los clásicos a los 85 años” Borges dice:

 Yo creo que un libro clásico no es un libro escrito de cierto modo. Por ejemplo: Eliot pensó que sólo puede darse un clásico cuando un lenguaje ha llegado a una cierta perfección; cuando una época ha llegado a cierta perfección. Pero yo creo que no: creo que un libro clásico es un libro que leemos de cierto modo. Es decir, no es un libro escrito de cierto modo, sino leído de cierto modo; cuando leemos un libro como si nada en ese libro fuera azaroso, como si todo tuviera una intención y pudiera justificarse, entonces, ese libro es un libro clásico.

 

Responden a esta definición los filósofos presocráticos, Homero –el de La Odisea; no el de La Ilíada, al que Borges critica duramente–Virgilio, Lucrecio, Dante, Shakespeare, Cervantes, etc.

 

Respecto de la literatura española, con la única excepción de Góngora y Quevedo, Borges mantiene constantes sus opiniones. En 1963 , hablando con María Esther Vázquez sobre una antología de poesía que proyectaba con Adolfo Bioy Casares, se refiere al Duque de Rivas y dice que en toda su obra no encontramos un momento de ternura, de emoción, ni siquiera de arrogancia. No hallamos nada; sólo una acumulación de palabras inexplicables. (…) Eso no nos pasó ni con Rosalía [de Castro], ni con los orígenes, ni con el Siglo de Oro, ni con los barrocos. Pero los siglos XVIII y XIX fueron bastante pobres, pese a algunos nombres honrosos .

 

En 1967 dice a Jean de Milleret que, “ a excepción del Romancero, de Fray Luis de León, de San Juan de la Cruz, del Cervantes de Don Quijote , ” la literatura de España es más bien desdeñable:

 

 En ella sólo puede elegirse entre la hipérbole, que no es sino una forma de la indiferencia, y un realismo chato que nunca alcanza la visión alucinatoria de Dickens, de Dostoievski, de Zola o de William Faulkner.

 

En 1974 comenta a Fernando Sorrentino que

 

El Cid me parece un poema muy pesado y de escasa imaginación. Usted piense, siglos antes, en el aliento heroico que hay en la Chanson de Roland . Usted piense en la épica anglosajona y en la poesía escandinava. El Cid realmente es un poema muy lento, hecho con una gran torpeza.

 

Interrogado sobre el Arcipreste de Hita, Borges lo despacha así:

No creo que sea un autor muy importante. Ahora, San Juan de la Cruz sí: es un gran poeta, desde luego. Y Garcilaso, también. Pero Garcilaso, ¿qué era?: era un poeta italiano extraviado en España. Tanto es así, que sus contemporáneos no lo entendían.

 

Es por todos conocida la tirria que García Lorca despertaba en Borges; lo calificó de “andaluz profesional”. Tampoco le gustaba León Felipe, de quien se burla por haber traducido a Whitman en “ malas coplas castellanas”. A Ramón Gómez de la Serna le reconoce algún mérito, aunque considera que sus Greguerías fueron algo así como un divertimento vano. A veces critica a Antonio Machado, aunque en diálogo con Carrizo dijo que “Machado es muy superior a Valéry”. Asimismo, reivindica a Manuel Machado. Otro poeta español moderno que menciona siempre con simpatía es Jorge Guillén, a quien asigna el mérito de haber escrito poesía que canta a la felicidad. Por supuesto Borges guarda un respetuoso recuerdo de Rafael Cansinos-Assens, a quien reivindicó durante mucho tiempo como uno de sus maestros. En estos dos últimos casos cabría sumar a los motivos literarios otros de índole personal.

 

 Quevedo y Gongora

 

 Quevedo y Góngora constituyen toda una cuestión. En su juventud Borges había tenido desmedidas palabras de elogio hacia el primero y una actitud muy crítica hacia el segundo (otro tanto había sucedido con los casos de Lugones y de Darío, eternamente asociados por Borges a Quevedo y a Góngora, respectivamente). Como apunta Sorrentino, el arrepentimiento se produce a partir de una nota al pie de página de la edición de 1954 de Evaristo Carriego. Más adelante las opiniones de Borges alternan el elogio y la crítica en proporciones más justas, aunque no es difícil adivinar de qué lado están sus simpatías.

 

En 1977 , en “La pasión literaria” –diálogo ya citado entre Borges y Raimundo Lida, acaso ésta sea una de las más interesantes discusiones que Borges mantuvo–, Lida le reprocha a Borges sus cambiantes juicios sobre Góngora y Quevedo, a lo que Borges responde:

 

A mí me ha sucedido con Quevedo y Góngora lo mismo que con Lugones y Rubén Darío. Cuando era joven, pensaba que Lugones era infinitamente superior a Darío, porque línea por línea lo es, y Quevedo era superior a Góngora; pero en conjunto no lo es, y si hoy tuviera que elegir, aunque no tengo por qué hacerlo, me quedaría con Góngora y prescindiría…

 

Lida, interrumpiéndolo, agrega: “ …de muchos versos de unos y otros. Y nos quedaríamos con los poemas y páginas mejores. ” Y Borges replica:

 

 Pero uno podría decir que cualquier página de Cervantes es una página corregible por Quevedo o casi por cualquiera, pero nadie puede escribirla. En cambio, una de Lugones o de Quevedo quizá sean incorregibles, según su estética, pero al mismo tiempo no es muy importante que hayan sido escritas.

 

 En 1979 , interrogado por Carrizo sobre Quevedo en diálogo de muy otro nivel, Borges contesta así:

 

Es un nombre que asocio siempre al de nuestro Leopoldo Lugones. Creo que se parecían mucho. Es decir, eran hombres sin pasión, sin otra pasión que el lenguaje, ¿no? Yo creo que toda la obra de Quevedo es verbal. En el sentido de que está limitada a las palabras, y que todo dependen de las palabras, y que no puede traducirse. Yo diría lo mismo de Lugones.

 

En 1984 , en el diálogo “Quevedo y Lugones”, Borges confiesa a Roberto Alifano lo siguiente:

 

 Yo pienso que hubiera sido mejor para la literatura española ser heredera de Quevedo, no solamente por lo formal de su literatura sino también por su herencia de pensador y moralista. La figura de Góngora al lado de la de Quevedo es una mera figura decorativa.

 

  Y más adelante:

 

 Me he pasado la vida releyendo a Quevedo. Lo mismo sucedió con mis amigos. Recuerdo que una vez le preguntaron a Macedonio Fernández: “¿Qué piensa usted de Góngora?”, y él respondió: “No duermo de ese lado”.

 

Un año más tarde, en el diálogo “Sobre Quevedo”, con Osvaldo Ferrari, Borges comenta:

 

Yo he ido apartándome de Quevedo, de igual modo que he ido apartándome de Lugones. Veo que siempre en Quevedo y Lugones se nota el esfuerzo; parece que no fluyeran nunca.

 

En “Sobre Góngora”, de alguna manera Borges resuelve la disputa con ingenio y picardía:

 

 Las mejores poesías de Góngora no son las más culteranas, o las más ‘gongorinas'. Por ejemplo, yo recuerdo aquella: “ Mal te perdonarán a ti las horas, / las horas que limando están los días, / los días que royendo están los años ”, y que vendrían a ser los mejores versos de Quevedo, salvo que los escribió Góngora antes que Quevedo.

 

 Más allá del reconocimiento debido a uno y otro poeta, por temperamento Borges está más cerca de Quevedo. Lo llega a afirmar de manera explícita. En otra parte del libro de Carrizo no hay lugar a dudas:

 

 Cuando yo hablo mal de Quevedo, lo hago… lo hago un poco para curarme. No. ¿Cómo puedo decirlo? Lo hago un poco porque yo tiendo a exaltarlo a Quevedo.

 

 Poetas argentinos

 

 Lugones como Quevedo fue una auténtica obsesión en Borges. A las cuestiones de política literaria de su juventud –burlas y sátiras, alguna reseña adversa en Martín Fierro– sucede un paulatino reconocimiento que incluye un libro sobre Lugones y que culmina en el famoso prólogo que Borges le dedica en El Hacedor. La obsesión de Borges con Lugones no deja de llamar la atención. Hay quien la explica por un fuerte sentimiento de culpa y Borges mismo se ocupó de revelar lo que considera haber escrito bajo su influjo, pero esas razones no bastan. Por otra parte, a pesar del enorme respeto que le profesa, Borges, a lo largo de toda su vida, continuaría juzgando duramente a Lugones al tiempo que lo encomia. Un único ejemplo, que no deja de asombrar, registrado en el libro de Carrizo:

 

Voy a hacerle una confesión. Yo creo que lo que yo escribo ahora no se parece nada a Lugones, ¿no? Sin embargo, cada vez que escribo algo, se lo leo a un amigo y le pregunto: “¿Esto se parece… esto le recuerda a Lugones?”, y me siento más tranquilo. Porque yo siempre temo estar escribiendo “pastiche” de Lugones. Estar cometiendo “pastiche” de Lugones.

 

Ezequiel Martínez Estrada merece el elogio de Borges, a pesar de que lo asimila a Lugones. Para Borges, Martínez Estrada era un gran poeta, “ salvo que Martínez Estrada procede de Lugones y Darío. Y Almafuerte… de Almafuerte” . Este último fue uno de los poetas argentinos más admirados por Borges. Pero más que la poesía, a Borges parecieran interesarle particularmente las ideas de Almafuerte: la negación del libre albedrío, la condena del perdón y su asimilación a la soberbia, la condena del cristianismo y su renovación más allá de Cristo, el fracaso como destino del hombre, la ética a ultranza. Comentándoselo a Osvaldo Ferrari, señala que todo esto fue dicho a principios de siglo, por un poeta que no sólo escribió los mejores, sino los peores versos de la lengua castellana. El lo dijo en un ambiente del todo indigno de eso, ya que si hay algo que no interesa a los argentinos, yo creo, es la ética.

 

 

En el libro de Alifano, Borges también se refiere a Arturo Capdevila, lamentando el olvido en que cayó su obra. Después del elogio, después de los ejemplos, hay una anécdota significativa. Borges no se priva de comentar que la unidad de medida de Carlos Mastronardi para valorar lo irrisorio era “el Capdevila”. Borges lo cita a Mastronardi diciendo: “ No tengas ni un Capdevila de duda ”. Cuenta también lo curioso del lenguaje de Capdevila con sus “¡vive Dios!” y sus otras interjecciones igualmente castizas y risueñas.

 

El libro de Carrizo tiene la virtud de ser rico en otros juicios sobre poetas argentinos. Allí, el locutor somete a Borges a una suerte de interminable y, por momentos, incómodo cuestionario. Le pregunta, por ejemplo, por Ricardo Molinari y Borges contesta que su obra “ es una obra para elegidos; pero yo no siempre pertenezco a los elegidos ”. Respecto de Alberto Girri, Borges señala:

 

 A veces no lo he entendido pero siempre que lo he entendido, lo he admirado. Cada vez que yo he merecido entender un poema suyo, me ha parecido muy bueno. Pero eso no me ha ocurrido siempre. A veces el poema me ha excluido, sin duda por incapacidad mía, no por torpeza suya.

 

La lista avanza con Baldomero Fernández Moreno, a quien considera “ Uno de nuestros mayores poetas” . “ Yo creo –dice Borges– que nadie ha expresado la llanura de la Provincia de Buenos Aires como él ”. Sigue luego con Enrique Banchs:

 

 No era un hombre original; no innovó, no pertenece especialmente a ninguna escuela. (…) Enrique Banchs escribió simplemente sonetos perfectos, en todos los sentidos de la palabra, no en el meramente técnico.

 

A Leopoldo Marechal le dedica un párrafo más largo:

 

La verdad es que no lo he leído. Me dicen que escribió novelas, también; no las he leído tampoco. Pero lo conocí. Creo que era discípulo de algún poeta francés, y escribía poemas en los que había, por ejemplo, caminos, estrellas… 12

También a Oliverio Girondo, contra el cual se manifiesta francamente hostil:

 

 Yo no lo incluiría en una lista de poetas. El tampoco. Era un individuo, bueno… que no desdeñaba el escándalo, la publicidad. Hacía ediciones de lujo de sus obras. (…) Era un individuo muy sonoro para mí. Demasiado seguro de sus opiniones. 13

 

En el caso de Raúl González Tuñón –a quien lo unió una vieja amistad interrumpida por razones políticas– su discurso se modera:

 

Puedo contar un rasgo personal de Raúl González Tuñón que lo honra. Raúl González Tuñón era… bueno, comunista. Y fue arrestado. Tuvo que pasar un tiempo en la cárcel. Entonces algunos escritores resolvieron protestar y hablaron con Tuñón. Pero Raúl González Tuñón dijo: “No, el Estado ha obrado bien; yo soy enemigo del Estado, es muy justo que yo esté preso. Han obrado con sensatez; yo no quiero protestar. Ha sido una medida justa desde el punto de vista de ellos”. Y entonces, yo no sé cuánto tiempo pasó de condena. Y esto lo honra desde luego. No recuerdo la obra de González Tuñón. Realmente no. 14

 

El elogio de Borges es más sincero en el caso de su gran amigo Carlos Mastronardi, a quien califica como

 

 Un gran poeta. Con un curioso destino: se pasó la vida limando un solo poema, “Luz de provincia” (…) Como hombre era admirable. Le interesaba mucho la historia de la filosofía; sobre todo los orígenes: los presocráticos. Hemos tenido largos diálogos sobre esos temas.15

 

Hay además toda otra serie de poetas a los que se refirió en términos más telegráficos. Sobre Alfonsina Storni, por ejemplo, dijo que era “ una superstición argentina”. En cuanto a Horacio Rega Molina, lo considera un individuo difícil de tratar, pero “¡Un excelente poeta! ¡Un admirable poeta! ”. A Vicente Barbieri, en cambio, lo recordó apenas por su amabilidad, sus orígenes y sus rasgos físicos: “ Dígame. ¿Tenía barba, Barbieri, no? (…) Era muy delgado y hablaba siempre del Oeste”. Con Juan L. Ortiz es, por lo menos, injusto: “ No, yo no lo conocí a Ortiz. Yo creí que era una invención de Mastronardi. Pero me dicen que no. Pero yo no he leído nada de él. ” A José Pedroni lo ubica apenas geográficamente: “ Creo que es santafecino pero… Es todo lo que sé”. A Enrique Molina lo liquidó con un simple: “No lo conozco”. Las referencias se desdibujan todavía más en los casos de Silvina Ocampo (a quien considera una excelente poeta para pasar inmediatamente de sus cuentos), Francisco Luis Bernárdez (“Le gustaba la simetría; yo trato de eludirla. Pero si admitimos la simetría, era un gran poeta simétrico. Y muchas ves no simétrico. ), H. A. Murena (“ Yo no he leído nada de él"), Nicolás Olivari (“Un hombre como cansado, feliz, muy indiferente a la nombradía. Y que ha dejado algunos poemas admirables"), Jacobo Fijman (“El pobre se enfermó, y venía a verme a la Biblioteca Nacional; me dijo que tenía que volver a tal hora, porque estaba internado. Había sido un hombre agresivo, violento. Y después llegó a una… A la mansedumbre, a la resignación, a la sabiduría quizá. ”), Conrado Nalé Roxlo (cuyo soneto “El grillo” despedaza) y César Tiempo ( Sí, Israel Zeitlin. Tenía poemas lindísimos”).

 

Al final de esta larga lista que ocupa varias entrevistas, Carrizo comenta que la mayoría de los nombrados figuran en la antología de poesía argentina de, precisamente, César Tiempo y Pedro Luis Vignale y que todos fueron hombres de la historia de nuestra poesía. Borges, un poco harto, replica:

 

 Sí, pero la historia de la poesía es la menos importante que puede haber. Lo que importa es la poesía. Todo el mundo puede ser nombrado en la poesía argentina. Sobre todo ahora que padecemos ese mal: la historia, las fechas, las escuelas, la cronología. Todo eso son pequeñas miserias. Lo importante es la poesía, no la historia de la poesía.

 

 Poetas latinoamericanos

 

 Pese a las salvedades que hace sobre la importancia histórica del modernismo –y el Borges viejo está lleno de salvedades–, Rubén Darío no parece importarle demasiado. En el “Diálogo sobre el Modernismo y Rubén Darío” le dice claramente a Ferrari que en el caso de Darío, me parece que es tan despareja la obra de él… pero yo diría que lo mejor de Darío es lo que se basa puramente en la cadencia de los versos.

 

Borges lo critica por haber escrito demasiados poemas no sentidos, de circunstancia. Elogia unos cuantos textos, señala que después de Darío hubo muchos cambios en la métrica, las metáforas, los temas y el lenguaje, así como también en la sensibilidad, pero no olvida agregar: “Bueno, todo eso claro por obra de Hugo y de Verlaine”.

 

Es necesario recordar que, al criticar duramente el ultraísmo, Borges también critica al creacionismo. Huidobro no escapa a su ironía. De Vallejo no encontré una sola mención en ninguno de los libros. Sobre Pablo Neruda es más explícito. Se lee en Burgin:

Neruda es un buen poeta, un gran poeta. Y cuando aquel hombre [Miguel Ángel Asturias] ganó el Premio Nóbel , yo dije que se lo deberían haber dado a Neruda.

 

No obstante, un poco más atrás en el texto de Burgin, Borges manifiesta:

 

 Pienso que (Neruda) es un buen poeta, un poeta muy bueno. No lo admiro como hombre, me parece un hombre mezquino.16

 

A Gabriela Mistral la despacha diciendo que es una superstición chilena.

 

Poetas estadounidenses e ingleses

 

 Hay poetas que obsesionaron a Borges; Walt Whitman –a quien tradujo– fue uno de ellos. Por ejemplo, Carrizo, en un alarde de inteligencia, le preguntó a Borges si Whitman era un literato o un hombre que escribía poemas. Borges respondió:

 

El fue Mister Whitman, periodista; él fue Walt Whitman, un vagabundo… divino, digamos; y él fue cada uno de sus lectores. Es decir… él es triple, o múltiple. Desde luego, a veces uno lo encuentra al hombre Whitman; pero en general ese Whitman está magnificado y nace, por ejemplo, a veces en Long Island; a veces en el Sur. Habla, por ejemplo, de lo que oyó contar en Texas, cuando era chico: jamás estuvo en Texas. Y es cada uno de sus lectores. Es decir, que Whitman es usted y es Roy Bartholomew y soy yo, también. Nosotros somos por lo menos una tercera parte de Whitman. Y él ha logrado eso, que ningún otro escritor ha logrado. Hacer que el lector sea un personaje suyo. Ningún otro poeta ha intentado eso. Se ha imitado el estilo de Whitman, la entonación de Whitman, la versificación de Whitman, pero no esa tentativa heroica, realmente, e impar, de ser tantos personajes a la vez. 17 

 

Edgar Poe es otro caso. En cada conversación sobre los orígenes del cuento policial Poe es referencia obligada. Diría incluso que da la impresión de que Borges tuviera preparada, desde siempre, una pequeña conferencia sobre Poe (de hecho, en Borges oral, la recopilación de conferencias dictadas en la Universidad de Belgrano, hay una en la que Poe ocupa buena parte de la exposición). Pero lo que nos interesa aquí es la crítica de Borges a “Filosofía de la composición”, la justificación que Poe escribió para su famoso poema “El cuervo”. Borges, a lo largo de los diálogos, descree de la misma y ensaya una explicación de orden psicológico sobre las razones ocultas detrás de la coartada intelectual de Poe. Borges señaló a Charbonnier en 1965 que

 

 Si la técnica sirve para algo, debe también servir para producir puros sollozos. O versos que den esa idea. Lo que viene a ser lo mismo para el lector, porque el lector no sabe qué medio empleó el poeta. Y tampoco el poeta lo sabe, Por ejemplo, el célebre ensayo de Poe sobre la composición del poema “El cuervo” es evidentemente falsificado. Si hubiera procedido así, no habría escrito el poema. Habría escrito un número indefinido de poemas. Y además hay otra cuestión a la que no se responde: ¿por qué Poe quería escribir de esa manera? ¿Qué necesidad había de escribir esta historia del cuervo que repite su nombre? ¿Del amante cuya amante ha muerto? ¿De la biblioteca? Pienso que todo esto debió satisfacerlo de alguna manera. Si no, no habría escrito el poema. O lo que es lo mismo, toda la reconstrucción lógica que hizo la hizo pour épater les bourgeois . O quizá porque siendo él mismo profundamente romántico, siendo un gran poeta romántico, quería ser otra cosa: ser también una especie de Auguste Dupin, de detective muy inteligente y fuerte. Cosa que no era.18

 

Veinte años después de la entrevista con Charbonnier, en el diálogo con Osvaldo Ferrari “Sobre los poetas de New England”, Borges dijo:

 

 Poe, como poeta, es un poeta menor, aunque fuera naturalmente un hombre de genio.

 

 En este último diálogo citado, Borges dice volver siempre a Whitman y a Emerson. Ferrari pregunta con alguna incredulidad si Borges se refiere a Emerson como poeta, a lo cual se le responde:

 

 Como poeta yo diría, para mí ante todo como poeta; yo prefiero –sé que este es un capricho mío– pero yo prefiero su poesía a su prosa, me parece que su poesía es más esencial. Además, es profundamente original, pero espontáneamente original, no escandalosamente original; espontáneamente distinta de todo lo que se llama poesía. Sin que se sienta, sin embargo, una rebelión: es como si él se expresara naturalmente de ese modo frío, de ese modo reservado –porque la reserva también puede ser una virtud poética, siempre se supone que no; que el poeta tiene que ser efusivo y tiene que confesar… pero es que la reserva constituye gran parte del carácter de mucha gente.

 

Sobre el resto de la poesía norteamericana Borges es muy parco. No menciona ni a Carl Sandburg, ni a e.e. cummings, ni a Langston Hughes ni a Vachel Lindsay, a quienes en su juventud dedicó muchas páginas. Tiene, sí, palabras de elogio para Emily Dickinson, para Edgar Lee Masters y apenas menciones de cortesía –cuando alguien le pregunta– para William Carlos Williams, Wallace Stevens y prácticamente nadie más. Pound, parece evidente, no le gustaba nada o, a lo sumo, lo apreciaba por sus ideas sobre la traducción. A Eliot lo menciona mucho, pero siempre como ensayista. No es curioso. El mismo tipo de reflexión presente en los ensayos de Eliot fue paralelamente emprendida por Borges en los suyos (se me ocurre que un buen trabajo de tesis podría demostrar esta hipótesis). A veces Borges disiente, pero por lo general Eliot es visto como el contrincante ideal. Sobre Ezra Pound no hay ninguna mención. 19  Robert Frost, en cambio, le gusta como poeta. En diálogo con Ferrari, Borges dice:

 

 Yo creo que a Frost uno debe verlo como discípulo de Robert Browning, el poeta inglés. En todo caso, yo creo que él surge de la obra de Browning, de los hábitos poéticos de Browning.

 

Robert Browning es un poeta que parece haberle importado. Como Eliot y Pound, como tantos otros, Borges encontró en el monólogo interior de los poemas de Browning un elemento decisivo para desarrollar propios proyectos. En el libro de Burgin hay una página sugestiva a este respecto:

 

Me pregunto si Browning, en lugar de escribir poesía–desde luego debió haber escrito poesía–, pero creo que muchas de las obras de Browning hubiesen dado mayor resultado, al menos en lo que concierne al lector, si hubieran sido escritas como cuentos. (…) Yo pensaba en Robert Browning como precursor de toda la literatura moderna. Hoy en día ya no pensamos así porque estamos desilusionados por (…) los tecnicismos, por el verso libre, por un estilo bastante artificial.

 

 Los poetas franceses

 

La poesía francesa no parece haberle interesado demasiado a Borges. En la entrevista de De Milleret recuerda sus lecturas ginebrinas de los simbolistas, recita a Rimbaud, manifiesta algún cariño hacia Apollinaire y prácticamente nada más. En otros diálogos cita las intenciones de Mallarmé como ejemplo de rigor intelectual, pero no dice nada de su poesía. En cuanto a Víctor Hugo, hay, por lo menos, dos menciones significativas. La primera es a De Milleret:

 

En Hugo se percibe un poco la página. La obra de arte que creó, el artificio, en suma. Pero era muy, como se dice en inglés, self conscious , es decir, que nunca se abandonaba en la poesía. Acaso fuera una especie de pudor, de orgullo o de timidez.

 

 La otra, a Carrizo:

 

Víctor Hugo es un gran escritor. No se puede hablar mal de Víctor Hugo. Es un hombre de genio, ¿no? Sobre todo del poeta Hugo. Las novelas, ahora, resultan más difíciles.

 

Paul Valéry es otro plato fuerte. En muchos de los ensayos de juventud, así como en alguna reseña publicada en la revista El Hogar, Borges se maneja con ambigüedad y sorna; festeja, en cierto modo, el esfuerzo de Valéry y se burla de él al mismo tiempo. 20 En sus conversaciones con Charbonnier es respetuoso y, no obstante, se permite las siguientes palabras:

 

Valéry habría querido ser Monsieur Teste. Evidentemente, no era Monsieur Teste. Nadie es Monsieur Teste. Ni siquiera sabemos si los Messieurs Teste son deseables. No serían más que monstruos.

 

Más tarde, ya sin ambages, manifestará a Antonio Carrizo que “ Valéry es una superstición francesa”. Finalmente, en diálogo con Ferrari, dirá que se trata de un muy buen poeta.

 

En sus lecturas de poesía Borges se manifiesta sujeto a diversas pasiones. Dante, claro, es una de ellas. También Virgilio y Shakespeare. Sin embargo, hay nombres que se constituyen en devociones. Tal es el caso de Paul Verlaine, acaso su poeta favorito. Interrogado por Carrizo sobre la elección de un poeta entre todos los poetas, Borges dice:

 

 ¿Un poeta?… Yo, así, inmediatamente, vacilaría entre Virgilio… Shakespeare… Verlaine… ¿Por qué no Verlaine, al fin de todo? Porque Verlaine es simplemente eso. En cambio Virgilio es otra cosa; Virgilio escribe esa larga novela épica o epopeya, la Eneida . ¿Shakespeare? Shakespeare es menos Shakespeare que Macbeth, o que las Parcas, o que Lady Macbeth, o que Hamlet. En cambio, Verlaine es simplemente un poeta. Simplemente… Caramba, ¿le parece poco? Puramente un poeta, habría que decir.

 

 Borges lector de Borges

 

 Aunque confesó cuidar mucho su biblioteca para justificar la ausencia de sus libros en ella, aunque utilizó un inmenso arsenal retórico para mostrarse modesto, es evidente que, por voluntad propia o accidente, Borges tuvo que juzgar en más de una oportunidad sus propios poemas. El mejor ejemplo de ello –y el más rico también– está en el libro de Carrizo. Allí el locutor matiza sus audiciones con la lectura de poemas de Borges que Borges comenta. No hay desperdicio: podría decirse que a Borges le agrada el ejercicio, aunque se trate de poemas propios. En “Diálogo sobre el culto a los libros”, Borges comenta a Ferrari que la música del verso requiere ser aunque sea murmurada; pero en todo caso tiene que oírse [costumbre que] desde luego ahora está perdiéndose, ya que la gente está perdiendo el oído. Desgraciadamente todos son ahora capaces de lectura en voz baja, porque no oyen lo que leen; pasan directamente al sentido del texto.

 

Borges tiende a oír sus poemas como si fueran de otro. Condena aquellos versos con los que ya no está de acuerdo y elogia los versos que considera logrados. Por momentos pareciera que realmente juzgara versos ajenos. No resulta extraño si se considera la siguiente cita, incluida en el “Diálogo sobre Francia” en uno de los libros de Ferrari:

 

 Flaubert (…) dijo: “Quand un vers est bon, il perd son style” (Cuando un verso es bueno, pierde su estilo), y creo que también dijo que un buen verso de Boileau –que vendría a representar la tradición clásica, la tradición del siglo de Luis XIV – vale lo que un buen verso de Hugo –que es romántico–. Pero yo iría más lejos, yo diría que cuando un verso es bueno, sí, pierde su escuela y además no importa quién lo haya escrito, y tampoco importa la fecha en que haya sido escrito. Es decir, los versos buenos, o las páginas buenas, son las que no se dejan quizá atrapar fácilmente por los historiadores de la literatura. Y yo trato de escribir, digamos, atemporalmente; aunque sé que de hecho no puedo hacerlo, ya que un escritor no tiene por qué proponerse ser moderno, ya que fatalmente lo es (…)

 

No obstante, cuando Borges comenta sus propios poemas es de una franqueza estremecedora. Revela la procedencia de muchas de las citas, de muchos de los versos originales que inspiraron sus propios versos, de las ideas prestadas, de los plagios y de las reescrituras. Da la impresión de que el viejo Borges prefiere la sinceridad al ocultamiento, así como resulta evidente que en la larga lucha contra el estilo barroco de su juventud triunfa el clasicismo de la vejez.

 

A propósito de este combate, del cual sobran ejemplos en los diferentes libros, vale la pena citar algo referido a Lugones y a Capdevila, respectivamente, en el diálogo ya mencionado sobre este último:

 

Fíjese usted que cuando un escritor se acostumbra al estilo barroco es como si quisiera sorprender en cada frase, y eso viene a ser un pecado, yo no sé si de vanidad, pero sí de impertinencia en todo caso. A mí me parece que es incómodo para el lector ser sorprendido continuamente; en cambio, lo que llamamos estilo clásico tiene la ventaja de que no quiere sorprender en cada línea, sino que lo que busca es persuadir, transmitir una emoción sin que se noten demasiado los medios.

 

La precariedad del método

 

Llegado a este punto y habiendo abusado de la paciencia del lector, no me cabe otro remedio que aceptar la precariedad del método escogido. Como se comprenderá, las entrevistas dependen de Borges, pero también de sus entrevistadores. Los intereses de uno y otros se cruzan en muchísimas oportunidades, pero no en todas las posibles. Así, no encontré ni una palabra sobre, por ejemplo, Fernando Pessoa o Eugenio Montale (y prácticamente nada sobre las literaturas portuguesa e italiana que ambos representan), ni sobre muchos otros autores de otras nacionalidades (alemanes, rusos, etc.). Tampoco sobre muchos otros asuntos –sin ir más lejos, la traducción de poesía– que Borges cultivó y sobre los cuales reflexionó por escrito a lo largo de su existencia.

 

Con todo, resulta interesante contrastar las distintas etapas del pensamiento de Borges que presentan los diálogos. Por ejemplo, en relación con sus contemporáneos inmediatos. Allí, sus juicios, modificados una y otra vez, resultan tan caprichosos como los de cualquiera y en más de una ocasión dependen de las diferencias personales e ideológicas que el tiempo y la historia común, como siempre ocurre, imponen a las relaciones entre los seres humanos.

 

Tengo la impresión de que también resulta claro que, sobre muchas otras cuestiones, Borges mantuvo la mayoría de sus puntos de vista iniciales, limitándose apenas a depurar sus juicios hasta volverlos –si cabe decirlo así– esenciales. A esa luz, entonces, se deberá recurrir quizá cuando se retorne a sus libros, así como a los muchos otros materiales dispersos que constituyen lo que parece ser un infinito universo.

 

 Notas

 

1 María Esther Vázquez, Borges: imágenes, memorias, diálogos , Caracas, Monte Ávila Editores, 1977 y (segunda edición ampliada) 1979. El mismo libro, con nuevos agregados fue publicado como Borges, sus días y su tiempo , Buenos Aires, Javier Vergara Editor, 1986.

 

2 Fernando Sorrentino, Siete conversaciones con Jorge Luis Borges , Buenos Aires, Casa Pardo, 1973 (posteriormente fue reeditado por Ed. El Ateneo en 1996). Se trata de un libro muy ameno, al que Sorrentino agregó un Apéndice –entrevista a Norman Di Giovanni, el traductor de Borges al inglés–, una serie de valiosas notas, un maravilloso índice de personas citadas, así como otro de obras citadas y aludidas.

 

3 Osvaldo Ferrari es autor de tres libros de diálogos con Borges: Borges en diálogo , Buenos Aires, Grijalbo, 1985; Libro de diálogos , Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1986 y Diálogos últimos , Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1987. Los tres libros pueden ser leídos con continuidad. La mayor parte de estas conversaciones radiofónicas fueron publicadas en el diario Tiempo Argentino.

 

4 Diálogos Borges-Sábato , Buenos Aires, Emecé, 1976 (hay reedición de 1996). Orlando Barone aparece como compilador; desgraciadamente hace comentarios cuya impertinencia y cursilería compiten con la pedantería de Sábato.

 

5 Borges el memorioso. Conversaciones de Jorge Luis Borges con Antonio Carrizo , Buenos Aires, fce , 1982. Entrevistas difundidas entre julio y agosto de 1979 en el programa radial “La vida y el canto”.

 

6 Roberto Alifano es autor de dos libros de diálogos con Borges: Conversaciones con Borges , Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984 y Ultimas conversaciones con Borges , Buenos Aires, Torres Agüero Editor, 1989.

 

7 Montenegro, Néstor J. Diálogos , Buenos Aires, Nemont Ediciones, 1983.

 

8 Charbonnier, Georges. El escritor y su obra. Entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges , traducción de Martí Soler, México, Siglo XXI , 1967. El original francés es del mismo año. La traducción es abominable: Borges en madrileño con estructuras calcadas del francés. Absolutamente necesario el trabajo de reconstrucción.

 

 

 

 9 Richard Burgin, Conversaciones con Jorge Luis Borges , versión española de Manuel R. Coronado, revisada por Roberto Yahni, Madrid, Taurus, 1974 El original es de 1968. Como amenazan los datos, la traducción es también española, con el agravante de que el revisor argentino no parece haber revisado nada.

 

10 Jean De Milleret, Entrevistas con Jorge Luis Borges , versión castellana de Gabriel Rodríguez, Caracas, Monte Ávila Editores, 1971. El original fue publicado en París en 1967.

 

1 1 La bibliografía de las entrevistas de Borges no ha cesado de crecer. Entre otros muchos títulos no empleados en la confección de este artículo, pueden consultarse: James Irby, Napoleón Murat y Carlos Peralta, Encuentro con Borges , Buenos Aires, Galerna, 1968; Victoria Ocampo, Diálogos con Borges , Buenos Aires, Sur, 1969; Fernando Godoy, Borges para millones , Buenos Aires, Corregidor, 1978; M. P. Montecchia, Reportaje a Borges, Buenos Aires, Crisol, 1978; Willis Barnstone, Borges At Eighty , Indiana, Indiana University Press, 1984; Blas Alberti, Conversaciones con Alicia Moreau de Justo y Jorge Luis Borges , Buenos Aires, Del Mar Dulce, 1985; Rosa Majian, Conversaciones con Jorge Luis Borges de Armenia y los armenios , Buenos Aires, Ediciones Culturales, 1985; Waldemar Verdugo-Fuentes, En voz de Borges , México, Offset, 1986; Dante Escobar Plata, Las obsesiones de Borges , Buenos Aires, Distal, 1989; Fernando Mateo (compilador), Borges. Dos palabras antes de morir y otras entrevistas (reúne entrevistas realizadas por Enrique Estrázulas, Mario Diament, Raquel Ángel, Mita Schmidt, Néstor Sánchez, Malú Sierra, Ana Barón, Alicia Barros y otros autores que no firman), Buenos Aires L.C. Editor, 1994. Además de los libros mencionados, existen numerosas entrevistas a Borges publicadas en volúmenes colectivos o en homenajes que se le consagraron en diversos países. Entre los trabajos más relevantes, se mencionan los de Napoléon Murat. (“ Entretien avec N.M. ”, en Cahier de L'Herne , París, 1964 y reedición de 1981), Luis Harss en su libro Los nuestros , Buenos Aires, Sudamericana, 1966, César Fernández Moreno, “Harto de los laberintos. Entrevista con c.f.m .”, en revista Mundo Nuevo , nº 18, París, diciembre de 1967; reproducido luego en Emir Rodríguez Monegal, Borges por él mismo , Caracas, Monte Avila Editores, 1981; Rita Guibert en su libro Siete voces , México, Novarro 1974 y Ronald Christ en Conversaciones con los escritores , The Paris Review. Editado por George Plimpton, Barcelona, Kairos, 1980.

 

 

12 Borges emplea aquí su “memoria selectiva”. En la década del veinte celebró en la revista Martín Fierro la aparición de Días como flechas , de Marechal, llamando a ese libro “ el veinticinco de mayo más espontáneo de nuestra poesía ” (la reseña completa puede leerse en Martín Fierro (1924-1927) , antología y prólogo de Beatriz Sarlo, Buenos Aires, Carlos Pérez Editor, 1969). Las razones de la desmemoria tal vez se encuentren en las conversaciones entre Borges y Sorrentino. Allí se lee: “Marechal se hizo nacionalista, y eso nos apartó. Creo que después se hizo peronista también. La última vez que lo ví creo que fue en casa de Victoria Ocampo, y al salir, él me dijo: ‘¿Usted sabe, Borges, que a mí nunca me ha interesado lo que usted ha escrito?' Yo le dije: ‘Bueno, a mí tampoco me interesa lo que yo escribo: escribo lo que puedo, nada más. En cambio a mí hay muchos versos suyos que me han gustado. De modo que estamos de acuerdo: posiblemente lo que usted dirá es que lo que escribe es malo, porque casi siempre los escritores suelen pensar eso'. (…) Yo creo que Marechal era un buen poeta. La obra en prosa de él no la conozco. Creo que, dentro de esa retórica que él usaba, era un excelente poeta. O que era un poeta muy diestro, más bien.” (op. cit.)

 

13 Se repite aquí el mismo procedimiento que en el caso de Marechal. Reseñando para Martín Fierro la aparición de Calcomonías , de Girondo, Borges escribió: “Es innegable que la eficacia de Girondo me asusta. (…) Lo he mirado tan hábil, tan apto para desgajarse de un tranvía en plena largada y para renacer sano y salvo entre una amenaza de klaxon y un apartarse de viandantes, que me he sentido provinciano junto a él.” (la reseña completa puede leerse en Martín Fierro (1924-1927) , antología y prólogo de Beatriz Sarlo, Buenos Aires, Carlos Pérez Editor, 1969). Más tarde, en 1973, le manifestó a Fernando Sorrentino: “Oliverio Girondo, como escritor, nunca contó mucho. Oliverio Girondo financió la revista Martín Fierro , pero la obra personal de él… Yo no creo que él le haya dado ninguna importancia tampoco. Creo que a él le interesaba más la tipografía, la imprenta. Lo que él escribía, ¿qué era? Más o menos greguerías, en fin…” (op. cit.). Véase igualmente la entrevista sobre Girondo realizada por los integrantes de la revista Xul , Buenos Aires, nº 6, mayo de 1984.

 

14 Entrevistado por Fernando Sorrentino unos años antes, Borges dijo las siguientes e injustas palabras: “[A los poemas de González Tuñón] ahora los recuerdo muy poco realmente. El había hecho unos lindos poemas sobre la guerra civil española, y creo que hacía lo español mejor que lo criollo, ¿no? Y es muy natural, porque él es hijo de españoles y sentía mucho más lo español que lo argentino.”(op. cit.)

 

15 El comentario se suma a los elogios formulados en la entrevista con Rita Guibert y Conversaciones con Borges , de Roberto Alifano. En el primer caso, ante la noticia de que uno de sus estudiantes estadounidenses trabajaba sobre Mastronardi, señaló que “Carlos Mastronardi significa mucho para mí, y que ese gran poeta y amigo mío haya sido un tema de pensamiento para uno de los estudiantes de New England me conmovió mucho. El tema versará sobre ese poema ‘Luz de provincia', dedicado a la provincia de Entre Ríos y que ha sido c asi la única obra de Mastronardi. Es un poema que he leído con amor a lo largo e los años y en el que hay esa línea que me gusta recordar: ‘ la querida, la tierna, la querida provincia' , y la palabra ‘ querida ' vuelve como si el poeta sintiera que es la última palabra, como si el poeta se cansara de buscar adjetivos y volviera a su amor por la provincia.” (op. cit.) En cuanto a la entrevista de Alifano, Borges manifestó que “Mastronardi era esencialmente barroco, pero se resistía a serlo; buscaba la sencillez. Cuando Mastronardi dice, por ejemplo, ‘El cansancio era fiel a su voz', quizá es un modo rebuscado de decir: hablaba con voz cansada. En otros casos Mastronardi logra la sencillez que quería para sus versos. Yo recuero estas líneas admirables de su poema ‘Luz de provincia' : ‘ Un sosiego de estancias perdidas en la dicha '. Allí Mastronardi alcanza su mayor intensidad con versos sencillos (…) Mastronardi parece dialogar con el campo, con las evocaciones de su provincia natal, en un tono apacible y discreto, alejando de todo énfasis. El no necesita disfrazarse de gaucho ni exaltar cuatreros o batallas famosas; él habla de las estancias, de los amigos, de las arduas tareas rurales, convoca al amor con palabras adecuadas y nos recuerda que ‘ es hermoso pasar por estos campos”. (…) Yo le debo mucho a Mastronardi; fuimos íntimos amigos, pero yo sentía que él me juzgaba todo el tiempo. Me juzgaba y me absolvía generalmente.” (op. cit.) A modo de complemento, léase“Evocación de Carlos Mastronardi” que Borges firmó en la edición del diario Clarín del 17 de abril de 1986.

 

16 Nuevamente en el libro de Rita Guibert se lee: “ Con Pablo Neruda hablamos una sola vez en la vida, hace muchos años. Los dos éramos jóvenes y llegamos a la conclusión de que en español la poesía era un idioma muy torpe. Posiblemente cada uno haya querido asombrar un poco al otro y por eso exageramos nuestras opiniones. Realmente conozco por la obra de Neruda, pero creo que es un buen discípulo de Walt Whitman, o tal vez de Carl Sandburg. ” (op. cit.)

 

17 En la entrevista con Rita Guibert se lee casi lo mismo, pero Borges resulta todavía más claro: “Whitman es de los poetas que me han impresionado más en la vida. (…)Escribió Leaves of Grass , una especie de epopeya cuyo protagonista era Walt Whitman, pero no el Whitman que escribía, sino el hombre que el autor hubiera querido ser. Eso no lo digo desde luego en contra de Walt Whitman, pero pienso que habría que leer su obra, no como la confesión de un hombre del siglo xix , sino como la epopeya de un personaje imaginario, un personaje utópica, que es hasta cierto punto una magnificación y proyección del autor como la del lector. (…) Desde luego, el personaje creado por Whitman es uno de los más queribles y memorables de toda la literatura. Es un personaje como Don Quijote, como Hamlet, un personaje no menos complejo que ellos y quizá más querible que ellos.” ( op. cit .)

 

18 Me parece pertinente copiar aquí unas líneas pertenecientes a El Aleph , en donde el Borges personaje juzga los empeños poéticos de Carlos Argentino Daneri: “Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otros.” En Jorge Luis Borges, El Aleph , Buenos Aires, Emecé, 1962.

 

19 Las pocas referencias a Pound pueden buscarse en “Nota sobre Walt Whitman” (incluida en Discusión ), en “El traductor” (texto de 1965), en la entrada correspondiente en la Introducción a la literatura norteamericana i (1967), en “Soy el único argentino que no tiene ninguna solución para el país” (entrevista de Alejandro Sáez-Quesada publicada en la revista La Semana , nº 417, del 29 de noviembre de 1984) y en el “Testimonio de J.L.B.” publicado en el Homenaje a Ezra Pound , Murcia, Consejería de Cultura y Educación de la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia, 1986.

 

20 Véanse al respecto, las menciones a Valéry en “Pierre Menard, autor del Quijote” en Jorge Luis Borges, Ficciones , Buenos Aires, Emecé, 1956 y “Borges francófobo” en Juan José Saer, El concepto de ficción , Buenos Aires, Ariel, 1997

Fuente: Fractal

https://www.mxfractal.org/F42Fondebrider.htm

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